CAPITULO 8

Mientras volvía andando a la questura, Brunetti iba pensando en un sonido y en una confusión. El sonido era el que salía de la garganta de la niña y que él no habría podido llamar voz, y la confusión, la que había envuelto la extraña conversación mantenida con la abuela: él hablaba de amenazas y ella decía que no tenían importancia, pero, al mismo tiempo, daba a entender que De Cal podía ser peligroso. Repasó todo lo dicho y sólo encontró una explicación: quien había lanzado las amenazas era Tassini, provocado quizá por la intemperancia de De Cal. O esto, o la mujer desvariaba, y Brunetti estaba convencido de que aquella mujer en particular nunca haría tal cosa. Mentir, quizá; disimular, sin duda; pero siempre con coherencia.

Sonó su móvil, y cuando se detuvo para contestar, oyó la voz de Pucetti que decía:

– ¿Comisario?

– Sí. ¿Qué hay, Pucetti?

– ¿Ya ha comido, señor?

– No -respondió Brunetti, y descubrió que tenía hambre.

– ¿Puede ir a Murano a hablar con una persona?

– ¿Familiar suyo? -preguntó Brunetti, complacido por la rapidez con que había actuado el joven.

– Sí, señor. Mi tío.

– Con mucho gusto -dijo Brunetti, cambiando de dirección y retrocediendo hacia Celestia, donde podría tomar un barco para Murano.

– Bien. ¿Cuándo calcula que llegará?

– No creo que tarde más de media hora.

– Entonces le diré que lo espere a la una y media.

– ¿Dónde?

– En Nanni's -respondió Pucetti-. Está en Sacca Serenella, es donde comen los obreros de las fábricas. Cualquiera le indicará.

– ¿Cómo se llama su tío?

– Navarro. Giulio. Estará esperándolo.

– ¿Cómo sabré quién es?

– No se preocupe por eso. Él sabrá quién es usted.

– ¿Cómo? -preguntó Brunetti.

– ¿Lleva usted traje?

– Sí.

¿Se había reído Pucetti?

– Lo reconocerá, comisario -dijo y cortó la comunicación.

Tardó más de media hora en llegar a Murano, porque en Celestia se le escapó un barco y tuvo que esperar al siguiente y lo mismo le sucedió en Fondamenta Nuove. Cuando desembarcó en Sacca Serenella, abordó a un hombre que iba detrás de él y le preguntó dónde estaba la trattoria.

– ¿Se refiere a Nanni's? -preguntó el hombre.

– Sí, me esperan allí, pero sólo sé que es el sitio al que van los trabajadores.

– ¿Y donde se come bien? -preguntó el otro con una sonrisa.

– Eso no me lo han dicho -respondió Brunetti-, pero no estaría de más.

– Venga conmigo -dijo el hombre, torciendo hacia la derecha y llevando a Brunetti por un muelle de cemento que discurría a lo largo del canal, en dirección a un astillero-. Hoy es miércoles -dijo el hombre-. Habrá hígado. Está bien.

– ¿Con polenta? -preguntó Brunetti.

– Naturalmente -dijo el hombre mirando de soslayo a aquel hombre que hablaba veneciano y, no obstante, tenía que preguntar si el hígado se servía con polenta.

El hombre torció a la izquierda, dejando el agua a su espalda, y condujo a Brunetti por un camino de tierra que atravesaba un descampado. Al otro lado, Brunetti vio un edificio bajo, de cemento, con lo que parecían regueros de herrumbre que bajaban de los canalones mal ajustados. Delante, había unas cuantas mesas metálicas, oxidadas y cojas, con las patas hundidas en la tierra o afianzadas con trozos de cemento. El hombre llevó a Brunetti entre las mesas hasta la puerta del edificio, que empujó y sostuvo con deferencia.

Brunetti descubrió en el interior la trattoria de su infancia. Las mesas estaban cubiertas con papel de estraza blanco y en la mayoría había cuatro cubiertos. Los vasos habían estado limpios un día, y quizá aún lo estaban, pero los muchos años de uso los habían dejado casi esmerilados. Eran anchos y bajos y en ellos cabrían poco más de dos tragos de vino. Las servilletas eran de papel y en el centro de cada mesa había una bandejita metálica con un aceite de sospechosa palidez, vinagre claro, sal, pimienta y palillos en bolsitas individuales.

