7 SoHo

La abuela y yo inspeccionamos la selección de árboles de Navidad en la esquina de Jane y Hudson mientras inhalamos el aire frío de la noche, cargado del vigorizante olor a pino fresco y cedro puro.

No hay nada mejor que diciembre en Manhattan, cuando se venden los árboles de Navidad. Cualquier esquina se convierte en un jardín, ya que los árboles recién cortados se apilan y despliegan en corredores de un verde sin fin. Algunos pedazos de áspera corteza de pino caen sobre la acera cuando los vendedores recortan los troncos y envuelven los árboles como paraguas de red de plástico antes de entregarlos. Las brillantes coronas con lazos de terciopelo rojo y tiras de acebo con cintas de malla dorada cuelgan de rústicas escaleras de mano, listas para ser vendidas. No puedes evitar cerrar los ojos y pensar en la posibilidad de una Navidad perfecta.

Arreglo los detalles del transporte de una pícea azul mientras la abuela elige una corona para la puerta de entrada de la tienda. El señor Romp coloca nuestro árbol de tres metros en un torniquete y le da el tratamiento del paraguas. La abuela me coge del brazo y, mientras caminamos de vuelta a la tienda, me pregunta:

– ¿Invitarás a Roman a la cena de Navidad?

– ¿Crees que ya está listo para nosotros? -bromeo.

La verdad es que ya he preparado a Roman. La buena noticia es que también pertenece a una chiflada familia italiana, así que lo entiende, tenemos un código común. De cualquier manera, me preocupo, en el punto en que estamos nuestra relación ya debería ser sólida. Nuestros sentimientos son claros, pero ¿compaginar los horarios? Ésa es la parte delicada. Ésa y que vivo con mi abuela. Nunca he invitado a un hombre a quedarse, ni siquiera sé cómo tendría que hacerlo. Supongo que puedo hacer lo que las chicas italianas han hecho durante décadas: hacerlo a hurtadillas, pero ¿cuándo?

Quizá sean así las cosas en una relación entre dos trabajadores autónomos que pasan de los treinta años. Entre el horario de su restaurante y el mío en la tienda, nuestra comunicación es como un montón de correos electrónicos sin leer: nos vemos cuando podemos. Todo comenzó con una apacible y deliciosa cena en el Ca' d'Oro; pensaba que tener a un hombre que cocinara para mí era lo máximo, que me alimentara, que me complaciera, pero la verdad es que la última vez que comimos juntos tomamos tallarines de sésamo fríos del Mama Buddha en un banco del parque de Bleecker Street, antes de que yo tuviera que irme a probarle unos zapatos a un cliente.

– Roman tiene que hacer algo por Navidad -dice la abuela mientras abre la puerta del vestíbulo-. Animaría las cosas.

– Justo lo que necesitamos.

La abuela entra en la cocina y prepara espaguetis a la marinara para cenar. Subo las escaleras y saco los adornos navideños del armario de la que solía ser la habitación de mi madre. Enciendo la pequeña lámpara de la mesita de noche, saco del armario cajas de cartón llenos de decoraciones y las apilo sobre la cama. Las cajas con la etiqueta «muy brillante» están abarrotadas con antiguas lágrimas de cristal dorado y con bolas plateadas, verdes, rojas y azules repujadas con rayas o con dibujos, cada una cargada de significado y recuerdos.

Las viejas luces Roma, enormes bulbos rojo rubí, azul marino, verde bosque y amarillo taxi, son las únicas luces que mis hermanas consienten en el árbol de la abuela. Tess y Jaclyn pueden tener las pequeñas y modernas luces centellantes en sus casas, pero aquí, en la de la abuela, el árbol tiene que ser exactamente como lo recordamos: una pícea azul, viva, plagada de adornos de cristal ahumado que han estado aquí desde la infancia de mi madre. Valoramos más los adornos que están en peores condiciones, el reno de paño al que le falta un ojo, los niños del coro de plástico con sus sotanas rojas descoloridas y la estrella de papel de plata de tres puntas que Alfred hizo en el jardín de infancia.

Ahora la cama está cubierta de cajas. Busco el alargador de cable que tiene un interruptor de pedal y que permite encender y apagar las tres luces, pero no lo encuentro.

– ¿Abuela? -digo desde lo alto de las escaleras.

– ¿Qué pasa? -La abuela se asoma al rellano, un piso por debajo.

– ¿Dónde está el alargador de cable?

– Busca en mi habitación, mira en mi tocador. Debe de estar en uno de los cajones -dice, dirigiéndose a la cocina.

Enciendo la luz de la habitación de la abuela. Su perfume permanece en el aire, fresia y lirio, el mismo olor que percibes cuando la abuela se quita la bufanda o cuelga su abrigo.

Abro el cajón de su tocador y busco el alargador. La abuela es como yo, le encanta guardarlo todo. Sus cajones están bien organizados, pero también repletos de cosas. En el cajón superior apila su lencería, delimitada en su espacio por varias medias que aún siguen en sus cajas. Las alzo con cuidado buscando el alargador.

Un frasco sin abrir del perfume Youth Dew yace encima de un montón de antiguos pañuelos, que todavía usa con los bolsos de noche en ocasiones especiales. Levanto una caja de bombillas, y buscando tropiezo con una caja de zapatos llena de recibos, que vuelvo a colocar con cuidado donde la encontré.

Miro en el segundo cajón. Sus rebecas de lana están dobladas con orden. Dentro de un envase de plástico hay una linterna, un frasco de agua bendita de Lourdes y un sobre que dice «libretas de calificaciones de Mike.»Abro el último cajón. Los bolsos y las carteras de la abuela están apilados con esmero dentro de bolsas de fieltro. Alzo una caja metálica de habanos llena de pequeños aparatos de metal, ruedas, pestillos y garfios de recambio para reparar las máquinas de la tienda. Debajo de la caja hay un saquito de terciopelo negro que descansa en el fondo del cajón; de él retiro un pesado marco dorado que tiene una fotografía de la abuela de hace diez años. El fondo rural me resulta poco familiar. La abuela está junto a un olivo con un hombre que no es mi abuelo. Deben de estar en las colinas de Italia. El hombre tiene el cabello blanco peinado hacia un lado, ojos negros y brillantes y una amplia sonrisa. La piel de ambos es dorada, morena por el sol del verano.

Las colinas detrás de ellos están en pleno florecimiento de girasoles. El hombre descansa el brazo alrededor de la cintura de la abuela y ella mira hacia abajo, sonriendo.

Rápidamente meto la fotografía en el saquito, la entierro en el fondo del cajón y pongo encima la caja de los recambios. Veo el alargador para las luces de Navidad escondido en una esquina.

– ¡Lo he encontrado! -digo, gritando. Cierro el cajón con cuidado y apago las luces.


– Quizá sea uno de nuestros primos -murmura Tess mientras esperamos en el vestíbulo de la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya, en Carmine Street, a que lleguen nuestros padres, antes de la misa de Nochebuena. De las columnas que llevan al altar cuelgan guirnaldas de hojas verdes y macetas de poinsetias cubiertas de papel de estaño dorado. Una serie de pequeños árboles con diminutas luces blancas forman el telón de fondo para el dorado tabernáculo con adornos.

– No parecía un primo.

La abuela está dentro, sentada junto a sus nietos y con Alfred, Pamela, Jaclyn y Tom. Tess y yo esperamos a que nuestros padres aparquen.

– ¿Quién puede ser?

– Parece un romance.

