13 Da Costanzo

Cuando me despierto a la mañana siguiente, me estiro y cojo el teléfono móvil. Lo abro y escribo:


Querido Roman:


El teléfono del hotel suena, voy al escritorio y descuelgo.

– Valentine, soy yo -dice Roman bajito.

– Estaba a punto de enviarte un mensaje -digo.

– Lo siento mucho -dice.

– No pasa nada, cariño. Recibí todos tus mensajes y sé lo mucho que lo sientes. Lo entiendo perfectamente. Cuando veas esta habitación y la vista, ni siquiera te acordarás de lo que te ha costado llegar aquí.

– No, lo siento de verdad -dice.

Me siento en el sofá y digo:

– ¿Qué?

– No puedo ir en ningún momento -dice. Como no sé qué decir, no digo nada. El continúa-. Hay un problema con mis patrocinadores. Es muy grave. -Sigo sin decir nada-. ¿Valentine?

– Aquí estoy -digo finalmente. Pero no estoy. Estoy adormecida.

– Estoy tan enfadado por esto como lo estás tú -empieza-, quiero estar contigo allá. Todavía quiero -dice-. Desearía…

Sé que algún día recordaré este episodio como el momento en que dejé de fingir que tenía una relación seria con Roman. ¿Quién permite esta clase de cosas? Le perdono sus citas canceladas y las oportunidades perdidas con regularidad y las olvidaré, creo que forman parte de la manera como funciona nuestra relación. Son nuestra normalidad. La principal obligación de Roman es su restaurante. Lo sabía cuando empezamos a salir, y lo sé ahora que estoy encallada en Capri sin él. No me sorprende, estoy resignada, pero eso no hace que duela menos.

Me arrastro de vuelta a la cama y tiro de las mantas hasta mi barbilla. Soy un fracaso en el amor. Las excusas de Roman parecen verdaderas, siempre las creo. Las excusas pueden ser grandes: amenazas de una inminente ruina financiera, o tontas, el fregadero anegado en la cocina del restaurante. La escala del desastre no importa, tomo y acepto lo que él me dé. Finjo que puedo soportarlo, pero hiervo por dentro.

Me siento muy mal, así que ¿por qué no rendirme ante lo peor? Busco en mi corazón y enumero todas las maneras en las que soy un fracaso. Hago una lista mental. Encuentro: casi 34 (¡vieja!), no tengo dinero ahorrado (¡pobre!) y vivo con mi abuela (¡necesitada!). Uso Spanx. Quiero un perro, pero no tengo ninguno porque tendría que sacarlo a pasear y ¡no hay tiempo en mi vida para pasear un perro! Mi novio es un amante de media jornada que pasa más tiempo en el trabajo que conmigo y lo acepto porque creo que eso es lo que me merezco. Soy una novia terrible, de hecho, ¡soy tan mala en las relaciones como él! Yo tampoco quiero sacrificar mi trabajo por él.

Roman Falconi hace promesas y yo dejo que las rompa porque entiendo la dificultad de vivir una vida creativa, haciendo zapatos o tagliatelle para gente hambrienta. El teléfono suena. Contengo la respiración y me siento antes de cogerlo. Roman habrá entrado en razón y cambiado de idea. ¡Hará el viaje! ¡Lo sé! Descuelgo el teléfono. Me digo a mí misma que no debo estropearlo. «Sé paciente», me digo mientras respiro.

– ¿Valentina?

No es Roman. Es Gianluca.

– ¿Sí?

– Quiero llevarte a conocer a mi amigo Costanzo.

No respondo.

– ¿Te encuentras bien? -me pregunta-. Le he dicho que estás esperando a que llegue tu novio, así que hizo un hueco para ti esta tarde.

– Esta tarde me va bien -le digo, y cuelgo el teléfono después de quedar a una hora.

Saco mi libreta de la cómoda y cojo la lista de cosas que quería hacer con Roman en Capri. Ahí están, llamando a las cosas por su nombre, una lista de fabulosas y románticas excursiones, viajes a los alrededores, lugares donde comer, comidas para probar, ¡las horas en que la piscina está abierta! Incluso tengo ese horario.

De pronto, la tristeza de tener que hacer estas cosas sola me sobrepasa. Empiezo a llorar, la decepción es casi imposible de soportar. Este lugar es tan romántico y yo soy tan miserable. El rechazo es lo peor, tengas catorce o cuarenta. Duele, es humillante e irreversible. Cojo la caja de pañuelos y salgo al balcón.

El sol emite una luz anaranjada intensa sobre el cielo azul profundo. Los yates, con sus velas blanquísimas, oscilan en el puerto que está abajo. Los observo mucho tiempo.

Pienso en llamar a la abuela, pero no quiero que desperdicie esta semana preocupada por mí, o peor, tratando de incluirme en sus planes con Dominic.

Observo a una familia, dos niños, la madre y el padre, que se dirige a la piscina. Los niños saltan a lo largo del sendero retorcido que cruza el jardín, mientras los padres los siguen detrás, muy de cerca. Los veo llegar a la piscina, los niños se quitan la ropa y saltan al agua. La madre elige unas sillas y acomoda las toallas. El esposo apoya los brazos en la espalda de su esposa, y la sorprende. Ella ríe y se da media vuelta. Se besan. Aquí la felicidad parece surgir sin esfuerzo. La gente normal, como esta familia, encuentra la felicidad y se enamora y recrea su propia familia. Esto nunca me sucederá. Lo sé.

Me doy una ducha y me visto. Lleno mi bolso de mano con mi teléfono, mi billetera y la libreta de dibujo. Me dirijo a la puerta. No puedo estar un minuto más en esta habitación: es un recordatorio de quién no está aquí. Este recuerdo me hace llorar, así que echo la caja de pañuelos en el bolso.

El vestíbulo está muy tranquilo a esta hora de la mañana. Voy al mostrador, abro el bolso y saco la billetera.

– ¿Se va? -me pregunta el chico.

– No, no. Estaré aquí una semana, como estaba planeado. Quisiera quitar el nombre del señor Falconi de mi habitación y que se haga el cargo a mi tarjeta de crédito, por favor. -Sí, sí -dice. Pasa la tarjeta de mi habitación por el lector, encuentra la información, toma mi tarjeta de crédito y hace los cambios en la cuenta.

– Gracias. Ah, y también me gustaría dar un paseo en yate alrededor de la isla.

– Claro. -Revisa los horarios-. Hay uno que sale en veinte minutos desde el muelle.

– ¿Podría pedirme un taxi?

– Por supuesto -dice.


El paseo en yate no se hace en yate, para nada, sino en una barca con varios remos de madera y bancos pintados de amarillo brillante, en los que los turistas, incluyéndome a mí, nos sentamos de cuatro en cuatro. Somos cerca de dieciocho, la mayoría japoneses, unos cuantos griegos, una pareja de estadounidenses, un ecuatoriano y yo.

El capitán es un viejo lobo de mar napolitano de barba blanca, sombrero de paja y un megáfono apaleado que parece sacado de las profundidades del mar Tirreno. Mientras la barca se aleja del muelle, surcamos la superficie del mar impulsados por la propulsión del motor.

El capitán Pio explica que nos mostrará las maravillas naturales de Capri mientras la mujer que está junto a mí me da un codazo en la cara para hacerle una fotografía a Pio con la cámara de su móvil. De pronto, todos los turistas están fotografiando a Pio con sus teléfonos. Él hace una pausa y sonríe para ellos. Pienso en Gianluca, que me dijo que odiaba toda esta tecnología. En este momento, yo también.

Echo de menos las grandes y pesadas cámaras viejas que llevabas alrededor del cuello con una correa y, sobre todo, echo de menos tener que reservar el rollo para los mejores momentos, porque eran demasiado caros. Ahora hacemos fotos de todo, incluso de las personas que hace fotos. Quizá Gianluca tenga razón, la tecnología no nos ofrece una mejor manera de vivir o un arte mejor, es una locura.

Me gusta observar los botes en el río Hudson, pero es muy diferente estar en uno, rebotando y dando brincos sobre las olas. Me sorprende que el viaje sea tan tambaleante pues, desde los muelles, las embarcaciones parecen moverse con suavidad sobre el agua. ¿De esta manera es el amor? Parece muy fácil y sin esfuerzo desde la distancia, pero cuando estás ahí, es una experiencia muy diferente. Sientes cada empujón y te preguntas cuál será la ola que te dará alcance, si sobrevivirás o te ahogarás en las peligrosas aguas, si lo lograrás o volcarás.

Nuestra barca es difícil de manejar, nos movemos por la superficie como una tabla vieja. Las grandes olas vienen de todas partes, nos elevan unos centímetros para enviarnos con un golpe seco al agua. Los saltos empiezan otra vez cuando una nueva ola se lanza rodando sobre nosotros. Mis dientes me empiezan a doler por el golpeteo de la superficie contra el fondo de la barca. Siento el peso de cada ser humano en esta barca. Nos sentamos tan cerca que, cuando una ola granuja golpea un lado, es como si el grupo fuera azotado con un tubo de plomo.

Pio guía la barca a una cala tranquila -gracias a Dios- y señala una formación rocosa natural que se parece a la estatua de Nuestra Señora que apareció en la gruta de Lourdes. Pio dice que Nuestra Señora es un milagro del viento, la lluvia, la roca volcánica y la fe. En este momento hasta yo saco el teléfono y hago una foto. Pio dirige la barca fuera de la cala y nos muestra el coral indígena que crece debajo de la orilla del agua a lo largo de la escollera. Mientras las olas chapotean contra las rocas, pillamos algunos atisbos de los tentáculos del vidrioso coral rojo. Empiezo a llorar cuando recuerdo la rama de coral que me dio Roman el día que me prometió este viaje. La mujer asiática que está junto a mí me pregunta:

– ¿Se encuentra bien? ¿Está mareada?