Brunetti se llevó una sorpresa al ver a Vianello, con pantalón y cazadora vaqueros, sentado a una de las mesas con un hombre mayor que en nada se parecía a Pucetti. Dio las gracias a su guía, le ofreció un ombra que el otro rechazó y se acercó a Vianello. Su acompañante se puso en pie y tendió la mano.

– Navarro -dijo estrechando la de Brunetti-. Giulio.

Corpulento, con cuello de toro y tórax poderoso, aquel hombre daba la impresión de haberse pasado la vida levantando pesas. Tenía las piernas un poco arqueadas, como si ya empezaran a ceder, al cabo de décadas de soportar cargas. Se había roto la nariz más de una vez y se la habían arreglado mal o no se la habían arreglado de ninguna manera, y tenía un diente mellado. Aunque ya habría cumplido los sesenta, parecía capaz de levantar en vilo a Brunetti o a Vianello y arrojarlos en mitad del comedor sin gran esfuerzo.

Brunetti se presentó y dijo:

– Gracias por venir a hablar con nosotros -incluyendo a Vianello, aunque no tenía idea de por qué estaba allí el inspector.

Navarro parecía un poco abrumado por esa gratitud tan sin motivo.

– Vivo aquí al lado. No tiene importancia.

– Su sobrino es un buen agente -dijo Brunetti-. Tenemos suerte de poder contar con él.

Esta vez fue el elogio lo que hizo que Navarro desviara la mirada, incómodo. Cuando miró a Brunetti, su expresión se había suavizado, casi enternecido.

– Es el hijo de mi hermana -explicó-. Un buen chico, sí.

– Supongo que él le habrá explicado que deseamos hacerle unas preguntas acerca de ciertas personas de aquí -dijo Brunetti mientras se sentaban.

– Me lo ha dicho, sí. ¿Quieren hablar sobre De Cal?

Antes de que Brunetti pudiera contestar, se acercó a la mesa un camarero. No traía bolígrafo ni bloc, recitó el menú de carrerilla y les preguntó qué querían.

Navarro dijo que aquellos señores eran amigos suyos, lo que hizo que el camarero repitiera el menú, ahora más despacio, con comentarios y hasta con recomendaciones.

Acabaron por pedir espaguetis con vongole. El camarero guiñó un ojo, dando a entender que las almejas habían sido pescadas, quizá ilegalmente, no antes de aquella misma noche, en la laguna. A Brunetti nunca le había gustado mucho el hígado y pidió rombo a la parrilla, mientras Vianello y Navarro se decidían por coda di rospo.

Patate bullite? -preguntó el camarero al marcharse.

Todos dijeron que sí.

Sin preguntar, el camarero volvió al cabo de un momento con un litro de agua mineral y un litro de vino blanco, que les dejó en la mesa, y se fue a la cocina, donde gritó la comanda.

Como si no hubiera habido interrupción, Brunetti preguntó:

– ¿Qué puede decirnos? ¿Trabaja usted para él?

– No -respondió Navarro, que pareció sorprendido por la pregunta-. Pero lo conozco. Aquí todo el mundo lo conoce. Es un cerdo.

Navarro rompió una bolsa de grissini. Se puso uno en la boca y se lo comió de un tirón, como un conejo de dibujos animados se come la zanahoria.

– ¿Quiere decir con eso que es difícil trabajar para él? -preguntó Brunetti.

– Y que lo diga. Los dos maestri que tiene ahora hace dos años que trabajan para él. Que yo sepa, hasta ahora nadie había aguantado tanto.

– ¿Por qué? -preguntó Vianello sirviendo vino a todos.

– Porque es un cerdo. -El mismo Navarro advirtió que se estaba repitiendo y añadió-: Haría cualquier cosa para estafar a la gente.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Brunetti.