– ¡Vamos! Estás hablando de nuestra abuela.

– La gente mayor tiene relaciones.

– La abuela no.

– No lo sé. Recibe muchas llamadas de Italia y recuerda lo que le dijo a Keely Smith sobre tener un novio.

– No dijo que lo tuviera, sólo le seguía el juego. La abuela no tiene ese carácter -insiste Tess.

– La fotografía estaba escondida en un saquito de terciopelo en su tocador, como si fuera importante.

– Vale, haremos una cosa: cuando volvamos, la entretienes en la cocina, yo subo y lo investigo. Seguro que no es nada.

– Hay una multitud fuera -dice papá cuando entra en la iglesia con mamá.

Tess, mi madre y mi padre me siguen por la nave lateral. Nos apretujamos junto a Charlie y las niñas. La abuela se sienta en el extremo del banco, junto a Alfred. Se inclina hacia delante y comprueba que todos los miembros de nuestra familia están en su sitio. Sonríe feliz mientras nos inspecciona antes de dirigir los ojos al altar. Tal vez Tess tiene razón, la abuela no es la clase de persona que tiene una vida fuera de la familia que ama. Además, tiene ochenta años. Ese barco ha zarpado definitivamente.

La cocina de la abuela está diseñada pensando en las fiestas y la preparación de las comilonas, de modo que ahí nunca hay demasiados chefs. La larga encimera de mármol es un lugar perfecto para trabajar, mientras que la larga cocina puede acomodar a varios de nosotros mientras recalentamos y arreglamos los platos. La cena de Nochebuena es exactamente como solía ser cuando éramos niños, excepto porque ahora, en vez de que la abuela lo cocine todo, cada uno de nosotros aporta un plato.

La abuela ha preparado su tradicional sopa de boda con espinacas y pequeñas albóndigas de ternera; Tess ha traído manicotti hecho en casa; Mamá ha asado un lomo de cerdo con boniato y ha preparado otro segundo plato de pechugas de pollo rebozadas y espárragos al vapor; Jaclyn ha hecho la ensalada y yo me he encargado de los entrantes, que incluyen los siete frutos marinos tradicionales: eperlanos, gambas, sardinas, ostras, bacalao, bogavante y caracoles marinos.


– ¿Qué ha traído de postre Clic-clac? -pregunta Tess mirando alrededor para asegurarse de que Pamela no puede oírla.

– Fueron a De Roberti -le digo. Pamela ha traído galletas, cannoli y tartas de queso pequeñas. No nos importa que haya comprado la comida, porque por lo menos ha ido a una pastelería italiana estupenda.

– Es Navidad y quiero la fiesta en paz -dice mi madre con firmeza.

– Lo siento, mamá -se disculpa Tess.

– No pasa nada. Mirad mis pechugas de pollo -dice mamá con orgullo mientras las acomoda en el plato-. Las aporreé hasta dejarlas delgadas como el papel, antes de rebozarlas. Se puede ver a través de ellas. Jaclyn, tu ensalada parece deliciosa.

– Es una receta de Nigella Lawson -dice Jaclyn-. Me imagino que si se llama Nigella, algo italiano debe de tener, ¿no? Nos regalaron la colección completa de sus libros en la boda.

– ¿Sólo la colección completa? -dice la abuela mientras se une a nosotras en la cocina-. Cuando me casé, sólo había un libro de cocina para regalar a las novias.

– Yo lo tengo, El Talismán de Ada Boni -dice mamá mientras decora las chuletas con ramitas de perejil.

– Es el mejor -dice Tess-. Siempre que preparo las albóndigas favoritas de Charlie con la receta número dos de ese libro, consigo todo lo que quiero. Las preparé el mes pasado y cambió las baldosas de medio baño.

– Bueno, por lo menos sabes qué le motiva -le digo a Tess.

– Ya sabéis, trato de hacer lo que hizo mi madre cuando crecimos. Una comida casera diferente cada noche y que toda la familia se reúna a cenar. No es muy fácil conseguirlo estos días -dice Tess.

– Gracias por reconocer mi contribución. Esperaba que mis hijos apreciaran las pequeñas cosas que hice y las comilonas que preparé. Creo que santa Teresa del niño Jesús lo dijo mejor: «Haz las pequeñas cosas a lo grande». ¿O era «haz las grandes cosas como si fueran pequeñas»? No lo recuerdo. Pero da lo mismo, he trabajado duro toda mi vida -mi madre retira del fuego la vaporera, quita la tapa y saca los espárragos con unas pinzas-, en mi casa. No estoy de acuerdo con la diferenciación entre el trabajo en la oficina y el de casa. El trabajo es el trabajo y yo trabajé por mi familia, olvidándome de mis objetivos personales. Vosotros, mis cuatro hijos, erais mi trabajo. Mi evaluación de rendimiento llegó cuando cada uno os graduasteis en la universidad y abandonasteis el nido con la capacidad de cuidaros vosotros mismos. Abandoné mi propia vida, pero no me quejo, así sucedió y, por cierto, ¡fué fabuloso! -Mi madre coloca la bandeja en la mesa.

Cuando éramos niños, mis amigos comentaban que sus madres les amenazaban para que se portasen bien diciendo cosas como «¡espero que tus hijos te estropeen la vida igual que tú has estropeado la mía!» o «si no os portáis bien, me mataré y qué haréis sin mí, pequeños demonios» o «esta vez sí me moriré el año que viene y podréis ir a vuestras fiestas de drogadictos». Mi madre nunca nos dijo nada de eso a nosotros. Ella nunca nos amenazó con suicidarse porque es una auténtica adicta a la vida.

No, cuando mi madre quería asustarnos de verdad, decía: «¡Ya está! ¡Ya he tenido bastante! ¡Conseguiré un trabajo! ¿Me habéis oído? ¡Un trabajo! ¡Y veréis lo que es no tener una madre que os sirva todo el día!». O el golpe bajo emitido con fuerza y monotonía, «¡volveré al trabajo!», sin importar que mi madre nunca hubiera tenido un trabajo fuera de casa. Se graduó como profesora en Pace y nunca usó el título. «¿Cuándo hubiera podido volver a las aulas? -solía decir-, ¿cuándo?», como si el aula fuera ese mítico lugar que engulle a las mujeres que tienen el título de profesoras, ahí, en una tierra perdida en los tiempos.

La verdad es que mi madre tenía otros planes. Estaba ocupada construyendo la compañía Roncalli. Tuvo a Alfred diez meses después de la boda, luego nació Tess, yo fui la siguiente y al final Jaclyn, y todos juntos nos convertimos en su potente carrera. Mi madre no le pedía nada a Lee Iacocca. La maternidad fue su IBM, su Chrysler y su Nabisco. Ella era el jefe ejecutivo de nuestra familia. Se despertaba temprano cada mañana, se «ponía en el personaje», y se vestía como si fuera a ir a la oficina. Mi madre hacía listas, organizaba seis vidas en una enorme pizarra, nos llevaba y recogía de cualquier lugar al que necesitáramos ir y nunca se quejaba, bueno, no mucho. Una Navidad mandamos imprimir unas tarjetas de presentación para ella que decían:



Estaba orgullosa de estas tarjetas, que entregaba a los desconocidos como si se estuviera postulando para alcaldesa. Habría podido con ese trabajo también, creedme. Mi madre es una líder nata, una capataz y una visionaria. Además, le gusta darse bombo, lo cual no hace daño en política.

– ¿Qué tal están los chicos en la terraza? -dice la abuela mientras lleva los platos de sopa a la encimera.

