Hoy es la fecha límite para entregar los zapatos del concurso de escaparates de Bergdorf. Salgo de la estación de metro Columbus Circle con la caja de los Bella Rosa en brazos, como un bebé recién nacido. Hay que aceptarlo, ésta es mi versión de una carga valiosa. Algunas personas traen bebés al mundo, yo traigo zapatos.
En mi mochila cargo el dibujo del vestido de Rag & Bone. Por diversión hice una foto de los zapatos, los reduje a la escala y los puse en los pies de la modelo del dibujo del vestido de boda que nos envió Rhedd Lewis. También incluí mi dibujo de tinta y acuarela original de los zapatos, la fotografía que me inspiró (la abuela el día de su boda) y una fotografía de Costanzo y yo bajo el sol de Capri, para darle el mérito de ser el zapatero que fabricó el diseño.
Me abro paso a través de la puerta giratoria que hay a un lado de la entrada y cruzo la sección de bolsos hasta el ascensor. Miro a las dientas y quiero gritar «rezad por mí», pero caigo en la cuenta de que la única conexión espiritual en la experiencia de estas señoras es el zen que da una microdermoabrasión facial. No creo que enciendan velas a san Crispín para pedir orientación espiritual.
Cuando salgo del ascensor en la octava planta no me encuentro con la tranquila área de espera que recordaba de nuestra reunión anterior, hace unos meses. Está abarrotada, llena de gente estridente, como el andén del metro de la calle Cuarenta y Dos, excepto porque nadie espera el tren. Esperan a Rhedd Lewis. Parece que las principales marcas de zapatos están representadas de maneras vistosas y llamativas. Donald Pliner trae unos zapatos de boda que cuelgan de un tablero de mesa de palma; un mensajero de Christian Louboutin lleva una bandeja con galletas, encima de la cual hay un zapato de boda lleno de caramelo; una amazona de carne y hueso de 1,80, vestida de novia, lleva unos zapatos que parecen de Prada. Un publicista carga una enorme ampliación de un zapato de boda de Giuseppe Zanotti con una frase en francés escalonada a lo largo del póster. La firma de Alicia Flynn Cotter ha convertido a pequeña escala un carro de perritos calientes en un coche de bodas del que cuelgan artificiosamente unos zapatos de charol. Es el manicomio. Me abro paso entre mis competidores hasta la recepcionista y le digo:
– Rhedd Lewis, por favor.
– ¿Trae un zapato? -me pregunta mientras teclea.
– ¿Podría hablar con la asistente de Rhedd?
Sin despegar los ojos de la pantalla me dice:
– Acaba de salir a buscar a Craig Fisse y yo sólo soy una trabajadora temporal. Puede dejar su participación en el montón.
Mi corazón se hunde al mirar el montón: cajas de zapatos, algunas de mensajería, otras entregadas en mano, arrojadas en una esquina como despojos de camino a la basura. No puedo dejar el Bella Rosa ahí, no puedo.
La asistente de Rhedd aparece en el umbral. Sonríe nerviosa y mira a la muchedumbre. Me coloco frente a ella. De repente me siento como la niña de la Santa Agonía que nunca será elegida en el juego «Tú la llevas» durante el recreo. Pero ya he llegado demasiado lejos para ahora ser tímida.
– ¿Te acuerdas de mí? -le digo.
No se acuerda.
– Soy Valentine Roncalli, de la compañía de zapatos Angelini. Aquí está nuestra participación.
Pongo la caja frente a ella. No me muevo hasta que ella, instintivamente, la coge. Pliega la caja de zapatos y el sobre con la información adicional debajo de su brazo como si fuera el diario del día de ayer.
– Estupendo, gracias -dice, mientras ve pasar a la modelo con el vestido.
– Bueno, gracias a vosotras por la oportunidad… -empiezo, pero el estrépito aumenta en la habitación cuando el mensajero y las otras atracciones descubren que la mujer con la que estoy hablando es la asistente de Rhedd. Es claramente el momento que habían estado esperando. Se apresuran y avanzan en grupo y comienzan a gritar para llamar su atención. Me abro paso entre ellos y vuelvo al ascensor.
Una vez fuera, en la calle Cincuenta y Ocho, me apoyo en el edificio. Había imaginado este momento de una forma muy diferente. Pensé que le entregaría los zapatos a Rhedd y que abriría la caja y se desmayaría; la imaginé reunida con sus ayudantes en la sala de conferencias y una asistente modesta, pero dotada, se pondría de pie y diría: «Debemos darle una oportunidad al desamparado», y haría llorar a Rhedd Lewis y al final conseguiría que entrara en razón y que eligiera a la compañía Angelini y no a los pretenciosos diseñadores. He creado muchos escenarios en mi cabeza y ahora imagino a nuestros zapatos en una pila en el suelo, entre el resto de los envíos. Me imagino que se pierden, imagino que perdemos. Nos imagino a nosotras, perdiendo.
Camino con paso veloz hasta el metro. Mi cara emana calor por la turbación. Dejadme que os diga que no hay peor sensación de pequeñez que ser eclipsado por los rascacielos del centro de Manhattan cuando te han echado de Bergdorf Goodman como a un zapato viejo. ¿Qué pensarán de la fotografía de la abuela con su recargado vestido de novia o de esa tonta fotografía de Costanzo y yo frente a su tienda de zapatos? No exageré la sutil artesanía italiana en mi presentación, fui franca y sincera, pero eso, en la calle Catorce de Manhattan, significa espurio. ¿Por qué había de importarles saber que formo parte de una tradición de cien años de antigüedad? Igual que los perritos calientes de Nathan y las cremalleras Durcon. Merezco perder.
Pero ¿los zapatos? Se merecen una oportunidad. Por un instante pienso en volver al almacén, subir al ascensor, atravesar la multitud, la recepcionista y la asistente e ir directamente a la oficina de Rhedd Lewis a explicarle con exactitud y con un discurso apasionado por qué deben ganar los indefensos. En vez de hacerlo, saco mi tarjeta del metro de la mochila y bajo las escaleras para ir a casa, a la compañía de zapatos Angelini.
June intenta levantarme el ánimo respecto a la competición de Bergdorf contándonos una larga historia sobre su tío. Convencido de que ganaría la lotería, solía comprar billetes semana tras semana y, cuando estaba a punto de morir, mandó a su hijo a comprar un billete. Murió y el billete ganó cinco mil dólares. La moraleja de la historia es: debo morir para que nuestros zapatos aparezcan en los escaparates de Bergdorf, aunque no creo que June haya tenido esa intención al narrarnos esa historia.
– Ya está -digo, y sostengo unos zapatos planos negros adornados con un ala de ángel decorada con joyas plateadas. Mi primer par de zapatos de uso diario para cualquier mujer, la primera muestra para el lanzamiento de la colección secundaria de la compañía de zapatos Angelini. He llamado a la colección Zapatos Ángel, inspirándome en nuestro cartel yen las alas que dibujé en Capri. También porque, como todo nuevo proyecto y en especial en uno tan precario como éste, no hace daño apelar a los poderes divinos para que las cosas se inclinen a nuestro favor. No tengo ningún problema en fiarme de los ángeles o en invocar a todos los santos en este aspecto o en cualquier otro.
Coloco el zapato terminado encima de la mesa de trabajo. La abuela y June lo examinan. June silba, la abuela lo coge y dice:
– Es enigmático.
– Funcional -añade June.
– Ahora sólo tengo que buscar la manera de producirlo en serie.
– Lo harás -dice la abuela con alegría.
Desde que volvimos de Italia es como si la abuela estuviera a las mil maravillas. Revolotea por el apartamento, realiza su trabajo con entusiasmo e incluso ha abordado algunos proyectos que juró que nunca haría, como limpiar el armario de la antigua habitación de mi madre. Incluso visitamos al doctor Sculco, que le dará nuevas rodillas el primero de diciembre, con suficiente tiempo de rehabilitación antes del año nuevo.
Mientras ella se ocupa reorganizando, yo me ocupo investigando la manera de lograr que se produzca mi nueva colección de zapatos. Estoy decidida a que los zapatos se confeccionen en Estados Unidos, para que pueda supervisar la producción. Por supuesto, debo tener la mente abierta porque, después de todo, se trata de un nuevo campo para mí y no hay ningún maestro que pueda enseñarme los procedimientos. En el acuerdo de negocios con Alfred sólo conseguí tiempo. Es mi socio con todos los derechos y tiene una participación del cincuenta por ciento. Cuento con un año para lograr un margen de beneficio en la tienda que le impida vender el edificio sin mi consentimiento. Trato de no pensar en los seis millones de dólares que me liberarían para siempre de esta sociedad, sino más bien en aceptar esta aventura zapato a zapato. Oímos el timbre del vestíbulo.
– Estoy listo para descorrer el velo -dice Bret desde la entrada. Luego pasa a través de la puerta del taller-. ¿Cómo vamos?