Navarro se quedó cortado, como si para él fuera una novedad tener que apoyar un juicio con argumentos. Bebió un vaso de vino, después otro y comió dos grissini. Finalmente, dijo:

– Contrata a garzoni y los despide antes de que pasen a serventi, para no tener que pagarles más. Los tiene un año sin ponerlos en nómina o con contratos de dos meses y cuando tienen que subir de categoría los echa. Se inventa una excusa y coge a otros.

– ¿Durante cuánto tiempo puede seguir haciendo eso? -preguntó Vianello.

Navarro se encogió de hombros.

– Mientras haya chicos que necesiten trabajo.

– ¿Qué más?

– Discute y se pelea con la gente.

– ¿Con quién? -preguntó Vianello.

– Con los proveedores, con los trabajadores, con los hombres de los barcos que le traen la arena o se llevan la mercancía. Si hay dinero de por medio, y en todo esto siempre lo hay, bronca segura.

– Dicen que hace un par de años tuvo una pelea en un bar… -empezó Brunetti, y calló.

– Oh, eso -dijo Navarro-. Probablemente, ésa sea la única vez en que el viejo canalla no empezó la pelea.

Alguien dijo algo que le sentó mal, él contestó y el otro le pegó. Yo no estaba, pero mi hermano lo vio. Y él detesta a De Cal más que yo, de modo que si dice que el viejo no empezó, puede estar seguro.

– ¿Y de su hija qué puede decirme? -preguntó Brunetti.

Antes de que Navarro pudiera responder, llegó el camarero con la pasta y les puso los platos delante. La conversación se interrumpió mientras los tres hombres atacaban los espaguetis. El camarero volvió con tres platos vacíos para las conchas.

Pepperoncino -dijo Brunetti, con la boca llena.

– Bueno, ¿eh? -dijo Navarro.

Brunetti asintió, bebió un sorbo de vino y volvió a los espaguetis, que le parecían exquisitos. Tendría que decirle a Paola lo del pepperoncino. Tenía que echarle más, estaba muy sabroso.

Cuando los platos de la pasta estuvieron vacíos y los de las conchas llenos, el camarero se los llevó todos y les preguntó qué les había parecido el primer plato. Brunetti y Vianello hicieron entusiastas elogios; Navarro, que era cliente habitual, se consideró dispensado de todo comentario.

El camarero no tardó en volver con un bol de patatas y el pescado. El de Brunetti ya estaba fileteado. Navarro pidió aceite de oliva, y el camarero le trajo una botella de un aceite mucho mejor que el que estaba en la mesa. Con él regaron el pescado, pero no las patatas, que ya tenían su buena dosis en el fondo del bol. Ninguno de los tres habló en un rato.

Mientras Vianello se servía la última patata, Brunetti volvió a su pregunta:

– ¿Y qué sabe de la hija?

Navarro terminó el vino y levantó la jarra vacía mirando al camarero.

– Es buena chica, pero se casó con un ingeniero.

Brunetti asintió.

– ¿Lo conoce, sabe algo de él?

– Es ecologista -dijo Navarro en el tono que otro usaría para referirse a un pederasta o un cleptómano.

No había más que hablar. Brunetti optó por ahorrarse los comentarios y hacerse el ignorante.

– ¿Trabaja aquí, en Murano? -preguntó.

– Ah, no, a Dios gracias -dijo Navarro, tomando el litro de vino blanco de manos del camarero y llenando los tres vasos-. Trabaja en el continente, buscando sitios en los que aún nos dejen echar la basura. -Bebió medio vaso, pensó quizá en las tareas profesionales de Ribetti, y lo vació del todo-. Aquí tenemos dos buenas incineradoras, ¿por qué no hemos de poder quemarlo todo? Y si son cosas peligrosas, enterrarlas por ahí, en el campo, o mandarlas a África o a China. Si pagas, esa gente acepta cualquier cosa. ¿Y por qué no? Allí hay sitio de sobra para enterrar de todo.

Brunetti lanzó una rápida mirada a Vianello, que terminaba sus patatas. El inspector puso el cuchillo y el tenedor en el plato y, tal como temía Brunetti, se dispuso a contestar a Navarro.

