Brunetti los saludó con la mano desde el otro lado del canal y cruzó el puente para ir a su encuentro. Además de Bocchese venían dos fotógrafos y dos técnicos que estaban desembarcando el equipo habitual.
Brunetti hizo las presentaciones y explicó a Bocchese que Grassi era uno de los maestri que trabajaban en el fornace donde se había encontrado el cadáver. Los dos hombres se estrecharon la mano y Bocchese se volvió a decir unas palabras a uno, que se dio por enterado agitando una mano. En el muelle iban apilándose las cajas y las bolsas. Cuando le pareció que todo había sido descargado, Brunetti los llevó por el camino de tierra que conducía a las puertas metálicas de la fábrica. Le sorprendió ver junto a ellas a dos hombres, uno con uniforme de la policía, en el que reconoció a Lazzari, del puesto de Murano. El otro era De Cal, que gritaba y gesticulaba.
Al ver a Brunetti, De Cal lo embistió vociferando:
– ¿Se puede saber qué demonios pasa ahora? Primero saca del calabozo a ese canalla y ahora me impide entrar en mi propia fábrica.
Más acostumbrado que los otros a los arrebatos de De Cal, Grassi se adelantó y, señalando a los técnicos que estaban poniéndose sus monos desechables, le dijo:
– Me parece que quieren entrar solos, señor.
– Recuerda para quién trabajas, Grassi -escupió De Cal con la cara roja de ira-. Trabajas para mí. No para la policía. Aquí las órdenes las doy yo, no la policía. -Acercó la cara a la de Grassi. Brunetti observó que tenía hinchados los tendones del cuello-. ¿Está claro?
El comisario se situó al lado de Grassi.
– Su fábrica ha sido escenario de una muerte, signor De Cal -dijo, observando que Lazzari parecía contento de ver que él tomaba el relevo-. Los técnicos estarán ahí dentro unas horas. Cuando ellos terminen, sus hombres podrán volver al trabajo.
De Cal arremetió bruscamente contra Brunetti, obligándolo a dar un paso atrás:
– Yo no puedo perder unas horas. -Miró a los técnicos y a sus aparatos como si hasta entonces no hubiera advertido su presencia-. Esos payasos se pasarán ahí dentro todo el día -dijo-. ¿Cómo van mis hombres a trabajar en medio de toda esa gente?
– Si lo prefiere, signor -dijo Brunetti en su tono más oficial-, pediremos una orden judicial y clausuraremos la fábrica durante una o dos semanas. -Sonrió observando que Grassi había aprovechado la oportunidad para desaparecer.
De Cal abrió la boca, la cerró y se alejó rezongando. Brunetti captó más de un «hijo de puta» y cosas peores, pero optó por desentenderse del viejo.
Los técnicos, que durante la escena habían dejado las bolsas en el suelo, las recogieron y fueron hacia las puertas. Brunetti los detuvo con un ademán y dijo a Bocchese:
– Si traen mascarillas, pónganselas.
Los hombres volvieron a dejar las bolsas en el suelo y uno sacó varias mascarillas quirúrgicas que repartió entre sus compañeros. Brunetti extendió la mano, tomó una, rompió el envoltorio, se pasó la goma por detrás de las orejas y se ajustó la mascarilla a la nariz y la boca, luego, del mismo hombre, aceptó unos guantes de plástico y se los puso.
Uno de los técnicos acarreaba sobre el hombro una bolsa alargada que contenía lámparas y trípodes. Fue el primero en entrar y se puso a buscar un enchufe. Sin dirigirse a nadie en particular, Brunetti dijo:
– Está al fondo, delante del horno central -y siguió a los técnicos al interior del edificio.
Aún no se le habían acostumbrado los ojos a la relativa oscuridad de la nave interior, cuando Brunetti oyó que lo llamaban desde la puerta. Se volvió y vio a Vianello, con guantes pero sin mascarilla. Brunetti levantó una mano, se acercó al técnico, le pidió otra mascarilla y la llevó al inspector diciendo:
– La necesitarás.
Andando uno al lado del otro -Brunetti se sentía fortalecido por la presencia de Vianello-, fueron hacia el tercer horno, pero se pararon unos metros antes de llegar para esperar a que el fotógrafo terminara su trabajo. Brunetti miró los termómetros y vio que el Forno III había subido a 1.348 grados. Ignoraba qué temperatura podía haber delante y debajo de la boca.