– Saluda al primer par de zapatos Ángel -digo con la muestra en las manos. Mientras Bret la examina pongo el plan de negocios sobre la mesa-. Aquí está el análisis detallado del coste de los zapatos. He encontrado algunos materiales innovadores en Italia; de hecho, ésta es una tela que remeda el cuero. La comercializaremos como tela, no como imitación del cuero, lo que puede ser atractivo para el cliente y mantener el precio bajo. Los mismos zapatos en cuero incrementan treinta y tres centavos de dólar su precio base. Encontré los nuevos materiales en Milán. ¿Qué piensas?
– Val, en verdad tendrás éxito. Me alegra haber presentado tu plan a los inversores. ¿Alguna noticia sobre los escaparates Bergdorf?
– Les llevé el prototipo. No contaría con ganar ese concurso, Bret. La competición es feroz y francesa, dos elementos imbatibles en el mundo de la moda.
– Diré a los inversores que fuiste escogida por Rhedd Le-wis para la competición y espero que hayan firmado la línea punteada antes de que Rhedd anuncie el veredicto.
– Me parece un plan excelente. -Sonrío agradecida a Bret cuando empieza a sonar mi móvil. Lo cojo.
– Val, soy tu madre. Ve al New York Hospital. Jaclyn está dando a luz! ¡Trae a mamá! -Mi madre me cuelga en un evidente ataque de pánico.
– Jaclyn está pariendo en el New York Hospital.
– Coge mi bolso -dice la abuela con tranquilidad.
La entrada al New York Hospital se parece mucho a la de los bancos antiguos, hay mucho cristal, un vestíbulo enorme, puertas giratorias múltiples y gente, muchísimas personas que esperan en filas. Tengo a mi madre en el móvil, lo usa como aparato de rastreo para describir cada uno de los giros y vueltas que nos llevarán hasta la planta de la maternidad.
– Sí, sí, lo sé…, no se permiten móviles. Lo apagaré en un minuto. Sólo tengo que hacer que lleguen mis familiares -oigo que mi madre responde a una voz apagada en el fondo.
La abuela y yo logramos encontrar la sala de maternidad en la sexta planta, donde mi madre nos espera. Cuando se abren las puertas del ascensor le digo:
– ¿Cómo está?
– El bebé llegará en cualquier momento. Es lo único que sabemos. ¡Ya le dije a todo el mundo que el médico calculó mal! Jaclyn ha engordado muy rápido. Alguien no hizo bien las cuentas.
Seguimos a mi madre hasta la sala de espera. Mi padre está leyendo un ejemplar gastado de Forbes, mientras Tess aleja a Charisma y a Chiara de la gente con la que no estamos emparentados. La abuela se sienta en el sofá y yo tomo la silla que está junto a mi padre.
– Llegamos demasiado pronto -me susurra la abuela tras la primera hora-. Esto podría tardar horas.
– ¿Recuerdas cuando nació Jaclyn? -dice Tess, y se sienta junto a mí.
– Le pusiste el nombre de tu ángel de Charlie favorita, Jaclyn Smith. Todavía no puedo creer que mamá lo aceptara. -Pongo el brazo alrededor de Tess.
La señora McAdoo aparece con su hermana; esperan pacientemente durante una hora y luego se marchan. Para ser justos, éste es el nieto número catorce de la señora McAdoo, así que la emoción, en esencia, se ha ido.
Al final Tess también se da por vencida y lleva a Charisma y Chiara a casa. Mi padre duerme en el sofá y ronca tan alto que las enfermeras piden que lo movamos. Y luego, después de seis horas, dos rondas de café del Starbucks y una hora y media de Anderson Cooper sin volumen en la televisión de la sala de espera. Pasados diez minutos de la medianoche del 15 de junio de 2008, Tom sale del paritorio y anuncia:
– Es una niña. Teodora Angelini McAdoo.
Mi madre grita. La abuela, sincera y sorprendida, aplaude. Mi padre abraza a Tom y le da palmadas en la espalda. Mi madre coge el móvil y llama a Tess y luego a Alfred, los informa de la llegada del miembro más nuevo de nuestra familia. La abuela, mi madre y yo vamos a la sala de recuperación a ver a Jaclyn, que descansa en la cama sosteniendo a su hija. Está agotada e hinchada, sus ojos, por lo habitual grandes y límpidos, están enterrados en su cara como pasas encima de una madalena integral. Alza la vista hacia nosotros.
– ¿Es hermosa, verdad? -murmura Jaclyn. Nos agrupamos alrededor de ella y la arrullamos-. Nunca jamás -dice, y su expresión pasa de la alegría a la resolución-. Nunca jamás.
En el taxi de camino a casa reviso el móvil. Escucho los mensajes. Hay tres de Roman, el último bastante conciso. Le llamo. Contesta. Ni siquiera le digo hola.
– Cariño, lo siento, Jaclyn tuvo al bebé. Pasamos la noche en el hospital.
– Qué buena noticia -dice-, ¿por qué no me has llamado?
– Ya te lo he dicho, estaba en el hospital.
– Te he dejado mensajes en todas partes.
– Roman, no sé qué decir, estaba tan ensimismada. Apagué el teléfono. Lo siento. ¿Quieres que vaya ahora?
– ¿Sabes qué? Dejémoslo para otro día. Podemos hacer esto otra noche -dice, se le nota agotado; en realidad, más molesto que cansado.
Cierro el teléfono. La abuela mira por la ventana fingiendo que no ha escuchado la conversación.
– Parece que lo hubiera plantado una semana en Capri. Era sólo una cena -le digo a la abuela-. Hombres.
Al día siguiente de nuestra larga jornada en el hospital, la abuela y yo estamos rendidas. La abuela ha informado a todos sus amigos de que su nueva bisnieta también es su tocaya. Que no se diga que el nombre que se le pone a un bebé no importa porque en mi familia es el honor más alto. Nunca he visto a la abuela tan feliz.
Traigo el correo al taller, lo barajo hasta encontrar un sobre de Italia, que entrego a la abuela.
– Tienes algo de Dominic.
Suelta el patrón en el que trabaja y coge la carta. La abre con cuidado con el filo de sus tijeras de trabajo. Agarro un cepillo y pulo la cabritilla de Inés. Al finalizar la lectura, la abuela me pasa algunas de las fotografías adjuntas a la carta.
– Orsola se ha casado -dice.
En una fotografía de vivos colores aparece Orsola. Es una deslumbrante novia con un sencillo vestido de seda blanca. El escote es cuadrado, y en la orilla de la falda lleva un ribete de rosas, también de seda blanca. El dobladillo del vestido queda un poco separado de sus pies, como el borde de una campana, y porta en las manos un pequeño ramillete de blancas edelweiss.
Junto a Orsola se encuentra su novio, quien la iguala en belleza. El cabello rubio de él está alisado hacia atrás para el gran día. Al lado del novio aparecen sus padres, una pareja muy atractiva. Del otro lado, una mujer que nunca he visto sujeta la mano de Orsola, debe de ser su madre y la ex esposa de Gianluca. Ella lleva el cabello corto y tiene la altura y las facciones delicadas de su hija. Puedo observar que es una persona difícil y que tiene, definitivamente, las huellas del número 11 en el ceño. Gianluca la describió muy bien.
Se me acelera el corazón cuando veo a Gianluca en la fotografía junto a su ex esposa. Quizá me avergüenza haberle besado o quizá sea por ver a su ex esposa, una mujer de su misma edad, que me recuerda nuestra diferencia de edad. Gianluca lleva un chaqué gris señorial. Se ve guapo y refinado, no parece el curtidor de la clase trabajadora que es en realidad. Su sonrisa está llena de alegría por su hija. Dominic, el duque de Arezzo, lleva un chaqué gris, una corbata ancha de rayas blancas y negras y está orgullosamente de pie junto a su hijo.
– Dominic dice que Gianluca pregunta por ti.
– Qué bien -cambio de tema con rapidez-. ¿Cómo está Dominic?
– Me echa de menos -dice-. ¿Sabes?, está enamorado de mí.
La abuela lo dice con la misma despreocupación que pondría al colocar un almuerzo. Suelto el cepillo de trabajo y le pregunto:
– Y tú, ¿estás enamorada de él?
Pone con cuidado la carta a un lado y dice:
– Eso creo.
– No te preocupes, abuela, un año pasa pronto, necesitaremos más cuero y estarás con él de nuevo.
Me mira y dice:
– Creo que no podré esperar un año.
– Puedes visitarle siempre que quieras.
– No creo que una visita sea tiempo suficiente. -Estoy asombrada. Mi abuela tiene ochenta años, ¿de verdad podría arrancar de raíz su vida aquí y vivir en Italia? No me parece posible, y sin duda a ella tampoco. Continúa-. He luchado conmigo misma toda mi vida. Siempre me he sentido dividida entre hacer lo que quiero y lo que debo.
– Abuela, ya tienes ochenta años, creo que te has ganado un salvoconducto. Ya es hora de que hagas lo que quieres.