– Iré a verlos. -Subo las escaleras para alcanzar la terraza.

– Y llama a los niños -me grita mi madre-. Ya está todo listo.

Recorro los peldaños de de dos en dos hasta la tercera planta. Reviso rápidamente las habitaciones y me detengo a mirar el reloj del dormitorio de la abuela. ¿Dónde está Roman? Dijo que estaría aquí en quince minutos. Ahora me preocupa que Tess y Jaclyn piensen que es un fantasma. Me saco la idea de la cabeza, vendrá.

Los niños están desperdigados por todas partes, jugando a disfrazarse o al escondite, o quizá Charisma está llamando a Japón, como hizo la última vez que estuvo aquí (la llamada costó veintitrés dólares). Hagan lo que hagan, ninguno parece estar sangrando o llorando, así que paso rápidamente por donde están y voy hacia la terraza.

Los hombres se encargan de preparar el fuego en la barbacoa al carbón. Después de cenar, nos ponemos los abrigos y vamos a la terraza a asar nubes. Ésta era la tarea de mi abuelo en Navidad y no la hemos perdido, pues la han continuado mi padre, Alfred, Charlie y Tom.

Salgo a la terraza, al encuentro del aire fresco de la noche, para comprobar la barbacoa. Los carbones siguen negros, aunque sus bordes se tornan rojo profundo. Dentro de una hora estarán a la temperatura exacta para tostar las nubes. Un remolino de humo gris se eleva desde el fuego mientras Alfred, enfundado en su abrigo de Barneys, lo mantiene vivo.

Mi hermano señala los edificios del West Side Highway, se comporta como si diera lecciones sobre bienes raíces. A su lado, Pamela tiembla de frío, cubierta con una pequeña capa de piel. Charlie, Tom y mi padre escuchan con atención, absortos en la sabiduría de Alfred, que ahora señala un edificio en la esquina de Christopher Street. Recita de corrido el precio pedido y el precio de venta final, como si dictara los nombres de sus hijos. Me quedo ahí, en el frío, el tiempo suficiente para oír cómo suelta algunas cifras grandes.

– Ya está lista la cena -interrumpo.

– ¿Necesitáis ayuda en la cocina? -pregunta Pamela.

– Estamos bien -le digo sonriendo-. ¿Podrías ayudarme a reunir a los niños?

– Claro -dice ella antes de seguirme escaleras abajo.

He estado a punto de ir al Home Depot de la calle Veintitrés a comprar esas protecciones de goma para los peldaños, porque sabía que Pamela vendría y temía que sus tacones de aguja de doce centímetros la hicieran caer, que se precipitara a lo largo de tres tramos de escalera y terminara yaciendo ensangrentada en el taller.

– Me gusta tu vestido, Pamela -le digo con honesta admiración hacia el traje de seda roja que hace juego con una chaquetilla torera y unos zapatos también rojos, de correas hasta el tobillo-. Te ves igual de joven que el día que conociste a mi hermano.

Se sonroja.

– Tu hermano me dijo que el cambio no era negociable.

– ¿Cómo?

– Bueno, dijo que no importaba lo que sucediera, pero no quería que dejara de ser la que era cuando me conoció.

– ¿No te parece que eso es prácticamente imposible?

– Puede ser, pero intento cumplir con mi parte del trato. Además, su vista va cada vez peor, y eso lo compensa.

Mientras Pamela reúne a los niños para cenar, yo regreso a la cocina. Mamá, la abuela y mis hermanas colocan las guarniciones en las fuentes para el festín de los siete pescados de Nochebuena. Casi les cuento a mis hermanas la cláusula del «no-cambio» de Alfred para quejarme de lo controlador que puede ser nuestro hermano, pero decido no hacerlo. Pamela, después de todo, consigue lo que nosotros hemos intentado durante años: hacer feliz a Alfred. Si eso significa que tiene que usar sus téjanos de 1994 y caber en ellos el resto de su vida, que así sea. Siento pena por mi cuñada cuando, durante las fiestas familiares, la veo fuera, asomándose a través de las serpentinas de papel crepé como si fueran los barrotes de una cárcel. Nunca participa en las bodas cuando se forma una línea de baile, tampoco participa en los juegos de cartas de los domingos después de cenar. Se sienta en una esquina a leer una revista. No es una de nosotros.

En ese momento suena el timbre.

– ¿Esperamos a alguien? -pregunta mi madre.

– ¿Quién podrá ser? ¿Una entrega de último minuto de FedEx? -dice Tess en broma, mirándome y con pleno conocimiento de que estoy esperando la llegada de Roman, para que pueda exhibirlo como las rosas de rabanitos que hay en el plato de las verduras crudas.

– ¿Quizás una novia irritada?

– ¿En Nochebuena? Nunca -responde la abuela-. Y, en todo caso, ningún otro día.

– Probablemente es June. La has invitado, abuela, ¿verdad? -Jaclyn le sigue el juego a Tess; después de todo, es Navidad, así que hay que divertirse un poco a costa de Lagraciosa.

– Estará con sus amigos del salvaje Village comiendo sucedáneo vegetariano de pavo y algas ahumadas -dice la abuela, encogiéndose de hombros-. Ya conocéis a esa gente del espectáculo.

Presiono el botón del telefonillo.

– ¿Quién es?

– Roman.

– Sube -le digo con alegría a través del aparato, luego miro a mis hermanas-. Os pido que os comportéis.

Tess bate las palmas y grita:

– ¡Tu novio! ¡Por fin le conoceremos!

– ¡Me pregunto cómo será! -trina Jaclyn.

– Chicas, no presionéis a Valentine.

Consciente del poder de la primera impresión, mi madre revisa el estado de su pintalabios en el metal de la tostadora, luego corrige la postura, lanza hacia atrás los hombros, estira el cuello y ladea los labios para mostrar el hoyuelo de la mejilla izquierda. Ahora está lista para conocer a mi novio.

Roman entra en la cocina con una enorme bandeja para hornear cubierta con papel de aluminio y plástico adherente. Lleva un abrigo negro de cachemir, hecho a la medida, que nunca le había visto antes.

– Pensé que faltaría el postre, tarta de frutas. Feliz Navidad.

– Feliz Navidad -digo, y le doy un beso.

Cojo la bandeja de manos de Roman y la pongo sobre la encimera. Él se desabotona el abrigo y me lo da.

– Estás preciosa -me susurra al oído.

– Preséntanos, Valentine -dice mi madre mientras mira de arriba a abajo a Roman, como si estuviera estudiando la estatua del David, incluso se pone de puntillas para observarlo mejor.

Ciao, Teodora -dice Roman, y besa las dos mejillas de la abuela antes de girarse y apretar la mano de mi madre.

– Mi madre, Mike.

– Feliz Navidad, señora Roncalli -dice él con calidez.

Mi madre le ofrece las mejillas, Roman identifica el gesto y también hace la acción europea del beso doble.

– Por favor, llámame mamá, quiero decir, Mike. Bienvenido a nuestra celebración de Nochebuena.

– Ésta es mi hermana Tess.

– Tienes dos hijas, ¿no? -pregunta Roman mientras Tess extiende el brazo y él le aprieta la mano.

– Sí, claro.

Tess está impresionada de que el desconocido tenga información biográfica sobre ella.

– Y ella es mi hermana menor, Jaclyn.

– ¿La recién casada?

– Sí -dice Jaclyn. Toma la mano de Roman y la aprieta como si estuviera inspeccionando carne cruda en la carnicería de D'Agostino.