– Si construyésemos centrales nucleares, podríamos hacer lo mismo con los residuos y así no tendríamos que importar la electricidad de Suiza y de Francia. -Vianello sonrió valerosamente, primero a Navarro y después a Brunetti.

– Es verdad -dijo Navarro-. No se me había ocurrido, y es buena idea. -Miró a Brunetti sonriendo-. ¿Qué más quiere saber de De Cal?

– Tengo entendido que corre el rumor de que piensa vender el fornace -se adelantó a decir Vianello, ahora que se había granjeado las simpatías de Navarro.

– Sí, yo también lo he oído decir -afirmó Navarro, sin mucho interés-. Pero es lo que se dice siempre. -Se encogió de hombros, desechando las habladurías y añadió-: Además, si alguien se lo compra será Fasano. Es el dueño de la fábrica de al lado y, si comprara la de De Cal, no tendría más que unir los dos edificios para duplicar la producción. -Navarro meditó la posibilidad y asintió.

– ¿No preside Fasano la Asociación de Vidrieros? -preguntó Vianello en el momento en que llegaba el camarero con otro bol de patatas.

Vianello dejó que le sirviera unas cuantas, pero Navarro y Brunetti no quisieron más.

Navarro sonrió al camarero y, respondiendo a la pregunta de Vianello, dijo:

– Eso es ahora, pero ¿quién sabe lo que se ha propuesto llegar a ser? -Al oír esto, el camarero movió la cabeza de arriba abajo y se fue.

Brunetti, temiendo que la conversación se alejara de De Cal, decidió reconducirla.

– También se dice que De Cal ha amenazado a su yerno.

– ¿Se refiere a que ha dicho que lo matará?

– Sí -respondió Brunetti.

– Va diciéndolo por los bares, pero sólo cuando está borracho. Bebe mucho, el muy imbécil -dijo Navarro volviendo a llenarse el vaso-. Es diabético y no debería, pero… -Se interrumpió, pensó un momento y añadió-: Es curioso, pero de unos meses acá se le ha puesto muy mala cara, como si estuviera peor de su enfermedad.

Brunetti, que había visto al viejo una sola vez, hacía varias semanas, no tenía un punto de referencia: le había parecido un anciano debilitado, quizá perturbado, por años de bebida.

– No sé si tengo derecho a hacerle esta pregunta, signor Navarro -dijo Brunetti y tomó un sorbo de vino sin ganas-. ¿Usted cree que se trata de una amenaza real?

– ¿Se refiere a que realmente vaya a matarlo?

– Sí.

Navarro apuró el vino y dejó el vaso en la mesa. No volvió a servirse y pidió al camarero tres cafés. Después miró a Brunetti y al fin dijo:

– Prefiero no responder a eso, comisario.

El camarero se llevó los platos. Tanto Brunetti como Vianello dijeron que la comida había sido excelente, y Navarro pareció alegrarse de oírlo más que el camarero. Cuando llegaron los cafés, él echó dos bolsitas de azúcar en su taza, lo removió, miró el reloj y dijo:

– Tengo que volver al trabajo, señores.

Se puso de pie y les estrechó la mano, gritó al camarero que la comida era por su cuenta y que se la pagaría al día siguiente. Brunetti fue a protestar, pero Vianello se levantó, extendió la mano otra vez y dio las gracias al hombre. Brunetti hizo otro tanto.

Navarro sonrió al despedirse y dijo:

– Cuiden bien del chico de mi hermana, ¿de acuerdo? -Fue hacia la puerta, la abrió y desapareció.

Brunetti y Vianello volvieron a sentarse. El comisario se terminó el café, miró a Vianello y preguntó:

– ¿Te ha llamado Pucetti?

– Sí.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que venías a Murano y que quizá yo debería venir también.

Sin saber si eso le complacía o no, Brunetti dijo:

– Me ha gustado eso que has dicho de los residuos nucleares.

– Estoy seguro de que en el Gobierno hay muchos que piensan así.

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