2 Perry Street, 166

La limusina esquiva baches mientras nos acercamos a la entrada del Midtown Tunnel de Queens. La abuela y yo compartimos las muestras de chocolate Li-Lac mientras los rascacielos de Manhattan surgen delante como enormes teclas de piano, blancas y negras, contra un cielo plateado.

Cuando salimos del túnel, del lado de la ciudad, giramos hacia la Segunda Avenida. El East Village se parece al viejo Greenwich Village que recuerdo de niña. Esta noche se muestra como un carnaval de final de verano, con mucha gente en las calles, sobre la que caen luces color rosa pálido y neones azules. Mientras nos encaminamos hacia el oeste, al corazón de Greenwich Village, dejamos atrás los rascacielos y la vida nocturna para entrar en el silencioso santuario de sinuosas calles flanqueadas de encantadoras casas con fachada de arenisca parda y maceteros que cuelgan de las ventanas, llenos de geranios e iluminados por farolas antiguas.

Desde la ventana de mi antigua habitación, en Queens, mientras oía una y otra vez La isla bonita de Madonna, imaginaba el glamur y la sofisticación de Manhattan, tan sólo a unas cuantas paradas de metro de la línea E. No podía esperar a las cenas del domingo con mis abuelos, en el Village. Guando mi padre giraba en Perry Street y conducía sobre los adoquines, saltábamos en el asiento trasero como pelotas de tenis. Esas calles adoquinadas señalaban que casi habíamos llegado al lugar donde vivía la magia: la compañía de zapatos Angelini.

– ¿Dónde es? -pregunta el conductor.

– El edificio de la esquina. ¿Ve esa marquesina azul y blanca? Ahí vamos -le digo.

El conductor se sube a la acera y detiene el coche:

– ¿Vivís aquí?

– Desde el día que me casé -dice la abuela.

– Un barrio que mola -dice él.

– Ahora -dice la abuela con una sonrisa.

Ayudo a la abuela a salir del coche. Busca las llaves bajo la luz de la farola. Miro hacia arriba, al cartel original que hay encima de la puerta y en el que antes se podía leer:



Pero años de lluvia han borrado tres letras y ahora se lee:



La «l» de «Ángel» tiene la forma de un anticuado botín color crema con botones azul turquesa. Cuando era niña soñaba con un par de botines como los del rótulo. La abuela se reía y decía:

– Esas polainas no han estado de moda desde la época de Millard Fillmore.

La especiada fragancia del cuero nuevo, la cera de limón y el aceite de la máquina cortadora nos saludan al entrar. Paso de largo la puerta de paneles con cristal esmerilado, en la que figura una «A» cursiva grabada al aguafuerte y que lleva hacia la tienda, me arremango el vestido y subo las estrechas escaleras. Alcanzo la primera planta, un enorme cuarto que comprende la cocina y el salón.

– Adelántate y enciende las luces -dice la abuela desde abajo-, con estas rodillas llegaré el martes.

– Tómate tu tiempo -respondo.

Acciono los interruptores de las luces en hilera que apuntan a la encimera de la cocina. La estrecha cocina abierta se extiende a lo largo de la pared trasera. Una barra de granito blanco y negro separa la cocina del comedor. Cuatro taburetes cubiertos con cuero rojo y tachuelas de bronce están metidos debajo de la encimera. Recuerdo a la abuela levantándome sobre uno de los taburetes cuando era niña. Qué extraño estar aquí, a mis treinta años, encendiendo las luces y asegurándome de que todo sea seguro para ella, tal y como ella siempre hacía por mí.

En el centro de la habitación hay una larga mesa de madera con capacidad para doce personas. Las sillas tienen asientos con flores, bordadas por mi madre. En esta mesa, centro de nuestra vida familiar, compartimos las comidas, conversamos con los clientes y hacemos planes.

Una opulenta araña de cristal de Murano cuelga sobre la mesa, cargada de racimos de uvas y adornada con cuentas de azul muy oscuro. Durante todo el año hay un jarrón con flores frescas en el centro de la mesa. La abuela es dienta asidua del mercado coreano de Charles Street. Las flores frescas llegan cada martes y la abuela se las arregla para elegir lo mejor de lo mejor. Esta semana las azucenas atigradas llenan con su color naranja una vieja vasija de barro.

Más allá de la encimera, en el salón, y debajo de las ventanas de la fachada, hay un largo y confortable sofá tapizado con terciopelo beige y cojines color verde manzana y ladrillo.

La abuela tiene en la esquina un sillón reclinable de cuero negro que hace juego con una otomana. Al lado, una lámpara con pie de cristal moldeado y una pantalla de seda con rayas blancas y negras. El televisor descansa sobre una pequeña mesa frente al sofá. Unas cortinas de impoluto color cascara de huevo cubren las ventanas, dejando pasar la luz al tiempo que ofrecen cierta privacidad ante la concurrida calle de abajo.

