6 El hotel Carlyle

La abuela y yo llegamos puntuales a nuestra reunión con Rhedd Lewis, de Bergdorf Goodman. Ella se baja del taxi y me espera en la esquina mientras pago al conductor. Dejo a toda prisa el asiento y me reúno con ella en la esquina de la calle Cincuenta y Ocho y la Quinta Avenida.

La abuela lleva un sencillo traje pantalón negro y, en el cuello, una cadena gruesa de oro de la que pende un lujoso y enorme colgante. El dobladillo de sus pantalones se convierte en un suave pliegue sobre el empeine de sus zapatos negros con franjas doradas. Sujeta cerca de ella el bolso en bandolera, fabricado en cuero negro. Su postura es recta y alta, como el maniquí que posa, con un abrigo de tela de espiga diseñado por Christian Lacroix, detrás de ella, en el escaparate del gran almacén.

El exterior de Bergdorf es realmente majestuoso; construido en los años veinte, alguna vez fue una casa particular con una fachada de arenisca gris acentuada por el cristal emplomado de las ventanas. Fue una de las grandes residencias que la familia Vanderbilt construyó en Manhattan. Esta esquina es una de las más famosas de Nueva York ya que domina, hacia el norte, la piazza del hotel Plaza y, hacia el este, la Quinta Avenida.

La abuela me sonríe, ha pintado con bastante gracia sus labios, de un tono rojo brillante.

– Me encanta tu traje -dice ella.

Llevo una chaqueta corta del diseñador B. Michael, es de seda y lana azul marino con un generoso cuello claudine, y hace juego con unos pantalones de pernera ancha. Le hice al diseñador unos zapatos para su madre, así que este traje es su parte del trato.

– Estás muy guapa, abuela.

Entramos en la tienda a través de la puerta giratoria situada en una de sus esquinas. Esta sección parece un invernadero, excepto por los expositores, que están llenos de bolsos de diseño en lugar de plantas exóticas. Una araña de luces, cubierta de prismas de color miel, ilumina el parqué de madera dorada. La abuela y yo nos dirigimos a los ascensores y a nuestra reunión. Tengo grandes esperanzas y la abuela ha hecho todo lo posible por atemperar mis expectativas.

Al salir del ascensor en la octava planta todo es silencio, incluso el sonido del teléfono tiene un tono suave. No queda nada del barullo de las compras que tienen lugar debajo de nosotros. De hecho, tienes la sensación de que estás en un delicado apartamento del Upper East Side más que en un edificio de oficinas. La refinada decoración es una mezcla de tonalidades neutras con ocasionales destellos de color en los muebles y en las obras de arte.

Me presento a la recepcionista y ella nos pide que esperemos en el sofá de dos plazas. Está forrado de moaré verde manzana y tiene adornos en azul marino. La mesa de centro es baja, un moderno círculo de metacrilato. Sobre su superficie descansan en abanico los catálogos de invierno de Bergdorf, el tema es la ropa para la estación de esquí. Estoy a punto de coger uno y hojearlo cuando una joven aparece en el umbral y dice:

– La señora Lewis las recibirá ahora, síganme, por favor.

La joven nos guía hasta la oficina de Rhedd Lewis, en la que flota una delicada fragancia de té verde y peonías rosadas. El escritorio es un sencillo rectángulo, largo y moderno, forrado de cuero turquesa. El tapete de sisal da a la habitación el aliento fresco de una villa griega en la Quinta Avenida. La silla lacada de bambú del escritorio está vacía. La abuela y yo nos sentamos en sillas Fornasetti, dos brillantes y modernos tronos con asientos de color caramelo. La abuela señala el parque que se ve desde las ventanas.

– ¡Qué vista!

Me levanto de la silla. Cuando las últimas hojas de otoño se van, las puntas de los árboles de Central Park parecen una extensión interminable de los garabatos grises de Cy Twombly.

– Debió de ser un sueño vivir en esta mansión -dice la voz profunda de una mujer a nuestras espaldas.

Me vuelvo para ver a Rhedd Lewis en el marco de la puerta. La identifico por la foto que aparece en su biografía de la Wikipedia. Es alta y esbelta, lleva unos pantalones pitillo, una túnica negra de casimir y una gargantilla que podría describirse como un macetero de macramé de los años setenta. De alguna manera, la extraña combinación funciona. En los pies se mantiene fiel a los clásicos, lleva unos zapatos planos de Capezio. Camina hacia su escritorio prácticamente de puntillas.

Rhedd Lewis ronda la edad de mi madre, su postura erguida y gran porte revelan que antes fue bailarina. Su cabello rubio miel está cortado en delgadas capas y gran parte del flequillo cruza su rostro como un cortinaje.

– Gracias por venir a los barrios bajos -dice, sonriente, mientras da la mano a la abuela-. Soy Rhedd Lewis.

– Teodora Angelini, ella es mi socia, Valentine Roncalli -dice la abuela, y añade-: también es mi nieta.

Oculto el placer que me da que la abuela me presente como su socia (¡es la primera vez que lo hace!) y estiro el brazo hacia Rhedd, como si le diera publicidad de las rebajas de sofás de Big Al, en East Village.

– Me encantan los negocios familiares. Y me emociona que una joven se encargue del negocio. Los mejores diseñadores son los que heredan los conocimientos, pero no le digáis a nadie que os lo he dicho.

– Guardaremos el secreto -respondo.

– Y os diré otro: cuando se trata de artesanía, nadie como los italianos.

– Estamos de acuerdo -dice la abuela.

– Habladme de vuestro negocio. -Rhedd se apoya en el escritorio, cruza los brazos y nos mira como el profesor que ha puesto un reto a sus alumnos.

– Soy una zapatera anticuada, señora Lewis. Confío en los métodos antiguos. Mi marido me enseñó a hacer zapatos, él aprendió el negocio de su padre y he hecho zapatos de boda desde hace cincuenta años.