Cuando hubo tomado una serie de fotografías del suelo, el fotógrafo se acercó al muerto y lo enfocó desde todos los ángulos.
– ¿Qué médico viene? -preguntó Brunetti.
– Venturi -respondió Vianello con apreciable falta de entusiasmo.
A la derecha de Brunetti había una hilera de los útiles de hierro que utilizan los sopladores de vidrio: cañas y tubos de longitudes y diámetros varios. En el banco de trabajo del maestro se alineaban pinzas, tenazas y paletas, ninguna de las cuales tenía marcas de sangre. Desde unos carteles clavados en la pared, mujeres desnudas, de pechos enormes, lanzaban miradas provocativas al muerto y a los hombres que se movían en silencio alrededor de él.
Brunetti, situado en diagonal a la escena, miró el rostro barbudo de Tassini, pero enseguida volvió la cara, porque no quería ver aquel cuerpo bañado en sus propios detritus más de lo imprescindible. El flash del fotógrafo atrajo su mirada, y vio que el extremo de una de las cañas de soplar había quedado aprisionado debajo del cuerpo de Tassini.
El comisario oyó ruido a su espalda y, al volverse, vio al dottor Venturi, que acababa de dejar el maletín en el banco de trabajo del maestro. Cayeron al suelo unas tenazas. Brunetti las recogió y las dejó en el banco sin decir nada a Venturi. El médico abrió el maletín, sacó unos guantes y se los puso. Miró al muerto, aspiró por la nariz e hizo una mueca de repugnancia. Brunetti observó que las solapas del abrigo de Venturi estaban cosidas a mano. Sus zapatos negros reflejaban la luz del horno.
– ¿Es él? -preguntó el joven médico señalando al muerto.
Nadie contestó. Venturi metió la mano en el maletín y sacó una mascarilla de gasa y un frasco de colonia 4711 con la que roció profusamente la mascarilla. Cerró el frasco y lo guardó en el maletín. Se acercó la mascarilla a la cara y se pasó la goma por detrás de las orejas.
Un jersey verde oscuro colgaba del respaldo de la silla del maestro. Venturi lo tomó y lo dejó caer al suelo, al lado del muerto. Se levantó la pernera izquierda del pantalón, se agachó y apoyó la rodilla en el jersey. Palpó la muñeca del muerto, la sostuvo un segundo y la dejó caer al suelo.
– Aún no está asado del todo, diría yo -murmuró, pero no con un susurro sino con el volumen de voz que usaría un estudiante para decir algo del profesor durante la clase.
El médico se puso en pie, miró a Brunetti y se sacó los guantes, dejándolos caer en el banco del maestro, al lado del maletín.
– Está muerto -dijo. Cerró el maletín y lo agarró por el asa. Fue hacia la puerta-. Con su permiso -murmuró y, al cabo de un momento, añadió-: Caballeros.
– Se olvida del jersey -dijo Brunetti y, haciendo una pausa aún más larga, añadió-: Dottore.
– ¿Qué? -inquirió Venturi, en un tono anormalmente alto, incluso pese a la feroz competencia del rugido de los hornos.
– El jersey -repitió Brunetti-. Ha olvidado recoger el jersey. -Mientras hablaba, Brunetti notó que Bocchese se situaba a su derecha y Vianello a su izquierda.
Venturi los miró, vio el sudor en la frente de Vianello y el ceño fruncido de Bocchese. Retrocedió, se agachó, levantó el jersey por una manga e hizo ademán de arrojarlo al banco de trabajo, pero Vianello inició un movimiento, y el médico rectificó y colgó el jersey del respaldo de la silla. Luego, volvió a empuñar el maletín.
Ninguno de los tres hombres se movió. Venturi dio dos pasos hacia la izquierda para sortear a Bocchese. No se molestaron en volver la cabeza para verlo marchar, y no vieron cómo se arrancaba la mascarilla y la arrojaba al suelo.
Bocchese gritó a los fotógrafos:
– ¿Ya lo tenéis todo, chicos?
– Sí.