La abuela se detiene a la entrada del salón y se pone las manos en las caderas.

– Podría tomar un trago antes de dormir, ¿qué te parece?

– Claro. -Me quito los zapatos-. ¿Regaste los tomates antes de irnos?

– ¡Lo olvidé por completo y hoy ha hecho mucho calor!

– No pasa nada, ya lo hago yo. -Me subo la falda del vestido y trepo por los escalones hasta la tercera planta.

Me detengo al pasar por el dormitorio de la abuela, en lo más alto de la escalera, enciendo la pequeña lámpara de su mesita y descubro la pila de libros que tiene junto a la cama. La abuela es una gran lectora. Una vez al mes se dirige a la biblioteca pública de la Sexta Avenida y llena una bolsa de la compra con libros. La pila incluye: The Ten-Tear Nap, de Meg Wolitzer, What Happened on the Boat, de Angela Thirkell; Hold Tigkt, de Harlan Coben; Women & Money, de Suze Orman, y Smart Women Finish Rich, de David Bach.

Frente a la habitación de mi abuela está la vieja habitación de mi madre, decorada para criar a un hijo único en los años cincuenta. Tiene un aspecto recargado, el delgado papel tapiz ostenta ramos de violetas amarrados con listones dorados, hay un pequeño escritorio y una silla pintados de blanco que combinan con la cama, cubierta con una colcha de organza color lavanda con volantes y a juego con las almohadas redondas que hay a lo largo de la cabecera tallada.

Mi dormitorio, que solía ser la habitación de huéspedes, está junto al de mi madre. Cuando la abuela se sintió sola después de la muerte del abuelo, tía Feen vivió aquí un tiempo. Han pasado diez años, pero el frasco casi vacío de Bonne Nuit sigue en su tocador; en el fondo de la botella aún queda un poco de perfume. Entre las dos ventanas y sus respectivas cortinas romanas de algodón blanco hay una cama de matrimonio sencilla, con cabecera y un cubrecama blanco.

A un lado hay un viejo escritorio contra la pared y, al otro, un sillón con orejas, cubierto con una funda de pana blanca. Esta habitación tiene el mejor armario de la casa, empotrado, casi un vestidor, con repisas en las tres paredes. Ahí jugábamos a hombres de negocios cuando éramos niños. Tess y yo hacíamos de secretarias, y Alfred era el presidente del consejo de administración.

Enciendo el aire acondicionado. La abuela no puede dormir con frío, y yo no puedo dormir sin él. Cierro a mis espaldas la puerta de la habitación para que el frío se quede dentro. Paso por el cuarto de baño, que conserva la bañera original, con cuatro patas, y las baldosas a cuadros verde bosque y blanco que mi abuelo instaló cuando compró el edificio.

Fuera del cuarto de baño, al final del pasillo, hay una primitiva escalera de roble, labrado toscamente, que conduce al tejado. Mi abuela construyó los escalones después de años de usar una vieja escalera para llegar a la trampilla. Son innumerables las discusiones acerca de estas escaleras, y mi madre regularmente manda trabajadores para que las arreglen o sustituyan por escalones reglamentarios, pero la abuela los despacha. Se resiste a cambiar los escalones. La abuela está decidida a exprimir hasta la última gota de utilidad de cada objeto de esta casa, ya sean estas escaleras, el reloj de los años cuarenta que hay sobre su cómoda o el cuerpo en el que vive.


Descorro el cerrojo de la puerta mosquitera que lleva a la terraza con jardín y la abro de un empujón. Hubo un tiempo en el que no había pestillo en esa puerta, pero ahora cerramos todas las puertas y ventanas.

Me pongo de pie, cierro la puerta detrás de mí y examino el jardín más hermoso del mundo. Las farolas de Perry dan suficiente luz para iluminar la terraza de azul. Es nuestro espacio exterior oficial, que es como se le llama en Manhattan a cualquier cosa que tenga aire abierto a su alrededor. En verano, la comida del domingo se traslada a la terraza, donde empujamos los muebles contra las paredes para que el espacio quede a disposición de los nietos.

Durante el otoño y el invierno, la abuela y yo solemos hacer los descansos para el café aquí, envueltas en nuestros abrigos y guantes. Hemos tenido algunas de nuestras mejores conversaciones bajo este cielo urbano, sólo nosotras dos. Aunque pasamos mucho tiempo juntas mientras yo crecía, nunca estuvimos solas. Cuando salimos a la terraza, parece que nuestros problemas familiares, el taller y la presión del negocio quedan a kilómetros de distancia.