– Bueno, Roman, ¿qué has hecho para nosotros? -Mi madre agita las pestañas mientras habla.

– Es una tarta de zarzamora e higo -dice, justo cuando escucho a mi sobrina alzar la voz desde la escalera.

– ¿Quién es ése? -Charisma señala a Roman.

– Charisma, ven a saludar. -Tess mira a Roman-. Perdona, tiene siete años y odia a los chicos. Es el amigo de tía Valentine.

Charisma entrecierra los ojos.

– La tía Valentine no tiene amigos.

– Bueno, hace mucho tiempo que no, pero ahora tiene uno y todos nos alegramos por ella -explica mi madre mientras yo contemplo la posibilidad de saltar de cabeza por la ventana de la cocina.

– Estábamos a punto de sentarnos a cenar -dice mi madre, y hace un gesto de barrido con el brazo señalando hacia la mesa. El lenguaje corporal de mi madre hacia Roman Falconi cambia de la ligera cautela a la completa receptividad-. Debes conocer a mi marido y a los chicos.

– Nuestro hermano Alfred, sus hijos y nuestros esposos -explica Tess mientras pone su brazo alrededor de Jaclyn de una manera que parece decir «estamos unidas, no te metas con nosotras».

– Os olvidáis de Pamela -les recuerdo.

– Y Pamela, mi única nuera. Es tan diminuta que es fácil perderla. -Mi madre agita las manos en el aire y se ríe.

Mi padre y los chicos bajan las escaleras. Mi madre, que ahora tiene pleno control sobre Roman Falconi, le presenta al resto de la familia. Los hijos de Alfred le tienden la mano para saludarle, como dos caballeros en un salón antiguo. Chiara, con el mismo encanto de su hermana mayor, hace gestos a Roman y corre para reunirse con Charisma en la mesa.

La abuela nos hace señas para que la ayudemos en la cocina. Pamela se levanta para venir con nosotras, pero Tess le dice:

– No te preocupes, Pam, ya lo tenemos resuelto.

Pamela se encoge de hombros y vuelve a la mesa.

– Te quejas de que Pamela no ayuda y luego no la dejas -murmura la abuela.

– Si le doy un plato que pese, se colapsará y sus tacones de aguja se hundirán en las tablas del suelo como clavos -dice Tess, poniéndose el molinillo de la pimienta bajo un brazo y cogiendo con el otro la jarra de agua. La abuela, Jaclyn y yo tomamos los últimos platos y nos unimos a la familia, que ya está en la mesa.

Mi padre toma asiento a la cabecera, junta las manos para rezar, se persigna y nosotros hacemos lo mismo.

– Bueno, Dios, éste ha sido un año infernal.

– Papá… -dice Tess con suavidad, mirando a los niños, que encuentran simpática la mención del infierno en una plegaria.

– Sabes lo que quiero decir, Dios mío. Hemos tenido nuestras pruebas y tribulaciones y ahora nos encontramos un nuevo amigo en el viaje… -Papá hace una pausa y mira a Roman.

– Roman -añade mi madre.

– Roman. Damos las gracias por nuestra buena salud, por mi relativa buena salud, porque la abuela haya cumplido ochenta años y por todo lo demás.

Papá va a persignarse.

– ¿Papá? -Él mira a Jaclyn-. Papá…, una cosa más -dice Jaclyn mientras toma de la mano a Tom-. A Tom y a mí nos gustaría que supierais que vamos a tener un bebé.

La mesa estalla en alegría, los niños saltan arriba y abajo, la abuela se limpia una lágrima, mi madre se cruza por encima de la mesa, besa a Jaclyn y luego a Tom. Mi padre levanta las manos. Roman me coge la mano y me pone el brazo en la espalda. Lo miro, sonríe, esto significa mucho para mí.

– Mi hija pequeña tendrá un bebé. Ésa es la prueba concluyente de que Dios todavía no ha hundido nuestro barco. -Papá se lleva una mano a la frente-. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

– ¡Amén! -gritamos. Y los hijos menos religiosos de mi madre son los que gritamos más alto. Me hace mucha ilusión la noticia de Jaclyn y Tom, también estoy contenta de que la primera Navidad con Roman haya empezado tan bien.


Nos apretujamos en la terraza con los abrigos, los sombreros y los guantes puestos para el «asado navideño anual de nubes». Mi madre va de un lado a otro con una botella de vino Poetry y una pila de vasos de plástico con dibujos de mujeres semidesnudas vestidas de elfos. ¿De dónde saca mi madre estos chismes?

Papá y Alfred ensartan las nubes en los pinchos y se los entregan a los niños, que se reúnen alrededor del fuego, sosteniendo las golosinas blancas sobre las llamas. Roman me abraza.

– ¡Ya es la hora de encender las antorchas! -grita mi madre-. El ambiente dentro y fuera, digo yo.

– Tu madre es exactamente como la describiste -me susurra Roman en el oído, luego se suman Charlie y Tom, que acomodan y encienden las antorchas en las esquinas de la terraza.

Mi padre ayuda a Alfred hijo y a Rocco a sostener sus nubes sobre las llamas. Charisma, una pequeña pirómana, deja que sus golosinas se quemen, se abran como bombas y se deshagan sobre el carbón candente. Chiara espera con paciencia, tostando uniformemente cada lado de sus nubes. Mis hermanas están detrás de las niñas, les enseñan una tradición más que se transmite de padres a hijos.

– ¿Bisabuela? -pregunta Charisma-. Cuenta la historia de los tomates de terciopelo.

– La bisabuela ha bebido demasiado vino -dice la abuela mientras se sienta en la tumbona y sube los pies-. Y tomaré un poco más, pedidle a tía Valentine que os la cuente.

– ¡Cuenta la historia! -gritan Charisma, Rocco, Alfred hijo y Chiara saltando arriba y abajo.

– Vale, vale. Cuando yo tenía seis años, mi madre me dejó aquí con los abuelos para ir a ver por octava vez el Fantasma de la ópera.

– Adoro los espectáculos de Andrew Lloyd Webber -afirma mi madre sin disculparse, dirigiéndose a Roman, quien se encoge de hombros.

– Alfred y Tess estaban en un campamento de verano…

– El campamento Don Bosco -aclara Tess.

– Y Jaclyn, que era un bebé, estaba en Queens con mi padre. Así que tenía a los abuelos para mí. Vine a jugar a la terraza, primero monté una merienda con té. Las herramientas fueron mi vajilla y con el lodo hice bizcochos. Luego decidí ser como la abuela, fui hacia las plantas de tomates y empecé a excavar en la tierra, pero cuando alcé la vista no había tomates. Bajé corriendo las escaleras hasta la tienda de zapatos y dije: «Alguien ha robado los tomates», y empecé a llorar.

– Casi sufre un colapso nervioso -dice la abuela con ironía.

– ¡Estaba preocupada! No había tomates -sale Chiara en mi defensa.

– Así es. Entonces el abuelo me explicó que a veces las plantas no tienen frutos, que no importa cuánto las cuides, no hay suficiente humedad para que den tomates. Las plantas son sabias, saben cuándo no deben florecer, porque si lo hicieran, los tomates saldrían pálidos e insípidos y eso ¿qué tendría de bueno?

– Le dije a Valentine que tendríamos que esperar hasta el próximo verano para que los tomates crecieran. Estaba desconsolada. -La abuela levanta su copa de vino.

