BuonItalia es una tienda italiana ubicada en Chelsea Market, un viejo almacén reformado de la calle Quince lleno de tiendas de especialidades en las que se vende de todo, desde tartas de fiesta con la imagen de Scarlett O'Hara (con falda de rayas, al estilo preguerra de secesión, hecha de glaseado) hasta langostas vivas.
El rústico y luminoso edificio es un pequeño centro comercial del buen comer, pero ninguna tienda supera a BuonItalia, que tiene mis artículos favoritos en abundancia, importados de Italia. Se puede encontrar de todo, recipientes gigantes de Nutella (una crema de chocolate hecha de avellanas, no hay nada como extenderla sobre un cruasán recién hecho); la infusión de manzanilla de Bonomelli; la farina Molino Spadoni (la única que la abuela consiente en añadir a la sopa y que yo he comido desde que era una cría) y grandes latas de acciughe salate, anchoas originarias de Sicilia, con las que rellenamos los pimientos y que comemos con pan caliente.
En la parte trasera de la tienda hay varios frigoríficos abiertos, repletos de pasta fresca hecha a mano. Una de las variedades de fideo favoritas de mi abuela está de oferta, spaghetti al nero seppia, un linguini delgado, hecho con la tinta negra del calamar. En el paquete parecen tiras de regaliz salpicadas con harina de maíz. Los preparará con limón fresco, mantequilla y ajo.
Cojo un paquete de rúcula, algunos champiñones blancos y firmes y algunos pimientos asados para elaborar una ensalada. La abuela ama los rizos de chocolate negro Zia Tonia en el helado de vainilla, su propia versión del stracciatella gelato, así que también cojo una tarrina. De camino a la salida rae detengo en la tienda Wine Vault y compro una botella de vigoroso chianti siciliano.
Mientras camino por Greenwich Street, de regreso al taller, recuerdo que, de pequeña, mi madre no nos permitía ir más al norte de Jane Street, donde el viejo Meatpacking District se mezcla con el residencial West Village. Mi madre creía que si los rápidos camiones de carne no te mataban, lo haría el contacto con los traficantes de droga.
A comienzos de los años ochenta hubo una enorme discusión sobre si los abuelos venderían la tienda y se irían del barrio. Hubo algunos asesinatos sin resolver en los muelles del río Hudson y fiestas que duraban toda la noche en clubs de la West Side Highway que tenían nombres de partes que sólo se oyen durante una colonoscopia. Muchos de los contemporáneos de los abuelos y sus vecinos temían lo peor, vendieron sus edificios a precios de saldo y se mudaron a Long Island, a Connecticut o a la costa de Jersey. La abuela mantiene el contacto con los Kirshenbaums, propietarios de una imprenta en Jane Street y que ahora viven en Connecticut. Los que aguantaron hasta el aburguesamiento de los años noventa han tenido mejor suerte. Mis abuelos aguantaron y ahora la abuela obtendrá las ganancias. Esta franja a lo largo del Hudson se ha convertido en una de las zonas más deseadas y caras de la isla de Manhattan.
Recuerdo que en mi niñez era un área residencial más popular, un barrio de clase trabajadora con un toque de pueblo pequeño. Los jardines no estaban bien cuidados. Si encontrabas algo verde cerca del portal de casa era mera suerte. Los edificios se mantenían, no se renovaban. Las paredes de ladrillo rojo estaban desconchadas y agrietadas, tan azotadas por el viento y la lluvia que eran de un color rosa apagado, mientras que a los escalones de cemento les faltaban trozos, estaban consumidos por el clima, como las orejas de las antiguas estatuas griegas.
En los jardines delanteros solía haber enormes contenedores grises amarrados con cadenas, y bicicletas que colgaban de las alambradas. Ahora esos mismos jardines muestran urnas de mármol rebosantes de plantas exóticas, y se han sustituido las bicicletas por enredaderas ornamentales de anaranjadas bayas agridulces que en primavera se cargan de hijuelos y en otoño de frutos. La belleza de revista ha sustituido a la vida real.
A los poetas y los músicos que vagaban por estas calles los han ahuyentado las limusinas negras de las acaudaladas damas del Upper East Side que van en busca de la alta costura europea. No han pavimentado aún los adoquines, pero se tiene el presentimiento de que pronto lo harán. ¿Cuántas limusinas tienen que dar tumbos sobre ellos, lanzando a los ricos a lo largo de su asiento trasero, antes de que alguien proteste? Mientras existan los adoquines tendré una prueba de mi infancia. Cuando ya no estén no tendré tan claro de dónde vengo.
Abro la puerta de un empujón. Doy un rápido vistazo al taller. El cuero que la abuela cortó esta mañana está colocado sobre la mesa de trabajo. Las ventanas de atrás están abiertas, una brisa suave sopla sobre el papel de patrones y lo hace susurrar levemente.
– ¿Abuela? -exclamo.
La puerta del tocador está abierta, pero no hay señales de ella. Veo una nota en la mesa de cortar de June Lawton, nuestra cortadora de diseños: «Terminado. Te veo por la mañana».
Subo las escaleras con las bolsas de la compra. Escucho una voz de hombre en el apartamento. Habla de comida.
– Quando preparo i peperoni da mettere in conserva, uso i vecchi barattoli di Foggia -dice que hace pimientos en conserva-. Prendo i peperoni verdi, gli taglio via le cime, li pulisco, dopodichè li riempio con le acciughe -ahora dice algo sobre rellenar los pimientos con anchoas-. Faccio bollire i barattoli e poi li riempio con i pepperoni. -La voz sigue sin parecerme familiar. Él continúa-: Aggiungo aceto e spicchi di aglio fresco. All'incirca sei spicchi per barattolo.
– ¿Così tanti? -le dice la abuela.
Entro en el apartamento con las bolsas.
La abuela está sentada a la mesa de la cocina. El hombre está sentado a la cabecera de la mesa y me da la espalda. La abuela me mira y sonríe.
– Valentine, quiero que conozcas a alguien.
Llevo las bolsas a la cocina y las pongo en la encimera. Me giro y extiendo la mano.
– Hola.
El hombre se pone de pie. De pronto me parece familiar, lo conozco de algún sitio. Rebusco en mi unidad de memoria y, al mismo tiempo, sonrío, pero mi disco duro mental no encuentra nada. Es guapo, incluso sexy ¿Es un proveedor? ¿Un vendedor? No va vestido de marrón, así que definitivamente no es el hombre de UPS. Tampoco lleva anillo de bodas, hay alguna posibilidad de que no esté casado.
– Soy Roman Falconi -dice. La manera como se presenta me dice que debería conocer su nombre, pero no lo recuerdo.
– Valentine Roncalli. -Extiendo la mano, él la toma, yo aflojo el apretón, él no. El se queda de pie y sonríe con cara de saber algo más. ¿Quizás estudió en Santa Agonía? Me acordaría, ¿o no?
– Me alegra verte de nuevo -dice Roman.
«¿De nuevo? ¿Me alegra verte de nuevo?». Doy vueltas a sus palabras en mi mente hasta que de pronto comprendo. Oh, no.
Es el tipo del apartamento del edificio Meier. Anoche. El chico con la camiseta de Campari. Éste es el hombre que me vio desnuda. Recorro con las manos mi ropa, aliviada por llevarla puesta.