– ¿Cómo describiría su línea de diseño?

– Sencillez elegante. Nací en diciembre de 1928 y la época en que crecí ha influido en mi trabajo. En lo que respecta al mundo del diseño, me gustan los diseñadores tradicionales, soy fan de Claire McCardell y admiro la rareza de Jacques Fath. Cuando era una chica que descubría la ciudad, mi madre me llevó a los talleres de diseñadores como Hattie Carnegie y Nettie Rosenstein. Fue maravilloso conocerlos. No terminé haciendo sombreros ni vestidos, pero lo que observé adquirió importancia cuando empecé a hacer zapatos. El trazo, la proporción, todas estas cosas que importan cuando eres un artista que confecciona ropa.

– Es verdad -dice Rhedd, y escucha con atención-. ¿Quién le gusta ahora?

La abuela asiente.

– En el negocio de los zapatos no hay nadie como la familia Ferragamo, siempre aciertan.

– ¿Y su inspiración? -dice Rhedd, acariciándose el collar alrededor de la garganta.

– Ah, diría que… mis chicas. -La abuela sonríe.

– Y ¿quiénes son?

– A ver, Jacqueline Onassis, Audrey Hepburn y Grace Kelly.

– Sencillez y estilo -Rhedd coincide.

– Exactamente -dice la abuela.

Cada vez que la abuela hace referencias culturales alude a la santa trinidad del estilo para mujeres de cierta edad: la primera dama, la estrella y la princesa. Nacidas por las mismas fechas que la abuela, aunque con vidas distintas a la suya, le dieron el contexto para realizar su trabajo. Jacqueline Onassis solía llevar vestidos de corte y línea cuidada, hechos con las telas más finas; Audrey Hepburn era la niña abandonada, su estilo recibía la influencia de la danza y luego sería exaltado en la teatral ropa de noche con bordados y adornos; Grace Kelly tenía el clasicismo a la moda de la debutante que se convierte en mujer trabajadora: guantes, sombreros, vestidos línea A y chaquetas de lana.

La abuela hace énfasis en que sus musas vestían la moda, la moda no las vestía a ellas. Cree que una mujer debe invertir con prudencia y sabiduría en su guardarropa. Su filosofía es que se debe tener un abrigo estupendo, un par de zapatos de noche maravilloso y un aceptable par para el día a día. No puede entender por qué las mujeres de mi edad compran tanto, en lugar de hacer como ella; la abuela cree en la calidad más que en la cantidad. Sin embargo, en otras cosas, mi generación se parece más a la suya de lo que ella cree.

Las coetáneas de la abuela nacieron al final de la era del jazz. Tenían cierta confianza innata en sus cualidades que la generación de mi madre tuvo que luchar por defender. Aunque las mujeres de la generación de mi madre eran feministas furiosas, la de la abuela realmente les despejó el camino hacia el mundo laboral; claro, ellas dirían que se vieron obligadas a hacerlo. El grupo de la abuela incluye a las jóvenes que trabajaron en las fábricas, las industrias y las tiendas cuando los hombres combatían en la Segunda Guerra Mundial. A su regreso, ellas les devolvieron los trabajos que habían realizado mientras estaban en la guerra. La abuela cuenta que las mujeres, en los años cincuenta, terminaron de nuevo en las cocinas. Ella también acabó ahí, pero sólo subía las escaleras al finalizar la jornada laboral en la tienda. La abuela fue una madre trabajadora antes de que existiera la etiqueta. En su tiempo decía que «ayudaba a su esposo», pero nosotros sabemos la verdad…: en realidad era su socia.

Rhedd da vueltas alrededor de su escritorio, se sienta y se inclina hacia delante. Acomoda el reloj Tiffany y la taza de cerámica para los lápices que tiene enfrente. La pantalla de su ordenador está empotrada en la pared que hay junto al escritorio, su protector de pantalla es una foto de los años cincuenta, en blanco y negro, de la gran modelo Lisa Fonssagrives enfundada en un vestido New Look, que fuma un cigarrillo en la bocacalle donde la abuela y yo nos bajamos del taxi hace unos cuantos minutos.

– Veréis, mi querida amiga Debra McGuire me ha hablado de vosotras. Debra tiene muy buen ojo, me trajo los zapatos que le habéis dejado para la película. He quedado muy impresionada.

– Gracias -decimos la abuela y yo al mismo tiempo.

– Y eso me ha dado una idea.

Rhedd se pone de pie y va hacia un carro de servicio que está debajo de la ventana. Se sirve un vaso de agua y luego sirve dos más, uno para cada una de nosotras, y dice:

– Trabajamos con un año de anticipación nuestros escaparates de las fiestas. Al ver vuestro zapato, he tenido la idea de los escaparates de 2008. Quiero hacerlos sobre novias, con tema ruso.

– Vale -piensa en alto la abuela -. Terciopelo cortado, botas, piel de cabritilla, vellón.

– Puede ser, busco un zapato de fantasía que sea único, algo que se muestre exclusivamente en mis escaparates.

– Interesante -dice la abuela, aunque puedo detectar el escepticismo en su tono de voz-. Pero debe saber que trabajamos con los diseños de nuestra compañía…

– Abuela, cada uno de los pares de zapatos que hacemos es personalizado -interrumpo a la abuela y miro a Rhedd-. Hemos realizado estilos especiales para distintas bodas. Hicimos un par de botas de montar en piel de cabritilla blanca y charol negro para unos novios que se casaron en una finca en Virginia.

– Es verdad -admite la abuela-, también hicimos un par de chinelas de satén escarlata para una novia que se casó con un bombero en el Lower East Side.

– Y también está la novia que se casó con el francés y a la que le hicimos un escarpín estilo madame Pompadour con descomunales lazos de seda.

