Rocío mi cuello con un poco de la clásica colonia Burberry (un regalo de mi madre de una de sus fiestas literarias británicas) y luego, sobre mi cabeza, donde se fija sobre mí como una niebla fragante de melocotón y cedro. Me inclino hacia el espejo que domina el tocador y reviso mi maquillaje. El espejo adornado con pan de oro de mi dormitorio es tan viejo que la pintura detrás del cristal se ha pelado y ha formado remolinos de color sepia, lo cual da a mi tez un brillo de porcelana. Es mágico porque además la muestra tersa. La tarjeta de Roman Falconi descansa en la rendija del espejo y, por alguna razón, la meto en el bolsillo de mi abrigo de noche. Quizás alguna vez tenga el apetito suficiente para echar un vistazo a su restaurante. Cojo mi bolso de la cama y lo abro, verifico que esté mi billetera, la tarjeta del metro y la terna de oro del maquillaje de emergencia: pintalabios malva, lápiz perfilador rosa pálido y corrector. Paso junto a la abuela, que está en su habitación quitándose la ropa de trabajo y poniéndose la ropa de casa.
– Gabriel te está esperando -dice la abuela mientras bajo las escaleras.
– La abuela me ha dicho que conoces a Roman Falconi -dice Gabriel en cuanto entro en el salón. Gabriel es una versión compacta de Marcello Mastroianni con la tez de Blancanieves. Nos conocimos el primer día de curso del instituto mientras esperábamos en la cola para matricularnos en la clase de arte dramático. Lo primero que me dijo después de presentarse fue: «Soy gay», y yo le respondí: «Eso no será un problema». Desde entonces somos los mejores amigos.
– ¿Qué tal una copa de vino antes de salir?
– La necesito -dice él.
Voy a la cocina y saco una botella de Poggio al Lupo de la estantería de los vinos.
– Entonces, ¿crees que podrías meternos en el Ca d'Oro? -pregunta Gabriel antes de sentarse sobre la encimera.
– ¿Lo conoces?
– ¿No sales mucho, verdad?
– Sólo cuando me invitas -digo. Sirvo una copa de vino a Gabriel y otra para mí.
– En la revista New York dijeron que era el debut más glamuroso de un restaurante italiano esta temporada. He tratado de hacer una reserva desde que abrió. ¿Podrías llamarle, por favor?
– No le llamaré. -Brindo con Gabriel-. Salute.
Gabriel choca su copa con la mía.
– ¿Por qué no?
– Llegué a casa después de hacer la compra y él estaba sentado frente a esta mesa, hablando en italiano con la abuela, que estaba completamente atontada con él. Dejemos que ella le llame.
– Puedes confiar en un hombre que respeta a una mujer mayor.
– No lo tengo tan claro. No vino a revivir las memorias de la abuela sobre el Manhattan de la posguerra, quería conocer a la mujer que había visto desnuda la noche anterior en la terraza.
Gabriel abre los ojos como platos.
– ¿El es el chico que te vio?
– Sí, sí, sí, es probable que piense que soy una exhibicionista.
– Bueno, le habrá gustado lo que vio.
– Harías lo que fuera por obtener una mesa en su restaurante.
Gabriel levanta las manos en el aire.
– Soy un gourmet, significa mucho para mí, lo reconozco. Así que ¿cómo es?
– Atractivo.
– Qué palabra tan falta de gracia.
– Bueno, es alto, moreno y directo, incluso podría decir que es guapo pero, desde cierto punto de vista, su nariz parece la que llevan las gafas de la máscara de Groucho Marx, las de las cejas y la nariz de plástico.
– El perfil italiano, la maldición fortuita de nuestra gente.
– ¿Cómo me veo? -le pregunto a Gabriel mientras le dejo mirar el vestido debajo de mi chaqueta con pose de Suzy Parker.
– Correcta -decide.
– ¡Y dices que atractivo es una palabra sosa! ¡Correcta es peor!
– Significa que te ves bien para encontrarte con el ex novio con quien casi te casas y que ahora está casado con otra. Me gusta la tela plisada.
– Es un vestido de la abuela -digo, estirando las escarapelas de seda cosidas a lo largo del bajo.
– A ella le sienta mucho mejor que a mí -dice la abuela conforme se acerca desde el vestíbulo-. ¿De quién es la fiesta elegante a la que vais?
– La fiesta de la compañía de Bret Fitzpatrick, en la terraza del hotel Gramercy Park.
Gabriel se echa el flequillo a un lado.
– Ahora es un club privado. Me alegra que Bret haya en-tendido cómo funcionan los tejemanejes para convertirse en lo que sea que es. ¿A qué decías que se dedica?
– Algo de administración de fondos -digo, y guardo en mi bolso una pequeña lata de pastillas de menta.
Tengo dos razones para ir esta noche a la fiesta. Primero, sigo delgada desde la boda de Jaclyn y, segundo, necesito la ayuda de Bret para encontrar la manera de financiar mi futuro. No confío en que mi hermano piense en mis necesidades mientras reestructura nuestra deuda. Bret puede ser de gran ayuda.
– Bret es el vicepresidente de algo. A decir verdad, no entiendo qué hace.
– ¿Por qué deberías entenderlo? Eres una zapatera remendona y yo soy el maître del café Carlyle. Seamos realistas, somos gente de servicios, y tu ex amante Bret… Perdona, Teodora.
– Gabriel -digo. Le detengo antes de que profundice más. Sirvo una copa de vino para la abuela y se la doy.
– Me alegra oír que mi nieta es una mujer con una vida completa.
– ¿Necesitas algo antes de que me vaya? -le pregunto a la abuela.
– No, gracias, calentaré unos macarrones y me beberé este vino mirando a Mario Batali en el canal gourmet.
– ¿Sabías que tu novio, Roman Falconi, tiene un restaurante que está de moda?
– Roman lo sabía todo sobre tomates -dice la abuela con orgullo-, y habla un italiano asombroso. -La abuela junta las manos agradecida, como si fuera a rezar-. Me pareció estupendo.
– Tienes debilidad por el acento italiano -le recuerdo.
– Yo también -dice Gabriel con ansia.
– Sólo me gustaría que tuvieras cuidado con la gente que dejas entrar en casa.
– Valentine, tranquila. Roman es de Barí, conocí a su tío abuelo Carm hace mil años. El iba a menudo a casa de Ida De Cario, en Hudson Street. Apuesto a que no fuiste amable con él, ¿o sí?
– Lo suficiente amable para conseguir una invitación a cenar -digo, le doy un beso rápido a la abuela y sigo a Gabriel escaleras abajo, hacia la puerta.
La terraza del hotel Gramercy Park es un elegante salón interior-exterior de cuyas paredes barnizadas cuelgan pinturas inmensas y coloridas. Tiene gruesas alfombras persas, muebles lacados de poca altura y una chimenea que encienden en las frías noches de otoño. Una araña de tintineantes luces blancas y follaje de cristal verde pende de lo alto como el dosel de un bosque encantado. El paisaje urbano parece disiparse en la distancia y, desde aquí, los rascacielos se esparcen como joyeros de terciopelo negro adornados con perlas.
No es la Nueva York de antes, en la que el recorrido por los clubs incluía el Latin Quarter y El Morocco. Esta Nueva York es enteramente nueva, aquí los hoteleros son empresarios y sus elegantes salones compiten por una clientela adinerada y bien relacionada que encaja en este ambiente antojadizo y de valor inestimable. Estamos en la jungla de los nuevos ricos. Mi ex, Bret Fitzpatrick, atiende a los invitados mientras el edificio Chrysler se yergue detrás de él como una espada de platino. Qué adecuado para el hombre que alguna vez fue mi caballero de brillante armadura.
Bret se excusa y viene hacia nosotros.
– ¡Valentine! -dice. Me besa las dos mejillas y abraza a Gabriel-. ¡Menuda reunión!
– No uses esa palabra -dice Gabriel mientras le da una palmada a Bret en la espalda y se separa de él-. Parecemos más viejos cuando usamos esa palabra.
– Bueno, yo soy mayor que tú, así que puedo llamar a este encuentro como me venga en gana -dice Bret, y sonríe-. ¡Qué alegría veros!, gracias por venir.
– ¿Quién es esta gente? -pregunta Gabriel, mirando alrededor.
Bret baja la voz.
– Los clientes y sus amigos. Uno de nuestros accionistas del fondo de inversión es socio aquí -dice él mirándome-. Creía que odiabas estas fiestas.