Roman Falconi me supera en altura. Es definitivamente más alto en persona de lo que parecía en el apartamento. Por supuesto que en un edificio de cristal, cuando oscurece, con la distancia y el ángulo, parecía más pequeño, como uno de esos bichos de la clase de ciencia, atrapados en resina.
Su nariz hace que las schnozolas de mi familia parezcan recatadas, pero, de nuevo, todo en su cara parece más grande de cerca. Tiene el cabello espeso y negro, cortado en capas bastante largas, pero no parece de peluquería. Sería fantástico que fuera gay. Un hombre gay podría ver mi desnudez como un estudio de la luz, el contraste y la forma. Este tío me observaba con ansia, como a un sándwich de jamón y una gaseosa fría encontradas por accidente en la guantera de un coche durante un largo viaje en el que no hay lugares donde detenerse y comer durante kilómetros. No es gay.
Sus ojos son de color marrón oscuro, el blanco alrededor es azul pálido -en esto radica su auténtico origen italiano-. Tiene una sonrisa amplia, dientes excelentes. Agito la mano para librarme de su apretón. Pone cara de sorpresa, como si dijera: ¿qué mujer es tan temeraria para dejar ir mi mano? Los grandes egos combinan con grandes manos.
– Valentine es mi nieta y la aprendiz de mi taller.
– ¿Te encargas del jardín de la terraza? -dice él. Esta vez su sonrisa es, en fin, sucia.
La abuela interrumpe.
– Valentine está ahí todo el verano. Cada día. Es la verdadera jardinera de la familia, no sé qué haría sin ella. Yo ya no puedo con las escaleras.
– Abuela, tú estás bien.
– Díselo a mis rodillas. Valentine es mi salvavidas.
Deseo que la abuela deje de fanfarronear sobre mí. Cada palabra que dice la aprovecha para recordar a la mujer de la terraza y compararla con la que tiene enfrente. Este hombre me ha visto desnuda y, creedme, yo sería incapaz de entrar en algunos estados si supiera que alguno de sus habitantes también me ha visto así. Me gusta tener cierto control en el apartado de la desnudez; preferiría haber estado desnuda en mi terreno y en circunstancias en las que tuviera el control de la iluminación.
– Anoche buscaba un local a nivel de calle cerca de aquí para un restaurante. La agente me preguntó si quería ver un apartamento en la planta de arriba sólo por diversión. Insistía mucho en las vistas del río. Y ciertamente la vista del río era sensacional, pero vi a una mujer en esta terraza que definitivamente la superaba.
– ¿Quién? -La abuela me mira-. ¿Tú?
Le lanzo una mirada rápida.
– ¿Quién más podría ser? -dice él mientras se encoge de hombros.
Cruzo los brazos frente al pecho, después los descruzo y los coloco enjarras. De cualquier manera este tío ha visto de todo, y no necesita precisamente rayos X para ver mis pechos a través de mis brazos.
– Si me disculpas, Roland…
– Roman.
– Cierto, cierto. Perdona, tengo… cosas que hacer.
– ¿Qué? Ya hemos terminado el trabajo de hoy -dice la abuela.
– Abuela -respondo. Ahora estoy molesta. Le pongo la cara larga que nos ponemos una a la otra cuando nos atrapan clientes molestos-: Tengo otras cosas que hacer.
– ¿Cuáles? -presiona la abuela.
Roman parece disfrutar con esto.
– Muchas cosas, abuela -le digo.
– Me gustaría ver la terraza -dice Roman, no muy inocentemente.
– Valentine puede llevarte. Id arriba -grita. La abuela se levanta y se dirige hacia el hueco de la escalera para subir-. Tengo que llamar a Feen. Prometí que la llamaría antes de la cena. Roman, ha sido un placer.
– El placer es mío, Teodora.
¿Qué pasó con la abuela que no quería extraños en el piso de arriba? ¿Qué pasó con la mujer que guarda su privacidad como si fueran bonos de ahorro metidos en una lata oxidada, escondida debajo del suelo de la mesa de la cocina? Es rapidísima para abandonar las reglas de su casa frente a este paisano. Hay algo en este tío que le agrada.
– Perdona -le digo a Roman. Luego sigo a la abuela al hueco de la escalera y le susurro-: Abuela, ¿qué leches está pasando? ¿Conoces a esta persona? Somos dos mujeres que viven solas.
– Ay, por favor. Es legal. Cálmate. -Se sujeta del pasamano y da un paso, luego se gira hacia mí-. Ha pasado mucho tiempo para ti, jovencita, ya no tienes instintos.
– Discutiremos eso más tarde -digo con otro susurro, y regreso al salón.
Roman ha retirado su silla de la mesa, se ha sentado con las piernas cruzadas y los brazos sobre el regazo. Me está esperando.
– Estoy listo para mi visita.
– ¿No crees que ya has visto bastante por aquí? -digo.
– ¿Tú crees? -dice sonriendo.
– Mira, no te conozco. Quizá sólo eres un bicho raro que va por ahí impresionando ancianitas y hablando un italiano de mierda…
– Eh, eso duele -dice él, poniendo la mano sobre su corazón.
Su gesto me hace gracia.
– Está bien, no tan de mierda; de hecho, creo que hablas muy buen italiano. Y lo sé porque yo no.
– Te puedo enseñar.
– Vale, está bien. Si alguna vez decido… -¿adónde se han ido mis palabras? Me está confundiendo con esto e intento resistirme- aprender a hablar mejor italiano. -Ahí está, lo he dicho. ¿Por qué me mira de esa manera, casi bizco? ¿Qué está buscando?
– Escucha -dice-, me gustaría prepararte una cena.
– Gracias, pero no tengo hambre.
– Quizás en este momento no, pero en algún momento tendrás hambre -dice Roman, que sigue de pie- y, cuando eso ocurra, cuenta conmigo.
Roman busca en el bolsillo trasero y saca su billetera, extrae de ella una tarjeta y la coloca sobre la mesa.
– Si cambias de parecer sobre esa cena, llámame -dice Roman, girándose con la intención de marcharse-, no deberías avergonzarte de tu cuerpo, es adorable.
Le escucho silbar mientras baja la escalera. Cuando sale, la puerta de la entrada se cierra de golpe. Siento curiosidad por el alto desconocido, voy a la mesa y miro la tarjeta, que dice:
El problema de la tarjeta de presentación de un hombre es que, si se lo permites, te acompañará toda la vida. Primero la cuelgo en la nevera, como si algún día fuéramos en verdad a pedir algo de ese lugar. Luego, la guardo en mi billetera, donde permanece un par de días junto a los cupones de Bloomie que recorté del correo comercial. Ahora está en mi bolsillo, de camino a mi habitación, donde la inserto en la ranura del espejo, sobre la cómoda. Se une a las fotos escolares de mis sobrinas y sobrinos y a un cupón de descuento para un tratamiento profundo de acondicionador en la peluquería de Eva Scrivo.
La abuela me ha convencido de que necesitábamos informar a Alfred acerca de nuestra precaria situación financiera. Lo invitó a venir esta tarde para entregarle nuestros registros y libros. Y, porque ante todo somos mujeres italianas, le estamos preparando su plato favorito, focaccia de tomate y albahaca, con la intención de ablandarlo un poco y apelar a su sentido del deber con la familia mientras intentamos poner las cosas de nuestro lado.