– Seré completamente sincera -dice Rhedd-. No tengo mucha suerte con los negocios pequeños como el vuestro. Las compañías pequeñas, los zapateros exclusivos a medida, siguen siéndolo por una razón: por lo general saben lo que saben y se sienten incómodos en ámbitos mayores. Les falta una visión global, una perspectiva.

– Tenemos perspectiva -le aseguro. No miro a la abuela cuando explico mis razones. Surge la vendedora que hay en mí-. Sabemos que nuestra marca debe crecer y estamos examinando la manera de entrar en el mercado actual. Nos acercamos a cada cliente como una oportunidad para reinventar nuestros diseños. No obstante, y usted lo debe de saber, estamos orgullosas de nuestra herencia. Nuestros zapatos son los mejor hechos del mundo. Nosotras creemos que es así.

Rhedd mira hacia la puerta cerrada que está detrás de nosotras, como si esperase la entrada en la habitación de una buena idea pero, para mi suerte, parece que la acaba de escuchar.

– Por eso quiero daros una oportunidad.

– Y nosotras se lo agradecemos -le digo.

– La oportunidad, para vosotras y para otros diseñadores de zapatos, de que me deis lo que necesito.

– ¿Hay otros? -La abuela se inclina hacia atrás en su silla.

– Es un concurso. Me estoy reuniendo con varios diseñadores, una tienda francesa de zapatos hechos a medida y otros nombres bien conocidos que producen a gran escala.

– ¿Nos enfrentamos a los peces gordos? -pregunto, y bebo un poco de agua.

– Los más gordos, pero si sois tan buenas como decís -entrecierra los ojos- probaréis que tenéis talento y capacidad para conseguirlo. Mi creativo inventará algunos bocetos para los escaparates, el telón de fondo, la ambientación, si preferís. Haré una selección de algunos vestidos de novia para la escena; de ese grupo elegiré sólo uno y os lo enviaré a vosotras y a los otros diseñadores. Cada uno creará y fabricará un par de zapatos para ese vestido. Entonces me decidiré por mi favorito. A ese diseñador se le incentivará para que realice los zapatos de todos los vestidos de los escaparates.

Se me cae el alma a los pies. Tenía la esperanza de que su propuesta fuera real y oportuna. No es una idiota y presiente mi decepción.

– Mirad, sé que esto parece una posibilidad muy remota, pero si hacéis lo que decís que sabéis hacer, tenéis exactamente la misma oportunidad que cualquier otro de conseguir el trabajo.

– Eso es todo lo que necesitamos, señora Lewis. -Me levanto y le doy la mano. La abuela se pone de pie y hace lo mismo-: Una oportunidad. Le demostraremos cómo se hace.

Después de nuestra reunión con Rhedd Lewis, envié a la abuela a casa en un taxi, a Perry Street; yo cogí el autobús que cruza la ciudad hasta Sloan Kettering para encontrarme con mi madre. Desde la BlackBerry mandé un mensaje a mis hermanas con copia para Alfred sobre la reunión con Rhedd Lewis y lo del concurso. Tess es buena con las novenas (realmente necesitamos rezar en este momento); Jaclyn me dará su apoyo y la copia para Alfred tiene el propósito de mostrarle que tengo planes para el futuro de la compañía. Incluí una foto de la abuela frente a la tienda; es para mi madre, le gusta que sus mensajes tengan imágenes.

Las puertas corredizas del hospital se abren conforme me aproximo. Una vez dentro, veo a mi madre sentada en un sofá, junto a las ventanas que dan a un jardín con esculturas iluminado por el sol. Teclea en su BlackBerry como si jugara un alocado «¿Dónde está pulgarcito?». Tiene las gafas de sol encima de la cabeza, a modo de diadema, está vestida de la cabeza a los pies de azul celeste y una amplia banda de cachemir beige cruza su pecho como una bandera.

– Ya estoy aquí, mamá.

– ¡Valentine! -dice. Se levanta y me da un abrazo-. Me alegra que te toque a ti.

Mi madre ha decidido que en lugar de presentarnos todos cada día que mi padre tiene cita, lo hiciéramos por turno, así nadie se agotaría. Por supuesto que ella estará en cada pinchazo, inyección o tomografía por resonancia magnética.

Mi madre nunca se agota ni rehúye un proyecto antes de terminado. Cuando se trata de la familia, nunca he visto que le fallaran las fuerzas. Ella está y siempre ha estado llena de vida, ya fuera para hacer trenzas francesas a sus tres hijas pequeñas antes de ir a la escuela, para negociar el caos de las fiestas o para verter hormigón para pavimentar un nuevo camino en la entrada; ella está para todo. Ahora está entregada a la recuperación de mi padre.

– Me ha encantado la foto, ¿cómo os ha ido en Bergdorf?

– Vamos a participar en un concurso de diseño de zapatos para aparecer en los escaparates de las Navidades de 2008.

– ¡Estupendo! ¡Menuda hazaña!

– Queda mucho camino por andar antes de la victoria, mamá, veremos qué pasa. -A mi madre no le pasa por la cabeza la posibilidad de que quizá no ganemos. Otra razón para quererla-. ¿Cómo se encuentra papá?

– Ah, otro día de pruebas aburridas. Le implantarán las semillas de yodo después del cumpleaños de la abuela.

Mamá y yo nos sentamos. Apoyo instintivamente la cabeza en su hombro. Su piel huele a rosas blancas y a chocolate blanco. Sus pendientes de aro descansan en mi mejilla mientras habla.

– Se pondrá bien.

– Lo sé -le digo, pero en realidad no lo sé.

– Debemos ser positivos y rezar. Haré lo que haga falta.

Me encanta la idea de que mi madre piense que el cáncer es algo que se puede cambiar a voluntad con una sonrisa y un avemaría. Cuando estoy en la cama, pienso en mi padre y en el futuro. Pienso en sus nietos y en que si sigo como hasta ahora, nunca conocerá a mis hijos. A veces juraría que mi madre puede leer mis pensamientos porque me pregunta:

– ¿Cómo van las cosas con el chico con el que sales?