– Se trata de otra cosa -le digo.
– Estás estupenda, Valentine -dice Bret mientras Gabriel se dirige a la barra a conseguirnos un trago.
– Tú también.
Así es. Bret parece un próspero financiero de Wall Street que se ha ganado su lugar en lo más alto. Su traje, hecho a medida, realza su estatura y sus zapatos de vestir Ferragamo demuestran su buen gusto. Está perdiendo pelo, pero no importa. Sus ojos, de color gris franela, muestran una expresión de completa calidez. Tiene un rostro en el que se puede confiar. Su confianza en sí mismo es indiscutible, pero en ningún sentido es arrogante. Bret ha alcanzado su posición con su propio esfuerzo y se comporta con la gracia de un hombre que se la ha ganado. Ya no encorva los hombros como hacía en su juventud, ahora adopta una erguida postura militar. Ha adquirido esa cosa que los niños nacidos en las familias privilegiadas parecen poseer desde que nacen y que el resto de nosotros debemos desarrollar, aquello que se suele llamar clase.
Cuando conocí a Bret era un chico inteligente de clase trabajadora, originario de Floral Park y con un enorme deseo de alcanzar el éxito. Solía podar el césped de un importante agente de Wall Street que le había prometido un trabajo si Bret iba a la universidad y se licenciaba en Económicas. Bret lo hizo aún mejor: pronunció el discurso de despedida de su curso en el colegio Saint John y luego fue a la Harvard Business School. En diez años, Bret dejó atrás su vida anterior e inició una nueva, que le quedó tan bien como una camisa de Barneys. Entre nosotros han pasado muchas cosas, pero nada complicado. Bret se excusa cuando se lo lleva un hombre mayor, de traje y aspecto distinguido.
Gabriel regresa con mi bebida.
– Es un «ito» -dice, y me da el vaso.
– ¿Qué es?
– No lo sé. Mojito, vodkito, jaibolito, algo «ito». Todo lo que se bebe ahora es un «ito» -dice Gabriel, y le da un sorbo.
– O un «tini»: Martini, Valentini, Brettini -digo antes de probar el trago-. Este no es el hotel que recuerdo.
Me asomo por el borde de la terraza y miro las copas de los árboles de Gramercy Park, una densa isla verde inundada por los dorados haces de luz que emiten las farolas antiguas. El parque está cercado por una valla de hierro forjado, y se ubica en el centro de una manzana compuesta por casas de ladrillo y edificios de apartamentos anteriores a la Primera Guerra Mundial.
– Recuerdo cuando mi amiga Beata Jachulski se casó aquí -añado yo-. Fue antes de que los europeos compraran el hotel. Solía ser muy acogedor y la comida, deliciosa. Eso fue antes de la era de la Ilustración. ¿Has visto las pinturas del vestíbulo?
– Si piensas que este hotel ha cambiado, ¿qué me dices de Bret? -susurra Gabriel.
– Tuvo que hacerlo -le digo. Apoyándome en la pared que circunda la terraza, echo un vistazo a la muchedumbre-. Bret tiene que impresionar a esta gente y no debe de ser nada fácil.
– Eres demasiado indulgente -dice Gabriel, bebiendo de su vaso-. Me pone un poco enfermo.
– Estoy muy orgullosa de él -le digo. Gabriel me mira con una mezcla de comprensión y suspicacia. Han pasado cinco años desde que rompí con Bret. Esta noche es la prueba de que él nunca habría encajado en mi nueva vida, la que improvisé como si hubiera unido retazos de cuero encontrados en el suelo del taller. Él estaba destinado a esto.
– Bueno, quizás estoy molesto porque nosotros tres siempre fuimos nosotros, y ahora Bret es uno de ellos. Es el único de ellos que conozco -dice Gabriel, y de su bebida saca una cereza al marrasquino. Aún hay dos más girando en el fondo del vaso.
– ¿Cómo has conseguido tres cerezas? -pregunto.
– Las he pedido.
Observo cómo Bret deja a sus clientes para dirigirse a la esquina de la terraza donde tres chicas guapas, de unos veinte años, fuman y beben cócteles. Aunque hace frío fuera, no usan medias en las piernas bronceadas, llevan los pies embutidos en unos zapatos de salón que revelan las hendiduras entre los dedos y con una ligera abertura en el talón que sostiene sus tacones de diez centímetros. Estas chicas compran los zapatos por moda, no por ser los adecuados.
– Iré a pillar el sofá que está junto a la chimenea. Este lujoso salón exterior está muy bien hasta que empieza el invierno -dice Gabriel-. Tengo tanto frío que podrías pasar una pulidora de hielo por mi culo.
– En un minuto estoy contigo -le digo, sin dejar de observar a Bret y a las chicas.
Dos de las chicas se van por su lado y dejan a una rubia que tiembla de frío con un trago en la mano. Bret se inclina y le dice algo, ambos se ríen. Luego ella extiende la mano y le ajusta el nudo de la corbata. Este gesto íntimo obliga a Bret a dar un ligero paso hacia atrás.
Una ráfaga de aire recorre la terraza y hace bailar las luces blancas de la araña, que proyectan pequeños rayos sobre el suelo. La chica ladea la cabeza hacia Bret. Su conversación se ha vuelto seria. Los observo unos minutos más, luego me dirijo hacia ellos con el frío viento nocturno sobre la espalda.
Extiendo el brazo hacia la chica e interrumpo su conversación.
– Hola, soy Valentine, una vieja amiga de Bret.
– Soy Chase -contesta ella, mirándole-, una de las muchas empleadas de Bret.
– ¿Tiene muchas?
– Exagero -dice Chase sonriendo. Sus dientes tienen esa perfección periodontal típica de las chicas que crecieron con los avances dentales de los años noventa, que incluyen el blanqueado, el láser y los aparatos invisibles.
– ¡Vaya!, tienes unos dientes increíbles -le digo.
Parece sorprendida. Evidentemente está acostumbrada a los cumplidos, pero nadie había mencionado sus dientes como su principal y mejor atributo.
– Gracias -dice.
Me cruzo de brazos y sujeto mi trago en la parte interior del codo, como si fuera una maceta con planta incluida.
Cuando se da cuenta de que no iré a ninguna parte, añade:
– Bueno, supongo que tendré que ir a buscar algo de comer. -Su mirada se demora en Bret-. ¿Quieres algo? -No lo pregunta como una empleada. Bret entiende el tono, me mira y dice con voz de empresario:
– No, estoy bien, ve y disfruta de la fiesta.
Chase se da media vuelta y se marcha mientras Bret mira más allá de la terraza, hacia el East River.
– ¿Desde aquí se puede ver Floral Park? -digo, y señalo hacia la zona del interior, al municipio de Queens, del que venimos.
– No, no se puede -dice.
– Sería estupendo si se pudiese. -Le paso mi vaso y él le da un sorbo-. Quizás así recordarías de dónde vienes.
– ¿Es una indirecta?
– No, de ninguna manera. Creo que has hecho cosas maravillosas con tu vida. -Mi sinceridad es evidente, así que Bret se vuelve hacia mí y le pregunto-: Entonces, ¿qué pasa con esa chica?
– Eres tan italiana… -dice.
– No eludas la pregunta.
– Nada. No pasa nada.
– Ella cree que sí.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Desde cuándo nos conocemos?
– Hace años -responde Bret, entrecerrando los ojos y mirando hacia Queens como si pudiera vernos allí: dos adolescentes sentados sobre la valla de la casa del párroco en Austin Street, hablando hasta que cae la noche.
– Aja, desde que yo usaba aparato. Además, soy mujer y sé que ella quiere algo más que irte a buscar una empanadilla de langosta.
Bret respira hondo.
– De acuerdo, ¿qué debo hacer?
– Le dirás que estás casado con una mujer encantadora con la que tienes dos hermosas hijas llamadas Grace y Ava. Por supuesto, ella sabe lo de tu familia, porque a veces coge el teléfono en la oficina ¿o es en realidad la encargada de responder al teléfono? Es igual, luego le dirás que se merece un buen chico. Ella te reñirá, y cuando lo haga, le dirás que es demasiado joven. Eso te fastidia cuando eres joven.
Bret se ríe:
– Val, eres tan divertida… ¿Has terminado la lección? -dice, volviéndose hacia mí.
– Ya está. Ahora tú puedes darme una a mí.
Con esa parquedad que comparten sólo los viejos amigos que tienen un pasado en común, me pregunta:
– ¿Qué necesitas?
– ¿Me ayudarías a salvar nuestra compañía de zapatos?