La disposición del «jardín» no ha cambiado desde que era niña. En la esquina sur hay una enorme mesa circular de hierro pintada de blanco que hace juego con las sillas. La mesa está flanqueada por tres cipreses enanos, plantados en tiestos de terracota. La fuente de agua muestra a un san Francisco de bronce que sostiene un aguamanil, con un pajarillo posado en su hombro.

A lo largo de la valla de separación discurre nuestro jardín oficial, una serie de cajones de madera basta de un metro y medio de profundidad con densas tomateras verdes. Alternamos los fiables tomates en rama con los tomates verdes de ensalada, que han demostrado ser más difíciles de cultivar. Las tomateras están plantadas en las mismas cajas de madera que construyó mi abuelo y las ramas están atadas con las cintas que utilizamos en la tienda a las mismas estacas que él usaba.

Cultivamos cerca de treinta plantas al año, que rinden suficientes tomates para proveer de salsa en conserva a toda la familia, y aun así nos sobran tantos tomates que nos los comemos durante todo el verano como si fueran manzanas.

Hay una malla metálica de medio metro junto a la valla de separación de la terraza, por encima de las plantas. Es en parte por seguridad, pero también para sostener las tomateras mientras crecen hacia el sol. Las densas y fragantes hojas crean un tapiz verde vivo que dura hasta el final del verano.

Cultivar tomates es cuestión de paciencia y método. Hacia el final de la primavera, nosotras colocamos con cuidado las plantas en un mantillo fértil. Pronto las ramitas se llenan de flores blancas, y unas semanas después estos brotes se convierten en pálidos racimos que, a su vez, se transforman en pequeños frutos verdes que crecen aún más antes de volverse naranjas y, finalmente, maduran hacia un intenso carmesí antes de que los recojamos. En plena cosecha, los gordos tomates rojos cuelgan de las verdes enredaderas y parecen rubíes suspendidos en una pulsera.

Me asomo a la pared delantera y miro más allá de la autopista del West Side, hacia el río Hudson. Las farolas forman brillantes charcos de luz amarilla, del color de las alas de una mariposa, sobre la acera que sigue la orilla del río.

En todos los años que he observado el río Hudson desde esta terraza, nunca he visto el mismo color dos veces, tampoco en el cielo. Un día el cielo es un estampado de leopardo con las manchas en gris; otro te encuentras resplandecientes estelas blancas sobre un naranja encendido, y aun un espacio azul claro con un puñado de nubes de color humo. Al igual que el cielo, el ánimo del río cambia en un instante, como un amante temperamental con poca memoria. A veces el oleaje es violento y otras está tranquilo, con ondas como las que se forman en una taza de té. Esta noche el río se extiende como un rollo de organza plateada, más allá de la estatua de la Libertad y debajo del puente Verrazano-Narrows, donde se despeña en el foso azul oscuro del océano. Parece que fluya desde siempre, y eso rae consuela.

Es una lenta noche de verano con sólo unos cuantos coches en la West Side Highway. No se oyen los sonidos habituales, el frenar de los camiones, las bocinas de los coches ni las sirenas; hoy reina la calma, como si todo Manhattan estuviera empapado de miel. Allá en lo alto, el cielo se ha vuelto azul turquesa con un borde de luz blanca pálida que parece una cortina de encaje, detrás del desorden de edificios que bordea el Hudson del lado de Jersey. No puedo encontrar la luna, pero el barco de la Circle Line navega hacia la costa de Manhattan lanzando destellos en la oscuridad de la noche como un topacio ahumado.

– Perdonad, chicos -les digo a los brillantes tomates rojos mientras presiono sus cubiertas duras y bruñidas, necesitadas del sol matinal para madurar completamente. La tierra bajo las tomateras está seca como si fuera aserrín. Desenrollo la vieja manguera verde y hago girar el grifo del agua. Mientras brotan, las tibias pulsaciones de agua se van enfriando. Me vuelvo para regar las plantas. Mi vestido de dama de honor es tan ajustado que me impide inclinarme, así que dejo la manguera, abro la cremallera de la parte de atrás y me quito el vestido. Mi instinto es salvar el vestido, pero ¿para qué? Me veo pálida con los colores pastel y no puedo imaginar ningún escenario en el que me lo pondría de nuevo.

El vestido queda frente a mí como un rígido fantasma rosa. Giro la manguera hacia él. Empapado, el satén se vuelve del color de un cóctel burbujeante de arándano, el tono exacto de la pintura del Palazzo Chupi, creación de Julián Schnabel, en la calle Once Oeste, que surge detrás de nuestro edificio como una villa toscana. Ése es el tono de rojo que me habría quedado bien.