Levanto la cabeza de su hombro.

– Es alto.

– Excelente. -Mi madre asiente con lentitud. En el panteón de los atributos masculinos, mi madre admira la estatura por encima de los bolsillos llenos o de una cabeza rebosante de cabello-. ¿Es guapo?

– Diría que sí.

– Genial. Tu padre dice que es chef. Me encanta su nombre, Roman Falconi. Es sexy.

– Es el propietario de un restaurante en Little Italy.

– Ah, me encantaría que hubiera un chef en la familia. Quizá pueda enseñarme a hacer esas selectas espumas que hacen en Per Se, la revista Food and Wine habla de ellas. ¡Imagina la inyección de nuevas ideas!

– Tiene muchas.

– ¿Cuándo descorrerás el velo?

– Lo llevaré a la fiesta de cumpleaños de la abuela en Carlyle.

– Perfecto. Territorio neutral. Bueno, mi único consejo es que vayas con calma, sin forzar nada. -Mi madre se muerde el labio.

– No lo haré.

– Espero que encuentres la felicidad duradera que yo tengo con mi Dutch. Tu padre y yo estamos locos el uno por el otro, lo sabes.

– Lo sé.

– Hemos tenido nuestros problemas, Dios lo sabe, toda clase de tormentas y marejadas en mar abierto, pero las hemos sorteado todas y hemos conseguido volver a la costa. A veces incluso hemos avanzado con lentitud, pero siempre hemos vuelto.

– Sí, lo habéis logrado.

– Puedo decir que nos sobrepusimos.

– Así es.

– ¿Sabes? De eso se trata. Un gran filósofo dijo algo como… Tú sabes que nunca recuerdo los chistes o las palabras exactas de los filósofos, pero dijo a grandes rasgos que el amor es lo que has pasado con otra persona.

– Fue James Thurber, el humorista y filósofo.

A veces mi licenciatura en Humanidades me viene muy bien.

– Bueno, es igual. Lo que intento decir es que seguimos pasando por muchas cosas juntos.

– Es verdad, mamá.

– Tu padre no era un santo, pero yo tampoco soy la Virgen María, o ¿sí?

– Creo que tienes más joyas.

– Cierto -dice riendo-. Pero sé que él nunca quiso lastimarme, ni a sus hijos. Perdió la cabeza un tiempo. Los hombres pasan por su propia versión del cambio cuando cumplen cuarenta y tu padre no fue la excepción.

– Roman tiene cuarenta y uno.

– Quizá lo experimentó el año pasado, antes de que le conocieras -dice mamá con alegría.

– Podemos tener esperanza.

Mamá busca en su bolso, cuando lo abre llena el ambiente con una ráfaga de hierbabuena y jazmín dulce. Del bolsillo donde se coloca el móvil asoma un montón de muestras de perfumes de Esteé Lauder. Este es otro de los trucos elegantes de supervivencia de mi madre, mete separadores de papel con muestras de perfume en los cajones de la lencería, los bolsos, los billeteros y la entrada del aire en el coche, cualquier lugar que necesite ambientador y, evidentemente, desde la perspectiva de mi madre, todo necesita ambientador.

Encuentra el paquete de goma de mascar entre los panfletos sobre el cáncer, saca un cubo rojo y me lo pasa, luego introduce otro en su boca. Nos quedamos ahí sentadas y masticamos.

– Mamá, ¿cómo supiste que podías hacer que papá volviera después del… incidente?

– No hice nada.

– Seguro que hiciste algo.

– En realidad no, lo dejé solo. El peor castigo que puede recibir un hombre es el aislamiento. No conozco a ninguno que lo haya podido soportar. Mira lo que la soledad provoca en nuestros sacerdotes. Claro que ése es otro tema.

– Recuerdo cuando papá y tú os enamorasteis de nuevo.

– Hemos sido afortunados, lo recuperamos. Mucha gente no lo consigue.

– ¿Cómo lo hicisteis?

– Hice lo que cualquier mujer soltera, como tú, hace cuando le gusta un hombre, sin importar que yo ya tenía cuatro hijos y un título universitario acumulando polvo. Me hice deseable otra vez. Eso significaba que debía mostrarle a él lo mejor de mí todo el tiempo. Tuve que entenderle de nuevo, rehacer el mundo en el que vivíamos, incluyendo la casa y mi guardarropa. Pero, sobre todo, tuve que ser sincera. No podía quedarme con él por vosotros o por mi madre o por la religión, tenía que estar con él porque yo quería.

– ¿Cómo supiste que habías triunfado?

– Un día tu padre llegó a casa con una bolsa de D'Agostino. Vosotros estabais en el colegio. Fue pocos días después de que volviéramos a estar juntos. Una semana estupenda, la primera de colegio…

– Era septiembre de 1986, yo estaba en sexto de primaria.

– Exacto. Bueno, él entra en la cocina y yo estaba ahí, rellenando algún impreso del colegio para uno de vosotros. El abre la nevera y guarda la compra, luego enciende el quemador de la cocina y pone en el fuego una olla grande llena de agua. En seguida saca un cazo y empieza a cocinar. Pica cebolla, pela un ajo, dora la carne, agrega el tomate, las especias y todo. Poco después le dije: «Dutch, ¿qué haces?». Y él respondió: «Preparo la cena, pensé que la lasaña iría bien». Y yo dije: «Estupendo».

– ¿Así supiste que te amaba?