– ¿Cuál es el problema?
Empiezo a dar una explicación inconexa sobre Alfred, la deuda, la abuela y yo. Bret es muy paciente y me escucha con atención.
– Deja que lo examine -dice, y luego añade la frase que siempre me ha dado y siempre me dará paz espiritual-, no te preocupes, Val. Me ocuparé de ello.
En el taxi helado me pego a Gabriel, que es como un radiador que despide vapor. El taxista corta a través del ajetreado cruce de Union Square.
– No iré a otra fiesta en una terraza después de agosto. Esa chimenea era de adorno. No calentaba en absoluto, era como tratar de calentarme con un mechero Bic.
– Hacía mucho frío, pero me alegro de que asistiéramos.
– ¿De qué hablabais tú y Bret? ¿Ha dejado a su mujer y volveréis a estar juntos?
– Sólo si te conviertes en nuestra niñera.
– Olvídalo, odio a los niños.
– Mi nonna Roncalli tenía razón sobre los hombres. No importa la edad que tengan, los tienes que vigilar como un halcón, ¡como un halcón!
Gabriel entorna los ojos.
– Sólo un poco. Tú eres muy mala, esa pobre chica no se atrevió a acercarse a Bret durante el resto de la noche. Era como si lo hubieras rociado con algo. ¿Cuánto tiempo crees que esa Miss Suiza habrá llorado en el lavabo?
– ¿Lloró?
– No lloró, pero le hubiera encantado coger una de esas esculturas polinesias de piedra y golpearte con ella -dice Gabriel mientras se deja caer sobre el respaldo-. Aunque hubiera necesitado la ayuda de alguien para levantarla. Esas chicas de apariencia nervuda tienen muy poca fuerza en la parte superior del cuerpo. ¡Y siguen fumando en el nuevo milenio! Son idiotas.
– Tienen veintidós años, no saben nada -le recuerdo-. La comida me ha gustado.
– Un poco demasiado higo. Todo el mundo usa el higo ahora, en todo: pasta de higo en la focaccia, rodajas de higo en la rúcula, puré de higo en los raviolis. Degas a pensar que los higos son uno de los principales alimentos -dice Gabriel suspirando.
– Se llama Chase.
– ¿Quién?
– La chica que se interesaba por Bret.
– Chase, ¿como el banco? -dice Gabriel, negando con la cabeza-. «Hay un sistema de valores que trabaja para ti». ¿Quién es su padre, el hombre del Monopoly?
– Nunca se sabe. Una de sus amigas se llamaba Milán.
– ¿Como la ciudad? -pregunta Gabriel.
– Como la ciudad y como la marca de galletas.
– ¿Qué fue de la costumbre de recurrir a la Biblia o a las telenovelas para conseguir buenos nombres? -se queja Gabriel, con una palmada-. Yo preferiría siempre Ruth o Laura. Ahora la gente le pone a sus hijos nombres de lugares en los que nunca ha estado. Es una locura.
– Una Ruth o una Laura nunca se insinuarían a su jefe. Chase lo haría.
– ¿Sabes? Creo que Bret te echa de menos -dice Gabriel, mirándome.
– Yo también lo echo de menos, pero cuando estaba con él casi no pensaba en mi vida, en cierto modo organizaba mis cosas alrededor de él. Cuando rompimos tuve que buscar lo que me hacía feliz.
– No sé, Valentine. A veces pienso que pasaste de cuidar a Bret a cuidar de tu abuela. Deberías enamorarte de nuevo y tener una vida.
El taxi se detiene en el extremo del arcén de la calle Veintiuno, en Chelsea.
– ¡Tengo una vida! -le digo.
– Sabes qué quiero decir -dice Gabriel. Me da un beso en la mejilla, pone un billete de diez dólares en mi mano y salta fuera del coche.
Saco la mano por la ventana y agito el billete.
– Es demasiado.
– Quédatelo -dice, y luego hace un gesto con la mano-. Llama al chef.
Le indico al conductor que me lleve a la esquina de Perry Street y la West Side Highway. Me acurruco y observo cómo Chelsea se convierte en Greenwich Village. El carnaval de los fines de semana en el Meatpacking Distric está en plena ebullición. Un viejo almacén gris lleno de recovecos es ahora una discoteca, con franjas de neón amarillo y púrpura que iluminan la antigua plataforma de carga y, en la puerta, postes de cordón rojo impiden el paso a aquella «gente guapa» que espera poder entrar. Una tosca fábrica ahora es un restaurante de moda, decorado en el interior con bancos forrados de cuero rojo y espejos del suelo al techo con los menús pintados con letra cursiva y las ventanas cubiertas por fuera con toldos que parecen capas rojas que revolotean al viento.
A través de la ventanilla del taxi miro a los pequeños grupos de chicas jóvenes, como Chase, que caminan por la calle bajo los azules rayos de luz. Parecen aves exóticas detrás de un cristal. Cuando se mueven, manchan la negra noche con ráfagas de color. Una lleva puesta una blusa de color azul pavo real; la otra, una gabardina de color rojo Valentino; y la última, una falda de tisú metálico, cuyo dobladillo se ciñe contra sus muslos mientras anda. Cuando dan grandes zancadas, sus largas piernas parecen los delgados zancos de las grullas. Mientras cruzan la calle, ríen y se apoyan las unas en las otras, asegurándose de que las tapas de metal de sus tacones de aguja golpeen el centro de los adoquines y no se hundan en la argamasa que los separa. Estas chicas saben caminar en terreno peligroso.
Meto las manos en los bolsillos, me desplomo en el asiento y me pregunto cuánto queda de mi juventud y en qué ocupo estos valiosos días. ¿Esta será mi vida? ¿Trabajar duro, irse a la cama temprano y levantarse al amanecer, durante todos los días del resto de mi vida? ¿Tiene razón Gabriel al creer que me he convertido en una cuidadora que se entierra a sí misma en el trabajo y las preocupaciones de los gastos con apenas treinta años? ¿Existe alguna posibilidad de que él tenga razón?
En el fondo de mi bolsillo encuentro la tarjeta de presentación. La saco. El taxi se detiene en un semáforo. Observo la tarjeta como si fuera un pase gratis para la feria de Coney Island y hoy cumpliera siete años. Ca' d'Oro. Algo nuevo. Roman Falconi. Alguien nuevo. No tengo ocasión de conocer hombres en el trabajo, tampoco tengo que trasladarme después a casa, algo que me permitiría conocer a un chico guapo en el tren. No me inscribiré en match.com, porque en persona me veo mejor que en las fotografías y ¿cómo podría describir lo que estoy buscando cuando ni siquiera estoy segura de lo que quiero? Además, hay muy poco riesgo en llamar a Roman Falconi. Él me dio su tarjeta. Él quiere que lo llame. Saco mi móvil del bolso y marco el número de la tarjeta. Suena tres veces y entonces oigo su voz:
– Hola -dice Roman.
Oigo el alboroto de fondo. Voces, sonidos metálicos, el ruido del agua al caer.
– Soy Valentine.
Más ruido.
– ¿Valentine?
La inseguridad de su tono me indica que no me recuerda en absoluto. Me lo imagino entregando tarjetas a desconocidas por toda la ciudad mientras guiña un ojo, sonríe y les promete un plato de costillas. Estoy a punto de cerrar de golpe el móvil cuando le oigo decir:
– ¿Mi Valentine? ¿La nieta de Teodora?
Me llevo de nuevo el móvil a la oreja.
– Sí.
– ¿Dónde estás?
– En un taxi en Greenwich Street. Te oigo ocupado.
– En absoluto -dice él-. ¿Por qué no vienes?
Cuelgo el teléfono y me acerco a la mampara del taxi para hablar con el conductor.
– Cambio de planes, ¿puede llevarme a la esquina de Mott y Hester en Little Italy?
El taxi cruza la parte baja de Broadway y gira en Grand Street. Little Italy resplandece en la noche, como chispas de esmeralda y rubí engarzadas en un pendiente de diamante con forma de gota. No importa la época del año en la que uno vaya a esta parte de la ciudad, siempre es Navidad. Las luces blancas, concatenadas por encima de la carretera y ancladas en medallones de espumillón rojo y verde, forman el escudo de armas italiano a lo largo de Grand Street. Al igual que mi madre, mi gente requiere oropel todo el año, incluso en la decoración de las calles.