Retomo la historia de nuevo y miro a Roman, que está tan inmerso en el relato del destino de los tomates como los niños, o quizá sólo está siendo educado.

– El domingo siguiente, todos vinieron a cenar y la abuela dijo: «Sube a la terraza, Valentine, no creerás lo que verán tus ojos».

– ¡Y todos subieron corriendo las escaleras! -exclama Chiara.

– Así es -digo yo, poniendo las manos sobre los hombros de Rocco y Alfred hijo-. Todos llegamos a la terraza para mirar qué había sucedido. Y al llegar aquí descubrimos un milagro, había tomates por todas partes. Pero no eran tomates para hacer salsa, eran de terciopelo, hechos con tela roja y verde, y colgaban de las plantas yermas, como adornos. Incluso estaba el alfiletero en forma de tomate del taller. Saltamos de contento, como si fuera la mañana de Navidad, aunque era el día más caliente del verano. Le pregunté al abuelo cómo había sucedido, y él me respondió: «¡Magia!». Y así celebramos la cosecha de los tomates de terciopelo.

Mi madre me mira mientras sube los pulgares y asiente con la cabeza. Los niños comen nubes y nosotros bebemos vino. Echo un vistazo a mi familia, me siento plena y bendecida. Pamela sigue pegada a la cadera de mi hermano, como una funda de pistola; la abuela descansa con los pies sobre la tumbona; Tess y Jaclyn tiran de mi madre para que observe la perezosa entrada de un crucero noruego en el puerto de Nueva York. Miro a Roman, que parece encajar en mi chiflada familia sin mucho alboroto. La luna asoma entre los rascacielos que nos rodean y se parece muchísimo a una moneda de la suerte.

Mi padre levanta su copa de plástico con ilustraciones de mujeres sexys vestidas de elfos y dice:

– Quisiera hacer un brindis. Por el doctor Buxbaum, de la clínica Sloan, que analizó los valores de mi prostrada de arriba a abajo, lo cual está muy bien.

– ¡Por el doctor Buxbaum! -brindamos. Mi padre está logrando vencer el cáncer de próstata y aún no pronuncia bien la palabra.

– Por muchos, muchos años, Dutch -dice mi madre, levantando su copa de nuevo-. Tenemos muchos atardeceres que mirar y muchos lugares adonde ir. Todavía me tienes que llevar a Williamsburg.

– ¿En Virginia? -pregunta Tess.

– ¿Ése es el viaje de vuestros sueños? -dice Jaclyn-. Se puede llegar ahí en coche.

– Creo que hay que ponerse objetivos que se puedan cumplir. Con pocas expectativas se construye una vida feliz. Puedo morirme sin ir a Bora-Bora. Además, me encanta el vidrio soplado, la arquitectura georgiana y las recreaciones de los episodios de guerra. Apuntad siempre hacia lo asequible, chicas.

– Parece que de verdad lo crees -digo yo, balanceando mi copa de vino.

– Lo creo por completo. He soñado con lo alcanzable y lo alcanzable me ha encontrado. Quería un chico italiano con buenos dientes y lo conseguí.

– Todavía conservo todos mis dientes -asiente papá.

– Piensas que las cosas pequeñas no importan hasta que prestas atención a los dientes -dice la abuela, brindando con mi padre desde la tumbona.

Bebemos el vino mientras reflexionamos sobre la manera de morder de papá y el sueño del Williamsburg colonial de mamá. El único sonido que se escucha es la tenue explosión de las nubes cuando se inflaman con llamas anaranjadas, sólo para tornarse azules antes de carbonizarse. Roman supervisa la operación y parece divertirse. Me mira y me guiña un ojo.


Los niños se han ido abajo a jugar con esas muñecas minúsculas, las Polly Pocket, mientras los adultos permanecemos en la terraza, sentados alrededor de la vieja mesa y acabándonos el vino. El viento frío aviva el fuego de la parilla y luego lo extingue. Recojo las copas y cuando estoy a punto de dirigirme a las escaleras para lavar los platos, Alfred se inclina hacia la abuela y oigo que le dice:

– La oferta de Scott Hatcher sigue en pie.

– Ahora no, Alfred.

Sabía que esto llegaría. Casi no he podido mirar a Alfred durante la noche, sabiendo que él estaba calculando metros cuadrados y tasas de interés a cada bocado de manicotti. Hace observaciones y suelta indirectas hasta que me harta por completo. Me vuelvo hacia él y le digo:

– ¡Es Navidad! Ella no quiere hablar de Scott Hatcher y de su oferta en metálico y, además, nos habías dicho que Hatcher era el agente, no el comprador.

– Es las dos cosas, vende propiedades, pero también las compra con propósitos de inversión. De cualquier manera, ¿qué diferencia hay?

– Mucha. Un agente viene y da su opinión. Es un proceso. Después de unos cuantos meses, cuando has reunido suficiente información y consultado a diversos competidores para conseguir el mejor precio, entonces, y sólo entonces, si quieres vender, contratas a tu propio agente y pones tu precio, pero… eso no está pasando aquí. El es un promotor inmobiliario.

– ¿Cómo lo sabes? -contraataca Alfred.

– Hice mis investigaciones. -Si Alfred supiera cuánto he investigado… Sé más de lo que me gustaría saber sobre Scott Hatcher-. No sería muy prudente que la abuela vendiera el edificio a la primera oferta, es un mal negocio.

– ¿Y qué sabes de negocios? -dice Alfred con desdén.

– He estado estudiando los números.

Mi familia me mira. Lagraciosa es una persona artística, no una persona de números. Los había engañado.

– No hablas en serio -dice Alfred, y se gira para alejarse.

– Hablo muy en serio -digo alzando la voz.

Alfred se vuelve y me mira confundido.

– Éste no es el momento, Valentine -dice la abuela con firmeza.

– Sea como sea, es decisión de la abuela, no tuya -dice Alfred displicente.

– Soy la socia de la abuela.

– ¿Desde cuándo? -grita Alfred.

Miro a la abuela, que está a punto de empezar a hablar, pero se arrepiente.

– Chicos, no os pongáis así -interviene papá.

– Oh, sí, nos vamos a poner así -digo, y me levanto. Cuando lo hago los cuñados (Pamela, Charlie y Tom) hacen lo mismo y retroceden lentamente hacia la valla. Sólo Roman se queda en la mesa, con una mirada que dice: «Allá vamos».

– Vosotros dos, parad de una vez -chilla mi madre-. Estamos disfrutando de la fiesta.

– ¿De cuánto era la oferta, Alfred? -insisto.

– El no responde.

– He dicho de cuánto.

– Seis millones de dólares -anuncia Alfred.

Mis parientes pegan un grito, como los hosannas en un servicio religioso.

– ¡Abuela, eres supermillonaria! -exclama Tess-. ¡Como Brooke Astor!

– Sobre mi cadáver -dice la abuela, mirándose las manos-. Esa pobre mujer, la Astor, pobre, espero que descanse en paz. Si no crías correctamente a tus hijos, no importa tener todo el dinero del mundo. El dinero es sólo el camino rápido al caos.

– Por favor, mamá, no somos los Astor. Aquí hay mucho amor -dice mi madre.

– Entonces, ¿qué pasará con la oferta? -pregunta Jaclyn con delicadeza.

– Es una oferta alta, una oferta magnífica. De hecho, he recomendado a la abuela que venda -dice Alfred, desplegando su plan como un mapa de carreteras-. Podrá jubilarse finalmente después de cincuenta años de matarse, comprar un piso en Jersey lejos de nosotros y podrá descansar los pies por primera vez en su vida.