– Nunca había preparado una comida en dieciocho años, bueno, me ayudaba si se lo pedía. Alguna vez picó un melón para la macedonia de un bufet o metió el hielo en la nevera, para un picnic o arregló el anaquel de los licores para las fiestas, pero nunca había ido a la tienda ni comprado los ingredientes sin preguntar, para llegar a casa y ponerse a cocinar. Eso me lo dejaba a mí. Supe entonces que había vuelto, que había cambiado. Verás, ahí es cuando sabes que alguien te ama de verdad. Entienden lo que necesitas y te lo dan, sin preguntártelo.

– Sin preguntas. Eso es lo difícil.

– Tiene que salir del corazón.

– Es verdad -asiento.

Mi madre y yo observamos a la gente que deambula por el vestíbulo, pacientes de camino a sus citas, el personal que regresa del descanso y los visitantes que se empujan para salir y entrar en los ascensores. El sol rebota en las ventanas del pabellón que hay frente al vestíbulo e inunda las baldosas del suelo con un reflejo tan brillante que me obliga a cerrar los ojos.

– ¿Te he molestado? -me pregunta.

Abro los ojos.

– No, mamá, eres una fuente de sabiduría.

– Contigo puedo hablar, Valentine -dice mientras juega con la parte de atrás de su pendiente-. Yo sólo… -Y, para mi absoluta sorpresa, rompe a llorar-. ¿Y por qué diablos estoy llorando? -exclama lanzando las manos al cielo.

– ¿Tienes miedo? -digo con suavidad.

– No, no es eso.

Mi madre rebusca en su bolso hasta que encuentra un pequeño paquete de pañuelos. Saca uno.

– Éstos -sostiene el diminuto cuadrado- no sirven. -Se seca bajo los ojos con el pañuelo-. No me gustaría que todo hubiera sido en vano. Hemos llegado tan lejos que yo esperaba que envejeciéramos juntos. Ahora el tiempo se acaba. Después de pasar por todo eso, ¿no tenemos tiempo? Eso me mataría. Es como el soldado que va a la guerra, esquiva los disparos, las bombas y las granadas, logra salir de la zona de guerra y, al volver a casa, resbala con la piel de un plátano, cae, entra en coma y muere.

– Ten un poco de fe.

– Eso lo dice mi hija menos creyente. -Mi madre se endereza-. No te estoy juzgando. -Quiero decir fe en él.

– ¿En Dios?

– No. En papá. Él no nos defraudará.


Nuestra familia, como todas las familias italoamericanas que conozco, celebra muchas fiestas de excusa: los cumpleaños y los aniversarios que terminan en cero o en cinco. Incluso tenemos nombres especiales para ellas. A un aniversario de veinticinco años se le llama bodas de plata, un cumpleaños de treinta años es la festa, un aniversario de cincuenta años se conoce como bodas de oro y cualquier celebración de setenta años es un milagro. Así que imaginad lo emocionados que estamos por brindar por la abuela, que tiene buena salud, una vitalidad excelente y una condición física inmejorable (excepto por esas rodillas), y que aún conserva «todas sus luces», como ella misma dice, en este festejo de su octogésimo cumpleaños.

Puesto que toda mi familia cercana asistirá, pensé que sería un momento ideal para presentarles a Roman. Sé que estoy corriendo un riesgo, pero he aprendido que, cuando se trata de mi familia, es mejor presentar al nuevo novio en un lugar público abarrotado, porque hay menos posibilidades de que alguien meta la pata, cometa un lapsus o decida mostrar el álbum familiar que contiene mis fotos con el trasero desnudo y alas de querubín el día que cumplí cuatro años.

Le ofrecimos a la abuela la gran fiesta estándar del salón de los Caballeros de Colón en Forest Hills, con un DJ, el techo lleno de globos de color plata, el vía crucis ilustrado en las paredes cubiertas de tiras de papel crepé y una tarta de merengue a su gusto y con la edad escrita encima. Pero prefirió una noche chic de cena y baile en el café Carlyle. Ya había visto más que suficiente a la familia completa en la boda de Jaclyn. Además, la mejor cantante de todos los tiempos, según la abuela, Keely Smith, la gran intérprete y comediante, es la estrella del Carlyle. Cuando mi amigo Gabriel, el maître, nos dijo que ella actuaba, reservamos una mesa.

Keely Smith y su música tienen un sitio especial en la vida de la abuela. Cuando mis abuelos eran jóvenes, solían viajar para ver cantar a Keely con Louis Prima, entonces su esposo, acompañados por Sam Butera y The Witnesses. La actuación era un cabaret moderno, una alternativa a la orquesta de la época de las grandes bandas. La abuela asegura que ellos personificaban la última moda.

Los italoamericanos reverenciamos tanto a Louis Prima que nos casan y nos entierran con su música. Jaclyn, Tess y Alfred bailaron la versión de Oh, Mane de Louis en sus bodas y enterramos al abuelo con la versión de Keely de I Wish Tou Love. Prima es el número uno tanto para los Roncalli como para los Angelini.

Reviso el estado de mi pintalabios en el taxi de camino al café Carlyle, el diamante Krupp de los cabarets. Cuando una chica del Village cruza la calle Catorce y se dirige hacia el norte, más le vale tener la elegancia del Upper East Side. También quiero estar bien para Roman, que no me ha visto vestida de etiqueta desde nuestra primera cita. ¿Cómo puedo verme glamurosa cuando llego corriendo a la cocina de su restaurante para ayudarle a hacer pasta a mano o a abrir almejas para la sopa? Esta noche tendrá la mejor versión de su novia.

Llevó un vestido azul medianoche con botones delante y un cinturón ancho con adornos que pertenecía a mi madre. Le eché el ojo hace años, y este verano tuve la suerte de que hiciera limpieza en su armario. Hay una fotografía de mamá con este traje, me lleva en brazos el día de mi bautizo, el otoño de 1975. Tiene el largo cabello recogido con una cinta, atada de forma que le abastece de escalonados rizos hasta la cintura. Era una especie de Ann-Margret católica, con un pie en la sacristía y el otro en el Strip de las Vegas.