Pasamos frente al mercadillo donde venden las camisetas que dicen: «REZA POR MÍ, MI SUEGRA ES ITALIANA», y tazas de café que proclaman: «AMÉRICA, NOSOTROS LA ENCONTRAMOS, LE PUSIMOS NOMBRE Y LA CONSTRUIMOS». Apoyadas en los escaparates de las tiendas hay fotos en blanco y negro de nuestros iconos con marcos vintage, como si fueran estatuas de iglesia: un decidido Sylvester Stallone corre por Filadelfia interpretando a Rocky; un soñador Dean Martin brinda hacia la cámara con un whisky con soda, y el incomparable Frank Sinatra lleva su sombrero de fieltro y canta ante un micrófono en un estudio de grabación. A la entrada de una tienda hay un cartel de casi dos metros de largo que muestra a Sophia Loren en Matrimonio a la italiana, lleva medias negras y un bustier, bellísima. Jerry Vale entona Mama Loves Mambo desde los altavoces instalados en la esquina de Mulberry Street, mientras un ritmo de hip-hop emerge de los automóviles que pasan por el cruce de la calle. Pago al conductor y salgo del taxi.
Parejas bien vestidas pasean por el cruce, los hombres llevan el cuello de la camisa abierto y una chaqueta deportiva; las mujeres, todas versiones de mi madre, usan faldas ceñidas con vuelos en el dobladillo y chaquetas con cinturón. Sus brillantes zapatos de tacón alto tienen las puntas tan afiladas que podrías triturar con ellas un filete de pollo. Ocasionalmente se vislumbra el toque de un estampado de leopardo o de cebra en un bolso, una bota o un broche. Las mujeres italianas aman los estampados de piel animal, en la ropa, los muebles, los accesorios, no importa dónde, respondemos a la llamada de la selva en todos los aspectos de nuestras vidas. Las esposas se agarran del antebrazo de sus maridos mientras caminan, bamboleándose contra ellos para equilibrar el peso que sus tacones de aguja no pueden soportar.
Miro alrededor, cualquiera de estas personas podría pertenecer a mi familia. Son italoamericanos que salen a pasar una noche en la ciudad y comen en sus lugares favoritos. Al terminar de comer, y después de dar un paseo (la versión americana de la passeggiata), irán al Ferrara para tomar café y postre. Una vez dentro, las esposas se sentarán a las mesas de reluciente mármol mientras mandan a sus maridos a los expositores a elegir una pasta. Cuando ya han tomado su expreso con galletas, regresan a los expositores y eligen una docena o más de distintas pastas para llevar: suaves conchas marinas sfogliatelle empapadas de miel, babás húmedos de ron y ligeras galletas de cabello de ángel, todo delicadamente dispuesto en una caja de cartón atada con un cordel.
El café Ferrara no cambia, tiene la misma decoración de cuando mis abuelos eran novios. Aunque nosotros, los jóvenes italoamericanos, hemos cambiado. Mi generación se ha casado con personas de otros colectivos y nuestros hijos no parecen tan italianos como nosotros, nuestras narices romanas se han acortado, las mandíbulas napolitanas se han suavizado, el cabello negro oscuro se ha vuelto castaño, incluso se ha convertido directamente en rubio. Nos integramos gracias a algún que otro marido irlandés y al tinte Clairol. Como la musa de las italianas del sur, Donatella Versace, se tiñó de rubio platino, también lo hicieron las chicas de Brooklyn. Pero todavía quedamos algunas de nosotras, las anticuadas paisanas que esperan que el cabello rizado vuelva a estar de moda, que hacemos conservas de tomate y cenamos en familia los domingos después de misa. Seguimos disfrutando de las mismas cosas que nuestras abuelas: salir a cenar un plato de pasta casera, el pan caliente y el vino dulce, y terminar con una conversación en Ferrara, comiendo cannoli. No hay nada que no me guste en Little Italy, es mi hogar.
Reviso los números mientras camino por Mott Street. Ca' d'Oro está situado entre la bulliciosa fábrica de raviolis Felicia Ciotola & Co. y la tienda de chucherías Tuttoilmondo. Sobre la entrada del restaurante hay un toldo de rayas blancas y negras. A la puerta le han dado una falsa apariencia de mármol mediante vetas doradas sobre un fondo color crema. Sobre la puerta hay una placa de latón con las palabras Ca' d'Oro grabadas en letra cursiva.
Entro en el restaurante. Es pequeño, pero está decorado con esmero al estilo veneciano, un tanto a la manera de Dorothy Draper. Una larga barra de pizarra negra corre a lo largo de la pared derecha. Las banquetas fijas de la barra tienen fundas de charol plateado. Las mesas están distribuidas con cuidado para maximizar el espacio; su superficie es de laca negra, mientras que las sillas son de damasco dorado con adornos espirales en negro. Es difícil lograr un aire barroco en un escenario tan pequeño (o, lo que es lo mismo, en un par de zapatos), ya que reproducir los exuberantes motivos de esa época requiere un espacio amplio. Pero el señor Falconi lo consigue.
Sólo quedan dos parejas, que pagan sus cuentas. Una se coge de las manos encima de la mesa, sus rostros adquieren suavidad bajo la luz de las velas y están pendientes de sus copas de vino casi vacías; de su cena sólo queda un poco de vino rosado contra el cristal.
La camarera, una hermosa chica de veinte años que lava las copas detrás de la barra, levanta la mirada hacia mí.
– Está cerrado -dice.
– Vengo a ver a Roman. Soy Valentine Roncalli.
Ella asiente y se dirige a la cocina.
Un mural ocupa la pared del fondo del restaurante, es una escena de un palacio veneciano al anochecer. Aun cuando el palacio parece una de las tartas de boda expuestas en el escaparate del café Ferrara, con los arcos adornados, los balcones abiertos y la corona de metálicas cruces doradas a lo largo del techo, es un paisaje evocador más que cursi. La luz de la luna atraviesa las ventanas del palacio e ilumina el canal que se encuentra en primer término con líneas azules, casi grises. Su estilo es primitivo, pero hay mucha emoción en él.
– ¡Eh!, lo conseguiste.
Roman está de pie en la puerta que conduce a la cocina. Tiene los brazos cruzados. La superficie de su pecho, con la chaqueta blanca de chef, parece enorme, como la vela de un barco. Esta vez parece más alto, incluso más que yo; no sé qué le pasa, pero parece que creciese cada vez que nos vemos. Lleva un pañuelo azul marino atado alrededor de la cabeza que, bajo esta luz, le da un aire atrevido, como si fuera el pirata de la botella de ron.
– ¿Te gusta el mural? -me pregunta sin quitarme los ojos de encima.
– Mucho. Me gusta la manera como la luz de la luna brilla a través del palazzo y sobre el agua. Del palacio, quiero decir, o la casa del dux -me corrijo a mí misma. A fin de cuentas, si este tío puede seducir a la abuela con su italiano, lo menos que puedo hacer es echar por ahí los únicos términos oficiales de arquitectura que conozco.
– Es el palacio Ca' d'Oro, en el gran canal de Venecia. Se construyó en 1421 y tardaron quince años en terminarlo. Los arquitectos fueron Giovanni y Bartolomeo Bon, un equipo de padre e hijo. Lo diseñaron con el fin de mostrar a los comerciantes que venían de oriente que los venecianos sabían hacer negocios. Negocios glamurosos. Había muchos grandes egos en Venecia, era el centro del mundo del comercio. Ya sabes de qué va la cosa.
– Es impresionante, ¿quién lo ha pintado?
– Yo.
Roman se vuelve para dirigirse a la cocina y me hace una seña con la mano para que lo siga. Alcanzo a ver mi imagen reflejada en el espejo que hay detrás de la barra y de inmediato relajo el número 11 que se forma en mi entrecejo. Mientras sigo a Roman hacia la cocina, hago una nota mental para recordar pedirle a mi madre que me compre una caja de Frownies, esas pegatinas que humedeces y te colocas sobre las arrugas antes de dormir. Mi madre solía ir a la cama con un puzle de trozos beige pegados a las líneas de la cara, y se levantaba con un cutis tan liso como la formica.
La cocina es tan diminuta que hace que el salón parezca grande. En el centro hay una isla de trabajo. En lo alto, de un largo marco de aluminio con ganchos penden cerca de treinta cazuelas de diferentes tamaños.
La pared más alejada está cubierta de aluminio para protegerla de las salpicaduras de la ancha parrilla plana. Junto a ésta hay cuatro quemadores de gas alineados, no dos delante y otros dos atrás como en una cocina casera. En la esquina, junto a los quemadores, hay cuatro hornos, uno sobre otro, que parecen un rascacielos en miniatura con grandes ventanas.