– No piensas eso, ¿o sí? -Deja de mirarme y luego aña-de-: Pero no es fácil cambiar lo fundamental y básico de ti mismo, incluso cuando crees que podrías. He trabajado en esta tienda durante cincuenta años y supongo que siempre lo haré.
– Pero te has enamorado… -le recuerdo-. Eso cambia las cosas -le digo en voz alta, como si fuera algo que en verdad supiera con certeza.
– El amor sólo funciona cuando dos vidas se reúnen sin sacrificio. Nadie debería verse obligado a renunciar a quien es por otro. La gente lo hace, pero eso no es garantía de felicidad, no a largo plazo.
El teléfono suena e interrumpe nuestra conversación.
– Compañía de zapatos Angelini -digo al teléfono.
– Rhedd Lewis quiere hablar con Teodora Angelini -dice la asistente.
Cubro el auricular y digo:
– Abuela, es Rhedd Lewis.
La abuela me quita el teléfono. Parece que tarda veinte años en decir:
– ¿Hola?
Ella escucha con atención y luego dice:
– Rhedd, si no tienes inconveniente, me gustaría que Va-lentine cogiera la llamada. Es su diseño. Un momento, por favor.
La abuela me devuelve el aparato.
– Valentine, he examinado cada uno de los zapatos enviados para los escaparates. Me he sentido impresionada, decepcionada, escandalizada y conmocionada. Había auténtica basura e indiscutible genialidad… -¿Por qué me está diciendo esto? No necesito una crítica además de un rechazo. Señora, vaya al grano. Rhedd continúa-. Pero en ninguna de todas las entregas había tal entusiasmo, tanta energía, una nueva perspectiva y, al mismo tiempo, respeto por el pasado. Te has puesto a la altura de los requerimientos de una forma espléndida; al crear el Bella Rosa, has unido la tradición con el ritmo del momento de forma astuta y sin costuras. De hecho, estoy encantada. Vamos a presentar la compañía de zapatos Angelini en los escaparates navideños de Bergdorf. Enhorabuena.
Cuelgo el teléfono y grito de una manera tan estridente que las palomas de Charles Street alzan el vuelo.
– ¡Ganamos! ¡Ganamos! -La abuela y yo nos abrazamos. June acaba de llegar del almuerzo.
– ¿Qué diablos pasa aquí? -dice.
– ¡Ganamos, June! ¡Haremos los escaparates de Bergdorf!
– Dios mío, creía que alguien había ganado la lotería -dice June.
– ¡Nosotros ganamos!
Me pongo uno de los wrap dress de mi madre, un Diane von Furstenberg estampado con una suerte de salpicaduras de pintura negras y blancas. El cabello largo me cae en cascada sobre la espalda, como la misma Diane lo llevaba cuando estos vestidos se pusieron de moda la primera vez. Quiero verme bien para celebrar con Roman las maravillosas noticias. El todavía no lo sabe y le sorprenderé en el restaurante. Hoy, su noche libre, tiene trabajadores reparando la instalación eléctrica, así que me lo llevaré a una comida de gran celebración en Chinatown. Me pongo el abrigo.
– Abuela, ¿qué has cenado?
– He calentado los manicotti que hiciste.
– ¿Qué tal?
– Igual de buenos que la primera vez.
La abuela ve la televisión sentada en el sillón y descansa los pies.
– ¿Qué harás esta noche? -le pregunto, como siempre.
– Ver las noticias, luego me iré a la cama.
– No me esperes levantada.
– Nunca lo hago -dice, y me guiña un ojo.
El taxi me deja en Mott Street. Antes de marcar el código de seguridad para entrar en el Ca' d'Oro, reviso mi pintalabios en una polvera. Las cortinas, que cubren las ventanas de enfrente, están bajadas. Marco el código de seguridad y entro en el restaurante. Me saludan velas votivas que parpadean en la repisa del mural, al igual que en las mesas. Roman ya debe de estar al tanto de mis noticias. Quizá llamó a la abuela, ella se lo contó y él preparó un banquete para mí. Dios, la vida es buena.
Escucho la voz de Roman en la cocina, así que voy de puntillas para sorprenderle. Aparezco de repente en la entrada de la puerta y miro al interior.
Roman cierne algo sobre una sartén plana sobre el fuego; una mujer, de cabello largo color champaña y que lleva un delantal de cocinero, está sentada en la mesa de cortar, sus piernas se balancean mientras bebe de una copa de vino. Con los dedos del pie golpea ligeramente el trasero de Roman. Él se vuelve y sonríe. Luego me ve. Y luego ella se vuelve y me mira.
– Cariño, ¿qué haces aquí? -pregunta Roman.
Dejo de verle a él y pongo la mirada en ella, que está avergonzada y aparta la vista.
– Ganamos los escaparates de Bergdorf -digo, luego doy media vuelta hacia el comedor.
No soy muy buena en esta clase de escenas, son demasiado dramáticas para mí. Me dirijo a la puerta con ritmo rápido. No puedo decir que estoy enfadada, estoy anonadada. Por supuesto, como Tess con tanto empeño apunta, si alguna vez hay alguna crisis, hay que ir con Valentine, ella siempre está dispuesta a ayudar, porque permanece rotundamente en la negación durante las veinticuatro horas siguientes a que el hecho horrible ocurra. Pongo la mano en la puerta para salir. La empujo para abrirla. Roman está detrás de mí.
– Espera -dice.
Estoy en la acera, no estoy esperando.
– Buenas noches, Roman.
– Para. Me lo debes.
Ahora sí que estoy enfadada. Cada palabra que pronuncia es una excusa para ser ruin con él.
– ¿Qué es exactamente lo que te debo?
– Deja que te explique.
La sola idea de que salga con una excusa para lo que he visto me subleva. Quiero gritar, pero estoy tan furiosa que no me salen las palabras.
– Es la maître que pensaba contratar, pero ahora no lo haré.
– ¿Sabes qué, Roman? No me trago el cuento. -Me doy la vuelta para irme.
Me detiene de nuevo y dice:
– Mira, aquí no está pasando nada. Bebió un poco de vino, por eso estaba coqueteando.
– Me encanta la defensa basada en el alcohol. -Otra vez me doy media vuelta, pero en esta ocasión porque tengo lágrimas en los ojos. Demasiado para la regla de las veinticuatro horas de Tess, esta noche la he roto en sólo treinta segundos. Le dejaré verme llorar. No me importa-. Roman, tu idea de una relación es verme cuando puedes. Soy como masilla para las paredes. Me metes entre las cosas importantes.
– Tú estás tan ocupada como yo -dice, y su expresión se suaviza-. Creo que te gusta la idea de estar conmigo, pero creo que yo no soy para ti.
Si yo fuera más joven y él fuera otra persona, pensaría que esto es alguna clase de recriminación, diseñada para distraerme de la indiscreción sexual de la cocina. Pero no es una recriminación, él tiene razón. Me gusta que esté ahí cuando le necesito, pero yo tampoco estoy muy presente en esta relación.
– Lo siento. -Me resulta casi imposible decir lo siento, pero lo hago. Y luego digo la cosa más difícil de decir de todas, porque la creo-. Te amo, de verdad.
Roman me mira, luego niega con la cabeza, como si no pudiera asimilarlo.
– Creo que hay algo más.
– ¿Estás de broma? Yo soy la que te acaba de pillar en la cocina con una mujer.
– No me has pillado. Ha sido algo inocente. Desde que volviste de Italia has estado distante y no me permites acercarme a ti. Te he rogado que me perdones por haberme perdido las vacaciones. He tratado de compensarte. Otras personas tienen carreras exigentes y lo solucionan. Creo que nuestras agendas son sólo excusas. No tenemos lo que hace falta. Simplemente no lo tenemos.
– Yo creo que sí.
La idea de perderle me hace sentir desesperada. Experimento una oleada de pánico, le prometería cualquier cosa sólo para que me diera otra oportunidad. Quiero una oportunidad para hacerlo bien, para demostrar mis sentimientos, entregarme, comprometerme y mostrarle cuánto le amo. Mi mente se llena de imágenes con él, las últimas Navidades tostando nubes con los niños en la terraza, jugando a baloncesto con mis sobrinas, cogiendo del brazo a la abuela en la calle sin ningún motivo. No estoy lista para despedirme de este buen hombre. Pero no sé cómo ayudarle a entender quién soy y de lo que soy capaz, porque no le he dado ningún indicio de la persona que soy. La mayoría del tiempo no hemos mantenido una relación demasiado íntima, más bien ha sido distante, y no sé por qué.
– Valentine, si esto es auténtico, entonces deberíamos intentarlo.
– Necesito pensar en ti, Roman. No quiero que esto se convierta en una tirita gigante que termina con nosotros en la cama, para suavizarlo todo y que sigamos bien durante un par de semanas, y que esto… vuelva a ocurrir. Hay algo mal y necesito averiguar qué es. Mereces algo mejor.