Todo lo que queda en mi cuerpo es el Spanx, que parece un bañador color salmón del concurso de belleza Miss América de 1927. Las perneras ciñen mis muslos como vendajes. Mi abdomen queda tan apretado que se diría que la tela sostiene una costilla rota. Mis pechos parecen dos madalenas con glaseado rosa envueltas en plástico transparente. No hay ni un pliegue en mí mientras remojo las tomateras a lo largo del frente del edificio, y me siento liberada del vestido, de los zapatos y del papel de dama de honor.

Mientras riego las tomateras, el aire se llena del olor de la tierra negra y de un ligero aroma de café. Ponemos nuestros granos de café cerca de las raíces, un viejo truco de jardinería de mi abuelo. Pienso en él y en cómo la abuela tiene una visión completamente distinta del hombre que yo recuerdo y que quise. Parece que debajo del crujiente mantel blanco, que por exigencia de mi abuelo debía cubrir la mesa en cada comida, había cuestiones pendientes. Quizás la abuela se sincere conmigo algún día y me cuente la historia de su matrimonio, que es también la historia de la compañía de zapatos Angelini.

La tienda de zapatos de mis abuelos, y este edificio, es uno de los últimos vestigios de los viejos tiempos que quedan en este barrio. Los últimos diez años han transformado la orilla del río, convirtiendo una aglomeración de fábricas y garajes en un lugar de restaurantes de lujo y lofts espaciosos. La costa del río Hudson ha pasado de ser un agreste y liso muro de piedra a un deslumbrante despliegue de edificios modernos hechos de vidrio y metal. Atrás quedaron los peligrosos muelles, los oscuros hacinamientos de barcazas atracadas y los embarcaderos infestados de sucios camiones. Fueron sustituidos por verdes parques, brillantes y coloridas estructuras de madera para que jueguen los niños en zonas de recreo seguras, y cuidados pasajes moteados con hileras de luces azules que se encienden a la primera señal del atardecer.

La abuela llevó muy bien los cambios hasta que los peces gordos decidieron alterar nuestra vista para siempre. Cuando se construyeron tres rascacielos de cristal a un costado, diseñados por el famoso arquitecto Richard Meier, la abuela amenazó con cercar este jardín mediante una alta valla de madera recubierta de densa hiedra, para ahuyentar a los fisgones, pero todavía no lo ha hecho porque parece que nadie se ha mudado a las torres de cristal. Durante meses visité la terraza temerosa de los vecinos, pero nuestro jardín da, hasta el momento, directamente a un apartamento vacío.

Pongo la boquilla cerca de mi cara y me mojo con agua fría, siento el picor del polvo LeClerc mientras se diluye. De pronto, todo el trabajo de Nancy DeFastidio desaparece y la piel queda limpia. Mi cabello se libera en desorden del moño, bajo la fuerza del agua. El Spanx mojado asfixia mi cuerpo como una enredadera. Echo un vistazo alrededor, bajo la boquilla y tiro del sostén del Spanx hacia abajo, doy un tirón al corpiño y enrollo la licra por encima de la cintura y las caderas, pasando por los muslos y las pantorrillas. Me lo quito. La faja completa queda sobre el negro alquitrán del techo y allí parece la silueta de un cuerpo en la escena del crimen, delineada con tiza.

Cierro los ojos y alzo la boquilla por encima de la cabeza, empapando mi cuerpo como hacía con las plantas. El agua fría me sienta estupendamente en la piel desnuda. Cierro los ojos. Revivo una noche de verano igual de calurosa que ésta, hace mucho tiempo, cuando mis hermanas y yo llenábamos una piscina de plástico azul mientras la abuela nos rociaba con la manguera.

De pronto una explosión de luz que llena la terraza. Al principio me quedo confusa. ¿Quizás un helicóptero de la Policía con enormes reflectores surca el cielo para descubrir el tráfico de drogas? Puedo ver los titulares: «MUJER RETOZA DESNUDA BAJO UNA MANGUERA DURANTE UNA REDADA DE CRACK». ¡Pero no hay nada en el cielo! Miro hacia la derecha, ni un movimiento en Perry Street. Miro a la izquierda. Oh, no, en la torre de cristal de Richard Meier, el piso de la cuarta planta, que suele estar vacío, tiene las luces encendidas.

Miro directamente a los ojos de una mujer que me observa. Lleva un traje de verano. Está sorprendida de verme, y no está sola, hay un hombre con ella, alto, bastante guapo, de intensos ojos negros; viste unos pantalones cortos y una camiseta en la que pone «Campari». Hacemos contacto visual pero él me mira de arriba abajo precipitadamente, como si leyera los vuelos de llegada en la pantalla de un aeropuerto. Es entonces cuando recuerdo que estoy desnuda y me lanzo detrás de una alta ristra de tomates.