Sacudo negativamente la cabeza, quiero gritar: ¡no estoy mareada! ¡Estoy desconsolada! Pero sonrío, asiento y miro el océano. ¡No es culpa de ella que Roman Falconi no viniese! La desconocida sólo intenta ser amable, eso, y que no vomite sobre su bolso Gucci de imitación.

Pio dirige la barca hacia el mar y somos lanzados de un lado a otro de nuevo. Miro montones de barcas como la nuestra repletas de turistas hombro con hombro dando vueltas. Cuando salimos de la cala, otra barca se mete para ocupar nuestro lugar.

– ¿Cuándo veremos la gruta azul? -pregunta el esposo norteamericano de la esposa norteamericana.

– Pronto, pronto -le responde Pio con una sonrisa cansada que significa que responde mil veces al día la misma pregunta.

Oímos la música de un acordeón que se desplaza por el agua. Todas las cabezas se giran hacia la alegre tonada. Un bruñido catamarán con un baldaquín de rayas blancas y negras se hace visible desde las rocas. Un hombre toca un acordeón y su acompañante, con un sombrero ancho que le cubre la cara, está recostada en un montón de cojines sobre la cubierta alfombrada. Es un espectáculo muy romántico, tanto que provoca que todas las personas atiborradas en este batel lamenten no haber fanfarroneado y alquilado un bote privado.

La música se hace más fuerte conforme el catamarán se aproxima.

– Es una maravilla, ¿no? -dice la mujer estadounidense-. Un amor de la tercera edad.

Miro más de cerca el catamarán. ¡Dios santo!, es mi abuela la que está debajo de ese sombrero, como una cortesana de Boticelli en reposo, excepto porque ella no come uvas, sino que escucha la serenata de Dominic. Me pongo las manos en la cara para ocultarme, porque no hay suficiente espacio para doblar los codos.

El capitán Pio grita al capitán del catamarán:

– ¡Giuseppe! ¡Aquí, Giuseppe!

El capitán lo saluda. Las olas golpean con fuerza nuestra cargada barca, me sorprende que el capitán no haya entendido el saludo de Pio como una señal de advertencia. Los turistas de nuestra barca agitan las manos hacia los amantes y luego empiezan a hacerles fotografías. Qué raro estar de vacaciones y hacer fotos de otras personas para divertirse. La abuela y Dominic tienen sus propios paparazzi- Podría gritar, así que lo hago:

– ¿Abuela? -grito. Mi abuela se sienta, se empuja el sombrero y entorna los ojos a través del agua hacia nuestra barca.

– ¿Los conoces? -me pregunta la mujer estadounidense que está detrás de mí. Estamos demasiado apretados para volverme, así que grito mirando hacia delante:

– Sí.

– ¡Valentine! -la abuela agita la mano hacia mí. Le da un codazo a Dominic, que mueve su acordeón.

– ¡Disfrutad! -grito mientras nos alejamos. La abuela se recuesta entre los cojines y Dominic sigue tocando.

¿Cómo debo tomarme esto? Mi abuela de ochenta años está siendo seducida en el mar Tirreno y yo voy embutida en esta barca como un filete de atún para el mercado de pescado local… Como si necesitará otra razón para llorar en la isla de Capri.


– ¿Qué te ha parecido la gruta azul? -me pregunta Gianluca mientras caminamos hacia la tienda de zapatos de Costanzo Ruocco.

– No pudimos entrar, la marea era demasiado alta.

– Es una pena -dice, y sonríe.

– ¿Te hace gracia?

– No, no, es tan típico…

– Sé que los residentes ponen un letrero para mantener a los turistas alejados.

– Pero no difundas nuestros secretos.

– Demasiado tarde. Sé todo sobre los italianos y sus secretos. Vosotros os quedáis con el mejor aceite de oliva extra virgen aquí en vez de enviárnoslo a nosotros y os quedáis con el mejor vino. Ahora he descubierto que es verdad, cerráis un hito natural cuando os viene en gana y lo convertís en una piscina particular. Estupendo.

Sigo a Gianluca por la estrecha acera a lo largo de la piazza y bajamos la colina. La puerta de entrada de Da Costanzo está apuntalada para permanecer abierta entre dos enormes portalones. Ambos están llenos de enjoyadas sandalias abiertas para mujer y mocasines para hombre de todos los colores, desde el verde lima hasta el fucsia.

Entramos en la tienda, que es un espacio pequeño lleno, del suelo al techo, con docenas de zapatos en expositores inclinados de madera. Los colores del cuero van desde los tonos ocres hasta los brillantes como golosinas. La sandalia básica es la plana con una correa en forma de T. Son los adornos, de atrevida geometría, los que las hacen especiales: círculos entrelazados de cuero dorado, cuadrados abiertos de feldespato atados a pequeños círculos de aguamarinas, racimos enjoyados de rubí o un gran triángulo esmeralda pegado a unas delgadas correas verdes.

Costanzo Ruocco parece tener cerca de setenta años y lleva su blanco cabello peinado hacia atrás. Se inclina sobre un banco pequeño de zapatero en la parte trasera de la tienda. Mira hacia abajo, a su trabajo, entrecerrando los ojos ante la tarea que tiene entre las manos. Sostiene il trincetto, una pequeña navaja de trabajo, y recorta las correas de la sandalia. Luego, cambia la navaja por el scalpello, una herramienta con la punta afilada. Hace un hoyo pequeño en la suela de la sandalia e hilvana un trozo de cuero suave por ella. Luego coge il martello y golpea la correa en la base. Sus manos se mueven con destreza, rapidez y precisión, señales de un maestro en el trabajo.

– ¿Costanzo? -Gianluca le interrumpe con gentileza.

Costanzo alza la vista. Tiene una sonrisa amplia y cálida y la piel sin arrugas de una persona sin remordimientos.

– Soy Valentine Roncalli. -Le doy la mano. Deja la sandalia y me aprieta la mano.

– ¿Italiana? -me dice.

Asiento y digo:

– Por los dos lados. Italoamericana.

Un joven de treinta años, con cabello negro y ondulado, empuja una puerta con un espejo que conduce al almacén que-Rápido. Bien -asiente Costanzo.

Paso lo que queda de la tarde junto a Costanzo. Martillo y coso, corto y raspo, pulo y encero. Hago todo lo que me pide. Me gusta el trabajo, mantiene mi mente alejada de lo que se supone que deberían ser mis vacaciones.

Pierdo la noción del tiempo hasta que miro hacia arriba y veo el pálido azul del crepúsculo sobre los acantilados.

– Vienes a cenar -me invita Costanzo-. Tengo que agradecértelo.

– No, aprecio que me dejes trabajar contigo. Me lo agradeces así. -Costanzo me mira y sonríe-. ¿Podría, por favor, venir mañana?

– No. Ve a la playa. Descansa, estás de vacaciones.

– No quiero ir a la playa, preferiría venir aquí y trabajar contigo.

Me sorprende oírme decir eso, pero cuando lo digo sé que las palabras son sinceras.

– Tendré que pagarte.

– No, puedes hacerme un par de sandalias.

Perfetto!

– ¿A qué hora abres?

– Estoy aquí desde las cinco de la mañana.

– Llegaré a las cinco.

Me cuelgo el bolso del brazo y salgo a la plaza.

– ¡Valentine! -me llama Antonio-. Gracias.

– ¿Bromeas? Mille grazie. Tu padre es fabuloso.

– No deja que nadie se siente junto a él. Le gustas, a él no le gusta nadie. -Antonio se ríe-. ¡Está encandilado!

– Causo ese efecto en los hombres. Te veo mañana -le digo. Sí, el efecto que causo en los hombres, excepto en el que cuenta, Roman Falconi.

Mientras camino junto a los turistas que suben a sus autobuses, que hablan fuerte y se ríen con ganas, me siento más sola que nunca. Quizá después de todo he encontrado la manera de convertir este desastre en algo maravilloso; he pasado el día aprendiendo de un maestro, y en verdad lo he disfrutado. Y si mis instintos no me fallan, o por lo menos trabajan mejor que en el amor, tengo la sensación de que acabo de aprender lo que necesitaba aprender de Costanzo Roucco.


– ¿Valentine? Andiamo -me llama Costanzo desde la parte de atrás de la tienda. Costanzo está tan sorprendido de que en verdad me haya presentado al trabajo como yo lo estuve al decirlo. En realidad ignora que me está haciendo un favor al salvar estas vacaciones.

Dejo mi trabajo y sigo el sonido de su voz a través del almacén y del patio del jardín, donde hay una pequeña mesa y cuatro sillas. La mesa tiene un mantel de algodón blanco con una maceta de geranios rojos encima, que le sirve de ancla para que no salga volando a causa de la brisa de Capri.

Costanzo me indica con la mano que me siente a su lado. Abre una caja de latón y vacía el contenido. Desenvuelve un pedazo de pan de una hoja de papel de cera; después, pone un envase con higos y luego abre una lata de lo que parece pescado cubierto con aceitunas negras. Extrae dos servilletas. De debajo de la mesa saca una jarra de vino casero. Me sirve un vaso y luego se sirve uno para él.

Corta el pan, que no es pan para nada, sino pizza alige, masa suave rellena con cebolla y anchoas picadas. Parte la suculenta pizza en rebanadas delgadas y largas, luego coloca dos en un plato para mí. Muerdo la corteza crujiente que cobija a la salada anchoa suavizada por las cebollas dulces y la mantequilla.

– ¿Está buena? -pregunta.

Asiento enfáticamente, porque sí que lo está.

– ¿Por qué has venido a Capri? -me pregunta.

– Se suponía que serían unas vacaciones, pero mi novio tuvo problemas en el trabajo y en el último minuto canceló el viaje.

– ¿Canceló?

– Sí.

– Cuando llegues a casa romperás con él, ¿verdad?

– ¡Costanzo!

– Bueno, le gusta más su trabajo que tú.

– No es así.

– Yo creo que sí.

– ¿Sabes?, en realidad estoy contenta de que no haya podido venir, porque si estuviera aquí, no podría pasar este tiempo contigo.