– ¿Lo dices en serio? -exclama. Hay un gesto en su cara que no le he visto en mucho tiempo: esperanza.
– Además, besé a un hombre en Capri. Ya está, ya lo he dicho. Me hacía sentir mal, lo siento. Lo siento mucho. La verdad es que no tengo derecho a entrar con paso firme en el Ca' d'Oro y juzgarte por verte con la rubita cuando yo hice algo tan estúpido.
– ¿Por qué? -me pregunta.
– Estaba furiosa contigo. Eso fue todo.
– Me tranquilizas.
– ¿Qué? -digo. No puedo creer que ésta sea su reacción, ¿dónde está la cólera? Los celos.
– Sabía que algo iba mal y ya me lo has dicho.
– Aún quiero estar contigo -le digo.
– Y yo quiero que funcione -admite.
– Bueno, ve dentro y dile a esa maître que la plaza está ocupada.
– ¿Quieres venir conmigo? -dice sin soltarme la mano.
– No creo. -Le beso-. Ven a casa esta noche.
– ¿Y Teodora?
– Le cerraré la puerta y pondré la radio con Cousin Brucie. No oirá nada.
– Nos vemos después -dice.
– Toma -digo. Busco en mi bolso y le doy un juego de llaves, las llaves que he intentado darle durante meses. Penden de un llavero del hotel Quisisana.
Roman mira el llavero y dice:
– Estás decidida.
– Sí, lo estoy.
Me doy media vuelta, camino calle abajo y cuando llego a la esquina miro hacia atrás. Él sigue ahí, observándome. Le saludo con la mano. Me ama. Eso es algo que no estoy preparada para perder.
– Abuela, ¡ya estoy en casa! -grito desde el hueco de la escalera. Estoy deseando quitarme este vestido, ponerme el pijama y terminar nuestra discusión acerca de Dominic. Quiero dejar a la abuela dormida antes de que llegue Roman. Esta noche quiero confiarle mis pensamientos sobre Roman y que besé a Gianluca, y preguntarle qué haría si estuviera en mi lugar. Creo que ella elegiría a Roman, igual que yo.
– Abuela, ya estoy en casa -grito de nuevo mientras entro en la cocina. El televisor está encendido y ella no está en su silla. Qué raro, suele apagar el aparato antes de subir. Pongo mi bolso en la mesa y me empiezo a quitar el abrigo, luego veo los pies de la abuela en el suelo, detrás de la encimera. Me apresuro hacia la encimera. La abuela yace en el suelo. Me arrodillo junto a ella, respira, pero no responde cuando le digo su nombre. Cojo el teléfono y marco el 911.
La ambulancia ha trasladado a la abuela al hospital de Saint Vicent. Despertó en casa, pero estaba confundida y no recordaba haberse caído. Mis padres llegaron pronto al hospital, a esta hora de la noche casi no hay tránsito de Queens a la ciudad. Tess, Jaclyn y Alfred cruzan las puertas, sus caras están llenas de temor. Son casi las diez de la noche, pero la abuela ha pedido a mi madre que llamara a su abogado, su viejo amigo Ray Rinaldi, que vive en Charles Street. Mi madre ha hecho exactamente lo que ella le ha dicho y ahora Ray está dentro de la UCI con ella.
Roman empuja la puerta de cristal y corre hacia mí.
– ¿Cómo se encuentra?
– Está débil. No sabemos qué ha pasado -dice mi madre.
La abuela nunca ha enfermado ni ha sufrido ninguna clase de herida grave. Mi madre no está acostumbrada a esto y ahora está asustada. Mi padre la rodea con sus brazos. Ella grita:
– No quiero perderla.
– Está en buenas manos. Se pondrá bien -consuela Roman a mi madre-. No te preocupes.
Una enfermera sale de la UCI, examina al grupo y dice:
– ¿Hay aquí alguna Clementine?
– Valentine -digo, agitando la mano.
– Sígame -dice.
La UCI está llena y la abuela descansa en la esquina más lejana. Dos cortinas azules la separan de un anciano cuyo pecho se levanta mientras duerme. Conforme me aproximo a la cama de la abuela, Ray Rinaldi cierra una carpeta de papel. Ahora Ray es un abuelo con una gruesa mata de cabello gris y una cartera que parece haber gozado de mejores días.
– Te veré afuera -me dice. Luego me da una palmada en la espalda-. Teodora, todo se hará de acuerdo con tus deseos.
– Gracias, Ray -susurra la abuela y consigue sonreír. Cierra los ojos.
Me pongo al lado de la cama y le sostengo la mano. Sus ojos tiemblan tratando de abrirse, parecen dos comas negras, no son en absoluto los ojos italianos enormes con forma de almendra que tenía cuando gozaba de buena salud. Sus gafas, con una cadena, descansan en su pecho, como estaban cuando se cayó. Un morado azul violáceo ha aparecido debajo de su ceja, donde la cara chocó contra la encimera. Pongo con cuidado la mano encima del cardenal, la piel está tibia. Me mira y luego cierra los ojos.
– No sé qué ha pasado.
– Ellos lo descubrirán.
– No me sentía bien. Me levanté por un vaso de agua, eso es lo último que recuerdo hasta que llegó la ambulancia.
La abuela aparta la mirada, como si buscase una señal de tráfico en la distancia.
– ¿No estarás viendo a nuestra Santa Madre, verdad? -digo en broma-. No empecemos con las visiones místicas.
Miro en la misma dirección que ella y todo lo que veo es una pared con una pizarra llena de nombres de pacientes y medicamentos escritos por las enfermeras.
– ¿Así es? -me dice.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Así termina?
– ¡De ninguna manera! No vas a ninguna parte. ¡Anímate! Tienes una nueva bisnieta con tu mismo nombre. Mi madre quiere llevarte a un crucero. Olvídalo, odias esos viajes. Aquí tengo algo mejor: todavía tienes que enseñarme a estampar el cuero. Tengo muchas cosas que aprender y eres la única persona que me las puede enseñar. Y Dominic, ¡Dominic te ama!
– Sólo quiero hacer zapatos y jugar a las cartas.
– ¡Y lo harás!
– … y cultivar tomates.
– Exacto. Cultivar tomates.
– … y quiero volver a Italia.
La abuela aparta la mirada, me ha definido, a su manera, los límites de su vida. ¿Podría haber algo más simple? Todo lo que cualquiera necesita para ser feliz: algo que hacer, amigos con los que reunirse a hablar y jugar a las cartas, una buena comida con los tomates de tu propio jardín y de vez en cuando un viaje a Italia, donde encontrar la paz y la comodidad en los brazos de un viejo amigo.
Miro alrededor de la UCI de Saint Vincent. Es limpia y funcional, no hay nada superfluo. Vaya sitio para recuperar la salud, que no se preocupa por tu salvación. Las enfermeras ya no llevan uniformes blancos almidonados con pequeños sombreros como solían llevar en las viejas películas. Ahora usan camisas hawaianas y pantalones verdes. Y a mí me cuesta aceptar el diagnóstico que da alguien vestido con un disfraz hawaiano.
– Le he pedido a tu madre que llamara a Ray -dice la abuela en voz baja-. Os he puesto a ti y a Alfred a cargo de la compañía de zapatos Angelini y en la escritura del edificio. Confío en que vosotros dos resolveréis las cosas.
Oigo las palabras de la abuela en mi cabeza, que me advierten de la pelea con mi hermano: «Más que nada quiero que mi familia se lleve bien». Alfred y yo somos una combinación improbable, incluso en las mejores circunstancias. Manejar juntos el negocio nunca funcionará. Sólo me queda rezar para que la abuela se recupere pronto y pueda realizar la vida que sueña y, mientras ella la vive, yo pueda encargarme de su compañía fijando mis propias condiciones.
– Vale, abuela -le digo-. Nos encargaremos de todo, te lo prometo. Y volverás conmigo a Perry Street en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Valentine? -Mi madre me despierta con amabilidad. Me he quedado dormida en la silla de la habitación de la abuela en el hospital de Saint Vincent.
– ¿Se encuentra bien? -digo, me siento y veo la cama vacía. La abuela se ha ido.
– Le están haciendo unas pruebas.
– ¿Qué hora es? -Me levanto la manga y miro mi reloj. Es casi mediodía.
– Lleva fuera desde las ocho -dice mi madre, y siento preocupación en su voz.
– ¿Sabéis qué ha sido?
Papá, Jaclyn, Tess y Alfred entran en la habitación.
– ¿Tuvo un derrame cerebral? -pregunta Tess.
– Aún no lo sabemos -dice mi madre.
Alfred respira profundamente y carraspea.
– No quiero tener la razón, pero esta vez me vais a escuchar. La abuela no puede hacer lo que antes hacía. -Me mira-. Tienes que dejar de presionarla -dice con tranquilidad.
Armand Rigaux, el médico de la abuela, un delgado y elegante hombre con el cabello entrecano, entra en la habitación con una carpeta. Nos agrupamos alrededor de él formando un círculo.