Alfred pela una naranja mientras se sienta en la silla del abuelo, en la cabecera de la mesa. Coloca con cuidado la cascara sobre una servilleta de tela. El libro manuscrito de contabilidad y la chequera del negocio de la abuela, así como el ordenador portátil y la calculadora de Alfred, están desperdigados frente a él. Lleva traje y corbata, sus zapatos Oxford de Berluti, de color rojo cobalto, están lustrados en un acabado borgoña vítreo. Estudia las imágenes en la pantalla del ordenador mientras tamborilea distraídamente con los dedos.
La abuela y yo hemos despejado la encimera de granito y la usamos como tabla de picar. He dejado un hueco en el centro de un montículo de harina, vierto un huevo en él, la abuela añade otro. Agrego levadura a la mezcla y comienzo a amasar la harina y los huevos hasta formar la masa. La abuela espolvorea harina en la encimera mientras yo doblo y vuelvo a doblar la masa hasta formar una bola lisa. La abuela coge la bola, la coloca con las manos sobre una bandeja engrasada para hacer galletas y con los pulgares hace pequeñas hendiduras en la masa. Tira de sus bordes hasta formar un rectángulo, que al final llena la bandeja. Saco rebanadas de tomate fresco de un bol y con ellos formo una capa sobre la masa. La abuela trocea la albahaca fresca encima de los tomates, luego rocía la bandeja con el dorado aceite de oliva. Meto la focaccia en el horno caliente.
– Muy bien: abuela, Valentine, sentaos.
La abuela y yo nos sentamos a lado y lado de la mesa, una frente a la otra. Giramos nuestras sillas para verle. La abuela retuerce un paño de cocina rayado alrededor de su mano y lo pone sobre su regazo.
– Abuela -empieza Alfred-, has hecho un buen trabajo al lograr que la tienda continúe, lo que no has hecho es dinero.
– Cómo podríamos… -empiezo, pero Alfred levanta la mano para detenerme.
– Primero tenemos que mirar la deuda -continúa-. Cuando murió el abuelo, en vez de ir a buscar un socio financiero, que hubiera sido muy sabio en ese momento, pediste un préstamo con el edificio como garantía para mantener el taller abierto. Bueno, el abuelo pidió prestados trescientos mil dólares. Tú conservaste su préstamo, pero, desafortunadamente, sólo pagaste los intereses, así que diez años después, sigues debiendo trescientos mil dólares al banco.
– ¿Aunque haya estado pagando todo este tiempo?
– Aunque hayas pagado. Los bancos saben cómo hacer dinero, y es así como lo hacen. Ahora, abuela, aquí es donde te metiste en problemas -sigue Alfred-. Usaste el único patrimonio que tenías para pedir más dinero, hipotecaste el edificio. El verdadero problema es que ellos te dieron un préstamo globo, con bajo interés al principio, pero que luego, como indica su el nombre, se infla. Y ahora el pagaré ha vencido y tus pagos se duplican el año que viene. Otra vez, los banqueros han sido astutos, saben que en esta zona el valor de tu propiedad no ha hecho más que incrementarse y piensan en el dinero que ganarás cuando vendas el edificio.
– Ella no quiere vender -intervengo.
– Lo sé, pero la abuela usó el edificio como garantía. Cuando el abuelo se fue, la abuela no pudo amortizar la deuda nueva, ya que era responsable de la deuda anterior. En cualquier caso, el negocio sólo producirá lo que produce.
– Traté de producir más -suspira la abuela.
– Pero no puedes, no está en la naturaleza de un producto artesano. Se supone que es único, ¿no? -dice Alfred, mirándome.
– Es lo que hemos estado vendiendo, zapatos exquisitos, hechos a mano, únicos en su tipo. -Se me quiebra la voz.
Alfred me observa con toda la compasión que puede tener.
– Muy bien, esto es lo que recomiendo. Es bastante improbable que con el costo de los materiales en el taller y vuestra habilidad para cumplir los pedidos ganéis suficiente dinero. Así que, básicamente, el taller es un fracaso financiero.
– Pero ¿no podríamos encontrar la manera de fabricar más zapatos? -le pregunto.
– Es imposible, Valentine, tendríais que producir diez veces lo que estáis produciendo ahora.
– No podemos hacerlo -dice la abuela en voz baja.
– Hay una manera de resolver el problema. Podéis vender el edificio y resituar la tienda en un sitio más barato, o no, quizás ha llegado ya la hora de cerrar la compañía.
Mi estómago se revuelve. Aquí está, en pocas palabras, el escenario que terminará con mi asociación con la abuela y destruirá las esperanzas que me había hecho sobre la compañía de zapatos para el futuro. La abuela lo sabe, y por eso dice:
– Alfred, no estoy lista para vender el edificio.
– Vale, pero sabes que el edificio es tu principal propiedad, y que puede liberarte de la deuda y darte suficiente dinero para vivir el resto de tu vida. Por lo menos déjame traer unos agentes que la tasen…
– No estoy lista para vender, Alfred -repite.
– Entiendo, pero necesitamos saber cuánto vale el edificio para que por lo menos pueda ir al banco a refinanciar la hipoteca y reestructurar la deuda.
Examino a la abuela, está cansada de la discusión. Por lo general me parece juvenil, pero hoy, al tener que admitir sus errores pasados bajo la áspera luz del estado de cuentas en el ordenador de Alfred, se ve exhausta. El penetrante olor de la albahaca inunda el aire. Me levanto de la silla y digo:
– ¡La focaccia!
Corro hacia el horno, miro a través de la ventana, cojo la manopla de cocina y rescato la masa dorada, con los bordes a punto de tornarse marrón oscuro a causa del calor. Saco la bandeja y la pongo sobre la encimera.
– Justo a tiempo -digo, y la abanico con la manopla.
– No te preocupes, abuela -oigo que dice Alfred-. Yo me encargaré de todo.
La mansa promesa de Alfred a la abuela me da escalofríos.
Algún día retrocederé a esta situación y la recordaré como el momento en que Alfred hizo su jugada para controlar la compañía de zapatos Angelini.
Lo que él nunca sabrá es que así como él está decidido a vender, yo estoy decidida a seguir y luchar. Mi hermano no sabe de qué estoy hecha, pero ya lo descubrirá.
Esta mañana me ha despertado la lluvia helada que trae el primer frío del otoño a la ciudad de Nueva York. La caldera se pone en marcha cuando la temperatura baja de los doce grados. El olor a pintura fresca de los radiadores, mezclado con el vapor, anuncia la proximidad del invierno. Cuando paso por el dormitorio de la abuela ella sigue dormida. Cómo han cambiado las cosas. La abuela solía estar levantada y en la tienda antes del amanecer. Nunca he sido madrugadora, pero ahora, con una misión en la cabeza, me levanto al alba.
Abro la puerta de cristal de la tienda, la afianzo con una cuña de madera vieja, luego pongo mi taza de café con leche sobre un viejo tacón de caucho y comienzo mi ronda accionando los interruptores de las luces del taller. Desde la reunión con Alfred he saboreado cada momento en este edificio. Cada par de zapatos que acabamos, empaquetamos y enviamos me estimula a intentar seguir adelante con esta tienda. No puedo imaginar un mundo en el que el 166 de Perry Street sea otra cosa que la compañía de zapatos Angelini, y mi hogar. Hay momentos en que me invade la desesperación acerca del derrotero de mi futuro y siento como si mis sueños se escaparan, arrastrados por el río Hudson hasta el mar, como un barco de papel.