– Los está descansando en este momento -le digo, y me vuelvo hacia la abuela-. ¿Qué pasaría con la compañía de zapatos Angelini?

La abuela no me responde.

– Valentine, está cansada -Alfred alza la voz-, y la estás presionando. Deja de ser tan egoísta y piensa en nuestra abuela.

– Ahora bien, Alfred, sabes lo mucho que amo mi trabajo -dice la abuela.

– Es cierto. Tenemos un negocio estupendo. Hacemos tres mil pares de zapatos al año.

– Vamos, eso es inviable para los actuales estándares de producción. No tenéis sitio de Internet, ni publicidad y trabajáis como en los años cuarenta -dice Alfred, y se vuelve hacia la abuela-. Sin ánimo de ofender, abuela.

– Faltaba más. Ese fue un buen año para nosotros -responde la abuela.

– Usáis las herramientas que hizo el abuelo -continúa Alfred-. En este momento, la compañía de zapatos Angelini no es más que un pasatiempo para vosotras y para los empleados de media jornada que tenéis. Los años que os va bien es solvente, pero con la deuda, sería irresponsable no considerar la opción de cerrar y poner en orden lo que adeudáis. Además, incluso si pudierais encontrar a alguien que comprase la tienda, no os daría ni el uno por ciento de lo que vale el edificio. Este edificio es oro.

– ¡Es nuestro negocio! -le digo. ¿Acaso no ve que los diseños de nuestro abuelo son oro? Al igual que nuestro nombre, nuestra técnica y nuestra reputación. Alfred no valora la tradición. ¿Qué seríamos sin ella?-. ¡Nos ganamos la vida con este negocio!

– Con dificultad. Si tuvierais que pagar un alquiler, estaríais en la calle.

Clic-clac se coloca junto a Alfred, enlaza su brazo en el de él, lo cual me indica que ella ha oído hablar de esto antes.

– Vivo de mis ingresos, nunca le he pedido a nadie un céntimo.

– Te ayudé cuando rompiste con Bret y abandonaste la enseñanza.

– Tres mil dólares. No me regalaste ese dinero, te lo pagué seis meses después con el siete por ciento de interés. -No puedo creer que me eche esto en cara, aunque, por otro lado, es lógico que lo haga. ¡Se trata de Alfred! Mi madre se mueve incómoda en su silla y mi padre mira fijamente hacia el puente Verrazano Narrows como si estuviera a punto de arder, igual que una nube insertada en un pincho.

– Yo creo que lo que Alfred trata de decir -comienza mamá con diplomacia- es que mi madre tiene cierta edad y hay que mirar hacia el futuro, al camino que queda por recorrer, y anticiparse a los cambios.

– Claro, mamá -la desafío-, el camino está cubierto de hielo, los neumáticos han quedado lisos y resbalan. Lo que sea con tal de respaldar a tu precioso e inteligente hijo Alfred. Lo que quiera se le concede. Si estuviera en verdad interesado por la abuela y su bienestar, yo no abriría la boca, pero con mi hermano todo significa dinero. El siempre ha estado por el dinero.

– ¡Qué desfachatez! ¡Me preocupa la abuela! -grita Alfred.

– ¿Ah, sí?

– Tu hermano quiere a su abuela -interviene papá.

– No hables por él -le digo a mi padre.

– No hables por mí -le dice Alfred.

Mi padre levanta las manos y se ríe.

– Y no habléis por mí -dice la abuela, que se pone en pie-. Yo tomaré todas las decisiones sobre el negocio y el edificio. Alfred, eres muy listo, pero también un bocazas. Nunca debiste decir las cifras, has puesto nerviosos a todos.

– Como era sólo la familia…

Roman parece incómodo, como un huésped que desea huir de la reyerta y que no se puede mover. Percibo un parpadeo impaciente en sus ojos.

– ¡Peor aún! -dice la abuela-. Esa clase de cifras sólo ponen a la gente de los nervios. Por el amor de Dios, me ponen de los nervios a mí. Soy una persona reservada y no quiero que mis negocios se expongan como un regalo de Navidad de consumo público. Y, Valentine, aprecio todo lo que haces por mí, pero no quiero que te quedes aquí porque creas que es tu deber…

– Quiero estar aquí.

– … y Alfred tiene razón en algo, ya no soy la misma de antes.

– No quería que sonara de esa manera -dice él-. En verdad pienso que tú debes tomar la decisión, pero me gustaría verte relajada por primera vez en tu vida. Si la gente no trabaja a los ochenta es por algo.

– ¿Porque está muerta? -exclama la abuela, que se ríe y vuelve a sentarse.

– No, porque se han ganado un descanso. Y, Valentine, nadie niega que no puedas continuar haciendo zapatos como hobby. Éste es el momento en que tienes que encontrar una verdadera carrera. Tienes más de treinta años y vives como un vago bohemio. ¿Quién te cuidará cuando seas vieja? Supongo que seré yo quien lleve esa carga.

– Eres la última persona a la que le pediría ayuda -le digo con sinceridad. Clic-clac suspira, una preocupación menos para ella.

– Ya veremos -dice Alfred-. Hasta donde sé, soy el único de los hijos Roncalli que paga la cuenta.

– ¿Qué dices? -pregunta Tess.

– La fiesta de la abuela.

– Nos ofrecimos a pagar -dicen Jaclyn y Tess al unísono.

– ¡Yo también! -le digo.

– Pero yo pagué y tengo algo que deciros: yo siempre pago.

– Eso no es justo, Alfred, no puedes pagar una cuenta y luego quejarte. ¡Son pésimos modales! -dice Tess con un gesto que significa que la abuela, la homenajeada, está escuchando.

A Alfred le da igual y continúa.

– ¿Quién pensáis que paga las facturas del médico de papá? Tiene seguro, pero hay deducibles y otros gastos pequeños. Ha tenido que salir del sistema para algunos procedimientos, pero vosotras no lo sabéis, y ¿por qué? ¡Porque nunca preguntáis!

– Te lo devolveremos, Alfred -dice mi madre con tranquilidad.

– Si no te precipitaras a pagar todo como si fueras lord Abundancia, nos encantaría pagar nuestra parte -le digo-. Sólo pagas para echárnoslo en cara.

Alfred se vuelve hacia mí.

– No me disculparé por tener éxito. Hay un impuesto por el éxito que pago cada día en esta familia. Soy el que gana dinero, así que soy el que paga. ¡Y os ofendéis por eso!

– ¡Porque te quejas! Preferiría estar sin blanca y vivir en una caja en el Bowery que en el castillo del miedo en el que vives. Sólo mira a Clic-clac… -Tas palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas.

Tess y Jaclyn respiran con rapidez, mientras mamá murmura:

– Oh, no.

Se hace un silencio en el que juraría que se puede oír cómo pasan las nubes.

– ¿Quién es Clic-clac? -pregunta Pamela, mirándome a mí y luego a su marido.

– No sé de qué hablan -dice él.

– ¿Valentine? -dice Pamela mirándome.

– Es un…

– Es un mote cariñoso en realidad -interviene Tess-, un apodo.

– Si nunca lo he oído, no es un apodo. -Por primera vez en diecisiete años, la voz de Pamela alcanza su registro más alto-. ¿No debería conocer mi propio apodo?