Sonríe y dice:

– Soy muy viejo para ti -dice riendo.

– Eso parece ser común en la mayoría de los hombres que he conocido en Italia.

– Pero si yo fuera joven… -dice, y abanica la mano.

– Sí, sí, sí, Costanzo.

Nos reímos con fuerza. Me siento en verdad feliz por primera vez en días.

Los italianos ponen primero a las mujeres. Las prioridades de Roman son más estadounidenses que italianas, él antepone su restaurante. En justicia, no puedo decir que tenga mis prioridades ordenadas o que controle el arte de vivir. Vivo para mi trabajo, no trabajo para vivir. Roman y yo perdimos nuestra naturaleza italiana. Somos los típicos estadounidenses que van más allá de sus capacidades y que trabajan demasiado con la peor estrechez de miras. Malgastamos el presente por un futuro perfecto que creemos que nos está esperando para cuando lleguemos a él. Pero ¿cómo llegaremos a él si no construimos la conexión ahora?

La forma en que vivimos en la ciudad de Nueva York de pronto me parece ridícula. He hipotecado mi felicidad por un tiempo que quizá nunca llegue. Pienso en mi hermano y el edificio, los escaparates de Bergdorf y los inversores de Bret. Amo hacer zapatos, ¿por qué tiene que ser tan complicado? Costanzo va al trabajo, hace zapatos y vuelve a casa. Hay un ritmo en su vida que le da sentido. La pequeña tienda sostiene estupendamente a Costanzo y a su hijo. Bebo el vino, es rico e intenso, como cada color, estado de ánimo y sentimiento en esta isla.

Costanzo me ofrece un cigarrillo que rechazo. Él enciende uno y saca bocanadas de humo.

– ¿Qué hacéis durante el invierno, cuando se van los turistas? -le pregunto.

– Corto el cuero, hago las suelas. Descanso. Lleno las horas -dice. Costanzo mira a lo lejos-. Lleno los días y espero.

– ¿A que los turistas vuelvan? -le pregunto.

No responde. El aspecto de su cara me dice que no me entrometa. Apaga el cigarrillo y dice:

– Ahora vamos a trabajar.

Sigo a Costanzo de vuelta a la tienda. Toma asiento detrás del banco de trabajo y yo me siento detrás de mi mesa. Costanzo levanta un nuevo patrón de la bandeja y lo estudia. Cojo il trincetto y una suela de la pila que me ha dejado Antonio. Sigo el patrón y pelo el borde exterior de la suela como si fuera una manzana, del mismo modo que vi a Costanzo hacerlo el primer día. Mira por encima de mí con aprobación y sonríe.


– Ve a por tu libreta de dibujo -me ordena Costanzo cuando terminamos de beber el cappuccino de la tarde-. Quiero ver tu trabajo.

Me levanto de la mesa y voy al interior de la tienda. Saco mi libreta de dibujo de mi bolso.

– ¿Todo bien? -me dice Antonio.

– Tu padre quiere ver mis dibujos. Me muero de miedo.

Soy una artista autodidacta y no sé si son tan buenos mis diseños como deberían ser.

Antonio sonríe y dice:

– Será sincero.

«Genial», pienso mientras regreso al pórtico a través del almacén. Me siento junto a Costanzo, que pela un higo. Le cuento acerca del concurso por los escaparates de Bergdorf, luego abro la libreta y le enseño el zapato. Lo mira, y entrecierra los ojos.

– Alta moda -dice-. Molto bene.

– ¿Te gusta?

– Muchos adornos.

– ¿Eso es bueno?

– Este adorno me gusta. -Señala el empeine del zapato, donde el trenzado se une con la correa-. Es original.

– Mi bisabuelo puso nombres de personajes de ópera a sus seis diseños básicos de zapatos para novia. Son dramáticos, también pueden ser simples. Son clásicos, lo sabemos porque seguimos haciendo y vendiendo sus diseños cien años después.

– ¿Qué zapato hacéis para las mujeres que trabajan?

– No hacemos zapatos de diario -le digo.

– Deberíais empezar -dice.

No es el consejo que esperaba recibir de un maestro italiano artesano, pero me quedo con él porque Costanzo sabe muchísimo más que yo.

– Suenas como mi amigo Bret. Quiere que cree un zapato que se pueda vender a las masas. Dice que podría financiar mis zapatos artesanos con un zapato hecho para ser vendido en grandes cantidades.

– Tiene razón. No debería existir diferencia entre elaborar un zapato para una mujer y hacer muchos para numerosas mujeres. Todos tus clientes se merecen lo mejor. Entonces, diseña un zapato para todas.

– No sé cómo.

– Claro que sí. Has diseñado ese zapato para el escaparate, puedes diseñar otro para cada día. Te daré una tarea. Coge tu libreta y sal a la piazza, dibuja todos los zapatos que puedas.

– ¿Cualquier tipo de zapato?

– Todo lo que veas que te guste. Mira cómo se mueven las mujeres con sus zapatos.

– Los turistas llevan zapatillas.

– Olvídate de ellos. Mira a las dependientas de Capri y encontrarás qué dibujar. -Sonríe-. Ahora, ve.

Tomo mi libreta y los lápices y salgo a la piazza. Escojo un lugar a la sombra, en la parte alejada del muro de piedra, y me siento. Me olvido de la libreta y observo, como me ha indicado Costanzo. Mis ojos buscan entre la aglomeración de turistas que calzan Reeboks, Adidas y Nike para encontrar a los residentes, a las mujeres que trabajan en las tiendas, los restaurantes y los hoteles. Miro hacia sus pies mientras se abren paso con determinación entre la muchedumbre. Estas mujeres trabajadoras llevan zapatos planos, prácticos pero bonitos, sandalias de cuero suave en azul marino o negro, con lazos beige y un ligero tacón cuadrado, sandalias de cuero sencillo con funcionales correas en forma de T. Una atrevida dependienta lleva unas sensatas chinelas hechas de cabritilla rosada brillante. Por lo general, mi mirada se dirige hacia el color, pero noto que muy pocas mujeres usan tonos vivos en los pies. La mayoría elige los clásicos colores neutros.

Después de un rato, recojo las piernas y las cruzo debajo de mí. Empiezo a trazar. Dibujo un zapato plano de cuero sencillo con la parte de arriba del pie cubierta hasta los dedos pero sin ser demasiado alta en el empeine. Dibujo y vuelvo a dibujar hasta que consigo una forma que me gusta y que halagaría el pie de cualquier mujer, sin importar el tamaño, el largo o el ancho.

Observo a una mujer y su hija que hablan junto a la entrada de una joyería, en la esquina de la piazza. La madre, de unos cuarenta años, lleva una estrecha falda azul marino con una blusa blanca. En su brazo, gruesas pulseras de plata brillante chocan entre sí mientras habla. Usa unos zapatos planos azul marino con un arco simple en el empeine. Su hija lleva una camiseta negra de tisú con una torera muy corta de lino marrón. Sus téjanos con perneras de pitillo tienen el corte bajo y ajustado. Lleva unas sandalias planas que hacen juego con la cinta de adorno en la orilla. Los zapatos de la madre son clásicos. Permanece erguida con el desenfado que le permite calzar unos zapatos cómodos. El zapato es suave, pero no desgarbado. La hija salta apoyándose en los talones y las puntas de los pies mientras habla animadamente con su madre. Las sandalias marrones se ajustan a su pie sin abrirse hacia el tacón y el cuero se mueve con ella con una suave y completa doblez del arco cuando se pone de puntillas. El cuero no se arruga ni cede.

Una mujer mayor, más o menos de la misma edad que la abuela, camina hacia el muro y se sienta a pocos metros de mí. Es rechoncha y baja y tiene el cabello espeso y gris, peinado hacia atrás y sujeto con una cinta roja. Lleva un vestido de playa de algodón negro con mangas cortas. Se apoya en el muro y abre una bolsa de papel de estraza. Mete la mano, saca una cereza madura y la muerde. Lanza el hueso tras el muro, hacia los acantilados. El sol rebota en algo que brilla en su cuello. Un broche. Me inclino para verlo más de cerca.

El broche tiene la forma de un ala con pequeñas piedras turquesa y de coral enmarcadas por lo que parecen ser pedacitos de diamante auténtico. Puedo decir que son verdaderos por la manera en que reflejan la luz. Trabajo con joyas falsas y producen un brillo vivo, pero un diamante auténtico digiere la luz y sus caras destellan desde dentro.

Me siento audaz y me acerco a ella. Sonrío y le digo:

– Su broche es muy bello.

Mia Mama's -dice, y sonríe señalándome la joyería-. La tienda de mi familia.

– Ah, qué bien.

– Mi padre hizo este broche para mi madre.

– Parece el ala de un ángel -le digo. Mi madre tiene un adorno navideño de un querubín con las alas adornadas con cuentas que me recuerda la forma de ala del broche.

– Sí, sí. Mi madre se llama Ángela.

La mujer dobla hacia abajo el borde de su bolsa de papel para cerrarla. Se endereza y agita la mano hacia mí mientras se aleja. Abro mi libreta y dibujo el broche, un ala de ángel sólida con piedras y perfilada con diamantes. Me entretengo en el trazo de los contornos. Poco a poco empiezo a enamorarme de esta figura, la dibujo una y otra vez hasta que la página está llena de alas. La piazza se vacía cuando los turistas cogen sus autobuses para el último recorrido que baja de la montaña a los muelles.

Dibujo el ala final conectando la curva a la línea de la punta del ala. Simple, pero nunca he visto una figura como ésta, no en un zapato. Escribo:

«Zapatos Ángel».

Luego cierro la libreta y regreso con Costanzo para enseñarle mi dibujo.


Cuando llego, Costanzo está cerrando la tienda. Mira su reloj y hace un sonido de desaprobación, la falsa recriminación de mi supuesto maestro. Hace bromas sobre que llego tarde y que la culpa es de él. Le dejo hacer. Luego le enseño mi tarea. Le doy el dibujo. Lo mira y señala el adorno.