Nuestro taller es un espacio enorme, con áreas asignadas a cada tarea. Hay un medio baño en la parte de atrás que alguna vez fue un armario. El taller es amplio porque en realidad tiene la altura de dos plantas. Las cuatro paredes tienen ventanas, algo excepcional en un edificio urbano, por lo que tenemos luz durante todo el día. Guando los nubarrones son bajos y oscuros, como esta mañana, es como si nos cubriera una gasa gris. La luz es tenue, pero aun así nos llega.
Las ventanas panorámicas, que dan a la West Side Highway, proporcionan a la fachada del negocio un aire antiguo y nos convierten en una suerte de acuario para los transeúntes, que nos observan mientras trabajamos. A menudo los desconocidos caen hipnotizados al vernos prensar, martillar y coser. Somos tan fascinantes que la Escuela Pública, en tercero, nos considera una visita obligatoria cada primavera. Los niños gozan de una visión de primera mano de un proceso artesanal arcaico, del trabajo manual de siglos pasados. Encuentran tan fascinante vernos a nosotros como contemplar a las focas del zoológico en Central Park.
Descuelgo el llavero del gancho que hay en el nicho junto a la puerta. Empiezo por el frente, quito el seguro de las rejas plegables que protegen las ventanas. Las descorro y echo un largo cerrojo alrededor de ellas para mantenerlas en su lugar. Hace casi veinte años, el abuelo instaló las rejas porque la compañía de seguros le dijo que subiría las tarifas si no lo hacía. El abuelo arguyó que el edificio había sido seguro desde que su padre lo compró en 1903, ¿por qué cambiar? El agente de seguros le dijo: «Señor Angelini, su edificio no ha cambiado desde 1903, pero la gente sí, necesita las rejas».
Cuando mi bisabuelo llegó aquí, construyó por todo el lugar armarios de madera para guardar cosas. La veta de la madera muestra la mezcla de todo lo que pudo encontrar: tablas de roble, restos de caoba y tiras de arce atigrado. La mezcla de colores y texturas de la madera es un recordatorio de que mi bisabuelo construyó la tienda con restos del almacén de maderas Passavoy, en la esquina de Christopher Street. Los armarios llegan al techo. Guando éramos niños, solíamos jugar al escondite ocultándonos en su interior.
Almacenamos las herramientas, la tela, el cuero y los suministros en los armarios. La organización de los materiales no ha cambiado desde que la tienda abrió. El bisabuelo construyó repisas inclinadas dentro de los armarios, y ahí almacenamos los modelos de madera tallada que corresponden a las distintas medidas de pie, que llamamos formas. A partir de ellos construimos la estructura del zapato. Mi bisabuelo los trajo de Italia cuando emigró.
Otro armario contiene una serie de barras que cuelgan horizontalmente del techo al suelo. Usamos una escalera de tijera para alcanzar el ancho rollo de sencillo papel azul grisáceo que se utiliza para hacer los patrones y que se encuentra en la parte más alta. Debajo hay un grueso rollo de percal liso, seguido por una suntuosa selección de telas que cambian de acuerdo con las estaciones. Hay una variedad de raso blanco de doble cara con rombos de arlequín; seda de color crema con imprecisos pétalos bordados en relieve; terciopelo blanco que muestra un pálido brillo dorado bajo cierta luz; organza beige tan tiesa como un caramelo, y lechoso lino de algodón, texturizado con protuberancias de hilo que le dan la apariencia de algodón crudo y punteado. Por último, en el fondo del armario, una barra sostiene varios carretes de cinta de raso en todos los tonos, desde el rosado más pálido hasta el púrpura más oscuro.
Recuerdo cuando mis hermanas y yo rogábamos a la abuela que nos diera pedazos de tela para la ropa de nuestras muñecas. Nuestras Barbies llevaban telas italianas de primera clase. ¿Y sus accesorios? Con las provisiones de cuentas de azabache, pompones y plumas de marabú que tenía la abuela, nuestras muñecas iban enfundadas en alta costura.
El cuero, apilado en capas, se almacena en el armario más grande. Insertamos entre las distintas capas de charol trozos cuadrados de franela y entre las pieles de cordero delgadas capas de papel de patrones. Las repisas del armario se mantienen bien untadas con cera de limón para hidratar el ambiente alrededor de las pieles. El intenso aroma a cuero y limón flota por el taller cada vez que abrimos la puerta de un armario.
En la entrada tenemos una mesa pequeña y una silla Windsor que funcionan como escritorio. El teléfono, un modelo viejo, negro, con disco de marcar, descansa junto al libro forrado con cuero rojo. Sobre el escritorio hay un tablón de anuncios cubierto con las fotografías de los nietos y un collage de nuestros clientes vestidos con atuendos de boda y calzando nuestros zapatos. La foto nupcial presenta dos variedades, puede ser una toma completa de la novia subiendo la bastilla del vestido para mostrar sus zapatos o descalza cargando los zapatos en las manos al final del día.
Una estatuilla de madera que representa a san Crispín, el santo patrón de los zapateros, ancla las facturas al escritorio.
El sacerdote del abuelo la bendijo en 1952. Poco tiempo después, la Iglesia abjuró de la santidad de Crispín y la estatuilla fue degradada del aparador de la planta de arriba a utilizarse como pisapapeles.
Además de una lavadora y una secadora, hay tres máquinas grandes en la parte de atrás del establecimiento.
La prensa es un aparato con largos y suaves cilindros metálicos que sirve para estirar y alisar el cuero. La máquina pulidora tiene casi las mismas dimensiones que la lavadora y largas brochas de cáñamo que pulen el cuero y desgastan su grano para darle lustre. La Cucitrice es una máquina de coser industrial que se usa para zurcir los bordes de las suelas.
Hay una vieja tabla de planchar cubierta de cachemira azul que tiene demasiadas quemaduras marrones, muchas de las cuales son obra mía. La plancha es pequeña y pesada, una cuña triangular con el mango de metal cubierto de bejuco, que vino de Italia con mi bisabuelo. Pese a que tarda unos buenos diez minutos en calentarse, nunca hemos pensado en comprar una nueva. Mi bisabuelo la convirtió en plancha eléctrica cuando era joven. Antes, simplemente colocaban la plancha en el fogón, sobre una parrilla abierta, para calentarla.
Planchar es la primera tarea que un aprendiz debe ejercitar. Os sorprendería saber cuánto tiempo me llevó planchar la tela sin que los bordes se curvaran. Creía que sabía planchar, pero como cualquier habilidad relacionada con hacer zapatos, aquello que piensas que sabes lo tienes que volver a aprender y redefinir. Lo único que hacemos es reunir los elementos para la fabricación con el fin de que cada zapato se amolde perfectamente al pie de un cliente en particular. No puede haber defectos, arrugas, dobleces o rebabas. Este es el aspecto lujoso de vestir unos zapatos hechos a medida. Nadie más podrá usarlos.