– Os lo suplico, chicas, cambiad de tema. No lleva a ningún lado. -Mamá se sube el cuello de su abrigo de visón falso a las orejas-. Dejadlo ya, aquí empieza a refrescar. Vamos adentro y hagamos un poco de café irlandés. ¿Alguien quiere café irlandés?

– Nadie irá a ningún lado. -Pamela mira con dureza a mi madre-. ¿Qué diablos quiere decir Clic-clac?

– ¿Valentine? -Mamá me mira.

– Es un apodo que significa… -empiezo.

– Es el sonido que haces cuando caminas con los tacones -suelta Jaclyn-. Eres bajita, das pasos pequeños y cuando los tacones golpean el suelo hacen… clic clac, clic clac.

Los ojos de Pamela se llenan de lágrimas.

– ¿Os habéis estado riendo de mí todo este tiempo?

– No fue con mala intención -dice Tess, y nos mira a Jaclyn y a mí con desesperación.

– No puedo evitar mi… mi… tamaño. Nunca me he reído de vosotras y ¡en esta familia de locos hay mucho de que reírse! -Pamela se gira y da pisotones con sus zapatos. Clic clac, clic clac, clic clac. Cuando se da cuenta del sonido que produce, se apoya en las puntas de los pies y se mueve en silencio, de puntillas, hasta llegar a la puerta. Se sujeta del marco de la puerta para mantener el equilibrio-. ¡Alfred! -grita. Luego baja las escaleras. Oímos que llama a los niños.

– ¿Sabéis? No me importa que seáis malas conmigo, pero ella nunca os ha hecho nada. Siempre ha sido una buena cuñada -dice Alfred, y sigue a su esposa escaleras abajo.

– Iré a envolverles algunas sobras -dice mamá, y sigue a Alfred.

– Tenías que soltarlo -me dice Tess, levantando las manos.

– ¿Tenías que decírselo? -le digo a Jaclyn.

– Me sentí atrapada.

Tengo la cara caliente por el vino y la discusión.

– ¿No pudiste inventar algo? Algo lleno de glamur, como que Clic-clac era un reloj carísimo o algo así.

– Eso sería Tic tac -dice Charlie desde su posición defensiva, en el fortín que representa la fuente.

– Tenéis que disculparos con ella -dice la abuela tranquilamente.

– Sabéis que se supone que en mi condición no debo alterarme -dice mi padre mientras se acomoda el cuello de su cazadora-. Estas semillas que me han implantado son radiactivas, si mi presión sanguínea pierde las riendas, hay muchas probabilidades de que hagan erupción como el monte Trípoli.

– Perdona, papá -susurro.

Mi padre mira a sus tres hijas contritas.

– Somos una familia, ¿sabéis? Somos una pequeña isla con gente. No somos Irán ni Irak ni Tíbet, ¡por Dios!, somos un país. Y todos vosotros, excepto tú, Tom, con tu sangre irlandesa, todos vosotros tenéis algo italiano o, en el caso de la familia de Charlie, los Fazzani, son ciento por ciento italianos, incluyendo una cuarta parte siciliana, así que no hay excusas. -Mi padre recuerda sus modales y mira a Roman-. Roman, asumo que eres ciento por ciento italiano. -Roman, desprevenido, asiente rápidamente en señal de acuerdo-. Deberíamos estar unidos, estar para los otros, para así ser invencibles. Y ¿cómo nos comportamos? Con rencor. El rencor nos sale por los oídos y por los traseros… y ¿para qué? Dejadlo pasar, dejad que todo pase. Nada de eso importa. Lo aprendí de mi padre. He visto de frente los ojos de la muerte y es una dura hija de puta. Tenéis una vida, chicas, sólo una. -Papá levanta el índice y apunta hacia al cielo para enfatizar sus palabras-. Confiad en vuestro viejo, lo único que sé es que debéis dedicaros a disfrutar. Ahora bien, si Pamela tiene las piernas cortas y debe usar zapatos altos para leer su reloj, vale, necesitamos aceptar esto como normal. Y si Alfred la ama, entonces nosotros la amamos. ¿Me habéis entendido?

– Sí, papá -prometemos Jaclyn, Tess y yo. Roman, Charlie y Tom asienten.

La abuela cierra los ojos mientras apoya la espalda en la tumbona.

– Esto será como tenga que ser. Iré adentro -dice papá mientras se dirige a las escaleras.

Charlie y Tom se mantienen alejados del combate, lo más lejos posible sin caer de la terraza. Están de pie con las manos dentro de los bolsillos, un poco a la espera de que vuelen más balas esta Navidad. Cuando ven que no habrá más, Tom mira alrededor y dice:

– ¿Hay más cerveza?


Roman me escolta hasta el asiento del copiloto de su coche, luego sube él por el otro lado. Empiezo a temblar cuando enciende el motor. Su asiento está corrido hacia atrás, al máximo; deslizo el mío a la misma altura.

– ¿Qué quieres hacer? -dice él.

– Llévame al puente de Brooklyn para que me tire.

– Qué graciosa. Tengo una idea mejor.

Roman conduce por la Sexta Avenida y se dirige a la zona alta de la ciudad. Las calles de Manhattan están vacías y brillantes.

– Lamento que escucharas todo eso. -Me estiro para sujetar su mano.

– Una vez, en unas Navidades Falconi, servimos la cena en el garaje; mis hermanos se enredaron en una pelea y se enfadaron tanto que empezaron a arrojarse ruedas de repuesto. No te preocupes.

– No lo haré -digo yo, y rompemos a reír-. ¿Qué piensas de Alfred?

– No lo sé aún -dice Roman con diplomacia.

– Alfred tiene estándares muy altos, no permite que nadie se equivoque. Después de la aventura de mi padre, Alfred se volvió muy estricto e incluso pensó en entrar en el seminario para hacerse sacerdote. Pero después fue llamado por un dios diferente. Se hizo banquero. Por supuesto, ésa es solo otra manera de vengarse de papá. Mi padre nunca hizo mucho dinero, así Alfred era superior a él. Alfred es moral y financieramente superior.

– ¿Qué tal su esposa?

– Está dominada por él. Es tan nerviosa que tiene úlceras crónicas, por eso come potitos de bebé.

– ¿Por qué es tan duro contigo? -me pregunta Roman con amabilidad.

– Me considera poco seria. He cambiado mi carrera, vivo con mi abuela y no he conseguido retener al hombre perfecto.

– ¿Quién era?

– No importa. No me interesa la perfección.

– ¿Qué quieres entonces?

– A ti.

Roman me coge la mano y la besa. Me siento atraída por él y no creo que sea un efecto pasajero de la Navidad. Aunque la riña en la terraza ha sido terrible, me he sentido muy tranquila en compañía de Roman. Ha hecho que todo fuera mejor sin decir una palabra o hacer nada. Me he sentido protegida.

Roman pasa con lentitud frente a Saks Fifth Avenue y luego gira por la calle Cincuenta y Uno. Aparca el coche en la entrada lateral.

– Venga -dice. Viene hasta mi lado y me ayuda a salir del coche-. Es Navidad, tenemos que mirar escaparates.

Me toma de la mano y pasamos detrás de los cordones de terciopelo rojo. Hay una familia latina en la cola, se saca fotografías frente al escaparate en el que unos muñecos de nieve realizan un acto circense. El padre sostiene a su hijo de tres años cerca del cristal.

El ruido de la Quinta Avenida queda amortiguado conforme avanzamos mirando los escaparates, dioramas de la felicidad navideña a lo largo de la historia: una detallista escena victoriana en la que una familia abre un regalo y un cachorro tira del listón de un paquete una y otra vez; otra de los locos años veinte en la que las chicas llevan peinados de paje y vestidos cortos de tubo, con lentejuelas, y bailan charlestón sin parar.