– Tengo buenas noticias -empieza el doctor Rigaux-. Teodora no ha tenido un derrame cerebral y su corazón no está en peligro.
– ¡Gracias a Dios! -dice mi madre, poniéndose la mano sobre el corazón en señal de alivio.
– Pero tiene artritis aguda en las rodillas. Se traban y cae. La caída de la otra noche fue un milagro. Se golpeó la cabeza con bastante fuerza y queremos asegurarnos de que no ha habido daño neurológico, así que permanecerá aquí para que le hagamos más pruebas.
– ¿Qué piensa de las prótesis de rodilla? -pregunto.
– Ahora mismo lo estamos valorando, parece ser una buena candidata. Y el periodo de recuperación será muy fácil con todas vuestras ganas de ayudar.
– Haría lo que fuese por mi madre -dice mi madre.
– Para ser sincero -dice el doctor Rigaux mirándonos-, la cirugía es la única manera de asegurar que esto no vuelva a pasar.
El tercer día que la abuela pasa en el hospital le realizan más pruebas. Junto a ella estamos mi madre, mis hermanos y yo, que hacemos turnos para hacerle compañía. Me voy durante un par de horas para hacer acto de presencia en la tienda, ducharme y mudarme. Cambio las sábanas de la habitación de la abuela para que mis padres puedan pasar la noche, así como las de la habitación antigua de mi madre, para que Jaclyn se quede si quiere.
La abuela tiene antojo de comida verdadera, no puede pasar un día más con el filete de fiambre de pavo con salsa amarina y el pote de gelatina. Lleno una bolsa con envases de Tupperware llenos de macarrones, panecillos, ensalada de alcachofa y un trozo de pastel de calabaza.
De vuelta en Saint Vincent, atravieso las puertas del hospital y me dirijo a la tercera planta. Cuando giro en la esquina del corredor, veo un grupo reunido fuera de la habitación de la abuela. Entro en pánico y echo a correr.
Cuando llego, Tess, Jaclyn y mi madre están juntas fuera de la habitación de la abuela. Bajo las estridentes luces verdes del hospital, las mujeres de mi familia parecen campesinas de una película de Antonioni, con la expresión desconsolada, el cabello oscuro y los ojos negros a juego con los círculos que tienen debajo.
– ¿Qué pasa?
– Está un poco abarrotado ahí dentro -dice Jaclyn.
– ¿Por qué?
No me responde, así que entro. Mi madre me sigue. Sentado en la cama, Dominic Vechiarelli sostiene la mano a la abuela. Parece que he visto un fantasma, porque me quedo boquiabierta y todas las miradas caen sobre mí. Pero es verdad, ahí está la prueba, el equipaje de Dominic está junto a la silla de las visitas.
Mi padre está al pie de la cama. Le hace una seña con la mano a mi madre para que se reúna con él. Papá le pone el brazo alrededor de los hombros. Roman está de pie al lado de mi padre, con téjanos y sus zuecos de trabajo. Me fijo en los zuecos porque él se balancea de un pie al otro y oigo el sonido del plástico.
Conforme mis ojos se sumergen en la lista de visitantes, advierto a Gianluca. Trato de no reaccionar. En Estados Unidos se ve más guapo que en cualquier otro momento que recuerde en Italia, más joven, lleva una cazadora de cuero, un jersey y téjanos desteñidos. Se me hace un nudo en la garganta al verlo, pero culparé al aire seco del hospital. Pamela y Alfred están lejos de la cama, cerca de la ventana.
– ¿Qué está pasando? -digo con suavidad. Aprieto la bolsa de comida que tengo en la mano porque parece ser la única cosa real en esta habitación.
Mi madre me pone su brazo sobre los hombros y dice:
– Cuando Dominic supo que mi madre estaba en el hospital, tomó un avión. Evidentemente, Ray Rinaldi tenía instrucciones de llamarle en cualquier momento que la abuela enfermase o estuviera necesitada de… algo.
Mi madre me mira confundida. No sabía nada de Dominic y ahora, de repente, descubre que Dominic Vechiarelli es el primer nombre en la lista de contactos de emergencia de la abuela.
– Ah, estás aquí… -balbuceo al mirar a Gianluca.
– He viajado con mi padre. No me pareció sensato que viajase solo -explica Gianluca, sin quitar los ojos de Roman.
Roman frunce el ceño mientras devuelve la mirada a Gianluca. Sospecha que éste es el hombre que besé. Pero se sobrepone a sus suspicacias y dice:
– He traído panna cotta para la abuela, como le gusta cómo la preparo… -Mete las manos en los bolsillos y me mira.
– Ahora que Valentine está aquí, ya puedo preguntarle a Teodora algo que he deseado preguntarle desde el verano. Por favor, venid, entrad todos -anuncia Dominic.
– No hay espacio -dice Tess con alegría desde el marco de la puerta.
– Por favor, apretaos -dice mi madre-. Somos una familia italiana extensa, lo nuestro es la solidaridad -anuncia, como si con eso se disculpara de las reducidas habitaciones de este hospital. El grupo se mueve para acomodar a mis hermanas y a sus esposos.
Dominic sostiene las manos de la abuela, la mira a los ojos y dice:
– ¿Quieres casarte conmigo?
La habitación permanece en absoluto silencio excepto por el bip del monitor que controla el pulso de la abuela.
Luego, mi madre dice inesperadamente:
– Dios mío, mamá, ni siquiera sabía que salías con alguien.
– Desde hace diez años. Desde que tu padre murió -dice la abuela con suavidad.
– ¿Quieres decir que hubiera podido alegrarme por ti hace diez años y que no me lo has dicho? -aúlla mi madre-. ¡Honestamente, mamá!
– Mike, por el amor de Dios, alégrate por ella ahora -dice mi padre-. Mírala. Su cabeza se ha roto como un coco y no para de sonreír. Es buena señal.
– Dejadle responder -interrumpo. Aguanto la respiración. Un sí de la abuela significa que llega a su fin la vida que adoro. Dominic, las colinas de Arezzo y la isla de Capri se quedarán con ella más rápido de lo que tardo en decir Gianluca. Pero la verdad es que la amo mucho, anhelo su felicidad más que la mía. Cruzo los dedos para que pronuncie el sí.
– Sí, Dominic, me casaré contigo -le dice la abuela. Dominic la besa con ternura.
Al oír la palabra «sí», mi familia, incluyendo a mi madre, quedan congelados, por decirlo de algún modo, como si vieran cómo explota una sartén con buñuelos en el fogón. Depende de mí suavizar la impresión. Después de todo, yo sí lo sabía.
– ¡Enhorabuena! -digo. Voy hacia la abuela y la rodeo con mis brazos intentando evitar la intravenosa en su brazo-. Me alegro muchísimo por ti.
Las lágrimas me inundan los ojos, pero en verdad estoy llena de felicidad por mi valiente abuela, que me enseña, incluso en este momento, cómo correr un riesgo, cómo vivir.
Siento que mis hermanos se congregan alrededor de mí.
Jaclyn empieza a llorar y dice:
– ¡Yo tampoco sabía que tenías novio! Me gustaría que todos dejaran de protegerme. Puedo manejarlo.
Mi madre dice «postpartum» a Gianluca mientras coge entre sus brazos a Jaclyn. Tess abraza a Alfred mientras mi padre se acerca a Dominic y le aprieta la mano. Dominic se pone de pie y abraza a mi padre.
– ¿Abuelo? -dice mi padre a Dominic, luego nos mira y se encoge de hombros-. Saludad todos al… abuelo.
Mis hermanas se ríen. De pronto, todos nos reímos. La familia completa.
Me parece justo afirmar que cuando las cosas se derrumban en mi vida, lo hacen en todos los sentidos. Así es como el destino se asegura de que he aprendido la lección. Sólo hay un lugar donde podría ordenar mis pensamientos y discernir lo que significa para todos la nueva vida de la abuela. Aquí, lejos de la refriega, en nuestra terraza.
Me escabullí del hospital y dejé que la abuela celebrase su compromiso con la familia. Roman debía volver al restaurante y lo guié a la salida, pero se sintió honrado de presenciar la proposición de Dominic, incluso me besó en la calle, inspirado por el amor que había visto en la habitación 317.
Observo un atasco en la West Side Highway, hay una retención desordenada de coches en la intersección, luces intermitentes, cláxones, algunos gritos apenas audibles. Pero en vez de desear que el ruido de la ciudad se atenúe, deseo que haya más, para que ahogue los pensamientos en mi cabeza.
La nueva imagen de mi abuela prometida en matrimonio en la cama del hospital ha marcado el fin de una época. Sin olvidar el hecho de que ahora soy la única mujer soltera de mi familia, aunque también me parece que la única sensata, que sabe lo que significa este cambio, en este momento y en el futuro. La verdad es que la abuela se casará y se irá. Mis hermanas criarán a sus familias. Mi madre se asegurará de que mi padre coma tofu con pasta integral porque esto le garantiza que él vivirá y evitará una recaída del cáncer de próstata. Mi hermano, tan pronto como terminé el brindis con champaña en honor de la boda de la abuela, pondrá el cartel «En venta» en el número 166 de Perry Street y nos dejará, a mí y a la compañía de zapatos Angelini, sin techo.