– ¿Alas?

– Alas de ángel.

– Me gusta -dice-. ¿Por qué los ángeles?

– Nuestra tienda se llama compañía de zapatos Angelini, pero el cartel está muy envejecido por los golpes de la lluvia y ahora dice: «Zapatos Ángel». Así que cuando miré a una señora mayor con un broche en la piazza, tuve esta idea. Los grandes diseñadores tienen un logotipo sencillo, identificable al instante. Así que pensé: ¿y si mi diseño incluyera un ala de ángel?

– Y cuando pones juntos los dos zapatos se ven dos alas.

– ¡Simetría! Y puedo hacer las alas con joyas, cuero o latón, incluso con bordado.

– Con cualquier cosa -dice Antonio, y se encoje de hombros.

– Exacto, ¡precisamente! -digo-. Gracias por mandarme fuera, nunca habría visto ese broche.

– Todas las ideas que he tenido para hacer zapatos me han venido de observar a las mujeres -dice Costanzo-. ¿Has visto mi tienda? Se pueden hacer miles de combinaciones. Como las mujeres, no hay dos iguales. Recuerda esto cuando diseñes.

Recojo mi bolso y me voy. Cuando vuelvo a la piazza está completamente vacía. Camino montaña abajo hacia el hotel. Al llegar a la entrada me encuentro con Gianluca, que está sentado leyendo el diario bajo la luz crepuscular.

– Leer en la oscuridad es muy malo para los ojos -le digo.

Alza la vista y me sonríe, se quita las gafas para leer y las guarda en el bolsillo. Tira de la silla que esta junto a él. Me siento.

– ¿Piensas ir a trabajar todos los días? Vas a cambiar a Costanzo.

– Desearía quedarme un año.

– Has venido a descansar.

– Pero no quiero. No sé si tendré otra oportunidad de venir aquí o si Costanzo estará cuando yo vuelva.

– Estará. Todos estaremos aquí, excepto tu Roman.

– ¿Quién te lo ha dicho? -Me apoyo en la silla. Italia empieza a parecerse demasiado a Estados Unidos, donde mi familia está interconectada para intercambiar información personal a la velocidad del sonido.

– Tu abuela. Tu madre la llamó ayer.

– Mi relación es un escándalo internacional -digo, y busco al camarero. Ahora necesito un trago.

– Es un idiota -dice Gianluca.

– Yo tengo derecho de estar enfadada con Roman, pero tú no tienes derecho a insultarle. Sigue siendo mi novio.

A veces Gianluca suena como mi padre más de lo que cree.

– ¿Por qué no?

– No pienso romper con él, y aunque lo pensara, no lo haría por teléfono o en uno de esos SMS dejados de la mano de Dios.

– Bien dicho -dice Gianluca, y acuerda con el camarero nuestras bebidas.

– Y, por cierto, haces que todo parezca peor cuando señalas lo idiota que he sido. Tengo un poco de dignidad.

– No hay nada malo en ti -me asegura Gianluca.

– ¿De verdad? Yo creo que hay algo rematadamente mal en una mujer que no pide lo que necesita y, cuando lo hace, se disculpa.

– Ésa es la diferencia entre intentar hacer que una relación funcione y perdonar las cosas que no debes perdonar -dice Gianluca-. Tu abuela quiere que te quedes con nosotros.

– Gracias, pero me gusta el hotel.

– Hay algunas cosas que te quiero mostrar en Capri -dice.

– Claro -digo. Aceptaría cualquier cosa porque, la verdad, de las viejas vacaciones que soñé no queda nada, ya no las disfrutaré-. Me gustaría enseñarte algo.

Gianluca levanta la ceja de una manera que se aproxima a lo sexy. No caeré en la trampa.

– Tranquilo, es un diseño.

Saco mi libreta del bolso y la abro en la página del nuevo zapato. Gianluca saca sus gafas para leer de su bolsillo y estudia el dibujo.

– Es hermoso -dice-. Orsola se lo pondría.

– Perfecto. Es un zapato que la abuela podría usar o que compraría mi madre o que yo me pondría. Aspiro a atacar con valentía, incluso le he puesto un nombre: Zapatos Ángel. ¿Qué te parece?

– Tienes tantas ideas -dice.

– Bueno, las necesitaré. Cuando este pequeño sueño de Italia se acabe, iré a la zona de guerra.

– No puede ser tan malo.

– ¿Sabes, Gianluca?, ésta es la diferencia entre vosotros, los italianos de nacimiento, y nosotros, los italoamericanos. Vosotros vivís una vida equilibrada, trabajáis, coméis, descansáis. Nosotros no, no podemos. Vivimos como si tuviéramos que demostrar algo. Nunca hay tiempo suficiente, comemos a toda prisa y dormimos lo menos posible. Creemos que cuanto mayor sea el trabajo más grande será el premio.

Llegan las bebidas. Brindamos y tomo un sorbo.

– ¿Qué te hace feliz? -me pregunta.

La pregunta me pilla por sorpresa. Roman nunca me hizo esa pregunta. Tampoco recuerdo que Bret me la haya hecho, de hecho, ni siquiera yo misma me lo he preguntado. Después de pensar un momento le respondo:

– No lo sé.

– Nunca serás feliz si no sabes lo que quieres.

– Ya, vale, oráculo de Capri, el hombre con las respuestas a las mayores preguntas de la vida, ¿a ti qué te hace feliz?

– El amor de una buena mujer.

– Buena respuesta. Esa habría sido mi respuesta hace una semana. Tenía el amor de un buen hombre y no lo ponía a él primero.

– ¿Por qué?

– Si lo hubiera puesto primero quizás estaría aquí.

– Si fuera listo, quizás estaría aquí. ¿Por qué te culpas por los horribles modales de ese hombre?

– Estoy segura de que tiene que ver con eso.

– Eso es ridículo. Si tienes el amor, lo honras. Cuidas las cosas que amas. ¿Cierto? -Gianluca alza la voz un poco. Recuerdo el primer día en Arezzo, cuando la abuela y yo fuimos a la curtiduría y él y Dominic se gritaban.

– Espera un momento, Gianluca, no te lo tomes todo tan a pecho, como si estuvieras en la curtiduría. Esta es una isla pacífica.

Gianluca sonríe y dice:

– Quédate con nosotros.

Después de un mes en Italia, soy una experta en los Vechiarelli. Para Gianluca, la familia lo es todo. Le gustar reunir a todos, ya sea alrededor de una cena en casa o en el coche o en la fábrica y vigilar protectoramente a todos, como un pastor. Él prepara la comida, consigue las bebidas, muestra el camino; en general, se encarga de todos los que le rodean. Mi necesidad de estar sola le debe parecer rara. ¿Por qué me quedaría con ellos en la casa de campo de su primo? La idea de que la nieta de Teodora se aloje en un hotel cuando podría quedarse en la habitación de al lado, segura, tranquila y bien alimentada, es un anatema para él.

– No, gracias. Estoy encantada con mi habitación aquí.

– Pero tenemos una habitación para ti.

– No es la suite del ático.

– La habitación en la casa de nuestro primo está muy bien.

– Seguro que sí, pero, confía en mí, no es esta habitación. ¿Quieres verla?

– Claro -dice.

Gianluca me sigue a través del vestíbulo del Quisisana y por el corredor que lleva al ascensor.

El ascensor está abarrotado de gente y nos reímos ante la escasez de espacio. Cuando las puertas se abren en mi planta, Gianluca pone la mano sobre la puerta abierta y me guía fuera del ascensor. Me sigue hacia mi habitación. La tibia brisa de la primera tarde llena la suite, sacudiendo las cortinas levemente. La doncella ha colocado orquídeas blancas, que florecen en el jarrón del cuarto de estar.

– Tienes que ver la vista -le digo, y señalo las puertas que llevan al dormitorio y que dan al balcón-, ahora voy.

Gianluca va hacia el balcón mientras dejo mi bolso y reviso los mensajes de mi teléfono, uno de mi madre, uno de Tess y tres de Roman. Mi madre quiere que le encuentre un bolso de piel de caimán. No sé si lee el diario, la piel de caimán es ilegal. Tess deja un mensaje en el que informa de que mi padre se encuentra muy bien y pregunta si podría llevarles unos brazaletes de coral a las niñas.

Escucho los mensajes de Roman, dice que me ama y que le gustaría estar aquí. Tres consecutivos, todos con el mismo nivel de pasión suplicante. Es interesante que en el momento en que dejo salir mi furia Roman se acerque a mí. Quizá sea por el cóctel, pero le escribo:


He encontrado un trabajo en Capri. Lo adoro. Quizá nunca vuelva a casa. Tal vez tengas que venir aquí después de todo. Besos, V.


Alcanzo a Gianluca en el balcón y le digo:

– ¿Qué te parece? -Señalo los jardines del Quisisana y el mar a lo lejos.

Bella.

– Ahora entiendes por qué quiero quedarme.

Cuando cae la noche en Capri parece como si un velo azul se posara encima de la reluciente isla. Pongo las manos en la barandilla y arqueo la espalda, mirando hacia arriba, para absorber lo más que pueda del cielo infinito.

De pronto siento unas manos en mi cintura. Gianluca me atrae hacia él y me besa. Mientras sus labios permanecen, con suavidad y dulzura, sobre los míos, una cinta gruesa de información recorre mi cabeza. Por supuesto que te está besando, qué has creído que haría, lo has invitado a tu habitación, de noche, le has enseñado el romántico balcón con un montón de estrellas encima, le has preguntado qué pensaba y sus pensamientos se han desviado hacia el sexo y ahora estás en un follón. Las palabras de Gabriel suenan en mis oídos: «Sin anillo, no hay compromiso». Este beso ha sido adorable y quiero más. Nunca me he recuperado de un amor malogrado en los brazos de alguien nuevo, así que ¿por qué no empezar ahora?