Me arrastro hacia la puerta mosquitera, pero mientras lo hago, la manguera se exalta, como una astuta serpiente, y lanza un chorro de agua de cualquier manera hacia las alturas y sobre toda la terraza. Gateo de regreso maldiciendo. Tomo la boquilla y luego, agachada, me muevo hacia el grifo, donde, desde un ángulo difícil, giro la manivela hasta que finalmente el agua deja de brotar. Mientras repto hacia la puerta y vuelvo a la seguridad, la luz del piso se apaga y deja en la oscuridad nuestra terraza y, al parecer, la mayor parte de la mitad baja de Manhattan. Con lentitud levanto la cabeza, el piso está vacío ahora, es una caja de cristal en la oscuridad.

Escaleras abajo, la abuela está sentada en su sillón reclinable con los pies en alto. Sus zapatos de charol rojo descansan, con las puntas hacia dentro, cerca de la mesa, y la chaqueta de su traje cuelga con pulcritud del respaldo de una silla. Un vaso helado de limoncello me espera en la encimera.

– Te has dado una ducha.

– Aja. -Ato con un nudo el cinturón de mi albornoz. Le ahorraré a la abuela los detalles de la exhibición de desnudez pública en la terraza.

– Tu cóctel es doble, y el mío también -dice, y me hace una seña para brindar conmigo-. Los pretzels están en la mesa.

Señala su aperitivo favorito, en su versión italiana y esponjosa. Tomo uno y lo parto por la mitad.

– He hablado con tu hermano en la boda. Quiere que rae jubile.

He contenido la rabia todo el día, pero ahora no puedo más y estallo:

– Espero que le hayas dicho a Alfred que se metiera en sus asuntos.

– Valentine, en mi próximo cumpleaños haré ochenta. ¿Cuánto tiempo…? -Se detiene y reconsidera lo que está tratando de decir-. Tú haces casi todo lo que es necesario hacer aquí, en el taller, en la casa, incluso en el jardín.

– Y me gusta mucho, seré una carga para ti el resto de tu vida -bromeo-. La última mujer soltera de nuestra familia que duerme en tu habitación para visitas.

– No por mucho tiempo ni para siempre. Te enamorarás de nuevo -dice, levantando su vaso hacia mí.

La abuela me alienta de una manera muy gentil, sólo cuando estoy sola y reflexiva soy capaz de recordar los pequeños giros de sus frases que me afirman y me ayudan a seguir adelante. Cuando dice «te enamorarás de nuevo», realmente es sincera, reconoce que alguna vez estuve enamorada de un buen hombre, Bret Fitzpatrick, y que fue real. Había planeado un futuro con él y, cuando no funcionó, ella fue la única persona que me dijo que no tenía por qué funcionar. Todos los demás (mis hermanas, mi madre y mis amigos) asumieron que él era poca cosa o que quizás era demasiado o que tal vez el nuestro había sido un primer amor que no estaba destinado a durar, pero nadie fue capaz de ponerlo en perspectiva para que yo pudiera convertirlo en un capítulo más en la historia de mi vida y no en el desenlace definitivo de mi historia amorosa. Confío en la abuela para que alguien me diga la verdad y me dé su opinión desnuda. También necesito su sabiduría. ¿Y su aprobación? Claro, sobre todo eso.

– Me preocupa que te esté limitando. Debes ser joven mientras eres joven.

– Según tía Feen, soy una antigualla.

– Escucha, sólo una anciana puede decirte esto, nadie más tendrá las agallas de decirte la verdad. El tiempo no es tu amigo, es como, no sé… -dice la abuela, mirándose las manos.

– ¿Qué?

– El tiempo es como un hielo en tus manos.

Dejo mi vaso.

– Vale, ahora estoy completamente aterrorizada.

– Demasiado tarde, ya me encargo yo de entrar en pánico por las dos.

– ¿De qué se trata?

– Ay, Val…

El tono de su voz me asusta.

Me mira.

– Hice algunas cosas mal.

– ¿Qué quieres decir?

– Al morir, tu abuelo tenía dos créditos con el edificio como garantía. Yo lo sabía, pero cuando fui al banco para liquidarlos resultó que eran más cuantiosos de lo que pensaba. Así que en vez de pagarlos pedí más dinero para mantener el taller en funcionamiento. Hace diez años creí que con algunos cambios podría obtener mayores beneficios, pero la verdad es que el negocio apenas daba para ir tirando.

– ¿Y ahora?

– Y ahora, tenemos problemas.