El sol se sumerge profundamente en la neblina que flota encima de Nueva Jersey y crea una franja violeta en el horizonte. El viento golpea la puerta de la terraza detrás de mí. No me vuelvo para asegurarme de que sólo es el viento, mantengo la mirada sobre el río Hudson, que muestra suaves remolinos y matices púrpuras del color del cristal de carnaval mientras dura la puesta de sol.
– ¿Valentina? -dice una voz detrás de mí.
– Si no eres Salvatore Ferragamo con una oferta de trabajo o Carl Icahn con un cheque para salvar esta compañía de zapatos…, vete.
De pronto, un poco más de un 1,80 de auténtico italiano se acerca a mí. Aunque tuviera los ojos cerrados sabría con certeza, por el olor a cedro, limón y cuero, que se trata de Gianluca Vechiarelli. Si fuera mi madre, o una de mis hermanas, me lanzaría a sus brazos. En momentos de desesperación les agrada apoyarse en un hombre, pero a mí no. Cruzo los brazos sobre mi pecho, doy un paso atrás para alejarme de él y dejo espacio suficiente para que pueda admirar el bajo Manhattan desde nuestra terraza.
– Te puedes quedar en la habitación púrpura. Tu padre que se quede en la de la abuela. El cuarto de baño está al final del vestíbulo, pero ya lo sabes, porque has pasado por ahí para llegar a la terraza.
– Gracias, pero nos quedamos en un hotel. The Maritime -dice.
– No hace falta. Vosotros sois familia.
– ¿No estás contenta con el compromiso? -me pregunta.
– Por ella, por la abuela, sí, y por Dominic, claro que estoy contenta.
– Va bene.
– ¿Y tú? ¿Te va bene a ti también?
Gianluca se encoge de hombros y frunce los labios, su boca es una línea recta. Son sus labios evasivos. Recuerdo esta expresión de la fábrica de seda del Prato, cuando yo sostenía una adorable pero evidentemente inútil selección de satén duquesa.
– Sí, bueno, será mejor que te subas al autobús del amor, Gianluca, puesto que ellos vivirán contigo.
– Lo sé -dice sonriendo.
– Supongo que el amor encuentra víctimas propicias sin importar dónde ni cuándo. Es como todo en la vida, de verdad, incluyendo la enfermedad. Es un juego limpio.
– ¿Por qué eres tan…?
– ¿Sarcástica? Es una coraza que cubre otra coraza.
– ¿Por qué apartas el amor como si lo pudieras encontrar todos los días?
– Creí que hablábamos de mi abuela.
– Habla conmigo. Te doy miedo. No soy con lo que has soñado.
– ¿Cómo sabes con qué sueño?
– Es muy sencillo. No tienes tiempo para el cocinero, aunque le amas. O quizá crees que le amas, así que te sientes obligada. La mujer que eres, la mujer apasionada, emerge cuando estás trabajando. Luego, te quedas tranquila. ¿Con los hombres? No. ¿Con el cuero? Muchísimo.
– Te equivocas. Trataría bien al hombre que me tratase bien como mujer y como zapatera, pero los hombres, al menos los que yo conozco, dirían que está bien que una mujer se dedique a su carrera, pero lo que quieren decir es: que no se dedique tanto que no pueda pasar tiempo conmigo. Yo puedo tener mi gran vida, pero debe acomodarse a la gran vida de él, como el pañuelo perfecto en los bolsillos del pecho. Eso conduce al sacrificio (por usar una palabra católica y para ser exactos). Los hombres quieren, necesitan, la rendición absoluta.
Gianluca se ríe y dice:
– ¿Sabes lo que necesitan los hombres?
– No te burles de mí.
– Si sabes lo que necesita un hombre, ¿por qué no se lo das y consigues tu propia felicidad?
Miro hacia el río. Y luego, mi momento de transformación personal retrocede como las luces de la cubierta del taxi acuático del río Hudson en su ronda nocturna. liega la iluminación lenta y certeramente. Primero, en la lejana distancia, luces débiles que titilan sobre las turbias olas; luego, conforme se acerca a la orilla del lado de Manhattan, se convierten en luces dirigidas por un reflector que guía a la barca hacia el puerto con brillante e impecable luz. Con esa clase de luz que no ayuda pero que revela la verdad con todos sus detalles. De pronto me veo a mí misma lisa y llanamente.
– Querido Gianluca… -empiezo. Parece sorprendido de que me dirija a él con cariño-. Roman Falconi necesita una esposa que esté en la caja registradora del Ca' d'Oro, como su madre apoyó a su padre en el restaurante de ambos. Tú necesitas una amiga, una mujer que pueda dejarlo todo e ir a sentarse contigo cerca del lago…, aquél con las grullas.
– El lago Argento.
– Exacto, exacto. Una mujer que pueda sentarse contigo en esta etapa de tu vida y estar ahí. Quieres paz, tranquilidad y naturaleza. Quieres algo fácil.
– Ahora me estás psicoanalizando.
– Gianluca, es la verdad. Escúchame, me siento indiscutiblemente atraída por ti y esa atracción me cogió por sorpresa, pero cuando te conocí tenía novio. Si te soy franca, no eres mi tipo. Eres, no obstante, guapo, tienes unas manos hermosas y, lo más sexy de todo, eres un buen padre. Pero no soy la chica indicada para ti. Ahora mismo, no soy la chica indicada para nadie. De hecho, en este momento prefiero el arte. Prefiero la alegría que proporciona crear algo con el trabajo de mis propias manos.
– No tienes que elegir entre una cosa o la otra. Puedes tener el amor y el trabajo juntos.
– ¡Pero no puedo! Lo he intentado. He pasado el último año tratando de estar ahí para Roman. No puedo pasar uno más tratando de estar para ti. Todos terminan decepcionados, tristes e insatisfechos…
– ¿Eso es lo que crees? -dice, y niega con la cabeza.
– Eso es lo que sé.
Gianluca mira hacia el río Hudson, como yo he hecho tantas veces. Observa un plano canal gris, mientras yo admiro un río que conecta con el ancho mar, un universo de posibilidades. Puedo decir que a él no le interesa para nada mi río.
Después de un rato dice:
– Tu ciudad… es muy ruidosa.
Se dirige hacia la puerta y oigo cómo se cierra lentamente mientras él baja por las escaleras hacia el interior de la casa. Me doy media vuelta hacia el río, que nunca me ha decepcionado. Es mi constante, mi misa. Me apoyo sobre la barandilla y miro de arriba abajo la West Side Highway, que en el crepúsculo parece un rollo desplegado de seda violeta de la India perforada por diminutos espejos. Amo este río y esta ciudad, son mi hogar. Sí, es ruidosa, pero es mía…, y así es como me gusta.
La mesa del Día de Acción de Gracias de la abuela tiene una bandada de gansos de papel hechos por sus bisnietos en el centro. Enciendo las velas anaranjadas del candelabro debajo de la araña de luces. Gabriel ayuda a mis hermanas a traer los platos de la cocina a la mesa. Le doy un abrazo rápido a Gabriel y le digo:
– Gracias por venir.
– El gusto es mío. Necesitaba una razón para preparar mis arándanos y tu invitación me ha dado la excusa perfecta.
– ¿Viene Roman? -pregunta mi madre.
– Manda una tarta de frutas -digo. Siempre me hizo gracia que complaciera así a su novia, la zapatera, la zapatera remendona-. Tenía que trabajar -miento.
En vez de convertir esta fiesta en un análisis de mi separación con Roman, he decidido ser tan ambigua con el tema como lo ha sido mi madre al hablar de su edad todos estos años. Cuando la abuela salió del hospital, Roman y yo acordamos darnos un tiempo, pero entre completar los pedidos de la tienda y cuidar a la abuela, no lo cuidé a él. Decidimos romper.
– Nadie trabaja con más ahínco que Roman -suspira mamá.
Tess me pasa un picador de hielo para llenar las copas en la mesa. Me sigue con los recipientes de salsa.
– ¿No piensas decirle a mamá lo de Roman? -me pregunta en voz baja.
– No.
– Ella sentía curiosidad por Gianluca, ya sabes.
– No hay nada que contar.
Evito mirar a Tess, que sabe la historia completa: la luna sobre Capri, los besos, la gruta. En su mente eso es un montón de nada.
– ¡Hay mucho que contar! Te enamoraste de Roman y luego la luz te golpeo de nuevo en Italia, con Gianluca. ¡Dos hombres extraordinarios un mismo año! Es un cuento de hadas. Eres la Cenicienta, todo hay que decirlo, con dos príncipes -suelta Tess mientras alinea las servilletas de tela cerca de los platos.