Le rodeo con mis brazos y deslizo mis manos hasta su cuello. Me besa de nuevo. ¿Qué estoy haciendo? Me rindo, eso es todo. Todo en esta isla alienta a hacer el amor, cada color, textura y tono crea un irresistible telón de fondo para una cosa y sólo una, que comienza en los cafés, en las mesas íntimas donde las personas se frotan las rodillas y los muslos; los sorbos azucarados de dulces de coco después de una larga excursión bajo el sol; el olor decadente a cuero suave en la tienda de Costanzo; los alimentos frescos, los higos maduros arrancados en ese momento del árbol; el delicioso aire salado del mar y la luna como un remilgado botón de perla sobre un cielo de seda que anhela ser desabrochado. Incluso los zapatos, sobre todo las sandalias, cintas de oro fibrosas sobre la piel morena, listas para deslizarse y desanudarse, dilo: sexo.

Los italianos llevan vidas sensuales, todo el mundo lo sabe, yo lo sé, y por esa razón no me estoy resistiendo a estos besos.

De algún modo resistirme a lo que parece tan natural me parecería un insulto a la vida. Estos besos forman parte tanto de un veraniego día italiano como lo es arrancar un higo de un árbol y comérselo. Si queda algo de romance en el mundo, su mejor versión se encuentra en Italia. Gianluca me sujeta como un premio mientras el contacto de sus labios me rodea como las cálidas olas de la piscina. Me descubro a mí misma dejándome ir mientras Gianluca besa con ternura mi cuello. Cuando abro los ojos, sólo veo estrellas, esparcidas a través del cielo azul como pedacitos de cristal.

Luego recuerdo a Roman y que se suponía que seríamos nosotros los que estaríamos en este balcón, debajo de estas estrellas, elaborando nuestro camino a esa cama bajo la luz de esta luna. Empiezo a alejarme. Pero no estoy muy segura de tener la fuerza para resistirme. ¡Soy la chica que siempre se queda con el segundo cannoli! ¿No me lo merezco? ¿No nos lo merecemos todos?

– Lo siento -le digo.

– ¿Por qué? -dice Gianluca en voz baja. Luego insiste, me besa de nuevo. Esta no soy yo. Ni siquiera miro a otro hombre cuando estoy en una relación con alguien. Soy muy fiel; de hecho, a menudo soy fiel incluso cuando no lo he acordado previamente. Puedo ser fiel después de una cita, así soy de fiel. Mi tendencia natural es la devoción a la antigua. La espontaneidad y la variedad no son para mí. Analizo detenidamente las cosas, para que nunca tenga que pasar de puntillas por mi pasado con arrepentimiento. ¡Paso de eso, sin problemas, libre! Soy una mujer de borrón y cuenta nueva. Necesito decirle a Gianluca que yo no hago esta clase de cosas antes de que lleguemos más lejos. Tomo sus manos y doy un paso hacia atrás. Peor aún. Me gustan sus manos encima de mí. El contacto de sus dedos, esas manos fuertes de curtidor, me provoca ligeros escalofríos en los brazos que bajan por mi espalda como frías gotas de lluvia al golpear mi piel en un día caluroso. Me estoy contagiando de algún tipo de malaria.

– ¿Qué estoy haciendo?

Me suelto de sus manos y me alejo de él.

– Entiendo -dice.

– No, no entiendes.

Hundo el rostro entre mis manos. No hay nada como cubrirse en un momento de vergüenza, sólo deseo tener una capucha y un chal de pashmina en una solitaria celda en la que arrastrarme.

Pero antes de que pueda explicar lo que siento o justificar mi conducta impulsiva, él se ha ido. Escucho cómo se cierra la puerta de mi habitación que da al pasillo del hotel. Pongo mi mano encima de mi boca. Debajo de la mano, mis labios no están encogidos de indignación. No, por el contrario y para mi sorpresa…, sonrío.


El último día en la tienda de Costanzo empaqueto mis herramientas e intento no llorar. No puedo explicar lo que estos días han significado para mí. Pensar que quería venir como un turista a echarme cerca de la piscina y dormir todo el día me hace sentir como una tonta. Lo que he ganado en el intercambio no es cuantificable. Bajo la dirección de Costanzo y su sutil estímulo, me he convertido en una artista.

Claro, la abuela me ha enseñado cómo hacer zapatos, pero nunca ha dedicado tiempo a enseñarme a andar por el mundo como una artista. Nunca ha habido tiempo para animarme a andar ese camino, porque ella lo desconoce. Los soñadores fueron mi bisabuelo y mi abuelo. La abuela es una técnica, una zapatera práctica. Ella diseñó un zapato una vez, pero fue por necesidad. Dibujó el zapato plano de ballet y lo elaboró porque Capezio le quitaba un cliente tras otro. Lo diseñó sin la intención de crear, sino por necesidad. Necesitaba hacer dinero. Hacer zapatos nunca ha sido una forma de autoexpresión para Teodora Angelini, por el contrario, era comida en su mesa, ropas para mi madre y dinero para el platillo de las limosnas en la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. No hay nada malo en eso, pero ahora sé que yo quiero más. Quiero decir más.

La ciudad de Nueva York significa todo para mí, pero ahora sé que, en el frenesí y el ruido, en medio del apremio y la prisa, la voz del artista queda ahogada por la necesidad de ganarse el sustento. Entiendo el atractivo de la seguridad, la necesidad de ganar dinero para pagar nuestras cuentas y hacer frente a las nóminas, pero un artista necesita tiempo para pensar y soñar. El tiempo, desorganizado y libre, alimenta la imaginación. La siesta del mediodía puede parecer un descanso, pero para un artista como Costanzo es la hora de repasar el trabajo del día y reflexionar acerca de nuevos colores y combinaciones. Costanzo también me ha enseñado que la vida común es ingeniosa. Me ha enseñado a mirar las cosas de todos los días y a encontrar la belleza en ellas. No soy sólo una zapatera, estoy creando un zapato particular para un cliente que está tratando de expresar algo sobre sí mismo al mundo. Mi trabajo consiste en entregar ese mensaje, en hallar el significado en lo común.

Ya no miro una molesta gaviota que observa mis migajas, miro una gama de blancos, vestidos en las plumas negras con simples manchas blancas. Zapatos. No veo un muro de piedra en el que el sol cae de lleno por la tarde, veo un particular gris que se degrada con destellos dorados. Cuero. No veo un nudo de enredaderas en una cerca negra, veo un bosque verde de terciopelo y cintas de cuero negro. Botas. No veo un cielo azul con nubes, veo un rollo de seda bordada. No veo un montón de peonías rosadas que un recién casado lleva a su esposa a través de la piazza camino a casa, veo una borla enjoyada en el empeine de un zapato de fiesta. Adornos.

Y cuando ahora miro a esa mujer, no veo moda, no veo edad, no veo talla, la veo a ella, veo a mi dienta, que necesita que le proporcione todo lo que dice quién es; y así expreso quién soy mediante el trabajo que hago. Sencillo, pero este conocimiento me ha transformado. Ya no soy la mujer que aterrizó en Roma hace un mes y no seré la misma cuando vuelva a casa. Veré mi casa con estos ojos nuevos. Bueno, esto me asusta un poco: ¿qué pasaría si estoy tan cambiada que ya no tengo las mismas metas en las que me concentraba antes de partir? ¿Qué pasará si regreso a casa y Roman no es el hombre para mí y pelear con Alfred no es suficiente para salvar la tienda y el edificio? ¿Qué pasará si la mirada de este artista ha transformado el alma profunda de lo que soy? ¿Qué si ya no quiero aquello con lo que alguna vez soñé?

Un día, durante el almuerzo, Costanzo me contó que era viudo y sus ojos se llenaron de lágrimas, así que no insistí. Pero no quiero irme de Capri sin saber acerca de su esposa. Así como me ha enseñado mucho sobre arte, siento que sabe mucho acerca de otras cosas, de las entrañas de la vida, de la búsqueda del amor verdadero.

Me reúno con Costanzo en la veranda, donde ha dispuesto nuestro almuerzo, como ha hecho cada día. Veo la mozzarella de búfala y los deliciosos tomates maduros cortados en delgadas rebanadas. Los baña con aceite de oliva mientras me acerco.

– Nuestro último almuerzo.

– La última cena -dice riéndose.

– No quiero irme.

– Ninguna mujer quiere dejar a Costanzo Ruocco -dice, y ríe de nuevo.

Me siento y me pongo una servilleta en el regazo. Costanzo llena mi plato con la fruta de su jardín. Una brisa tranquila recorre el lugar y agita el mantel.

– Antes de irme me gustaría que me hablaras de tu esposa.

Costanzo mete la mano debajo de su camiseta y saca una cadena de oro con un anillo de boda unido a ella.

– ¿Cómo se llamaba? -le pregunto con amabilidad.

– Rosa -dice-. Nació como Rosa de Rosa.

Costanzo levanta la mano, se pone de pie y va al interior de la tienda. Cuando vuelve me da un sobre de papel manila. Lo abro. Dentro hay muchas fotografías, algunas en blanco y negro, algunas instantáneas pequeñas de color con el vivido azul del Ektachrome de los años sesenta, algunas de la cámara Instamatic de los setenta. Cuando sus hijos nacieron hay más fotos aún, hechas con una Polaroid, el tipo de fotografías que nosotros solíamos hacer, reveladas sobre una mesa y pegadas en cuadrados de cartón. Con delicadeza, coloco una pila de fotografías sobre la mesa. La más grande, una fotografía en blanco y negro de Costanzo y Rosa el día de su boda, fue hecha por un profesional. Es una mujer morena, pequeña, con un par de impresionantes ojos marrones. Me recuerda a mi hermana Jaclyn. Rosa lleva un minúsculo adorno de fantasía en el cabello, cubierto con una red y un vestido estilo bailarina blanco de satén con escote y la cintura ajustada que da lugar a una falda acampanada. En sus diminutos pies lleva elegantes zapatos altos de charol. Costanzo está detrás de ella y la sujeta por la cintura.