Un hombre aparece en la esquina de la calle Quince con un saxofón y rompe el silencio con un estribillo de jazz. Roman me aprieta contra él y me lleva hacia el escaparate de los muñecos de nieve acróbatas. El hombre con el instrumento deja de tocar, su saxofón de color plateado brilla alrededor de su cuello como un amuleto gigante.

Mientras nos movemos al siguiente escaparate, miro al hombre y sonrío. Lleva una desgastada gorra inglesa de tweed y un abrigo viejo. Entonces él comienza a cantar:

Hemos sido felices andando nuestro camino,

la vida ha sido hermosa, éramos jóvenes.

Cuando te hayas ido, la vida seguirá

como una vieja canción que cantamos.

Y cuando sea demasiado viejo para soñar,

te tendré a ti para recordar.

Cuando sea demasiado viejo para soñar,

tu amor vivirá en mi corazón,

así que bésame, amor

y digamos adiós.

Y cuando sea demasiado viejo para soñar

ese beso vivirá en mi corazón.

Y cuando sea demasiado viejo para soñar

ese beso vivirá en mi corazón.

Roman me coge entre sus brazos y me besa. Cuando abro los ojos, veo las luces que iluminan las cúpulas de la catedral de San Patricio, forman conos de humo blanco y desaparecen en el cielo negro.

– ¿Quieres quedarte en casa esta noche? -pregunta Roman.

– No se me podría ocurrir un mejor regalo de Navidad.

Al volver al coche, Roman me mira y sonríe. Planeo pasar todo el trayecto, hasta donde quiera que viva, besándole el cuello, y así lo hago. Enciende la radio. Canta Rosemary Clooney y suena igual de suave que el whisky y la crema batida. No dejo de pensar que esta noche comenzaremos algo maravilloso. Sumerjo el rostro en su nuca y deseo que el coche despegue y vuele hasta la casa de Roman.

¡Me estoy enamorando! Mis pensamientos explotan como la lluvia de monedas que cae cuando aciertas en una máquina tragaperras de Atlantic City. Me imagino a mí misma rodeada de discos de oro que manan por cientos y luego por miles. Veo peonzas y cintas desplegadas, azulejos que salen volando de los campanarios, campanas de iglesia que repican, hileras de coristas con pantalones cortos de lentejuelas rojas que bailan claque a toda máquina hasta que el sonido es tan ensordecedor que uno termina por taparse los oídos. Veo un cielo azul brillante plagado de cometas rojas, globos aerostáticos violetas y blancos, y los fugaces asteroides plateados de los fuegos artificiales que caen como espumillones. ¡Siento que se acerca un desfile! Bandas marciales, flanco con flanco, en uniformes verde esmeralda, majorettes vestidas con maillots de lentejuelas blancas que cambian de formación una y otra vez, mientras las tubas de cobre pulido van de un lado a otro de la calle tocando una melodía, ¡mi melodía! Mi cabeza rebosa de sonidos, mis ojos están llenos de admiración y mi corazón repleto de anticuada y espectacular alegría. Abro los ojos y miro la luna, y ¡está girando en el cielo! ¡Un tiro de moneda celestial! ¡He ganado! ¡Estoy entre los ganadores, amigos!

Roman conduce hasta un aparcamiento de Sullivan Street.

Deja la llave dentro y hace una seña al guarda, quien le devuelve el saludo. Caminamos por la calle y me besa debajo de un poste de alumbrado.

– ¿Cuál es tu piso? -le pregunto.

– Aquél -dice, y señala un edificio de apartamentos, una antigua fábrica de algo, con un anuncio grabado en la puerta que no puedo leer.

Me toma de la mano y corremos hacia la entrada. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta, nos besamos, y cuando la cabina se detiene con una sacudida, nuestros labios van a parar a la nariz del otro y nos reímos.

Las puertas del ascensor se abren y dan a un enorme loft que ocupa toda la planta y que tiene ventanas en ambos lados. El suelo está formado de anchos tablones de roble con aspecto antiguo, salpicados de lunares, las cabezas de clavos viejos. Cuatro grandes columnas blancas delimitan el centro del espacio y crean un abierto mirador interior. Diseños espirales de yeso forman ribetes en el techo estilo catedral, mientras que las pilastras descansan contra las paredes, lo que da al loft un aspecto de bodega de museo antiguo. La extensa pintura que ocupa la pared más lejana muestra una solitaria nube blanca en el azul cielo nocturno.

La cocina industrial, del tamaño del loft, está detrás de nosotros. Se ve limpia y en orden, equipada con modernos electrodomésticos. Sobre la encimera cuelga una exagerada lámpara de cristal de Murano que representa madreselvas en naranja y verde.

Su cama, en la esquina más lejana del lugar, tiene cuatro columnas, entre ellas, una cenefa de muselina lisa y blanca. Los radiadores plateados escupen vapor al silencioso piso. Debemos de estar a cuarenta grados y empiezo a sudar.

– Vamos a quitarte el abrigo -dice.

Me besa mientras desabotona el abrigo. No se detiene ahí, también desabrocha los diminutos botones de perlas de mi jersey rosado de cachemir y lo desliza por encima de mis hombros. Durante un segundo me pregunto cómo me veré, luego dejo de pensar en ello, al fin y al cabo ya me ha visto desnuda. Me quita las gotas de la frente.

– ¿Es la calefacción o somos nosotros?

– Nosotros -le aseguro. Y entonces baja la cremallera de mi blusa. Le ayudo a quitarse el abrigo, se pelea con las mangas de su camisa hasta que tiro de una, como si fuera una envoltura. Nos reímos un momento, después volvemos a besarnos. Sostengo entre mis manos su rostro sin soltarlo mientras nos movemos por el lugar. Dejamos en el suelo un rastro de nuestra ropa, como si fueran pétalos de rosa, y llegamos a la cama. Me coge en brazos y me deposita sobre el cubrecama de terciopelo. Se estira y abre la ventana, el viento sopla y encrespa la cenefa como colada de verano en el tendedero. El aire frío cae sobre nosotros mientras Roman se tiende sobre mí.

Hacemos el amor bajo la música de la caprichosa caldera y el silbido del viento navideño. Sentimos calor y frío, luego frío y calor, pero sobre todo calor mientras nos entrelazamos el uno en brazos del otro. Sus besos me cubren como el edredón de terciopelo que ahora descansa en el suelo, como un paracaídas.

Me hundo en sus cojines, soy una cuchara en la masa de la tarta de chocolate.

– Cuéntame una historia -dice mientras me atrae hacia él y refugia su rostro en mi cuello.

– ¿Qué clase de historia?

– Como la de los tomates.

– Bueno, veamos. Erase una vez… -empiezo.

Cuando voy a continuar, Roman se queda dormido. Miro al suelo y al cubrecama, sabiendo que en algún momento de las siguientes horas la caldera descansará y me congelaré, pero no lo hace y no me congelo. La única cosa que llevo puesta mientras duermo son sus brazos. Me siento tibia, segura y deseada por el hombre que adoro y que está tendido a mi lado como un misterio: pero lo conozco lo suficiente para dormir profundamente y soñar esta noche de Navidad. Qué dichoso lugar para descansar mi fatigado corazón, remendado como los bolsillos del anciano que envejeció demasiado para soñar.

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