Miro mi lista de tareas para el día de hoy. Tengo que coser unas cuentas en un par de escarpines de raso para una boda de otoño; la abuela ha terminado el zapato en sí y ahora ya es mío para festonearlo. Voy al servicio a lavarme las manos. Mi abuelo comenzó la tradición de empapelar este cuarto con los titulares de los diarios neoyorquinos que le hacían gracia. ¿Su favorito? Uno de 1958: «Nace bebé con todos los dientes». Yo pegué «Atan a la desatada», cuando hace dos veranos, se casó por tercera vez una caprichosa estrella de cine. La abuela añadió «Astor, ladrón» cuando el hijo de la filántropa Brooke Astor fue inculpado de sustraer dinero de su propia herencia antes de la muerte de su madre.
Voy a la mesa de trabajo a organizar mi día. Disfruto de los días lluviosos y me encanta especialmente trabajar cuando hay una tormenta. El golpeteo de la lluvia contra las ventanas del taller es el acompañamiento natural para el delicado trabajo hecho a mano.
– Dios mío, está lloviendo a cántaros ahí fuera -ruge June Lawton desde la entrada. Sacude su paraguas negro y lo apoya abierto cerca de la puerta, luego se desabotona la gabardina caqui y la cuelga de una percha por encima del radiador del vestíbulo-. Qué lástima que no lluevan hombres, esto sería Jauja, tía.
June, la más vieja y querida amiga de la abuela, tiene cerca de sesenta años. Es una bella irlandesa de ojos azules y cuello de cisne, que acentúa con profundos escotes en V, elaborados collares de cuentas y cadenas largas, bastante atrevidas. June es una auténtica bohemia del West Village y está orgullosa de serlo. A veces, las tardes de verano, se reúne conmigo en la terraza mientras riego los tomates. No sólo sube en busca del sol, de vez en cuando le gusta fumar marihuana en sus descansos. June sostiene el canuto y se disculpa -«gajes del oficio»-, en clara referencia a los días en los que cantaba con una pequeña banda de jazz llamada Whiskey Jam. En los años cincuenta y sesenta, la abuela solía asistir a sus espectáculos en los clubs del Village.
June tiene el ardiente cabello rojo de su juventud y la piel lisa de alguien con la mitad de su edad. En una ocasión le pregunté acerca del secreto de su belleza (no es la marihuana), y ella me dijo que desde los dieciocho años solía lavarse cara y cuello con agua y jabón, y que luego frotaba muy suavemente su piel con una piedra pómez húmeda. Después la aclaraba y aplicaba una delgada capa de aceite vegetal Crisco. ¡Nada de cremas faciales caras!
Greenwich Village está lleno de mujeres como June, que llegaron a la ciudad para trabajar como artistas, tuvieron cierto éxito y lograron ganarse la vida. Ahora, ya jubiladas, habitan apartamentos de renta fija y tienen pocos gastos, y buscan algo interesante para pasar el tiempo. A June le encanta trabajar con las manos y tiene muy buen gusto, así que la abuela la convenció para que viniera a trabajar al taller. Mi abuelo formó a June hace quince años y desde entonces se ha convertido en una excelente cortadora de patrones.
– ¿Dónde está Teodora? -pregunta June.
– Todavía no se ha levantado -le digo.
– Mmmm -murmura June, mientras abre un armario, saca un guardapolvo rojo de pana y se lo pone-, ¿crees que se encuentra bien?
– Sí, por supuesto. -Miro a June-. ¿Por qué lo preguntas?
– No sé, últimamente parece un poco fatigada.
– Nos hemos quedado hasta tarde viendo películas en DVD de Clark Gable.
– Debe de ser por eso.
– Anoche vimos La llamada de la selva.
June silba ligeramente y dice:
– En ésa Gable está muy sexy.
– Loretta Young también está genial.
– Oh, ella es una auténtica belleza y todo lo tenía real, eran sus labios y sus huesos. Se enamoró de Gable cuando hacían esa película, ya lo sabes. Se quedó embarazada, lo mantuvo en secreto, tuvo al bebé y lo dio en adopción. Adivina qué hizo entonces: adoptó a su bebé, la llamó Judy y fingió durante años que esa niña no era su hija biológica.
– ¿En serio?
– Entonces no se podían tener hijos fuera del matrimonio. La hubiera arruinado. ¿Las estrellas de ahora? Ni sus malas actuaciones las pueden arruinar -dice June, sirviéndose una taza de café-. Estos son los momentos en que echo de menos fumar, cuando me emociono -se queja, y deja caer una cucharada de azúcar en su taza-. Y tú, ¿cómo estás?
– Necesito seis millones de dólares.
– Creo que te puedo ayudar.
Nos reímos, y a continuación la expresión de June se torna seria.
– ¿Para qué quieres tanto dinero?
No le había dicho a nadie que me había metido en Internet para buscar edificios como el nuestro en el barrio. Desde que la abuela le dio permiso a Alfred para que se pusiera en contacto con los agentes inmobiliarios, decidí que necesitaba hacer mis propios números para concebir una estrategia alternativa a la de mi hermano. Los resultados de mi búsqueda han sido asombrosos. Puedo fiarme de June, así que se lo confío:
– Quiero comprar la tienda, todo el edificio, y el negocio.
June se sienta en uno de los taburetes con ruedas.
– ¿Cómo lo conseguirás?
– No tengo ni idea.
June sonríe.
– Oh, qué divertido.
– ¿Bromeas?
– Valentine, ésa es la delicia de ser joven. Intentar de todo. Cumplir algo. Cumplir algo de verdad. Seis millones o seis dólares, ¿cuál es la diferencia cuando eres joven y puedes conseguirlos? Me encantan los días de juventud. Dios, ¡los años de juventud! No lo entenderás ahora, pero luchar es emocionante.
– No puedo dormir por las noches.
– Bien, ésa es la mejor hora para idear una estrategia.
– Sí, bueno, no he encontrado demasiadas respuestas.
– Lo harás.
June deja su café, se pone de pie, toma un trozo de papel para hacer patrones y lo coloca encima del satén duquesa de su mesa. Prende alfileres uniendo el papel y la tela.
– ¿Qué piensa tu abuela?
– No dice nada.
– ¿Por qué no se lo preguntas?
– June, todo es tan delicado… Tú la conoces desde hace tiempo, ¿qué crees que piensa?
– Tu abuela es mi mejor amiga, pero es un enigma en muchas cosas. Es una mujer inteligente, lo sabes, pero se lo guarda todo.
– Es la única persona de la familia que lo hace.
June alisa el papel con una mano.
– Me parece que ella está mejor desde que trabajas aquí.
– ¿Tú crees?
– Sois un buen equipo. También se divierte contigo, eso ayuda.
– ¿Te ha dicho algo sobre la jubilación?
– Nunca -responde June, lo cual me parece una muy buena señal.
La abuela empuja la puerta del taller.
– Buenos días, señoras.
– Acabo de hacer café -le digo.
– Debiste despertarme, Valentine -dice la abuela. Va al escritorio, recoge sus notas, las lee y suspira. Últimamente la abuela es como el zapatero del cuento de hadas. Creo que en el fondo espera levantarse una mañana, bajar las escaleras y que, mágicamente, unos duendes hayan hecho nuestro trabajo mientras soñábamos; habría nuevos y espléndidos zapatos hechos a mano, listos para usar-. Me habría ido bien empezar antes.
– Lo tenemos todo bajo control -le digo.
– Además, no estabas perdiendo el tiempo allá arriba. ¿No soñabas con Gable? -dice June, sonriendo.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunta la abuela.