– Ah, sí, excepto cuando me probé los zapatos de muestra, que eran del treinta y nueve y yo calzo el cuarenta y dos.
– Demasiado apretados -dice Tess.
– ¡Estoy cansada! Pero seamos realistas, soy una Cenicienta que se hará sus propios zapatos.
La familia se reúne alrededor de la mesa. Mi padre se sien-ta en la cabecera y la abuela en el otro extremo. El levanta su copa y dice:
– Primero, demos gracias por la buena salud de nuestra familia y, en especial, por la recuperación de la abuela después de la caída. Y luego, ya que estamos en eso, demos gracias a Dios por la nueva Teodora, el bebé T. -Jaclyn mece su bebé entre los brazos-. Y también, Señor, por las sorpresas que guarda la vida. El compromiso de la abuela me viene a la mente y ¿por qué no? Fue impactante. Gabriel, es bueno verte…
Como sucede con muchas de las oraciones de mi padre, ésta tampoco tiene un verdadero final, así que nos miramos y animosamente hacemos la señal de la cruz para poder servir la comida.
– Quiero que todos vean esto -dice Tess, y muestra un ejemplar de la revista In Style-. Estoy tan orgullosa de ti. -Tess hace circular una fotografía lustrosa de Anna Christina, la estrella de Lucia, Lucia, que lleva un par de zapatos Ángel, con piel de cabritilla color coral y con los adornos del ala del ángel de oro. Le mandé a Debra McGuire un par a California y me pidió cinco pares más, uno de los cuales terminó en los pies de esta estrella cinematográfica emergente.
Mamá mira con orgullo la fotografía y dice:
– Me encantan, son muy Valentine.
– Los pedidos llegarán por montones, lo sé -dice Tess para apoyarme.
Cuando la revista llega a Alfred, la mira y se la pasa a Pamela, que, por primera vez desde que conoció a mi hermano, parece cumplidamente impresionada con nuestra familia.
– ¿Tenéis fecha para la boda, abuela? -pregunta Jaclyn.
– Será en 2009, el día de San Valentín, en Arezzo -explica la abuela y me sonríe-. Adoro esa fiesta y el nombre de mi nieta, ¿ves?
Mientras damos buena cuenta de la cena de acción de gracias, mi familia discute los planes de viaje para la boda, el aeropuerto, la compañía de coches de alquiler y el número de habitaciones que reservaremos en el Spolti Inn. Mis hermanas imaginan la ropa que llevarán, cómo conseguirán que sus maridos falten al trabajo, y mi madre, perpleja, se pregunta cómo encontrará un buen servicio de catering y un florista de bodas en el pueblo de alta montaña de la Toscana.
Alfred me pasa la revista.
– Un respiro afortunado -me dice en voz baja.
– Mientras haga frente a los pagos de este lugar, no puedes cerrarlo -digo con amabilidad y firmeza. Ya no me enzarzo en pequeñas rabietas. No tengo la energía para discutir con mi hermano y encargarme de salvar la compañía de zapatos. Alfred, por supuesto, no me responde. Sabe que la mujer que era hace un año ha sido sustituida por un gorila de trescientos kilos con un plan de negocios. Ya no reñimos ruidosamente, pero por lo menos sabe dónde estoy. Por ahora.
Mis hermanas me ayudan a fregar los platos y a limpiar la cocina mientras los hombres ven el fútbol. Es el último Día de Acción de Gracias de la familia en Perry Street. En esta misma fecha, el próximo año, la abuela vivirá con su nuevo esposo en el piso superior de la curtiduría.
Empaqueto las sobras para que todos se lleven algo a casa. Gabriel se lleva el último trozo de la tarta de Roman, sabiendo que será la última vez que la consiga sin pedirla en el Ca' d'Oro. Mando arriba a la abuela, a la cama, para que hable con Dominic por teléfono. Me emociona estar sola al final de un largo día. Escucho la llave en el cerrojo de abajo. Mi madre ha debido de olvidar algo. Luego oigo una voz que me llama con suavidad desde el hueco de la escalera:
– ¿Valentine?
Roman entra en el salón. Estoy de pie cerca de la encime-ra de la cocina y le miro.
– ¿Qué tal la tarta? -pregunta.
– Deliciosa. Tengo tu bandeja -digo, y la levanto.
– Por eso he venido, por la bandeja -sonríe.
Le miro, absorbiendo todos sus detalles, desde su largo cabello hasta sus calcetines Wigwam. Observo sus pies, incluso tengo la intención de aceptar sus zuecos amarillos de plástico, pero esta noche lleva auténticos zapatos y son -¡por fin!- un par de mocasines de ante. Desde esta posición estratégica y en este momento de nuestra historia, no puedo creer que hayamos roto. Me parece insólita la manera como deseo lo que no puedo tener y, cuando lo tengo, no lo entiendo.
– ¿Siempre vigilas a tus novias cuando has terminado con ellas?
– Sólo a ti -dice. Se acerca, me coge entre sus brazos, me besa en la mejilla y luego en el cuello-. No he terminado contigo.
– Roman, la atracción nunca fue nuestro problema.
– Lo sé -dice. Él también ha pensado en nosotros y, evidentemente, ha llegado a la misma conclusión que yo-. Valentine, hay tanta pasión…
– Quizá deberíamos seguir siendo amigos y luego, cuando seamos viejos, reconectar como la abuela y Dominic y alquilar un Silverstream para viajar alrededor del país.
– Qué idea más mala -dice Roman. La forma en que lo dice me hace reír-. ¿Sabes?, pienso en la primera vez que te vi en la terraza y en que no debí verte. Aunque no pude evitarlo. No quería evitarlo. A veces vuelvo a pensar en esa noche, cuando no te conocía, y la manera como imaginaba que serías, si alguna vez tenía suficiente suerte para conocerte. Y luego te conocí y eras mucho mejor que la mujer que había imaginado. En ese momento me enamoré de ti. Superaste mis expectativas y todavía ahora me sorprendes como ninguna mujer lo ha hecho nunca. Es raro. Sé que ha terminado, pero no lo puedo aceptar.
Sujeto con firmeza a Roman y le digo:
– No iré a ningún sitio, pero ahora mismo no puedo estar contigo, porque no mereces estar en segundo lugar, debes ser el primero. No quiero que me esperes, pero si lo haces, cuando las cosas se hayan calmado en el futuro y pienses en mí -le digo, cogiendo su cara con las manos-, usa la llave.
– Trato hecho -dice.
Roman sabe y yo sé que tal vez nunca utilice la llave, que acabará en el fondo de un cajón y que algún día, cuando esté buscando alguna cosa, la encontrará y se acordará de lo que significamos el uno para el otro. Pero, por el momento, la guardará en su bolsillo y cuando necesite convencerse de que hay una posibilidad la sacará, la mirará y considerará el viaje a través de la ciudad hasta el West Village.
Me acuerdo de la bandeja de la tarta y se la meto bajo el brazo. Observo cómo se va; a medida que sus pasos caen sobre las escaleras, recuerdo que nunca le hice el par de botas que le prometí. Había tantas cosas que pensaba realizar, tantas cosas que quedaron inacabadas…
El sol resplandece entre los rascacielos como una piedra ojo de tigre al inicio de esta mañana de diciembre. El cielo retiene la luz como si estuviera envuelta dentro de un abrigo gris de lana. La abuela y yo estamos en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y Ocho, sujetamos nuestros vasos de café caliente, el de ella negro, el mío con leche y sin azúcar. El diamante de corte esmeralda de su anillo de compromiso destella contra las columnas azules de su vaso de la cafetería griega. Una hermosa composición de colores.
Como dos arquitectos de la antigua Roma, miramos nuestra obra maestra con fríos ojos clínicos y absorbemos cada detalle. Cambio el peso de mi cuerpo de un pie al otro mientras la estudio. La abuela da un par de pasos hacia atrás e inclina la cabeza para cambiar ligeramente el punto de vista. No construimos una catedral, ni siquiera una estatua de jardín, fabricamos unos zapatos de boda y aquí están, en los escaparates navideños de Bergdorf. Todas nuestras colecciones participan. Observar un siglo de nuestros zapatos en los escaparates nos quita el aliento.
Los camiones de reparto pasan con estruendo, pero no les prestamos ninguna atención. Los martillos neumáticos acompasan el bullicio y nos recuerdan que no importa la hora del día o de la noche; en la ciudad de Nueva York alguien, en algún sitio de esta isla, está haciendo algo. Seguimos ahí durante lo que parece una eternidad.
– Entonces, ¿qué opinas? -pregunto finalmente.
– ¿Sabes?, durante mucho tiempo tu abuelo y yo discutimos qué película era mejor, si el Dr. Zhivago o Tal como éramos. Yo voté por Tal como éramos porque trataba de mi generación…, pero ahora -bebe su café y luego continúa-, ahora, al ver estos escaparates y el drama en los detalles del estilo ruso, debo decir que me quedo con Dr. Zhivago.
– Yo también -digo, y le paso el brazo alrededor de los hombros.