– Me case el veintitrés de septiembre de 1963, fue el día más feliz de mi vida.

Bella -le digo.

– La llamaba bella Rosa y a veces sólo bella. -Se le rompe la voz.

– Y tú eres muy guapo -digo, y hago el movimiento de abanicar como él había hecho conmigo. Se ríe. Después de todo, recuerdo y nunca lo olvidaré, es italiano. El ego masculino llega intacto con la partida de nacimiento-. La añoras muchísimo.

– No puedo hablar de ella. En mi vida, a pesar de todas las palabras que he oído, nunca he encontrado alguna que pueda describir lo que ella significó para mí. Lo intento, pero incluso la palabra amor no es suficiente. Era mi mundo. Desde que murió, no he dejado, ni por un momento, de amarla y pensar en ella.

Me acerco por encima del banco, tomo la mano de Costanzo y digo:

– Todas las mujeres deberían ser amadas como tú amaste a Rosa.

– Me resulta difícil vivir sin ella. Casi imposible. Cuando la muerte me llegue, será bienvenida, porque veré a Rosa de nuevo. Sólo espero que ella quiera a este hombre viejo.

– Oh, claro. Los hombres mayores tenéis mucho que decir.

No es sólo arte lo que he aprendido en Capri.

– Murió en 1987. Nada ha sido igual. Los higos no saben igual ni el vino ni los tomates. Se llevó todo lo bueno. Todo lo que he aprendido acerca de la vida lo aprendí de ella, sobre todo, del amor. -Costanzo se pone en pie y me mira-. Espera, tengo algo para ti -dice mientras va hacia la tienda.

He pasado una semana en Da Costanzo aprendiendo cosas que necesitaba saber. He aprendido acerca del gropponi, el mejor cuero de vaca para hacer suelas; del capretto, el cuero de cordero más suave, maravilloso para hacer las correas, y del vitello, la piel más firme, que funciona bien en una suela completa. Y he aprendido que el mundo exterior a esta isla está invadiendo la artesanía que nació aquí, engullendo las técnicas y los diseños de Costanzo sin su permiso, sólo para fabricar en serie su versión para la multitud.

Astutos empresarios estadounidenses acuden aquí, compran las sandalias de Costanzo, se las llevan a casa, las copian y en el acto roban los diseños e incluso tienen la desvergüenza de ir a los mismos proveedores que Costanzo e intentan comprar los materiales que utiliza para elaborar las sandalias de su firma. Los proveedores, al tanto de los ladrones, rehúsan vender los suministros a los arribistas. La lealtad sigue siendo el mejor atributo italiano.

Costanzo también me ha enseñado cosas pequeñas, consejos que aunar a los hábitos de trabajo que, a la larga, forman parte de la técnica del artista. Cuando corto un tacón, ahora cojo mi navaja y pelo el borde como la piel de una manzana hasta conseguir la talla exacta del pie del cliente. Costanzo me ha enseñado a coser suturas lisas dentro del zapato para que sean más cómodos para el cliente. Me ha enseñado a aceptar el color, nunca a temerlo. Si el primer ministro de Italia puede llevar unos mocasines de cuero color melón, cualquiera puede. También aprendí algunas cosas yo sola. Aprendí que los turistas en Capri son tan ruidosos porque la isla los cautiva y alzan la voz por la emoción. Aprendí que viajar sigue siendo la mejor manera de sacudir la vida, cambiar el punto de vista y adquirir inspiración, pero debes estar bien despierto y alerta para captarlo, si no es un desperdicio. Y aprendí que mi abuela no necesita que la cuide ni que me preocupe por ella, es autosuficiente. Está bien por su cuenta.

Costanzo regresa a la mesa con una caja de zapatos.

– Costanzo, nunca te agradeceré lo suficiente esta semana.

– Eres una buena zapatera -asiente lentamente con la cabeza-. Como yo cuando era joven.

– Eso significa mucho para mí, es todo lo que necesito.

– Trabajas duro, cuando seas tan vieja como yo sabrás lo que se siente por haber pasado tu vida haciendo algo hermoso para otros. Eso es lo que damos al mundo. Bueno, tengo un regalo para ti -dice.

– No hacía falta que lo hicieras.

Costanzo me entrega una caja de zapatos. Antes de quitar la tapa recuerdo lo que le pedí el primer día de trabajo: «¡Hazme unas sandalias!».

– No son para ti, tienes los pies demasiado grandes para estos zapatos.

Lanzo una mirada a Costanzo y le digo en un tono que le causa risa:

Mille grazie.

Abro la caja y miro dentro. Levanto el revestimiento de lino. Aguanto la respiración y saco el zapato, una revelación en forma, detalle y figura.

Costanzo ha fabricado mi diseño para la competición de Bergdorf. Coloco el zapato en la palma de mi mano, como una corona, y lo examino. Mi diseño ha nacido a la vida, el empeine de piel de cabritilla, los adornos tejidos con dorados y blancos, el tacón cuadrado, tallado y pulido, el arco con cuero estampado; está cada detalle, hecho a la escala y en el tono según lo dibujé y medí en mi libreta. Los materiales son de lujo, la ejecución magistral, cada costura es tan diminuta que son prácticamente invisibles. El efecto del conjunto es de opulencia controlada, y la ejecución de los detalles es intachable. En el zapato aparece la leyenda: «Nueva novia, nueva vida, ¡nuevos pasos que la lleven allí!». Talla treinta y nueve. ¡La talla de muestra! El zapato que ha vivido durante tanto tiempo en mi imaginación está ahora entre mis manos, una gloriosa creación única en su género, que trae de vuelta la juventud de mi abuela y es completamente actual.

Se me llenan los ojos de lágrimas y digo:

– No sé qué decir.

– Es tu diseño -dice-. Yo sólo participé como zapatero.

– Pero tu artesanía le ha dado vida.

– Eso habría sido imposible sin tu visión -dice. Luego levanta el zapato unos centímetros encima de la mesa y lo deja caer. El zapato aterriza con perfecta habilidad y se balancea de un lado al otro en la mesa hasta que se detiene-. ¿Conoces esta prueba? -Niego con la cabeza-. Cuando hagas un tacón, pruébalo. Si se balancea de manera uniforme y se detiene, como éste -lanza el otro zapato sobre la mesa, se mece y detiene de la misma manera que el primer zapato-, has hecho un buen zapato. Si se cae, tienes que volver a trabajar el tacón hasta lograr el equilibrio adecuado.

– Lo haré -prometo-. Costanzo, en Angelini le damos nombres a los zapatos. La verdad es que no soy aficionada a la ópera, pero soy una mujer que ama las buenas historias. Así que quisiera llamar a este zapato Bella Rosa, en honor a tu mujer. Si no te importa.

Los ojos de Costanzo se llenan de lágrimas, se nublan de azul, como la niebla sobre el mar a medianoche. Accede a que llame a este zapato como su esposa. Tengo su permiso. En realidad es muy sencillo. El verdadero amor no tiene caprichos, es hardware, perdurable, imperecedero. El amor de Costanzo y Rosa sucedió en este mundo, pero vive en la eternidad. El amor perdura mientras alguien recuerde. Conozco su historia y ahora la contaré. Pensaré en Costanzo y Rosa cada vez que diseñe, corte un patrón o cosa una sutura. El ha transformado mi punto de vista, y por eso nunca lo olvidaré. No podría.

Sostengo los zapatos entre mis manos y recuerdo la historia del zapatero y los duendes. El zapatero y su esposa eran tan pobres, estaban tan descorazonados por el mal momento por el que pasaban, que no guardaron su último trozo de cuero y lo dejaron encima de la mesa de trabajo, y se fueron a la cama abatidos. A la mañana siguiente encontraron un par de zapatos perfectos hecho con el cuero. Pusieron los zapatos en la ventana y un cliente los compró de inmediato. Con ese dinero, el zapatero y su esposa compraron más cuero. Noche tras noche dejaban fuera los materiales y cada mañana aparecían nuevos zapatos, hechos por los duendes, cada vez más magníficos. Esta historia explica que cuando estás más vencido, siempre hay alguien que viene a ayudarte, que incluso puede salvarte. Esto es lo que Costanzo hizo por mí. Y mañana debo irme a casa y hacer lo mismo por la compañía de zapatos Angelini… a la manera del artista.


En mi último día en Capri el sol, del color de los melocotones maduros, arde en lo alto del cielo encima de la piscina del hotel Quisisana. La veranda y el jardín están llenos de huéspedes, que toman el sol y nadan. Salgo del agua, me acuesto en una tumbona y dejo que el cálido sol me cale hasta los huesos. No es una manera mala de llegar a los treinta y cuatro. No es lo que tenía en mente, pero me siento con ánimo de aceptar todo lo que me dé la vida. Por ejemplo, en lugar de luchar con el bañador que me dio mi madre, lo he adornado con accesorios. He comprado un par de enormes pendientes de aro de plata, adornados con diminutos zafiros blancos, para usarlos con el bañador. Ahora el conjunto parece formar parte de un plan. Un llamativo y brillante plan.

– Feliz cumpleaños -dice Gianluca mientras se sienta en la tumbona que está junto a mí.

Me siento y digo:

– Te lo ha dicho mi abuela.

– No, no, no, lo vi en tu pasaporte cuando nos paramos en el puesto de seguridad de la fábrica de seda. Me preguntaba cuántos años tendrías. Me alegró saber que tenías treinta y tres.

– Era yo. Tuve que cumplir treinta y cuatro para valorar los treinta y tres, ¿entiendes qué quiero decir?

– Sí. -La manera como me mira me da a entender que está pensando en los besos del balcón tanto como yo. La emoción y la vergüenza me sonrojan. Pensará que es el sol.

– ¿Qué planes tienes para hoy? -pregunta.

– Los estás viendo.

– Me gustaría celebrar tu cumpleaños contigo -dice.