– ¿Quién no sueña con Gable? -dice June, encogiéndose de hombros.
Tomo los zapatos terminados de la repisa. La abuela los ha envuelto en algodón limpio y blanco. Desenvuelvo los zapatos con cuidado, como si le quitara la manta a un recién nacido.
Pongo el zapato izquierdo en mi peana de trabajo para alisar el raso con cuidado. Me admira la costura de la abuela en el borde del empeine; las puntadas, tan diminutas, son prácticamente invisibles.
Se escucha un golpe muy fuerte en la puerta. Miro a June, que en este punto de sus cortes no puede ser interrumpida. La abuela hace anotaciones en una lista.
– Ya voy yo -les digo.
Abro la puerta de entrada. Aparece una mujer joven, de cerca de veinte años, bajo un endeble paraguas negro. Está empapada y sostiene una carpeta. Lleva una mochila en la espalda y unos auriculares alrededor del cuello que se conectan con un walkie-talkie enganchado a su cinturón.
– ¿Arregláis zapatos? -pregunta, y echa hacia atrás la capucha mojada de su sudadera. Lleva el largo cabello pelirrojo sujeto con un pañuelo azul marino y blanco que por detrás va atado en un moño. Su piel de porcelana está salpicada de pecas en el puente de la nariz, pero en ningún otro lugar.
– Lo siento, no hacemos reparaciones.
– Es una emergencia.
La chica parece a punto de llorar. Apoya su paraguas en una esquina del vestíbulo y me sigue al interior del taller.
– ¿Y tú quién eres? -pregunta con amabilidad la abuela.
– Me llamo Megan Donovan.
– Eres irlandesa -dice June sin siquiera mirarla-. Yo también soy una chica irlandesa, aquí estamos en minoría, puedes quedarte.
– ¿Qué necesitas? -pregunta la abuela.
– Soy asistente de producción de una película que se filma en la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. -Eleva la voz al final de la frase, como una pregunta, pero sin preguntar nada.
– Es mi parroquia -dice la abuela, que parece sorprendida de que se haga una película en la iglesia a la que va a misa, en la que se casó y bautizaron a mi madre.
– ¿No te lo han consultado? -suelta June mientras continúa prendiendo alfileres en la tela, pero esta vez alza la vista-. Llama al Vaticano -dice con una sonrisa.
– ¿De qué va la película? -le pregunto a Megan.
– Bueno, se llama Lucia, Lucia, trata de una mujer que vive en Greenwich Village en los años cincuenta. Estábamos filmando la escena de su boda cuando se rompió el tacón. Busqué en Google «zapatos de boda en Greenwich Village» y os he encontrado. Pensaba que quizá vosotras podríais arreglarlo.
– ¿Dónde está el zapato?
Megan deja caer la mochila mojada de sus hombros, abre el cierre y saca un zapato, que entrega a la abuela.
Me uno a ella, detrás de la mesa, para evaluar el daño. El tacón está completamente arrancado de su base.
– No se puede arreglar -le digo-, pero es del número treinta y nueve. Nuestras muestras son del treinta y nueve.
– Vale, dejad que lo pregunte.
Megan saca de repente una BlackBerry y teclea rápidamente con los pulgares. Espera una respuesta, y la lee.
– Vienen hacia acá.
– ¿Quiénes? -pregunta la abuela.
– Mis jefas, la diseñadora de vestuario y la productora.
– No podemos arreglar este zapato -dice la abuela con firmeza.
Megan parece aturdida.
– Ésta es mi primera película y ellas son verdaderas perfeccionistas. Cuando el tacón se rompió, todos empezaron a gritar. Me lo pasaron y dijeron: «Repáralo», como si de no hacerlo me fueran a matar. Se ponen tan serios con cualquier tontería…, quiero decir que son demasiado quisquillosos. La novia no podía llevar simplemente rosas blancas; tenían que ser cierto tipo de rosas blancas. Tuve que ir al mercado de flores a las tres de la madrugada para conseguir algunas rosas ecuatorianas que florecen, más o menos, una vez al año. -Megan se limpia los ojos con la manga. No sé si para secarse las lágrimas de la frustración o el agua de la lluvia.
La abuela le sirve a Megan una taza de café. Megan vierte crema y azúcar en la taza hasta que el café tiene el color de la arena. Sostiene la taza con las dos manos y sorbe.
– Bueno, ahora sabemos adónde ha ido a parar la mano de obra norteamericana, a las películas -le dice la abuela, sonriendo.
– Bien, dame tu sudadera, la echaré en la secadora -le digo a Megan.
Ella se la quita y me la da. Su camiseta negra, que dice con atrevidas letras blancas «Adicta», está sorprendentemente seca.
– Este lugar es muy antiguo -dice Megan, mirando alrededor y bebiendo al mismo tiempo.
– Sí, lo es -asiente la abuela-, ¿te gusta hacer películas?
– Avanzo con tanta lentitud en el escalafón que no se necesita más que un escalón para alcanzarme -dice Megan, y luego suspira.
Otra vez llaman a la puerta con fuerza.
– ¡Son ellas! -dice Megan presa del pánico. Deja su taza de café y va hacia la puerta.
Megan regresa seguida por dos mujeres que hablan con rapidez entre ellas y que parecen preocupadas.
– Ella es Debra McGuire, nuestra diseñadora de vestuario -dice Megan, y casi hace una reverencia.
Debra lleva el cabello largo, es marrón oscuro y está atado en una trenza que le llega a la cintura. Usa pintalabios rojo brillante y cuando los entrecierra, los ojos adoptan forma de media luna; son también marrones, y observan alrededor para comprender cuál es nuestro trabajo. Se quita la gabardina de charol negro. Debajo lleva unos pantalones azul turquesa estilo sari, metidos dentro de unas botas Wellington de charol amarillo y, encima, una falda de patinaje en seda rosa. En la parte superior lleva una chaqueta de banda musical con rayas amarillas y blancas que parece robada del cadáver del Sergeant Pepper. Resulta difícil decir cuántos años tiene, podría tener treinta, pero su presencia y autoridad son las de una mujer de cincuenta.
– ¿Has reparado el zapato? -pregunta a Megan.
– No -interviene la abuela-. ¿Y usted quién es? -La abuela se vuelve hacia la mujer que está junto a Debra.
– Soy Julie Durk, la productora.
Julie tiene más de treinta, la piel pálida y los ojos azules. A diferencia de Debra, ella viste como yo, lleva unos téjanos descoloridos, un jersey de cuello alto negro y botas negras de piel de cabritilla. También lleva una chaqueta de béisbol en la que, donde debería ir el nombre del equipo, se lee «Lucia, Lucia» con letras rojas.
– ¿Dónde estamos? -dice Debra, mientras inspecciona el taller. Luego, más enfadada que curiosa, observa a Megan. Antes de que Megan pueda hablar, la abuela interrumpe.
– En la compañía de zapatos Angelini -dice la abuela-, hacemos zapatos a medida para bodas.
– Nunca había oído de vosotras -dice Debra, dando vueltas alrededor de la mesa de cortar para mirar el patrón en el que June está trabajando-. ¿Conocéis a Barbara Schaum?
– ¿La especialista en sandalias del East Village? Es estupenda -dice la abuela-, comenzó su carrera a principios de los años sesenta.