En la pared del lado contrario hay un fregadero hondo con tres pilas. Me detengo junto a tres neveras altas hasta el techo. Un enorme lavavajillas está empotrado en un hueco cerca de la puerta trasera, que de pronto se abre y muestra una pequeña terraza y su celosía desteñida. El vapor emerge del lavavajillas, y produce una niebla que se mezcla con el aire frío de la noche.
– ¿Tienes hambre? -pregunta Roman.
– Sí.
– Así es como me gustan las mujeres, hambrientas -dice sonriendo. Me ayuda a quitarme el abrigo, que dejo sobre un taburete con ruedas cerca de la puerta y que anclo con mi bolso.
– Hay un delantal en la percha.
– ¿Tengo que trabajar para conseguir mi cena?
– Ésa es la regla.
Detrás de mí, como era de esperar, hay un delantal blanco limpio. Lo paso por mi cabeza, huele a lejía y está almidonado. Roman se pone frente a mí y cruza los cordones del delantal a mi espalda, luego los pasa al frente y ata los extremos con un nudo apretado. Después me da una palmada en las caderas. Eso no era necesario, pero ya es demasiado tarde. Estoy aquí y él da palmadas. «Déjate llevar», me digo a mí misma. Roman me entrega un cucharón de madera.
– Remueve -dice, y señala una cazuela que cuece a fuego lento. Dentro brilla una buena cantidad de un suave y dorado risotto. De la cazuela surge una mezcla de aromas de mantequilla sin sal, crema de leche y azafrán -. Y no pares.
Las suelas de mis sandalias se pegan al recubrimiento del suelo, formado por una serie de hojas rectangulares de hule dispuestas alrededor de las zonas de trabajo.
Roman se apoya en una rodilla y desata los cordones de mis sandalias plateadas de cabritilla, estilo gladiador (tienen unos cordones lisos y blancos que suben más allá del tobillo). Cuando retira la sandalia de mi pie, la calidez de su mano me provoca un escalofrío que recorre mi columna vertebral.
– Bonitos zapatos -dice cuando se levanta.
– Gracias, los he hecho yo.
– Toma -dice, y saca de debajo de la mesa de cortar un par de zuecos rojos de plástico como los suyos-. Ponte éstos, no los he hecho yo.
Luego me quita la sandalia izquierda y me calza el zueco, como si fuera el príncipe de la Cenicienta.
Doy unos pasos con ellos.
– Yo calzo un delicado número cuarenta. ¿Éstos de qué número son, del cuarenta y siete?
– Cuarenta y cuatro. Pero no tienes que caminar mucho. Estarás removiendo mientras los lleves puestos.
Toma mis zapatos y los cuelga de la percha donde estaba el delantal.
– Ahora vuelvo -dice, y se encamina hacia el restaurante.
Mientras remuevo el arroz me miro los pies, me recuerdan a los del niño de la marca de pinturas Dutch Boy como aparecía en una valla publicitaria de Sunnyside, en Queens. También me recuerdan los zapatos de mi padre, que solía ponerme cuando era pequeña, pisando fuerte para fingir que era mayor.
Ahora que estoy sola, echo un vistazo con calma a la cocina. Mi mirada pasa del fregadero a la fotografía de una mujer desnuda, de perfil y con unos pechos enormes, que se inclina hacia una pila de platos sucios. Me guiña un ojo. El pie de la foto dice: «El trabajo de una mujer no termina nunca».
– Ésa es Bruna -dice Roman detrás de mí.
– Vaya con la pila de platos.
– Es la santa patrona de las cocinas.
– ¿Y de los chefs?
A partir de este momento, mantendré la mirada fija en el risotto.
El me quita la cuchara y dice:
– Y bien, ¿por qué has decidido llamarme?
– Tú me lo pediste y yo tengo unos modales impecables, así que lo hice.
– No creo que sea por eso. -Vierte un poco de sal en su mano y la agrega a la cazuela-. Me parece que te gusto un poco.
– Ya te lo diré cuando pruebe tu comida.
– Me parece justo -dice Roman, luego sacude la cabeza y sonríe.
El ayudante del camarero entra en la cocina desde el restaurante con una enorme bandeja de platos sucios y los deja en el fregadero. Habla en español con Roman, éste le da veinte dólares que saca de su bolsillo. El chico le da las gracias, se quita el delantal y se va.
– Roberto tiene otro trabajo en otro restaurante -me explica Roman-. Algún día tendrá el suyo. Yo también empecé lavando platos.
– ¿Cuántos empleados tienes?
– Tres a jornada completa: el ayudante del chef, la camarera y yo. Tres a tiempo parcial: el ayudante del camarero y otros dos camareros. En el restaurante sólo caben cuarenta y cinco personas, pero tenemos las reservas completas cada noche. Tú sabes lo que es llevar un pequeño negocio en Nueva York. Siempre trabajas horas extras. Incluso cuando el restaurante no está lleno de clientes, tengo que prepararlo todo o debo levantarme temprano para ir al mercado o ponerme a trabajar para ampliar el menú.
Mientras Roman remueve el risotto observo que sus manos están muy limpias y que tiene las uñas muy bien cortadas.
– Y es un negocio caro. Algunos días tengo la sensación de que sólo gano para sobrevivir.
Me muevo hasta el fregadero y le doy la espalda a Bruna.
– Debes de estar haciendo algo más que sobrevivir si buscabas un piso en el edificio de Richard Meier.
– La agente inmobiliaria me enseñaba el local para un futuro restaurante a nivel de calle. Luego se ofreció a mostrarme uno de los pisos -dice, y sonríe-. Tenía curiosidad. Entonces, te vi. -Roman remueve el risotto-. Vaya edificio que tiene tu abuela.
– Ya lo sabemos.
La camarera, vestida con sombrero y gabardina, asoma por la puerta.
– Me voy.
– Gracias, Celeste. Saluda a Valentine.
– Encantada -dice, y se va.
– Es muy guapa.
– Está casada.
– Eso está bien.
Interesante. Roman aclara que la bonita camarera está casada.
– ¿Eres una fanática del matrimonio?
– Sólo en el buen sentido -digo, y me deslizo hacia la encimera limpia que está cerca del fregadero-. ¿Y tú?
– No soy un fanático -dice.
– Por lo menos eres sincero.
– ¿Has estado casada? -pregunta él.
– No. ¿Y tú?
– Sí.
– ¿Tienes hijos?
– No -dice con una sonrisa.
– Espero que no te moleste que te haga estas preguntas corno si fuera la encuestadora del censo.
Se ríe.
– Tienes un estilo inusual.
– No me preocupa el estilo. Si así fuese, te hubiera descartado cuando te vi con la camiseta de Campari y los pantalones cortos de rayas. Parecían los pantaloncillos que llevan los guardias de seguridad del Vaticano.
– ¡Ah!, estás en contra de los colores chillones.
– En realidad no. Sencillamente me gusta que los hombres vistan algo más que su ropa de acción.
Roman toma una cuña de parmesano añejo y ralla un poco sobre el risotto.
– Y si no recuerdo mal, tu vestuario de esa noche era espectacular.
Me pongo del color de los tacones de aguja de santa Bruna. El ríe.
– ¿Y ahora por qué estás tan avergonzada?
– Si te viera desnudo en una terraza, fingiría que no he visto nada. Por educación.
– Vale, supongamos que te he conocido en la calle y que llevabas un vestido encantador como el que no llevabas esa noche. ¿No crees que imaginaría cómo te verías sin él? Así que se puede decir que nos hemos saltado un paso.
– No saltes pasos. De hecho… -digo sin pensarlo-, nunca salgo con italianos.
El deja la cuchara y con el borde de su delantal, usándolo como una manopla, levanta la cazuela del fogón.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– La infidelidad.
Roman echa la cabeza hacia atrás y ríe.
– Bromeas. ¿Descartas a un grupo completo de hombres por algo que no te han hecho sólo porque crees que lo harán? Ese comentario está lleno de prejuicios.
– Creo en el ADN. Pero deja que lo explique en términos culinarios. Hace diez años se pusieron de moda los productos de soja. Come soja, bebe soja, deja de tomar lácteos porque te matarán, así que dejé de comer queso y leche y empecé con la soja. Bueno, la soja me sentaba mal, pero persistí porque todo lo que leía declaraba que la soja era buena, a pesar de que mi cuerpo me decía lo contrarío. Cuando se lo conté a la abuela, me dijo: «Los italianos, a lo largo de nuestra historia, nunca comimos soja. El queso, los tomates, la crema, la mantequilla y la pasta han formado parte de nuestra dieta durante siglos y nos han alimentado. Deshazte de la soja». Y lo hice. Cuando empecé a comer los alimentos de mis ancestros otra vez, me sentí mil veces mejor.