Me apoyo en la tumbona, me pongo el sombrero encima de los ojos y digo:

– Ya he celebrado mucho contigo.

– ¿No lo has disfrutado?

Me quito el ala del sombrero de los ojos y digo:

– Oh, lo disfruté, pero no debí. Había llegado a los treinta sin ser infiel a ningún novio, y tú rompes mi racha.

– ¿Cómo puedes preocuparte por unos besos cuando él no mantuvo su palabra ni vino a reunirse contigo?

Una mujer estadounidense en la tumbona de al lado, con un bronceado de atomizador y que lleva un vestido de playa con una orquídea estampada, baja su libro en rústica de Jackie Collins y empieza a escuchar nuestra conversación.

– Sé que vosotros, los italianos, habéis inventado la vendetta, pero yo no creo en ella. No haría daño a Roman sólo porque me decepcionó. Te besé porque quería…, y ahora -lo digo con el suficiente volumen de voz para que la mujer lo oiga- tendré que matarte.

Gianluca se ríe. Me inclino hacia la mujer entrometida y le digo:

– Me gusta encargarme en persona de las cosas.

– Vamos -me dice él.

Es difícil que algo me sorprenda, así que, en la piazza, cuando Gianluca me mete en un taxi que nos lleva al muelle, estoy bastante segura de que vamos a algún lugar de Capri en barca. Cuando di el paseo por la isla, no presté atención a la vida cotidiana del puerto. Sólo noté las filas de turistas que esperaban el momento de abordar las barcas y experimentar las maravillas naturales de Capri. Esta vez paso de las hordas y sigo a Gianluca alrededor del muelle hasta la orilla, donde los pescadores locales y las familias guardan sus botes. Abordamos una pequeña lancha de motor con el interior de cuero rojo.

– Esta combinación de colores es idéntica a la del Mustang 1965 de mi padre -le digo a Gianluca-. Todavía lo tiene.

– Esta lancha pertenece a la familia de mi primo.

– ¿Quieres decir que no tendría que haberme embutido con los turistas para ver los lugares de interés? ¿Qué podría haber estado en esta pequeña cosa?

Gianluca arranca el motor de la lancha, se abre paso hasta mar abierto y deja atrás a los turistas. Si conducía rápido en tierra, aquí, en el mar, lo hace aún a mayor velocidad. Él dirige la lancha hacia aguas tranquilas. Rebotamos sobre las olas sin esfuerzo. «Así se hace», pienso, mientras pasamos encima de las olas turquesas, empapados por una niebla de agua salada que nos enfría bajo el sol caliente. Gianluca maneja la lancha con habilidad, pero yo mantengo la vista en el agua, no en él. Hay mucho que admirar de Gianluca Vechiarelli, pero la última cosa que necesito es otro italiano en mi vida.

Rodeamos con rapidez la isla hasta que vemos la parte de atrás del Quisisana. La entrada a la gruta azul está abierta. Satisfecho de que no haya nadie dentro, Gianluca lleva la lancha a mínima velocidad a la entrada. Sube a un saliente y coge un cartel en el que pone «Non Entrare alla Grotta». Cuelga el cartel en un viejo clavo en la entrada y luego saca un pequeño bote de remos de un hueco detrás del saliente. Arroja el bote al agua y se acerca a mí.

– Tienes que estar bromeando. -Señalo el cartel-. ¿Quieres decir que es verdad?

Camino hacia sus brazos y él me carga y me sube al bote.

– Quédate abajo -me indica Gianluca. Agacho la cabeza mientras entramos en la gruta. Al principio, todo lo que veo es una caverna gris, la entrada de piedra, y luego, mientras Gianluca rema, entramos en el azul.

Cuando era una niña estaba obsesionada con los huevos de Pascua con diorama, los que se hacen con cáscaras de azúcar decoradas con remolinos de glaseado de colores. Había un agujero en la cáscara y cuando mirabas dentro te encontrabas con que tenía una escena. Con un ojo podía estudiar el campo del retorcido glaseado verde que hacía de césped, una princesa en miniatura con una falda de tul, sentada en un diminuto hongo cubierto de rayas de azúcar, cerca de sus pies, una rana de caramelo verde y, colocadas alrededor de la escena como piedras en un jardín, judías de dulce, color azul brillante. Podía mirar dentro del huevo durante horas imaginando cómo sería estar ahí adentro. Ese mismo sentimiento tengo en el interior de la gruta azul.

Es un mundo maravilloso de resbaladizas piedras grises, las paredes están gastadas por el agua marina y llevan a un suave lago de color azul zafiro. La luz pasa a través de los agujeros de las rocas de arriba y hace conos plateados de luz sobre el agua. Al final de la cueva, y más adentro de la caverna, hay un túnel que va más allá de este lago y lo atraviesa. Veo más luz que pasa entre las rocas y se refleja en el agua, lo que crea una dimensión de profundidad y un azul más oscuro.

– ¿Quieres nadar? -dice Gianluca.

– ¿De verdad?

Gianluca sonríe. Me quito el vestido de playa y me sumerjo en el agua.

Está fría, pero no me importa. Nado hacia el lugar donde cae la luz procedente del faraglione. Pongo la mano en el rayo plateado, que hace brillar mi piel. Nado alrededor de la orilla del lago. Toco el coral que crece en el farallón. Las cerosas ra-mitas rojas se sujetan con fuerza a la pared, hermosas venas que se sumergen en el agua. Pienso en la profundidad a la que llegará el coral, en las enredaderas enraizadas en el fondo marino en algún lugar mágico donde nacen los colores. Oigo que Gianluca se lanza al agua. Nada hacia mí.

– Ahora entiendo el cartel -le digo-. ¿Por qué no queréis compartir esto con nadie?

– Está hecho para compartir.

– Sabes lo que quiero decir.

– Lo sé -dice-. ¿Es como lo habías imaginado?

– Sí.

– Hay pocas cosas en la vida de las que puedes decir eso -dice.

– ¿No es cierto?

– Sígueme -dice.

Nado con Gianluca a través del túnel, hasta otra cueva, ésta está llena de luz. Cuando miro hacia arriba es como si hubiera desaparecido el techo de la montaña de piedra. Éste es el sitio donde se posa la luna cuando cae el sol.

– Debemos irnos -dice Gianluca.

Nado hacia el bote y alcanzo a Gianluca, que tira de mí hacia arriba y me da una toalla.

– Bonitos pendientes -dice.

– Vienen con el bañador.

– Ya lo veo -dice sonriendo.

– ¿Sabes?, a veces no tiene sentido luchar contra lo inevitable -le digo. Por supuesto que me refiero a los pendientes, no a las conexiones de la isla italiana.

Cuando Gianluca devuelve el bote a su lugar oculto y pone el cartel en el saliente, me ayuda a meterme en la lancha a motor y pasamos velozmente las playas de Capri y el lado más lejano de la isla, donde, desde la costa, se observan las casas de campo de Anacapri. Palazzi colosales construidos dentro de las laderas de la montaña en niveles, conectados por pórticos desprotegidos, que muestran cómo los ricos viven mucho mejor que el resto de nosotros.

– Teníamos que ver esto -le digo a Gianluca.

– ¿Por qué? -me pregunta.

– Porque nosotros lo valoramos.

Gianluca asiente cuando menciono el «nosotros». Pese a mi mala conducta y más allá de ella, él ha sido muy buen amigo en este viaje. Tenemos mucho en común.

Parece que compartir los mismos intereses en el trabajo y la misma clase de problemas familiares son cosas pequeñas, pero nosotros las compartimos. Es agradable hablar con alguien que entiende de dónde vengo. Es algo que compartía con Roman, pero, la verdad, él pasa los días y las noches de una manera muy diferente a como lo hacemos Gianluca y yo.

He valorado la perspectiva del mundo de Gianluca. Supongo que un curtidor y una zapatera tendrían un matrimonio de espíritus leales, confiaríamos uno en el otro para sustentar nuestra artesanía, por lo menos en el taller.

Gianluca detiene la lancha en una cala tranquila. Saca una canasta de picnic con la comida que más me gusta: pan crujiente recién hecho, diáfano aceite de oliva verde pálido, queso, tomates, tan maduros que sus pieles se caramelizan con la luz solar, y vino casero que sabe a roble joven, cerezas y uvas dulces. Nos sentamos bajo el sol y comemos.

Trato de hacerle reír, lo cual es fácil. Gianluca tiene buen sentido del humor, no es que él no sea divertido, pero aprecia que los demás lo sean. Hago una interpretación grotesca de una turista estadounidense que intentó que Costanzo le rebajara el precio hasta que finalmente él le dijo: «Usted es horrible, vayase». Ella se fue resoplando de furia. A Gianluca le encanta esta historia.

Nos sentamos bajo el sol del crepúsculo hasta que la brisa se hace fría.

– Es hora de volver -dice.

Gianluca da la vuelta con la lancha y me invita a llevar el timón. Nunca antes lo he hecho, pero me gusta pensar que estoy abierta a probar nuevas cosas, así que tomó el timón de la lancha con seguridad y un poco de atrevimiento. Pensaréis que después de conducir un coche con cambio de marchas manual de Roma a Nápoles, dirigir esta pequeña lancha será fácil, pero me sorprende la cantidad de fuerza bruta que se necesita para mover el timón. Después de unos minutos empiezo a sentir mi camino en el agua y aprieto el timón utilizando todo el cuerpo para guiar la lancha.

Cuando nos aproximamos a los muelles disminuyo la velocidad y entrego el timón a Gianluca. Cuando lo suelto y libero mi mano, casi caigo, pero él me sostiene con un brazo y coge el timón con el otro.

Al llegar él lanza una cuerda a un chico que trabaja en el muelle, que coloca la soga alrededor de un pilote, para asegurar la lancha. Gianluca se baja primero y luego me levanta en brazos hasta el muelle. Caminamos hacia la parada de taxis y Gianluca me ayuda a subir al coche. No hablamos mientras el conductor coge las vueltas y los giros del camino al mismo tiempo que sube hacia la piazza y llega al Quisisana.