Mi mente da vueltas. Pienso en nosotras, trabajando a todas horas y a veces los fines de semana. No puedo imaginar que no ganáramos dinero. Tomo un sorbo de limoncello, con la esperanza de que me dé fuerzas. La abuela y yo nunca hablamos del lado empresarial de la fabricación de calzado, de las ganancias y las pérdidas, de lo que cuesta fabricar zapatos. Ella se encarga de todo lo relacionado con los negocios. Se encarga de poner los precios, del número de encargos que aceptamos y de la contabilidad. Usa una compañía externa para pagar la nómina de los empleados. En algún momento me ofrecí a ocuparme de los libros, pero tenía demasiado trabajo en el taller. He dedicado los últimos cuatro años a aprender a hacer zapatos, no a venderlos. Recibo un modesto salario, pero fuera de eso la abuela y yo nunca hablamos de dinero.

– ¿Cómo…? ¿Cómo ha pasado?

– Soy muy mala empresaria. Vivo de la esperanza.

– ¿Qué significa eso exactamente?

– Significa que hipotequé el edificio para mantener el negocio. El banco llamó cuando ajustaron la hipoteca y traté de refinanciar la deuda, pero no pude. En Año Nuevo nuestros pagos se duplicarán y no sé cómo pagaremos. Tu abuelo era un estupendo malabarista, yo no. Yo pongo toda mi energía en hacer zapatos, pensando que el negocio se puede cuidar a sí mismo. Cuando viniste a trabajar para mí, sentí que tenía la ayuda que necesitaba para salir del hoyo en el que estaba, pero somos una empresa pequeña.

– Quizá deberíamos pensar en expandirnos, hacer más zapatos y contratar más gente que nos ayude a crecer.

– ¿Con qué? -me mira.

– ¡Lo tengo! -aplaudo-. ¡Haré una peli porno! ¡La venderé por Internet! Les funciona a las actrices. Quizá sólo gane un par de dólares y una tarjeta de metro, pero vale la pena intentarlo. -Me levanto y abrazo a la abuela-. Hay una solución para cada problema.

– ¿Quién lo dice?

– El Norman Vincent Peale de nuestra familia: mi querida madre.

– El optimismo inventado por Mike.

– Aja, bueno, esta vez debemos seguir su ejemplo.

– Está bien, está bien -dice la abuela, alejándose de mí.

– ¿Abuela?

– ¿Sí?

– Sólo es dinero.

– Es mucho dinero.

– Lo resolveremos -le prometo.

Los ojos de la abuela se llenan de lágrimas, retira sus gafas y se limpia los ojos. La abuela no es una llorona, es raro verla llorar.

– No estás sola, abuela, yo estoy aquí.

La abuela sube las escaleras y yo cierro la casa, friego nuestros vasos, corro las cortinas y apago las luces. Mientras hago estas tareas, repaso todas las preguntas sobre el negocio que tengo para la abuela. Luego subo las escaleras para enterarme con más exactitud de lo que está pasando.

La abuela está sentada en la cama leyendo el periódico en la posición que acostumbra. El New York Times está doblado en un rectángulo del tamaño de un libro. Mientras lee, apoya un hombro en su almohada, sosteniendo el diario arriba, cerca de la lámpara de la mesita de noche.

La abuela tiene la cara ovalada, la frente tersa y la nariz aguileña. Sus lisos labios tienen el suave toque de coral que queda de su pintalabios. Sus ojos marrones y profundos estudian con atención el diario. Se ajusta las gafas y luego se sorbe los mocos. Saca un pañuelo de la manga de su camisón y se suena la nariz, devuelve el pañuelo a su lugar y continúa leyendo. Éstas son las cosas, imagino, que recordaré cuando se haya ido. Recordaré sus hábitos y excentricidades, la manera como lee el diario, la manera como vigila la mesa de los patrones en el taller, la manera como apoya el cuerpo sobre la mano para cerrar el recipiente hermético cuando envasamos los tomates. Ahora tengo una nueva imagen para añadir a la lista: la mirada de esta tarde cuando me dijo que la zapatería Angelini tiene endeudado hasta el suelo de la terraza. Me lo he tomado con calma, pero la verdad es que me siento como si necesitara respiración artificial, sin suficientes agallas para preguntarle al doctor cuánto tiempo me queda.

– Me estás observando -dice la abuela, mirándome por encima de sus gafas-. ¿Qué?

– ¿Por qué me no hablaste de los préstamos? -pregunto.

– No quería preocuparte.

– Pero soy tu aprendiz, que en francés significa «la que ayuda».

– ¿De verdad?

– En realidad no. La cuestión es que estoy aquí para ayudar. Desde el momento en que me convertí en tu aprendiz, tus problemas se volvieron mis problemas. Nuestros problemas -La abuela empieza a discrepar, la freno-. No discutas conmigo ahora. Quiero dominar el arte de fabricar zapatos porque quiero diseñarlos algún día y no puedo hacerlo sin ti.