– ¿Y eso qué tiene que ver con salir con italianos?
– Se aplica el mismo principio. Los hombres italianos han construido miles de años de historia Romántica a partir de la noción de la madre y la puta. Se casan con la madre y se divierten con la puta. Tendrías que volver a los etruscos acompañado por el doctor Phil para cambiar la manera de pensar de los italianos. Y creo que es imposible cambiar la naturaleza esencial de nuestra gente y, en particular, la naturaleza de nuestros hombres. Ya está el risotto.
– He preparado una mesa para nosotros -dice él, luego abre la puerta-. Por favor.
Lo sigo al comedor, donde la cortina de la ventana está bajada a la mitad. Debe de haber cincuenta velas de diferentes tamaños y formas colocadas por todo el restaurante, proyectando redes de luz rosada sobre las paredes. Filas de parpadeantes velas votivas, sobre bases de cristal tallado, están dispuestas en pequeños nichos de piedra debajo del mural; sus diminutas llamas anaranjadas forman un coro.
Miro mi reloj. Son las dos de la madrugada. Casi nunca como después de las siete. No había estado fuera tan tarde desde que me mudé al Village. No lo puedo creer, estoy, de hecho, divirtiéndome. Pillo mi reflejo en el espejo y esta vez, milagrosamente, no hay ningún número 11 en mi entrecejo. O me ha transformado el tratamiento facial del vapor intensificador de la juventud que surgía de la cazuela de risotto o me gusta la manera en que se desarrolla la noche.
– Adelante, por favor, siéntate -dice él.
– Esto es precioso.
– Es sólo el telón de fondo.
Roman coloca en la mesa un plato de flores de calabacín rebozadas delicadamente.
– ¿De qué?
– De nuestra primera cita. Quítate el delantal.
Me paso el delantal por la cabeza y lo pongo sobre el respaldo de una silla que está en la mesa vecina. Desdoblo la servilleta sobre mi regazo, cojo una flor de calabacín y la muerdo. La delicada hoja, cubierta de crujiente rebozado, es tan ligera como la organza.
Roman vuelve a la cocina y sale con una barra de pan caliente, envuelta en una brillante tela blanca. Luego regresa a la cocina.
Durante su ausencia observo la disposición de la mesa, cada detalle es correcto y está calculado. Nunca había visto este diseño de vajilla, así que le doy la vuelta al plato del pan y miro el sello. Los platos son de la Umbría, tienen un diseño atrevido llamado Falco, que muestra unas plumas blancas, pintadas a mano, sobre un fondo verde. El dibujo da un tono de color al tablero de la mesa, lacado en negro.
Roman reaparece con una pequeña salsera que coloca sobre la mesa. Descorcha una botella de chianti de la Toscana y sirve el vino en mi copa, y a continuación llena la suya. Se sienta a la mesa, levanta su copa y dice:
– Buen vino, buena comida y una buena mujer…
– ¡Oh, sí! ¡Por Bruna! -digo, y levanto mi copa.
Cuando Roman sirve una cucharada de risotto en mi plato, una nube de aroma de mantequilla se eleva en el aire. El risotto es un plato difícil de preparar. Su elaboración es complicada, se debe remover el arroz hasta que los granos se hinchen o hasta que el brazo se caiga, lo que suceda primero. Es una cuestión de medir el tiempo, porque si remueves demasiado el arroz se convierte en engrudo y si lo remueves demasiado poco obtienes un caldo. Lo pruebo y digo:
– Eres un genio -él casi se sonroja-, ¿dónde aprendiste a cocinar?
– Me enseñó mi madre. Teníamos un restaurante en Chicago, en Oak Law, se llamaba Falconi's.
– Entonces, ¿por qué has venido a Nueva York?
– Soy el menor de seis hermanos. Todos trabajábamos en el negocio familiar, pero mis hermanos nunca dejaron de mirarme como si fuera el bebé de la familia. Ni siquiera cuando cumplí treinta puede romper con esa tontería del orden de nacimiento. Ya sabes cómo es eso, ¿no?
– Alfred es el jefe, Tess es la inteligente, Jaclyn es la guapa y yo soy la graciosa.
– Exacto. Yo he trabajado para mi familia desde que era un adolescente. Mi madre me enseñó a cocinar, luego fui a la escuela y aprendí un poco más. Con el tiempo quise usar lo que había aprendido y hacer algunos cambios en el restaurante. Muy pronto quedó claro que ellos preferían el restaurante tal como estaba. Después de varias discusiones y casi a punto de ahogarme en las lágrimas de mi madre, me fui. Y qué mejor lugar para hacerte un nombre como chef italiano que Little Italy.
Roman llena los vasos de nuevo. Él y yo tenemos mucho en común. Nuestro pasado es similar, no sólo la parte italiana, sino la manera como nuestras familias nos han tratado. Aunque los dos tomamos decisiones valientes y hemos tenido cierta experiencia en la vida real, nuestras familias no han cambiado su percepción de nosotros.
– ¿Cómo decidiste meterte en el negocio familiar? -pregunta Roman-. Hoy en día no hay muchos zapateros.
– Bueno, yo era profesora de literatura en un instituto de Queens, pero los fines de semana venía a la ciudad para ayudar a la abuela en la tienda. Con el tiempo, ella empezó a enseñarme cosas sobre la fabricación de zapatos que iban más allá del embalaje y la distribución. Poco tiempo después quedé enganchada.
– No hay nada como trabajar con las manos, ¿no crees?
– Me consume por completo, mental y físicamente. A veces, al final del día estoy tan cansada que me cuesta subir las escaleras. Pero el trabajo en sí es sólo una parte. Me encanta dibujar, diseñar los zapatos, crear nuevas ideas y luego pensar cómo realizarlas. Algún día diseñaré zapatos.
El vino me hace sentir cómoda. Acabo de revelar mis sueños a un hombre que casi no conozco, hasta un punto que rara vez me permito, incluso a solas.
– ¿Cuánto tiempo has trabajado con tu abuela? -pregunta Roman.
– Casi cinco años.
Roman levanta de su plato una flor de calabacín.
– Cinco años. Eso significa que tienes…
Ni siquiera parpadeo al decir:
– Veintiocho.
Roman inclina la cabeza y me mira desde un ángulo distinto.
– Yo hubiera dicho que eras más joven.
– ¿De verdad? -Nunca había mentido acerca de mi edad, pero como ya casi tengo treinta y cuatro, me pareció un buen momento para empezar.
– Me casé cuando tenía veintiocho -explica Roman-. Me divorcié a los treinta y siete. Ahora tengo cuarenta y uno -recita con rapidez los números, sin la menor vacilación.
– ¿Cómo se llamaba?
– Aristea, era griega. Hasta hoy nunca he visto una mujer más hermosa.
Cuando un hombre te dice que la mujer más hermosa del mundo es su ex esposa, y lleva más de una hora mirando tu rostro, el comentario te sienta como una anchoa podrida.
– Las chicas griegas son italianas con mejor bronceado -digo antes de tomar un sorbo de vino-. ¿Qué salió mal?
– Yo trabajaba demasiado.
– Vamos, un griego puede entender el trabajo duro.
– Y… supongo que no trabajé mucho en el matrimonio.
Miro el trabajo de Roman (el mural, las velas, el festín sobre la mesa) y luego le miro a los ojos, en los que empiezo a confiar. Puedo hablar con este hombre casi sin esfuerzo. Me siento mal por haber mentido respecto a mi edad. Ésta podría ser la primera cita de muchas, ¿qué debería hacer ahora?
– Me alegra que hayas llamado -empieza.
– Necesito decirte algo -interrumpo-. Tengo treinta y tres. -Mi cara se vuelve roja como un pimiento-. Nunca miento, ¿vale? Lo hice porque treinta y tres es casi treinta y cuatro, un número bastante alto. Debes saber la verdad.
– No hay problema, tú no sales con italianos, ¿recuerdas?
Sonríe, luego se pone de pie y viene hacia mí. Me toma de las manos y tira de mí para que me levante. Nos miramos como dos personas que no saben si besarse o no. Me siento culpable por haberle dicho a Gabriel que la nariz de Roman se parecía a la que llevan las gafas de Groucho Marx. Desde este punto de vista su nariz es adorable, recta, y está muy bien.