El vestido me queda más corto a mí, así que lo llevo con pantalones. Mi madre lo usaba como vestido, sólo con medias L'Eggs, esto lo sé porque solíamos coleccionar los huevos de plástico que venían con sus medias y jugar a la granja.

Tess, Jaclyn y yo aceptamos con gusto la ropa de segunda mano de mamá, porque sabemos cuánto la valoró la primera vez. Tess se quedó con varias chaquetas ceñidas de St. John, de los años ochenta, adecuadas para las reuniones de la asociación de padres de familia. Yo opté por los abrigos y los vestidos que se había mandado hacer para las ocasiones especiales. Jaclyn, con sus diminutos pies, heredó la colección de sandalias de plataforma Candy, en todas las variantes de piel de pitón falsa, que se vendían durante la presidencia de Cárter. Sí, existe la piel de serpiente color mandarina. Mi madre opina que uno sabe que ha tenido experiencias en la vida cuando posee cualquier variación posible de tacón en su colección de zapatos. Ella todavía conserva las sandalias Famolare Get There con la suela ondulada. Mi madre nunca necesitó las drogas psicodélicas de su época, tan sólo se ponía esas sandalias y se balanceaba.

Cuando el taxi sale de Madison para entrar en la calle Sesenta y Seis veo a Gabriel frente a la entrada del hotel hablando por teléfono. Pago al conductor y bajo del coche. Gabriel cierra el móvil.

– Tenéis la mejor mesa -dice él.

– Estupendo, ¿ya ha llegado la abuela?

– Sí, ya está aquí. Va por su segundo whisky con soda. Espero que el espectáculo comience pronto, si no habrá otro espectáculo y no el que pagamos por ver.

– ¿La abuela está achispada?

– June está peor, la mujer no lo puede evitar. Evidentemente, sus piernas están hechas de esponja. Y tu tía Feen parece colocada, ¿qué le pasa? ¿Toma algún medicamento, algún ansiolítico? Hazme un favor, revisa su botiquín.

Gabriel me indica que lo siga hacia el interior.

– ¿Roman está en camino? Odio a la gente que llega tarde.

– Sí.

– ¿Ya os habéis acostado?

– No -digo, y me aprieto el cinturón con fuerza. Está noche quizá sea la noche, pero no tengo por qué decírselo a Gabriel.

– Me aburres. Pero ¿a qué estáis esperando?

– Quiero pasar más tiempo con él antes de llevarlo a mi Magical Mistery Tour. Nuestra relación avanza maravillosamente, gracias.

– ¿Quién dijo algo sobre la relación? Estoy hablando de sexo.

– Sabes que para mí son como la leche y el café.

– Adelante, mantén altos tus estándares y disfrútalos sola. Sígueme, cariño.

Atravesamos el vestíbulo del hotel Carlyle. Los espejos art decó evocan una época sofisticada, un período de coches descapotables, bares clandestinos, ginebra y guantes de satén que llegaban hasta los codos. Las lámparas de araña deslumbran como si fueran pitilleras abiertas, fulgores de plata y oro que resplandecen en lo alto. Cada uno de los detalles reluce: los pomos dorados, las bisagras, incluso los clientes brillan. Los suelos de mármol pulido parecen láminas de hielo: mármol plateado en el centro y escuetos bordes de granito negro alrededor.

Gabriel me conduce por el bar, donde los apliques de cristal esmerilado proyectan luces bajas sobre las paredes de color champiñón. El fondo neutro resalta las elegantes sillas William Haines, tapizadas con terciopelo melocotón y agrupadas alrededor de mesas de mármol.

Entramos en el restaurante a través de puertas de cristal grabado. El salón semeja un lujoso neceser de cuero forrado con bouclé color verde salvia y rosa pálido. Una serie de pinturas murales, elaboradas por Marcel Vertes, muestra a hermosas mujeres que vuelan, bailan y saltan por el aire y despliega un carrusel de color: tonos de color fresa, beige, azul mar, magenta y verde césped llenan el salón de un verano sin fin. El techo, pintado de azul oscuro, pende de las alturas como si fuera el cielo nocturno. Los reservados con forro de cuero están estampados con un diseño neutro de pequeños círculos, etéreas burbujas que parecen inspiradas en Gustav Klimt. Frente al escenario hay unas mesas pequeñas, forradas con crujiente lino de color azul oscuro. La abuela y June conversan hombro con hombro en nuestra mesa, una larga mesa de banquete para la familia. La tía Feen escudriña la mezcla de distintos frutos secos que hay en una fuente de plata, mientras que June hace girar la cereza que hay en el fondo de su cóctel como si fuera la pelota de un pinball, a medida que los miembros del grupo entran y toman asiento en el escenario. Un brillante Steinway negro de media cola llena el pequeño escenario. Un micrófono y su pie descansan en la curva del piano. Keely estará exactamente a un metro de nuestra mesa.

– Lo habéis conseguido -dice la abuela cuando me mira y brinda conmigo con su whisky. La beso rápidamente en la mejilla.

– ¡Feliz cumpleaños!

– Me encanta tu conjunto -me dice June.

– Gracias, tú también estás espectacular.

– ¡Por las tías viejas! -dice la abuela, y sube su vaso hacia June.

– ¡En verdad lo somos! -dice June, y choca su copa con la de la abuela.

– Gracias a la crema de Elizabeth Arden soy una semana más joven de lo que era cuando salí de casa esta mañana -dice la abuela mientras me aprieta la mano. Tess, Jaclyn y yo le pagamos a la abuela un día de tratamientos en el spa deElizabeth Arden, donde la masajearon, depilaron y acicalaron desde primera hora de la mañana-. Gracias, ha sido un día maravilloso y, ahora, tenemos a Keely.

Mi madre abraza por detrás a la abuela.