– Tienes talento. -La abuela me mira-. Definitivamente tienes talento.

Tomo asiento en el borde de la cama y me giro para verla.

– Entonces, confíame tu legado.

– Lo hago, pero, Valentine, más que el éxito de este negocio, de hecho, más que nada en este mundo, quiero paz en mi familia. Quiero que te lleves bien con tu hermano, quiero que intentes entenderle.

– Quizás él debería tratar de entendernos, no estamos en 1652, en una granja de la Toscana en la que el primogénito controla todo y las chicas lavan los platos. No es nuestro padrone, aunque actúe como tal.

– Es listo, quizá pueda ayudarnos.

– Bien, la primera cosa que haré mañana será fumar la pipa de la paz con Alfred. -Miento. No haré nada que signifique una servidumbre más profunda, emocional o económica, respecto a mi hermano-. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya a la cama

– No.

El teléfono suena en la cómoda y, ella lo descuelga.

– Hola -dice-. ¡Ciao, ciao! -Se sienta en la cama y agita la mano en señal de buenas noches-. II matrimonio é stato bellissimo. Jaclyn era una sposa straordinaria. Troppa gente, troppo cibo, la musica era troppo forte, ed erano tutti anziani. -Se ríe.

Me levanto y camino hacia la puerta. Puedo descifrar unas frases aquí y allá. Bonita boda, hermosa novia, música estridente. El tono elocuente de la abuela ha cambiado, sus formidables palabras en italiano caen una sobre la otra y ella casi no puede respirar, como una alumna cotilla de instituto después de su primer baile. Cuando habla italiano, es más ligera, se vuelve una chica. ¿Con quién habla? Echo un vistazo hacia atrás, en su dirección, pero la abuela cubre el micrófono.

Me dice adiós con la mano.

– Es larga distancia, mi curtidor de Italia.

Entonces sonríe y vuelve a su llamada.

De camino al dormitorio apago las luces del corredor. Últimamente estas llamadas de Italia se han hecho más frecuentes. El cuero debe de ser un tema hilarante entre los zapateros y los curtidores, a juzgar por la manera en que la abuela se ríe al teléfono. Sea quien sea con quien está hablando tiene mucha energía para las cinco de la mañana, hora de Italia. Pero ¿cómo puede reír cuando el lobo está en la puerta con una orden de embargo? Voy hacia mi habitación, que está unos veinte grados más fresca que el corredor. Cierro la puerta detrás de mí para que el aire frío no flote por el corredor y se resfríe la abuela.

Estoy tan alterada que no puedo quedarme en la cama, así que paseo. Qué día. Un día de boda tan caluroso que cuando bailaba con el suegro de Jaclyn me dejó una huella húmeda de su mano en el vestido. La humillación en la mesa de los «amigos», dando explicaciones, explicando mi vida a un montón de gente que sólo veo en las bodas y los funerales, lo cual debería decirme algo acerca de su lugar en mi universo. Y luego regresar a casa, a las malas noticias, las cuales, en lo más profundo, no me sorprenden tanto como deberían, si soy completamente sincera conmigo misma. He notado un cambio en el ánimo de la abuela en el taller, preferí ignorarlo, lo cual fue un error que no cometeré de nuevo. De ahora en adelante, no fingiré que todo está bien cuando no lo está. Estoy enfadada con la abuela por manejar mal el negocio. Me enfada que asumiera las deudas del abuelo sin reestructurarlas o sin consultarlo con profesionales que le ofrecieran consejo. Ha puesto en marcha el mecanismo para que el taller cierre, o quizá sea su manera de que la decisión de jubilarse llegue sola. Puedo verlo ahora: Alfred cerrará el taller, venderá el edificio, me quedaré en la calle, y la abuela se irá a vivir a una de esas impersonales y frías residencias. Algún día sus bisnietos verán las fotografías de los zapatos que ella hacía como si fueran reliquias en las vitrinas de un museo.

Cuando llegué para trabajar aquí, debería haberme sentado con ella y pedirle que me explicara todo, no sólo la historia de nuestro negocio familiar o los secretos del oficio, sino los hechos que no se discuten, los números, la verdad acerca de lo que se necesita para mantener pujante una pequeña compañía independiente en esta era de comercialización masiva y mano de obra extranjera barata. No lo hice porque estaba en deuda con ella por hacerme su aprendiza y permitirme aprender cómo hacer zapatos. Estaba en deuda con ella y ahora tendré que pagar el precio.