Él coge mi cara entre sus manos. Cuando nuestros labios se encuentran por primera vez, el beso es delicado, sensual y directo, como Roman. Podría estar en la Piazza Medici de la isla de Venecia, porque el contacto con él me lleva lejos de donde estoy, a un lugar maravilloso, un lugar en el que no he estado desde hace mucho tiempo. Roman me rodea con sus brazos y la seda de mi vestido produce un sonido susurrante, como si un remo se hundiera en el canal del cuadro que está a su espalda.
El último hombre que besé fue Cal Rosenberg, el hijo de nuestro proveedor de botones de Manhasset. Digamos que no me quedaron ganas de pedirle más. Pero este beso de Roman Falconi, justo aquí, en este dulce restaurante de Mott Street, en Little Italy, con los zuecos de plástico en los pies, me hace creer en la posibilidad de un romance verdadero. Mientras él me besa otra vez, deslizo mis manos sobre sus bíceps. Los cocineros, evidentemente, levantan mucho peso; los proveedores de botones y los especuladores financieros no.
Sumerjo el rostro en el cuello de Roman, el olor de su piel limpia, atemperado por el ámbar y el cedro, es nuevo, aunque también familiar.
– Hueles increíblemente bien.
Le miro.
– Tu abuela me lo dio.
– ¿Qué te dio?
– La colonia.
No puedo creer que mi abuela le diera a Roman la muestra gratis de colonia para hombre que nos dieron de regalo en la boda de Jaclyn. No sé si sentirme avergonzada de que ella se la diera o de que él decidiera usarla.
– Me dijo que si no la aceptaba se la daría al cartero Vinnie. ¿No te gusta?
– La amo.
– Ésa es una palabra muy fuerte: amor.
– Bueno, es una colonia muy fuerte.
El sonido del bullicio que viene de la calle rompe la quietud del restaurante. A través de las ventanas puedo ver los pies de unos jóvenes de fiesta nocturna en ruta hacia la siguiente estación. Sus zapatos, unos botines de gamuza, una especie de lustrados zapatos Oxford y dos pares de escarpines de tacón alto, uno de cuero color rubí y el otro de falsa piel negra de cocodrilo, se detienen frente al Ca' d'Oro.
– Cerrado -oigo que dice una mujer ante la puerta de entrada.
No para mí. Roman Falconi me besa de nuevo.
– Vamos a comer -dice él.
A pesar de lo mucho que se construye aquí, en la orilla de Manhattan del Hudson, al otro lado del río también se trabaja mucho. Las grúas, de las que cuelgan piezas de madera, tuberías y bloques de cemento, parecen en la distancia marionetas sobre un escenario. El sonido rítmico del martillo hidráulico aminora al entrar en el agua y me recuerda el sonido de una cafetera de filtro.
Me reclino sobre la barandilla del muelle que hay cerca de nuestra tienda y espero a Bret, que se reunirá conmigo durante su pausa del mediodía. Los alumnos de un curso de pintura trabajan con dedicación bajo los permanentes toldos blancos del muelle. Doce pintores me dan la espalda con sus caballetes dirigidos hacia el este, mientras dibujan sobre lienzos blancos el paisaje de la orilla fluvial del West Village.
Observo a los estudiantes mientras su profesora se mueve en silencio entre los caballetes y retrocede a menudo para contemplar los trabajos de sus alumnos. Toca el hombro de uno de los pintores y le hace indicaciones. El artista asiente, se echa hacia atrás, entrecierra los ojos y luego da un paso hacia delante, pasa el pequeño pincel por su paleta y pinta una delgada veta blanca a lo largo del techo de una vieja fábrica que antes había pintado con detalle. De pronto, el cielo gris de su pintura, suspendido sobre los tejados como algodón viejo, se satura de luz, lo que cambia por completo el ánimo del paisaje urbano. La abuela me enseñó el poder del contraste, a usar un adorno brillante para resaltar el empeine de un zapato, o uno oscuro para definirlo, pero nunca había visto cómo éste se hacía realidad con tan sutil disposición del color. Lo recordaré la próxima vez que elija un adorno.
Bret trabaja en una agencia bursátil que se encuentra a pocos minutos a pie de nuestra tienda. Cuando estábamos juntos, algunos fines de semana, cuando necesitaba descansar de sus estudios de posgrado en Económicas, venía a ayudarme. Yo le admiraba porque él nunca había olvidado su origen y, cuando era necesario, era capaz de remangarse y hacer trabajos manuales a la vieja usanza. Estoy segura de que si ahora necesitáramos ayuda para acabar un pedido y le pidiéramos que viniera, se pondría a trabajar con energía, en honor de los viejos tiempos.
Le veo venir a lo lejos, camina vivazmente hacia mí con su traje mientras una corriente de aire agita su trinchera beige de Burberry. Bret da el último mordisco a su manzana y lanza el corazón al río Hudson. Estoy sinceramente orgullosa de él y de todo lo que ha conseguido, pero también preocupada. Es el único hombre que conozco que lo tiene todo, y el hombre que lo tiene todo sólo puede superarse a sí mismo de una manera: consiguiendo más. Pienso en Chase y su deslumbrante sonrisa. ¿Ella es más? Bret llega a donde estoy y me besa en la mejilla.
– Bien, ponme al corriente, cuéntame todo acerca del negocio.
– La abuela ha estado pidiendo créditos, con el edificio como garantía, para mantener el negocio a flote. Alfred ha revisado la contabilidad y dice que es necesario reestructurar la deuda.
– ¿Cómo puedo ayudar?
– Creo que Alfred utiliza esto como una excusa para que la abuela se jubile y poder vender el edificio: capitalizaría un inmueble de valor descomunal, pero eso significaría el fin de la compañía de zapatos Angelini. Lo cual me deja…
– Sin trabajo ni casa.
– Ni futuro -añado sin rodeos.
– ¿Qué quiere la abuela?
– Dice que no está preparada para vender; pero te diré, entre nosotros, que tiene miedo.
– Mira, ella es la dueña de un inmueble de primera. En mi compañía contamos con personas que gestionan ese tema.
– No quiero que la ayudes a vender el edificio. Quiero que me ayudes a comprarlo.
Los ojos de Bret se abren como platos.
– ¿En serio?
– Sabes cuánto significa este negocio para mí. Todo. Pero no tengo suficiente dinero ahorrado, dista mucho de ser el que necesito. No tengo aval. Y aunque casi soy una profesional, aún tengo mucho que aprender de la abuela.
– Val, esta situación tiene mala pinta. Tu abuela siempre hace lo que Alfred dice.
– ¡Lo sé! Pero también lo que yo le digo. Si tuviera un plan alternativo, ella lo consideraría.
– ¿O sea que estás buscando inversores para mantener el negocio mientras consigues comprarlo?
– Eso suena bien. Claro que no tengo ni idea de finanzas.
– Lo sé -dice sonriendo.
– Pero tú sí.
– Sabes que estoy aquí para ayudarte, déjame pensar.
Me toma del brazo y caminamos de regreso a Perry Street.
– ¿Te estás portando bien?
– Como un aplicado monaguillo. Sé lo que tengo en casa, pero gracias por recordármelo.
– Claro, para eso estoy. Soy una alarma de la fidelidad.
Tess se da media vuelta en la silla de la peluquería para comprobar en el espejo la parte trasera de su nuevo corte. Con la promesa de un peinado moderno y a la última, animé a mi hermana a ir a Eva Scrivo, la peluquería más chic del Meatpacking District.
Frente a los espejos que van del suelo al techo se alinean las sillas de cuero negro, todas ocupadas por dientas en distintas etapas del corte y del tinte. Una mujer lleva por corona una masiva fronda de papel de plata untada con decolorante; a otra mujer le alisan las mechas cortas y onduladas, color champaña, estirándolas con fuerza hasta la punta con la ayuda de un cepillo redondo; otra dienta tiene las raíces cubiertas con una mezcla de marrón y violeta y las puntas se alejan de su cuero cabelludo como los radios de una bicicleta.
– Tenías razón, Val, lo necesitaba. Con ese ordinario corte de cabello era una aburrida ama de casa -dice Tess, y sonríe-. No es que tenga nada en contra de las amas de casa. De hecho, soy una de ellas.
Scott Peré, el maestro del cabello rizado, observa el reflejo de Tess y le ahueca las espesas capas de cabello.