– Esta tienda ha estado aquí desde 1903 -digo con la esperanza de que esta mujer se entere de que debe tratar con respeto a mi abuela.
– No quedan muchas como vosotras -dice Debra. Luego se mueve al otro lado del taller para estudiar el zapato en el que he estado trabajando-. ¿Qué habéis dicho que hacéis?
– Hacemos zapatos de boda -digo. Ahora estoy irritada.
– La señora McGuire tiene muchas cosas en la cabeza -dice Megan, pidiendo disculpas por su jefa.
– Por favor -dice Debra, agitando con desdén la mano hacia Megan-. Bueno, ¿por qué no podéis reparar mi zapato?
– No se puede arreglar -le digo.
– Entonces tenemos que filmar de nuevo -dice Julie, mordiéndose el labio.
– Es una película de moda -suelta Debra-, debemos hacerlo bien.
– ¿Quién hizo este zapato? -La abuela sostiene el ejemplar roto.
– Fourgeray, es francés.
– Si habláis con él, decidle que es mejor usar titanio en el tacón.
– Está muerto, pero se lo diré a su agente -dice Debra con sarcasmo.
– Jovencita, estoy ocupada. No necesito esa actitud -continúa la abuela, imperturbable-. El zapatero pegó la base. -Levanta el tacón-. Este trabajo es de baja calidad.
– Pues fueron muy caros -se queja Julie. Sus palabras suenan a disculpa, pero no estoy segura de si las dirige a la abuela o a Debra.
– Estoy segura de que lo fueron, pero están hechos con descuido, no importa cuánto hayan costado -dice la abuela, arqueando las cejas-. Veamos, ¿qué parte del zapato se ve en la escena?
– El zapato es la escena, hay un primer plano y un travelling -dice Debra, apoyando las manos sobre la mesa de cortar e inclinando la cabeza para pensar.
– Quizá… -empieza a decir Julie.
Debra la detiene.
– Si ellas no pueden repararlo, no pueden repararlo. Tendremos que filmar la escena de nuevo con otro zapato.
– ¿Quieren ver nuestra colección? -le pregunta la abuela. Debra no responde-. No somos francesas, pero sí expertas.
– Vale, vale, veamos qué tenéis -dice Debra. Se sienta en un taburete de trabajo y lo acerca a la mesa-. Me habéis arrastrado hasta aquí. -Mira a Megan, y coloca las manos sobre el papel para hacer patrones-. Muy bien, impresionadme -dice mientras nos mira.
– Este lugar es una tierra maravillosa llena de posibilidades -dice Megan, mirando a la abuela y a mí con esperanza.
– Es una tienda de zapatos hechos a medida -la corrige la abuela -. Valentine, trae por favor las muestras.
– ¿Qué buscas exactamente? -le pregunta June a Debra.
– Es un momento Cenicienta -explica Debra, poniéndose de pie e interpretando la escena-. La novia sale de la iglesia y un zapato se le cae.
– Eso significa mala suerte -dice la abuela.
– ¿Cómo lo sabe? -pregunta Debra.
– Es un viejo cuento de novias italianas, ¿la película es sobre una italiana?
– Sí, la hija de un tendero del Village.
– Megan dijo que transcurre en los años cincuenta -dice la abuela, dirigiéndose a Megan, que sonríe agradecida por la inclusión en la conversación profesional-. Uno de nuestros modelos fue diseñado por mi esposo en 1950.
– Me encantaría verlo -dice Debra, sonriendo con entusiasmo fingido.
Distribuyo las cajas que saco del armario de muestras sobre la mesa de trabajo. La abuela limpia las cajas con un paño de franela suave antes de abrirlas. Es una costumbre, ya que trabajamos con pedazos de tela blanca que se pueden manchar y arañar con el contacto.
– Ofrecemos seis estilos diferentes de zapatos de boda. Mi suegro dio a sus diseños los nombres de sus personajes favoritos de la ópera. El zapato Lola, inspirado en Cavalleria Rusticana, es, con mucho, el más popular -comienza la abuela-. Es una sandalia con un tacón hecho de varias capas de cuero. A menudo decoramos las correas con pequeños dijes y adornos. Normalmente se fabrica con piel de becerro, pero yo la he hecho con satén de doble capa.
Debra mira el zapato.
– Es precioso -lo pone sobre la mesa-, pero demasiado ligero y liviano. Yo necesito consistencia.
La abuela abre la siguiente caja.
– Éste es el zapato Inés, por Il Trovatore.
Debra inspecciona el escarpín clásico con tacón estilo sabrina y dice:
– Estamos más cerca, pero no del todo.
– El zapato Mimí, por La Bohème , es un botín que casi siempre nos piden en satén quebrado o en terciopelo estampado. Yo pongo delicados ojales y cordones de cinta de seda. -La abuela coloca el botín sobre la mesa.
– Estupendo -dice Julie-, pero un botín nunca se saldría.
– El Gilda, por Rigoletto, es una chinela bordada, lleva tacones de aguja, aunque a menudo lo fabricamos con tacones bajos.
– Éste es mi favorito -dice Julie, elevando la voz.
– El Osmina, por la ópera Suor Angélica, es un zapato tipo merceditas con botones. La novia puede elegir entre una o dos correas, o una correa en T.
Debra mira el zapato con los ojos entrecerrados.
– No -concluye.
– El Flora, sacado de La Traviata , es prácticamente nuevo, lo diseñé en 1989. -La abuela les enseña unas bailarinas con cintas que se entrecruzan por encima del tobillo y suben hasta media pantorrilla-. Me cansé de enviar a las novias a Gapezio, así que decidí hacer una pieza para ese mercado. Realmente era el único diseño que nos faltaba en la colección original.
– Si me casara otra vez, me pondría éstos en un santiamén -dice Debra mientras señala los Flora-, pero no se trata de lo que yo quiero, sino de nuestro personaje. -Debra coge el Gilda-. Creo que es éste. Es impresionante. Además, un zueco sí se puede caer.
– Ese es el que mi esposo diseñó en 1950, así que tenéis precisión histórica.
– Y usted, señora Angelini, es el secreto mejor guardado en el mundo de los zapatos -dice Debra, sonriendo por primera vez. No sé si de alivio o por los zapatos, pero está satisfecha.
La abuela pone cara de satisfacción total. Nadie se mete con la abuela cuando se trata de zapatos. Ella es la experta.
– Estos son del treinta y nueve -dice Debra, mirando en el interior del zapato-. ¿Cuánto os debemos?
– Me temo que nunca vendemos los zapatos de muestra.
– Bueno, tendréis que hacerlo -la sonrisa de Debra desaparece-, se trata de una emergencia.
– La verdad es que quizá nos los podríais prestar. Agradeceremos vuestros servicios en los créditos de la película -ofrece Julie.
– Eso me parece bien -dice la abuela, dándole un apretón de manos a Julie.
– Megan, envuelve los zapatos, nos veremos en el remolque del vestuario -ordena Debra-. Señora Angelini, también necesitamos que venga al plato.
– ¿Yo? ¿Por qué? -dice la abuela confundida.
– Filmaremos la escena ahora. Si surgiera algún problema, estará ahí para subsanarlo. No puedo arriesgarme a que esto -Debra señala el Fourgeray- suceda otra vez.
La abuela me mira.