Tenemos ante nosotros una larga noche y me pregunto adonde nos llevará este paseo. Una vez, en la tienda, June me contó la historia de un hombre casado con el que tuvo una aventura, y contaba que una vez que lo había besado empezó a sentirse culpable, así que ¿por qué no andar el camino que faltaba? Miro a Gianluca, que observa las colinas de Capri y el mar azul. Tiene un gesto de satisfacción en la cara. Cuando llegamos a la cima, Gianluca se baja del taxi conmigo.

– Te dejo -me dice, dándome la mano.

– Es tan temprano… -Sueno decepcionada. Lo estoy.

– Lo sé, pero debes pasar tu última noche contigo misma. Feliz cumpleaños. -Sonríe y se inclina, luego me besa en la mejilla. Debo parecer confundida, porque él alza las dos cejas con un gesto que dice: «No lo tiremos por ahí otra vez». Pone en mi mano un pequeño paquete atado con rafia. Levanto la vista para darle las gracias y ya se ha marchado.

Camino sola de vuelta al hotel. Me detengo en el vestíbulo del Quisisana y echo un vistazo, imaginando lo mucho que echaré de menos esta enorme entrada cuando me haya ido. Decido que, en cuanto llegue, mandaré rehacer nuestra deslucida entrada de Perry Street. Necesitamos pintura, nueva iluminación y una alfombra. Otra cosa que he aprendido en Italia…: las entradas importan.

Cuando salgo del ascensor, en el ático, miro la pintura encima del sofá de dos plazas por última vez. Cada uno de los días que he entrado y salido del hotel, he esperado aquí el ascensor y observado esta pintura. Durante días me ha parecido un misterio. Ahora entiendo qué representan todos estos cuadros de Mondrian…: son ventanas, cientos de ventanas. Para mí, este viaje ha significado mirar fuera de ellas y, por supuesto, lo he hecho. Me siento en el sofá debajo de la pintura que he llegado a amar y abro el paquete de Gianluca.

Mis manos tiemblan un poco mientras desato la cinta y desenvuelvo el papel. Abro la tapa de la caja y saco una herramienta de zapatero, un nuevo martillo, il trincetto. Gianluca ha mandado grabar mis iniciales en el mango.

Abro la puerta del dormitorio y hay una urna grande y antigua encima de la mesa baja que rebosa de rosas color rojo sangre y ramas de limas tiernas, amarillas y brillantes. El aire se llena con el olor dulce de las rosas, las limas acidas y la tierra fértil. Cierro los ojos e inhalo con lentitud.

Luego cojo la tarjeta que está sobre la mesa. «Ese Gianluca…», pienso mientras abro la tarjeta. Por eso salió corriendo. Me quería sorprender con las flores. Abro el sobre y saco una sola tarjeta.


Feliz cumpleaños, cariño, te amo. Vuelve a casa conmigo. Roman


De todas las grandes lecciones que he aprendido en Italia, la más importante es que debes viajar ligero. Empujar nuestra montaña de equipaje a través de las tres regiones de la campiña italiana me ha convertido en minimalista. Estoy así de cerca de volverme monja y renunciar a todas mis posesiones mundanas. La abuela, sin embargo, no. Se apega a estas maletas, las llena con cuidado y conoce el contenido de cada bolsa Ziploc y de cada bulto. La gente mayor necesita esas cosas, les dan seguridad (eso dice la abuela).

La abuela se aferra al carro del equipaje y yo empujo las bolsas por la aduana del aeropuerto John F. Kennedy. Hemos regresado a los Estados Unidos, lo cual significa que debo volver a la vida real otra vez y enfrentarme a mis responsabilidades. Empiezo con un compromiso con la salud de la abuela y con el bienestar general. Llamaré para pedirle hora con el doctor Sculco en el Hospital for Special Surgery. La abuela necesita rodillas nuevas y las conseguirá aunque sea la última cosa que haga.

Examino a la gente que aguarda a la salida. Familias, amigos y chóferes nos esperan, observándonos de los pies a la cabeza mientras buscamos rostros familiares alrededor.

Roman espera con mis padres. Mi madre lleva un traje fresco, de tirantes, rojo, que hace juego con sus gafas oscuras y agita una pequeña bandera italiana. Buen gesto. Mi padre está de pie junto a ella, agitando su mano humana.

Roman sobresale entre ellos, lleva unos téjanos y una camisa de vestir azul de Brooks Brother. Se le ve guapo. Siempre se ve así, eso endulza los holas y los adioses. Cuando nuestros ojos se encuentran por primera vez después de un mes, mi corazón corre a toda prisa. En verdad lo he echado de menos, y lo amo tanto como furiosa estaba con él. Me pica la nariz como si fuera a llorar.

Beso a mis padres y luego a Roman. Me coge entre sus brazos mientras mis padres y la abuela chismean sobre el viaje como si no notaran que él no me puede soltar. Será un trayecto en coche interesante. Roman me quita el carro del equipaje y lo empuja. Mis padres y la abuela nos siguen detrás. Le hablo a Roman de Costanzo y de todo lo que se ha perdido en Capri y franqueamos las puertas que llevan al aparcamiento.

– Cariño, nosotros nos llevamos las maletas. Ve con Roman -dice mi madre.

– Traigo el coche -dice Roman.

– Ah, dos coches, estupendo. Vale, llevaos mis maletas, no las quiero volver a ver.

Mi padre ayuda a Roman a cargar el maletero de su Olds Cudass Supreme con el equipaje que arrastré por la Toscana y el lejano sur. Cojo mi maleta de mano del carro y la sostengo entre mis brazos.

– Un objeto de valor -le digo a la abuela-. Los zapatos, quiero que se queden conmigo.

– Claro -dice ella.

Ellos se suben en el coche de mi padre, mientras Roman me abre la puerta del lado del pasajero de su coche. Entro en su coche y tiemblo, aun cuando estamos en junio. Recuerdo la primera noche de invierno que me senté en este coche y lo felices que éramos. Se sube y cierra la puerta. Se gira hacia mí y dice:

– Te he echado de menos.

– Yo también. Te he echado en falta.

– Estás preciosa -dice, y me besa.

– Es el sol de Capri. -Me encojo de hombros, eludiendo su cumplido, aunque parece sincero. Ya no sé qué creer. Cuando se trata de Roman, todo lo que sé con certeza es que las cosas cambian constantemente.

– ¿Quieres pasar la noche conmigo? -dice en voz baja.

– Claro -le digo.

Con mi respuesta rápida, Roman, como todos los hombres, se siente satisfecho, pues todo ha sido perdonado. Cree lo que le digo y ¿por qué no debería hacerlo? No quiero pensar excesivamente en nuestro encuentro y convertirlo en una discusión monstruosa acerca de nuestro futuro y nuestra relación. Tenemos años para eso, ¿o no? Cuando se trata del amor soy débil. No lucho por mí o por lo que quiero. Soy perfectamente feliz de fingir que hemos dejado atrás mi dolor, Italia y todo lo desagradable. Ahora estoy en casa y todo estará bien. Podemos retomarlo donde lo dejamos.

Roman me habla de la noche en que se hizo la reseña del restaurante y cómo sentían una gran presión. Cuando me dice que Frank Bruni, del Times, le ha dado tres estrellas, lo rodeo con los brazos. Actúo emocionada por él, incluso alocada, ysoy todo lo que necesita de mí: comprensiva, interesada y estoy completamente de su parte. Cuando me pregunta sobre Italia, le explico vaguedades, pero no cómo siento que he cambiado, de qué manera las personas que he conocido han influido en mí. Empiezo a hablarle del broche de la anciana, pero suena tonto, así que cambio de tema y volvemos a la conversación de él.

Miro su cara y su glorioso cuello, sus manos y sus largas piernas, y me siento seducida. Pero no es una seducción causada por una variedad profunda; es una ilusión actualizada de la auténtica. Es la parte de mí que ama tener una relación. Me gusta la estabilidad de formar parte de una pareja. No importan nuestros problemas, estamos juntos y eso es suficiente. Más que suficiente. Roman Falconi podrá ser el Chuck Cohen del amor, una imitación, mientras busco la marca de alta costura, pero es mío.

Iré a su apartamento y probablemente haremos el amor, pero no significará lo que habría significado un mes o, incluso, una semana antes. En ese tiempo construíamos sobre cimientos sólidos, ahora la duda se ha filtrado y tengo que encontrar lo que vi al principio. Sólo espero que todos mis sentimientos se precipiten y vuelvan a ser como eran la primera vez que me besó. Quizás entonces nuestra relación pueda empezar de nuevo y sea capaz de entender la manera de estar en una relación con Roman (y con su restaurante).

– Algún día volveremos a Capri juntos -promete. Por fortuna, el tráfico en la Long Island Highway es denso y él debe concentrarse en el camino. En ese momento intento creer en él, pero de alguna manera sé que sólo lo dice porque piensa que así me mantiene con la atención puesta en el futuro, y lejos del presente, donde nuestros problemas están sanos y salvos.

– Sería genial -le digo. No es una mentira. Sería genial.

A la mañana siguiente me despierto en la cama de Roman cubierta por completo por la tibia colcha. He dormido profundamente, exhausta después de conducir hasta Roma y del vuelo de regreso a Nueva York. Exploro la habitación, veo mi bolso de viaje cerca de la puerta y mi maleta de mano con el Bella Rosa.

Me levanto y voy a la cocina de Roman. Hay una jarra de café y un bagel en la encimera, junto con una nota: «Me voy al trabajo. Estoy muy feliz de que estés en casa».

Me sirvo café. Me siento en su cocina y echo un vistazo al brillante y luminoso loft, y ya no me parece masculino y romántico, como me parecía antes de ir a Italia. A plena luz del día se ve inconcluso, desnudo, necesitado de cosas. Provisional.

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