– Sólo os lo diré una vez, así que escuchad -dice Scott. Después de los treinta, capas, chicas, capas.
– Puedo pensar en varias cosas que una mujer necesita después de los treinta, y las capas no se encuentran ni siquiera entre las diez primeras -le digo.
– La excepción a la regla -dice-. Con tu estupenda piel, aguantarás hasta los cuarenta.
Scott toma el peine y se mueve hacia la siguiente dienta, que está sentada debajo de un secador que lanza aire caliente sobre los rulos mientras gira con lentitud alrededor de su cabeza, como un halo rotatorio de metal.
Siso un poco de crema alisadora del mostrador, echo la cabeza hacia atrás y la extiendo sobre mi cabello. Suena mi móvil, que está dentro del bolso.
– Cógelo por mí, Tess. Debe de ser la abuela, querrá saber dónde estamos.
– Hola -dice Tess, y escucha durante un momento. Me hago un moño con el cabello-. No soy Valentine, soy su hermana. -Tess me pasa el teléfono-. Es un chico.
– ¿Diga?
– Creía que eras tú -dice Roman.
– ¿Roman?
– ¡Qué nombre tan sexy! -exclama Tess con aprobación mientras toma su bolso y va hacia el mostrador a pagar.
– Llamo para agradecerte lo de la otra noche -continúa Roman-. Recibí tu nota, la llevo en el bolsillo.
– Sueño con ese risotto.
– ¿Sólo con eso? -dice. Parece decepcionado-. Me preguntaba si podríamos vernos de nuevo.
– ¿Necesitas un corte de cabello?
– No -responde riéndose.
– Muy mal. Aquí hay un asiento libre y yo soy muy buena con las tijeras.
– Pasaré del corte de pelo, pero no de ti, ¿vale? Pero, aquí viene la parte difícil, estoy encadenado a este lugar.
– Me pasa lo mismo con la tienda, ¿qué tal si te llamo un día para tomar un café después del almuerzo?
– Me parece bien.
Cierro el móvil y lo meto en el bolso. Me encuentro con Tess fuera de la peluquería. Se acerca hacia mí mientras habla con su marido.
– Nada de noche especial. Ni hablar. Dile a Charisma que no se acerque a la nata montada y a Chiara que no tiene permiso para dormir en nuestra cama. Vale, cariño. Voy a casa de la abuela con Val. Llegaré a la hora de dormir. Te quiero -dice Tess, y cuelga el teléfono-. Charlie tiene muchísimo trabajo. Charisma estaba jugando con su móvil y llamó a su jefe por accidente. -Tess me mira-. ¿Y bien?
– Tuve una cita.
– ¿Y?
– Y él es muy interesante.
– ¿Un empollón?
– En absoluto. Es bastante enrollado.
– ¿Y complicado?
– ¿No lo son todos?
– También mi Charlie. Es complicado incluso en las cosas más sencillas. Le gusta comer pasta todos los jueves, ver una película los viernes y tener sexo los sábados.
Tess nunca había mencionado su vida sexual. Obviamente el corte de cabello la ha liberado.
– Es una agenda fácil de cumplir -respondo, riendo.
– No me quejo, pero hay que tener cuidado con la rutina. Necesitas mantener despierto el interés de tu hombre. Charlie se está acercando a los cuarenta y ya sabes lo que pasa. Coche nuevo, esposa nueva, vida nueva.
– Eso nunca te pasará -le prometo a mi hermana.
– Le pasó a nuestra madre.
– Sí, pero eran los años ochenta. Entonces les sucedía a todas las madres.
– La historia tiene una manera curiosa de repetirse -dice Tess, metiendo las manos en los bolsillos mientras caminamos-. Incluso la abuela tuvo un problema con el abuelo.
Me detengo y observo a mi hermana.
– ¿Qué?
– Sí, mamá me dijo que el abuelo tenía una… amiga.
– ¿De verdad?
– No sé cómo se llamaba ni nada, pero mamá me lo contó antes de mi boda.
– ¿Y no me lo habías dicho?
– Como si las infidelidades de nuestros parientes fueran una suerte de reliquia familiar que debamos compartir, como la cubertería de plata.
– Aun así -protesto. Me siento mal porque la abuela no me ha confiado el secreto-. La abuela nunca lo ha mencionado.
– Tú idolatrabas al abuelo, ¿por qué tendría que hacerlo?
Abro la puerta principal del edificio. Tess y yo entramos en el vestíbulo. La puerta de entrada a la tienda está abierta, las mesas de trabajo han quedado vacías y la pequeña lámpara del escritorio es la única luz del lugar. Sobre el escritorio hay una nota con la caligrafía de la abuela: «Id a la terraza… Hay castañas».
Subimos corriendo las escaleras, perdemos el aliento mientras llegamos arriba.
– En mi próxima vida -digo, jadeando-, quiero vivir en uno de esos estupendos lofts de una sola planta, sin escaleras.
– El prototipo de la residencia asistida -resopla Tess.
Empujo la puerta de la terraza. La abuela tiene la parrilla encendida. Hay dos enormes sartenes tapadas con papel de aluminio sobre las rojas llamas del carbón. El humo del carbón trae el olor de las castañas dulces mientras éstas se asan, un delicioso aroma a miel y crema.
– Están buenas este año. Jugosas -dice la abuela, mientras agita la sartén, que sostiene con una manopla de cocina. Lleva un pañuelo sobre el cabello y su abrigo de invierno está abotonado hasta arriba-. Oh, Tess, me encanta tu cabello.
– Gracias -dice Tess, y gira la cabeza-. Scott es muy bueno, deberías ir a su peluquería, abuela.
– Quizá lo haga.
La abuela coge la espátula que pende de un gancho lateral de la parrilla. Levanta la cubierta de la sartén con la manopla y luego aporrea las castañas con el lado plano de la espátula hasta que se abren. Las saca a cucharadas y las pone en una bandeja de acero inoxidable para galletas. Tess y yo nos sentamos en la tumbona y tomamos la bandeja. Soplamos y sacamos una a una las blanquecinas castañas de sus tostadas cascaras. Nos las echamos a la boca. Son sublimes.
– Mi madre odiaba las castañas -dice la abuela-. Cuando era niña, en Italia, su familia no tenía mucho dinero y lo hacían todo con castañas: pasta, pan, pasteles, el relleno de los raviolis. Cuando su familia emigró, prometió que nunca comería otra castaña. Y así lo hizo.
– Eso demuestra que a veces nos resulta difícil dejar atrás las cosas que nos sucedieron en la infancia.
Tess mira hacia Nueva Jersey, donde es muy probable que su marido esté encerrado en el garaje mientras Chiara y Charisma embadurnan la puerta automática con nata montada.
– A mí me gustaría dejar atrás algunas cosas que me han pasado en la edad adulta -digo mientras pelo otra castaña.
De repente se abre la puerta de la terraza.
– No os asustéis, soy yo -dice Alfred mientras coloca su cartera junto a la puerta. Luego va hacia la abuela y le da un beso.
– ¡Qué sorpresa! -dice Tess cuando nuestro hermano la besa en la mejilla. Luego me besa a mí.
– La abuela me ha llamado para decirme que había castañas -dice Alfred con frialdad.
– Me alegra que hayas venido -le comunica la abuela a su único nieto, con suficiente amor para llenar la dársena del muelle 46.
– He estado en el banco -dice, y respira profundamente-. Necesitan algunos números, una nueva tasación del edificio.
– ¿Crees que podremos arreglarlo? -digo mientras me pongo de pie.
– Aún no lo sé, Valentine. Hay que reunir más información. Mientras más escarbo más me convenzo de que deberíais vender el edificio.
– Ah, entonces no has venido a comer castañas, has venido a clavar el anuncio de «Se vende» -le digo.
– Val, no estás ayudando -dice Alfred.
– ¿Y tú sí? -respondo.
La abuela mueve las castañas con la espátula.
– Trae a los agentes, Alfred -dice ella con tranquilidad.
– Abuela… -protesto, pero ella me detiene.
– Tenemos que hacerlo, Valentine. Y lo haremos.
Su tono me dice que el tema está cerrado. Alfred toma una castaña de la bandeja que sostiene Tess, rompe la cascara y se la come. Miro a Tess, que me observa. A continuación dice:
– No te olvides de Valentine, abuela. Ella es el futuro de la compañía.
– Yo siempre pienso primero en mis nietos -dice la abuela, tomando la bandeja que sostiene Tess-. En todos vosotros.