– Podría llevar a…
– Lleve, lleve -dice Debra con impaciencia-. Megan les mostrará el camino.
Debra coge su gabardina mientras se dirige a la puerta. Se van tan rápido como llegaron, de la misma manera que la luz de la tormenta que perfora el taller en un destello y luego desaparece. Saco la sudadera de Megan de la secadora y ella se la pone.
– Podría encontrar la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya con los ojos cerrados -dice la abuela, levantando las manos-. Valentine, coge mi equipo. Vamos.
En las calles de Greenwich Village siempre hay gente filmando un programa de televisión o una película. Las cuarenta y siete versiones de la serie La ley y orden se ruedan en Manhattan, así que es bastante raro no encontrar un equipo filmando algo en algún lugar. Nos hemos acostumbrado a esperar en las esquinas hasta que las cámaras dejan de rodar, a andar de puntillas entre mazos de cables y alambres, a pasar al lado de los remolques mientras los miembros del equipo de filmación hablan por el micrófono incorporado a los auriculares y revisan sus portapapeles.
Cuando la abuela era joven existía un lugar mágico llamado Hollywood, donde se hacían las películas. Ahora las estrellas deambulan por las calles de nuestro barrio como cualquier persona. Dejó de ser mágico cuando vi a Kate Winslet en la cola del Starbucks de la calle Catorce. Iba tres personas por delante de mí en la cola, tan cerca que pude advertir que llevaba esmalte Essie 162-Ballet slippers. Dejan de ser iconos cuando te los topas mientras haces los recados. La abuela nunca vio a Bette Davis en su tienda de vinos o a Hedy Lamarr en la peluquería.
– Seguidme -dice Megan, haciéndonos señas mientras la abuela y yo entramos en la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. Se vuelve y sonríe tímidamente-. Lo había olvidado, vosotras conocéis mejor que yo este lugar.
El penetrante olor a incienso de la última misa mayor del domingo flota en el aire. El suelo de mármol pulido está cubierto con cajas de instrumentos de iluminación y carretes de cables. La mesa donde se dejan las hojas dominicales está llena de rosquillas, recipientes de plástico con café y montones de aperitivos. Qué extraño me resulta ver la antigua iglesia gótica fuera de contexto. Sus opulentos bancos tallados, las vidrieras de colores y el altar barroco han dejado de pertenecer en un abrir y cerrar de ojos a la casa de Dios para convertirse en el telón de fondo de una película.
– No puedo creer que el padre Prior les permita usar la iglesia -murmura la abuela.
– Incluso la Iglesia católica necesita publicidad -le susurro-, y unos considerables ingresos por el alquiler.
Identifico a la estrella de la película por el flamante vestido de novia.
– Es Anna Christina -nos dice Megan-. Será una desconocida hasta que se estrene esta película; entonces, será como Reese Witherspoon después de Una rubia muy legal.
Anna Christina parece tener apenas veinte años y es delgada, tiene una figura de reloj de arena. El óvalo de su rostro está enmarcado por unos lustrosos rizos negros que crean un sorprendente contraste con su piel impecable. Sus labios son unas cerezas en la nieve, de un rojo indiscutible que habla de 1950. Debra está arrodillada junto a ella, con los zapatos.
– Son demasiado grandes -se queja Debra. Se pone de pie y parece a punto de estallar.
Megan está inmóvil junto a mí, y casi puedo sentir cómo se dispara su presión arterial.
– Déjame ver -dice la abuela, navegando a través del caos hacia la actriz. Necesita cogerse del brazo de Debra para arrodillarse-. Malditas rodillas.
Oigo su imprecación mientras me deslizo entre la multitud y me arrodillo junto a ella. La abuela presiona la punta y el empeine del zapato de satén, luego, cuidadosamente, lo saca del pie de Anna Christina. La abuela mira a Debra.
– ¿Qué zapato aparece en la escena?
– El derecho.
– Dame relleno de algodón -me dice la abuela-. Lo vamos a coser.
La abuela desenrolla el algodón y con unas pequeñas tijeras doradas corta con esmero un cuadrado. Enhebro la aguja y hago un rápido nudo. La abuela coloca el relleno en la punta del zapato y vuelve a calzarlo en el pie de Anna. Aún queda holgado. La abuela toma otro cuadrado de algodón y forma un arco en el empeine del zapato. Después de otra veloz prueba, la abuela me da el zapato y el relleno.
– Cóselo -dice.
Empujo la delicada aguja a través de la tela y del algodón, desde el empeine hasta la punta. Suturo una diminuta costura para anclar el algodón. Hago lo mismo con el otro lado del zapato; es como si hiciera un zapato dentro de un zapato. La abuela toma el zueco y calza de nuevo el pie de la actriz.
– ¡Ahora queda demasiado ajustado! -grita Debra-. Nunca se caerá.
– Todavía no hemos acabado -dice la abuela en un tono de voz que no le había oído desde que nos pilló a Tess y a mí dibujando en las paredes de su dormitorio cuando yo tenía cinco años. El plato cae en un silencio lleno de susurros. Alzo la mirada y observo al director, un hombre joven con una gorra de béisbol y un chaleco, que pasea como si esperase el nacimiento de cuatrillizos. La abuela me da el zapato de nuevo.
– Haz un refuerzo en el lado izquierdo.
Zurzo una costura, tensando la tela que cubre el arco. Le entrego el zapato a la abuela.
– Dame el lápiz de cera, Val.
Sacó el lápiz y se lo entrego a la abuela. Ella desliza el lápiz sobre el interior de la plantilla, ablanda el cuero y lo hace flexible; luego vuelve a calzar el pie de Anna.
– Ahora, Anna, cuando llegue el momento de perder el zapato, sólo levanta los dedos y empuja el pie hacia fuera. Debe resbalar. Prueba.
Anna sigue las instrucciones, levanta el pie del suelo y presiona los dedos contra el empeine. El zapato resbala.
– ¡Funciona! -dice Anna, sonriendo. Su alivio es tan palpable como el mío.
De pronto, el equipo de rodaje, que estaba alrededor de nosotras y nos enviaba rayos envenenados de preocupación, se pone en acción. Toman sus posiciones, gritan órdenes y el director se acomoda en su asiento y mira fijamente el monitor.
Megan nos lleva a la abuela y a mí de vuelta a la zona que queda a oscuras. Observamos cómo Anna Christina abre las puertas de caoba de la iglesia empujando con las dos manos, luego corre con su vestido de satén duquesa a través del portal y hacia fuera, sobre el rellano de Nuestra Señora de Pompeya. En el momento justo, al dar el paso hacia el escalón más alto, pierde el transformado zapato Gilda.
– Es un travelling -explica Megan-, un movimiento de cámara continuo.
En la que parece ser la décima vez que filman la secuencia, el zapato cae en el momento preciso, como lo ha hecho cada una de las veces. La abuela y yo suspiramos de nuevo. Un hombre que está al lado del director grita: «Corten, seguimos adelante». El equipo de rodaje se dispersa, acarreando, levantando y empujando el equipo a nuestro alrededor. Debra va hacia el director e intercambian algunas palabras.
– Nos habéis salvado el pellejo -dice Megan, sonriendo-. Él le está diciendo a ella que ya tienen la toma.
Debra da una palmada al director en la espalda y viene hacia nosotras.
– Fourgeray ya es pasado; Angelini es el presente.