Hubiera hecho las cosas de otra manera si mi mentor no hubiera sido mi abuela. Nunca sentí que podía hacer preguntas, porque ¿quién era yo para hacerlas? Y ahora sé que debería haber preguntado. ¡Tendría que haberme hecho valer! Desperdicié mucho tiempo. Y ahí está la raíz de mi enfado y mi frustración, algo tan obvio que debí haberlo comprendido antes. Me tomé mi tiempo, hasta los treinta, para encontrar mi vocación, y entonces asumí decidida que los detalles se resol-verían solos. Debí haber comenzado a trabajar aquí a tiempo completo cuando era joven y mi abuelo estaba vivo. Debí convertirme en la aprendiz de los dos inmediatamente después de la universidad, en lugar de tomar el desvío de Bret y de una carrera de profesora con la que nunca me comprometí del todo. Quizás así no me encontraría en este apuro.

Soy de aquellas que florecen tardíamente y sé, pues algo entiendo sobre plantas, que en ocasiones las plantas tardías no llegan a florecer. Quizá nunca me convertiré en la artesana que espero ser porque no tendré un maestro que me enseñe ni un lugar donde perfeccionar mi oficio. La zapatería Angelini cerrará y con ella se esfumará mi futuro.

Me metí a medias en el oficio de zapatera cuando debí sumergirme a fondo. Vine los fines de semana y ayudé a trazar los diseños, curtir el cuero, teñir la seda o cortar los ojales; pero, al principio, para mí no era una vocación, fue como si no estuviera obligada a ser zapatera. Sólo quería una excusa para pasar el tiempo con la abuela.

Entonces, como suele suceder, tuve una revelación.

Un sábado por la mañana, cuando todavía daba clases de literatura en el instituto de Forest Hills, vine a ayudar. Cubrí la mesa de cortar con una estupenda pieza de terciopelo, tomé un lápiz y tracé los bordes, marcando dónde irían al final las costuras del zapato. Tracé el diseño por instinto, sin romper el flujo de la línea, como si algo o alguien rae guiara. Tuve una conexión sin esfuerzo con la tarea, vino a mí de manera tan natural como respirar. Había encontrado mi vocación. Sabía que era eso, no más docencia, dejaría atrás esa carrera y mi vida en Queens, y por desgracia, a Bret, que tenía ya su propio plan de vida, que no incluía a una artista combativa con préstamos estudiantiles, sino una vida tradicional, en el centro de la cual habría una madre que se quedaba en casa y criaba a sus hijos mientras él se hacía con Wall Street. Yo no encajaba en esta imagen y él tampoco encajaba en la mía. El amor, decidí entonces, tendría que esperar hasta que yo comenzara de nuevo.

De la cómoda saco mi libreta de dibujo y extraigo el lápiz de su espiral. Abro la libreta de golpe y paso las páginas con mis esbozos de empeines, plantillas, cabezadas y tacones dibujados con vacilación al principio, y con mano firme al final. «Llegaré -pienso, mientras observo los dibujos-. Estoy mejorando, sólo necesito más tiempo».

Paso las páginas y vuelvo a leer las anotaciones que garrapateé en los márgenes: ¿probar piel de cabritilla aquí? ¿Qué tal un elástico ahí? ¿Terciopelo? A lo largo de todas las páginas, el conocimiento impartido por la abuela me proporciona las instrucciones y los datos que necesito en todo momento, ideas que se pueden volver a consultar y a las cuales te puedes remitir día a día, durante la actividad del taller. Finalmente, desemboco en una página en blanco. Escribo:


«Cómo salvar la compañía de zapatos Angelini»


Estoy completamente abrumada. Agrego:


«Desde 1903»


Han pasado ciento cuatro años. Los Angelini recibieron educación, casa y vestido gracias a los beneficios de su tienda de zapatos, una vida formada y financiada con el trabajo de sus propias manos. No puedo dejar que el negocio muera, pero ¿qué significa este negocio ahora en un mundo en el que los zapatos artesanales son un lujo? Elaboramos zapatos tradicionales de boda en un mundo en el que los zapatos se manufacturan y se producen masivamente en cuestión de minutos y son ensamblados con mano de obra barata en fábricas de rincones del mundo que nadie conoce, o peor aún, que lodos pretenden que no existen. Hacer zapatos a mano es un arte antiguo, como soplar vidrio o elaborar edredones o hacer conservas de tomate. ¿Cómo sobrevivir en este mundo contemporáneo sin perder todo lo que mi bisabuelo construyó? Escribo:


«Fuentes de ingresos»


Observo las palabras hasta que mis ojos se empañan. Las únicas personas que conozco con un verdadero conocimiento del dinero y cómo llegar a él son Bret y Alfred, dos hombres a los que preferiría no pedir ayuda. Giro la libreta y la cierro, meto el lápiz de nuevo en la espiral y la arrojo al suelo. Apago la luz. Me vuelvo y tiro de la sábana. «Haré que esto suceda -me prometo a mí misma-. Debo hacerlo».

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