Estos escaparates navideños se dirigen a los adultos. Unas cuantas manzanas al sur, si te colocas detrás de los postes de color rojo de Sacks en la Quinta Avenida o de Lord & Taylor, puedes apreciar miniaturas de encantadoras aldeas navideñas hechas para los niños. Se observan montañas cubiertas de nieve con destellos luminosos, patinadores que dan vueltas sobre lagos congelados y trenes de juguete cargados de diminutos regalos envueltos en papel de plata.
En cambio aquí, en Bergdorf, no hay nada kitsch, todo es para la flor y nata. Aquí hay un sofisticado cuento navideño de verdadero amor al estilo ruso, escenificado por las glamurosas novias estadounidenses. El festín de Rhedd Lewis empieza en los escaparates de la calle Cincuenta y Siete oeste, llega a la entrada de la tienda, en la Quinta Avenida, y concluye en los escaparates de la calle Cincuenta y Ocho oeste.
Mientras nuestros ojos siguen la acción del primer escaparate, observamos unos enormes caballos de madera dorados que tiran de esmaltados carruajes y enjoyados trineos barrocos en los que se sientan las novias magníficamente vestidas. Tras una inspección más exhaustiva, se observa que las joyas de los trineos son auténticas -pendientes llenos de cabujón, bejuquillos que gotean macizas gemas, relucientes pulseras y enormes anillos de piedras grandes-, que crean la sensación de estar ante un mosaico resplandeciente.
Al fondo están los huevos Fabergé abiertos, más adelante hay diamantes y perlas desparramadas sobre una cama de arroz de boda. Hay libros viejos esparcidos por el suelo y páginas sueltas que flotan por el aire. En cada escaparate las páginas y las palabras cambian, ahí está el Dr. Zhivago, por supuesto, y Anna Karenina, Las tres hermanas, Los hermanos Karamazov y Guerra y paz, muy apropiados para una boda (!).
Murales pintados a mano de la campiña rusa aparecen como telón de fondo, colinas llanas y casi cuadradas entre los campos de nieve blanca. Estos escaparates, cuadros sofisticados, relatan una historia, ya que las novias están rodeadas de maniquíes que representan a rusos de la clase trabajadora (vestidos con monos verdes, delantales de arpillera y botas de trabajo en pies enfundados en calcetines de lana tejidos a mano). Como artistas al servicio de las novias aparecen las costureras, los cultivadores de orquídeas, las criadas, los cocheros y, sí, incluso un zapatero, que se arrodilla y pone un zapato (¡nuestro modelo Lola!) a una novia vestida de terciopelo blanco con un tocado de armiño.
La yuxtaposición de las sofisticadas novias representa a los ricos enamorados en contraposición con los trabajadores, quienes, no me pasa inadvertido, hacen realidad los sueños de los millonarios. Se necesitan muchas manos para crear belleza. Las novias llevan vestidos muy elaborados de los principales diseñadores, incluyen a Rodarte, Marc Jacobs, Zac Posen, Marchesa, John Galliano y Karl Lagerfeld. Sus firmas, en letras doradas, figuran en la esquina de cada escaparate.
La primera novia, con un vestido que mezcla el tul sobre el satén plisado, lleva el modelo Inés, que asoma por el borde de la falda, levantado por un zapatero; en el siguiente escaparate hay una novia con pantalones blancos de seda y una blusa suelta, acompañados con los zapatos Gilda, cuya forma de zuecos y empeines bordados se adecúan con elegancia a los pantalones de perneras anchas. A ella le sigue una novia que da la espalda a la calle, lleva un teatral vestido de columna con flecos y el botín Mimi. Rhedd sustituyó nuestras correas de satén con cáñamo teñido de índigo para crear un contraste llamativo en la textura.
El siguiente escaparate muestra a una novia con un vestido de minifalda hecho con canutillos y plumas de marabú; se apoya en la punta de los zapatos Flora, con cadenas de oro en lugar de cordones entrecruzados que suben por la pantorrilla. En el escaparate de la esquina, una novia lleva un vestido medieval de escote cuadrado y un elaborado corpiño de cuadros esmaltados repartidos por las largas mangas de trompeta. El maniquí lleva en la mano sus zapatos, los Osamina en lino blanco con cintas lisas, mientras mira sus pies desnudos sobre la nieve.
Pero es el último escaparate el que significa más para mí. Una novia lleva puestos los Bella Rosa con un vestido Victoriano de lana blanca diseñado por Giorgio Armani. Sostiene un billete en una mano y una tiara en la otra, pues huye de un infeliz escenario romántico por las calles de San Petersburgo. El sólido zapato funciona con fluidez con el traje entallado, como si estuviera hecho para anclar el conjunto.
Desearía que Costanzo Ruocco estuviera aquí para admirar el Bella Rosa, así que me guardaré este momento en la memoria y cuando vuelva a Capri lo reviviré para él lo mejor que pueda. En la esquina del último escaparate aparece:
Todos los zapatos son creaciones de la compañía de zapatos Angelini
Greenwich Village
Desde 1903
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
La abuela y yo damos media vuelta para mirar a mi madre que asoma por la ventana del coche de un taxista malhumorado. Se baja antes de que el coche se detenga por completo y se reúne con nosotras en la acera.
Me preguntaba qué se pondría mi madre para ver los escaparates por primera vez y no me decepciona. Lleva un traje gris de pantalones de lana con una estola también gris de falsa piel de leopardo echada por encima de sus hombros. Sus tacones altos son de color plateado y tienen un cuadrado largo de cuero que se abrocha en la punta del pie. No sé cómo lo consigue, pero siempre logra coincidir con el tiempo. También lleva un par de amplias gafas ovaladas negras, sin duda como homenaje a Desayuno en Bergdorf. Sostiene una bolsa de bageb de Eisenberg en una mano y se quita las gafas con la otra. Me pasa la bolsa y luego corre calle abajo para admirar los escaparates.
Mamá levanta los brazos en alto triunfalmente mientras los inspecciona. Busca nuestros zapatos y cuando los encuentra en el cuadro, grita de alegría. Nunca la he visto tan orgullosa, incluso al final de la impresionante carrera universitaria de Alfred, cuando se graduó cum laude en Cornell. Para ella, éste es otro gran momento. Corre hacia la abuela y la rodea con sus brazos.
– ¡Mi padre estaría tan orgulloso! -dice mi madre, y se quita una lágrima.
– Sí, muy orgulloso -dice la abuela mientras pone derecha la estola de mi madre, que se ha movido mientras corría.
– ¡Y tú! -Mi madre se da media vuelta hacia mí-. ¡Lograste que esto se hiciera realidad! Cogiste el manto de la familia Angelini y te lo pusiste… ¿Te pones un manto o lo llevas encima? Lo que sea, es igual, has mantenido la tradición -hace un puño con la mano-, y has persistido. Te colocaste de aprendiz para mejorar y mira…: has cogido todo el trabajo duro y has traído a nuestro pequeño negocio familiar al nuevo siglo de una manera muy popular. ¡Bergdorf, menudo colega! -Mi madre no puede evitar ser la chica de Queens, sólo por un instante. Luego continúa-. Los zapatos Angelini, [junto a Prada, Verdura y Pucci! ¡Viva Valentine! Te admiro y me siento muy orgullosa.
A veces, cuando mi madre me adula, la boca me sabe a metal, pero esta mañana no. Ella está realmente animada y llena de amor. Todas las madres deberían gozar de este momento de gloria, cuando su trabajo duro da resultados y la inversión que realizaron con sus hijos día a día completa el círculo y los resultados se exhiben para que todo el mundo los vea.
No se trata de comercialización o de beneficios ni de marketing. Se trata de nuestra familia y de la tradición de nuestra artesanía. De lo que hacemos. Estos escaparates hablan de nuestro compromiso con la belleza y la calidad, cada puntada, costura, cordón y hebilla hechos a mano y perfeccionados con la habilidad que sólo puede conseguirse con la práctica, la técnica, la experiencia y el tiempo. Nos han reconocido y premiado en un mundo donde el concepto de «hecho a mano» desaparece con rapidez.
Imagináoslo.
El sol, tan blanco y puro como una luna llena, asciende y parte las nubes grises encima de los edificios de cristal en el lado este de la Quinta Avenida, y produce un reflejo sobre los escaparates de la tienda que los transforma en espejos. De un momento al otro desaparecen las imágenes detrás del cristal. No podemos ver las novias en la nieve ni las joyas y los huevos, ni nuestros zapatos hechos de cuero, ante, satén y seda. Sólo permanece nuestro reflejo: la madre, la hija y la nieta, que esta mañana somos una cadena continua del más precioso oro italiano. Desearía poder detener este instante para siempre, nosotras tres, aquí, en la Quinta Avenida. Pero no puedo. Así que cojo la mano de la abuela, deslizo el otro brazo alrededor de mi madre y espero a que el macilento sol del invierno se desplace y podamos disfrutar de nuestra buena fortuna una vez más.