– Feliz cumpleaños, mamá -grita mi madre con su blusa negra de tirantes y lentejuelas que hace juego con unos pantalones de seda acampanados y una ancha cadena de metal forjado en tonalidad oro, a modo de cinturón, que cae a lo largo de su muslo con un fleco de diamantes falsos. Calza unas sandalias doradas con correas que completan el efecto Cleopatra. Mi padre lleva un traje negro con tenues rayas blancas, una camisa gris y una corbata ancha de seda en blanco y negro. Ellos combinan, claro, siempre lo hacen.

June se levanta y abraza a mi padre.

– Dutch, te ves fantástico.

– No tan bien como tú.

– ¿Cómo va el cáncer? -rebuzna la tía Feen.

– Mis posibilidades están mejorando, tía.

– Te he puesto en el grupo de oración de Santa Brígida.

– Te lo agradezco.

– El último tipo por el que rezamos murió, pero la culpa no fue nuestra.

– Seguro que no -dice papá. Nos mira y se sienta junto a la tía Feen para recibir más de ese maltrato.

Tess saluda desde la recepción, lleva un vestido rojo de cóctel sin tirantes. Hace una entrada digna de mi madre. Detrás viene Charlie, que lleva una corbata roja que combina con el vestido de Tess. Hay algunas costumbres heredadas que es mejor no combatir.

Tess abraza a papá.

– ¡Eh! Papá, ¿cómo te encuentras?

Antes de que él pueda responder, la tía Feen dice:

– ¡Cómo se va a sentir! Está atiborrado de cáncer.

Charlie se agacha y me aprieta el hombro.

– Hola, cuñada. Me muero por conocer al gran hombre esta noche -dice, y me lanza una sonrisa solidaria. Es curioso que Charlie llame a Roman el gran hombre cuando es Charlie quien es grande. Se parece al Brutus de todas las películas bíblicas que se han hecho en la historia de Hollywood. Además es siciliano, por lo que se broncea en doce minutos y tarda doce años en perdonar un desaire.

– Y yo me muero por que le conozcáis, sed amables.

– Seré encantador -dice Charlie, sentándose junto a Tess.

Gabriel trae a Jaclyn y a Tom a la mesa. Jaclyn lleva una falda corta de color beige que hace juego con un jersey de cachemir y un collar de perlas. Parece como si a Tom, con ese traje de domingo, le hubieran sacado brillo para su primera comunión. Mientras Jaclyn y Tom se sientan, llegan Alfred y Pamela.

Pamela cumple cuarenta el próximo año, pero parece tener veinticinco. Es delgada y tiene el cabello largo, rubio color arena, con algunas mechas teñidas de blanco alrededor de la cara para lograr cierto contraste. Es una mezcla de polaca e irlandesa, pero ha adquirido los usos italianos por lo que se refiere a los estampados, las lentejuelas y el tamaño de su anillo de compromiso. Esta noche lleva un vestido largo y suelto con orquídeas estampadas. Alfred la abraza con firmeza. Él viene directamente del trabajo, así que lleva un traje Brooks Brothers con una corbata como las que usaba Ronald Reagan.

Pamela saluda a todos con un beso, pero lo hace sin sentirse cómoda. A pesar de que lleva trece años casada con mi hermano, cada vez que nos reunimos es como si nos conociera por primera vez. Hemos hecho varios intentos para lograr que se sienta parte de la familia, pero al parecer nuestros esfuerzos no tienen resultado. Mamá dice que Pamela tiene «una personalidad distante», pero Alfred le dijo a Tess que nosotras la «intimidamos».

Mis hermanas y yo no creemos que podamos dar miedo. Sí, somos competitivas, nos gusta opinar y discernir y sí, en las reuniones familiares gritamos, nos interrumpimos y, básicamente, nos convertimos en las niñas que éramos a los diez años, salvo que no nos tiramos del pelo. Pero ¿intimidamos? Quizá. Pamela se sienta y se aferra al bolso que guarda sobre el regazo como si fuera el volante de un coche y mira el Steinway con una sonrisa paciente, pero fingida, mientras Alfred le pide una copa de vino blanco.

Llegan los camareros y llenan nuestra mesa de entrantes: delicadas tartas de cangrejo, diminutas patatas con botones de crema agria y caviar, almejas casino con la mitad de su concha sobre una cama de brillantes algas, ostras en hielo y una fuente de plata con costillas de cordero lechal.

La tía Feen se pone de pie, se estira sobre la mesa y coge una costilla; la sostiene como si fuera una pistola. Le da un mordisco antes de sentarse de nuevo. Aún masticando dice: «Suculento». Las luces del café se atenúan y la multitud aplaude y silba. Miro hacia la puerta esperando ver a Roman apresurándose para sentarse junto a mí. Recorro con la vista a la gente y no hay señales de él. El grupo empieza a tocar la introducción en un susurro y el público aplaude con fuerza cuando Gabriel anuncia:

– ¡Señoras y señores, ¡Keely Smith!

Las puertas de cristal se abren y Keely entra en el salón, con el mismo aspecto que tiene en las portadas de sus discos. Lleva el cabello negro cortado a la altura del hombro con dos tirabuzones sobre las mejillas. Su rosada piel pálida es perfecta, sus ojos negros brillan como el azabache. Lleva unos sencillos pantalones de seda dorada y una chaqueta Erté bordada con cuentas. Las mangas de tres cuartos revelan unas gruesas pulseras de acrílico, que compensan el tamaño de su anillo de diamante, casi como el de un teléfono móvil.

Keely agita la mano hacia la multitud como una novia a punto de casarse por tercera vez, saluda a los clientes con calidez, pero con un dejo de apatía. Sus movimientos son despreocupados y familiares, como si fuera a cantar unas cuantas canciones en el salón de su casa después de cenar. Coge el micrófono y mira a la gente, entrecierra los ojos como si fuera a examinar quién ha venido y quién no.

– ¿Hay algún italiano esta noche? Silbamos y hacemos barullo.

– ¿Fanáticos de Louis Prima?

Aplaudimos más alto.

– ¡Somos fanáticos de Keely! -grita la abuela.

– Vale, vale. Veo que tendré que trabajar esta noche -dice Keely. Mira al director, que está detrás del piano, y continúa-. Allá vamos…

El grupo emprende una potente interpretación de That Old Black Magic. Keely está de pie frente al micrófono, en la curva del piano, y mientras canta lleva el ritmo dando golpecitos con la punta roja de las uñas sobre el acabado encerado. Cuenta el tiempo con los pies, cuyos zapatos dorados llevan tacón de aguja y correas con incrustaciones de ojo de tigre. Tiene las uñas de los pies pintadas de granate. Se percata de que le estoy mirando los pies y sonríe. La canción termina y la muchedumbre rompe en un aplauso. Ella avanza al frente del escenario y me mira:

– ¿Te gustan mis zapatos?

– Claro, son preciosos -le digo.

– Una mujer no puede vivir sólo de zapatos. Aunque haya habido momentos en mi vida en que he tenido que hacerlo. He andado muchos kilómetros durante mi vida, cumpliré ochenta años. -Una breve conmoción recorre la multitud. Keely continúa-. Sí, ochenta, y le debo todo a… -Y alza los ojos al cielo.

– Yo también -grita la abuela.

Hoy es su cumpleaños -grita Tess.

– ¿Sí? -dice Keely, y sonríe.

– Sí -dice la abuela. Ella no necesita tratamientos en el spa de Elizabeth Arden, ella está rejuveneciendo íntegramente aquí-. Eres mi regalo.

– Ponte de pie, guapa -dice Keely a la abuela.

La abuela se levanta de la silla.

Keely se protege los ojos de las luces del escenario y mira hacia la abuela.

– ¿Ya conoces el secreto, verdad?

– Tú dirás -dice la abuela siguiendo el juego.

– No echar canas.

– ¡Díselo, Keely! -chilla mi madre.

– Y lo más importante: hombres jóvenes.

– ¡Eso es! -dice June, que ya ha bebido tres whiskys solos y agita ahora su servilleta como una bandera de capitulación, aunque no estoy segura de para quién la agita.

– Bueno, no por lo que crees, pelirroja -responde Keely a June-. Aunque eso es importante. Prefiero a un hombre joven porque los hombres de mi edad no pueden conducir de noche. -El batería lanza un golpe seco con el borde del tambor"-. Me gustaría cantar algo para usted, ¿cómo se llama?

– Teodora -le dice la abuela.

– Oiga, de verdad es usted una paisana -dice Keely mientras hace la señal internacional que indica «soy italiano», un movimiento de cortar con la mano, sin cuchillo-. ¿Y tiene novio?

– ¡No! -respondemos sus nietos por ella.

Luego, un hombre que lleva gafas trifocales, en la mesa vecina, silba como si llamara un taxi.

– La señora no dijo que lo buscara -Keely reprende al hombre-. Tay, ¿tiene un hombre?

– Esta noche estoy con la familia -dice la abuela con un guiño.

– Y mientras menos sepan mejor, se lo aseguro. -Keely sonríe y agita las manos sobre nosotros como si fuera un sacerdote que nos da la última bendición-. Cualquiera que se interponga en la diversión de la abuela, tendrá que vérselas conmigo -dice mientras estira la mano hacia la abuela-. Esta es para usted, chávala, feliz cumpleaños.

Keely canta It's Magic. La abuela se inclina hacia delante, apoya los codos en la mesa, sostiene su cara entre las manos y cierra los ojos para escuchar. Mi padre abraza a mi madre, que apoya la cabeza en su hombro como si fuera un cojín viejo. Tess me mira con lágrimas en los ojos, Jaclyn se estira y aprieta la mano de Tess. Sus maridos sonríen, beben sus tragos. Pamela está sentada con la espalda muy erguida y parpadea mientras Alfred le quita el perejil a las tartaletas de cangrejo antes de probarlas. Mi móvil vibra dentro de mi bolso. Cuando la mágica canción termina, el público rompe en aplausos, la abuela se pone de pie y envía un beso a Keely. Miro dentro de mi bolso y reviso mi BlackBerry. El texto dice:


Inundación en la cocina. No podré ir.

Perdona. Besos a la abuela.

Roman


Tess se inclina hacia mí y me susurra:

– ¿Te encuentras bien?

– No viene.

– Lo siento.

Siento cómo se ruborizan mis mejillas. Me había hecho muchas ilusiones acerca de esta noche. Imaginaba a Roman, guapo y sencillo, poniendo toda su energía en conocer a mi familia, cautivándolos, llevándose a mi padre a un lado para decirle lo mucho que significo en su vida y, luego, mi padre me diría que nunca le había impresionado tanto un pretendiente y yo tendría esa sensación de seguridad en el estómago, esa seguridad que te permite rendirte al amor cuando se presenta en tu camino. Y ahora me siento avergonzada. No me sorprende que Alfred me considere poco fiable. Parece que las cosas nunca salen como las planeo. Por supuesto que la cocina se ha inundado y que Roman ha tenido que quedarse para solucionar el problema, pero leer las palabras «no podré ir», ha significado mucho más que no podré ir esta noche. ¿Alguna vez podrá? ¿Alguna vez lograremos que esto funcione? ¿El Ca' d'Oro siempre estará primero?

Keely canta I remember you y los ojos de la abuela se llenan de lágrimas, los de June se empañan e incluso la cara de tía Feen se relaja con una sonrisa que le devuelve su juventud. Una lágrima baja por mi rostro, pero no la causa Keely, pese a lo buena que es. Hoy podría llorar a mares por mi propia cuenta y sin acompañamiento musical.

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