Brunetti no quería hacer aquello, y estaba seguro de que ni Bocchese ni Vianello deseaban intervenir. Pero cuanto antes tuvieran una idea de lo que había podido ocurrirle a Tassini antes podrían… ¿qué? ¿Preguntarle? ¿Hacerlo volver a la vida? Brunetti ahuyentó estos pensamientos.
– No tienen obligación de ayudarme -dijo a los dos hombres, acercándose al cuerpo de Tassini.
Se puso de rodillas. El olor a orina y heces se acentuó. Vianello se situó al otro lado y Bocchese se arrodilló junto al inspector. Los tres hombres pusieron las manos debajo del cuerpo. Aquello estaba muy caliente, y Brunetti tuvo la impresión de que tocaba algo viscoso. Notó el sabor de la grappa en la boca.
Lentamente, dieron la vuelta al hombre. Tenía la cara hinchada, y Brunetti observó una señal en la frente, junto al nacimiento del pelo. Al poner el cadáver boca arriba, el brazo izquierdo, que estaba aprisionado debajo, quedó libre y golpeó el suelo con un sonido sordo, amortiguado por el grueso manguito antitérmico que lo cubría. Vianello y Bocchese se levantaron y fueron hacia la puerta. Brunetti se dispuso a registrar los bolsillos de Tassini, lo miró una vez más y abandonó la idea. Fuera encontró a Vianello apoyado en la pared. Bocchese estaba donde la hierba, con el cuerpo doblado y las manos en las rodillas. Ninguno de los dos llevaba ya la mascarilla.
Brunetti se quitó la suya.
– Al otro lado hay un bar -dijo con una voz que quería ser normal.
Los llevó por la orilla del canal, puente arriba y puente abajo. Cuando llegaron al bar, la cara de Vianello había recuperado su color y Bocchese tenía las manos en los bolsillos.
El regusto a grappa hizo comprender a Brunetti que no debía repetir, y pidió una infusión de manzanilla. Bocchese y Vianello se miraron y pidieron lo mismo. Permanecieron en silencio hasta que les pusieron en el mostrador tres pequeñas teteras. Echaron el azúcar directamente en las teteras y se las llevaron, con las tazas, a una mesa situada al lado de la ventana.
– Puede haber sido cualquier cosa -apuntó finalmente Bocchese rompiendo el silencio.
Vianello se sirvió la manzanilla y sopló varias veces antes de decir:
– Se daría un golpe en la cabeza.
– O se lo darían -dijo Brunetti.
– Quizá tropezó con la caña -sugirió Bocchese.
Brunetti recordó la precisión con que estaban ordenadas las herramientas.
– No, a no ser que estuviera usándola. La nave está muy bien ordenada, no había nada más fuera de su sitio, y en el extremo de la caña había vidrio, lo que significa que estaba utilizándola para fabricar algo. Quizá iba a empezar.
Recordó que Grassi había dicho que Tassini no tenía aptitudes para soplador de vidrio. Pero nada le impedía probar.
– Quizá era la manera de mantenerse despierto -sugirió Bocchese-. Soplar vidrio.
– Él leía -dijo Brunetti.
Los otros dos lo miraron con extrañeza.
Bocchese apuró la manzanilla de la taza y volvió a servirse de la tetera.
– No es así como se aprende a soplar el vidrio, jugando a solas en la fábrica, de noche.
Brunetti miró el reloj, vio que eran más de las nueve, sacó el telefonino y marcó el número del dottor Rizzardi en el hospital.
– Soy yo, Ettore. Estoy en Murano. Sí, un muerto. -Escuchó unos instantes y dijo-: Venturi. -Un silencio, éste más largo, a uno y otro lado, y Brunetti dijo-: Le agradecería que se encargara usted.
Vianello y Bocchese oían el murmullo de la voz de Rizzardi, pero sólo distinguían con claridad la de Brunetti, que decía:
– En una fábrica de vidrio. Estaba delante de uno de los hornos. -Otro silencio y Brunetti dijo-: No lo sé, quizá toda la noche.
Brunetti miró los carteles de la pared del fondo del bar, concentrando la atención en la Costa Amalfitana, para apartarla de las palabras que acababa de pronunciar. Casas colgadas del acantilado, que se agarraban a la roca como podían, y colores que se alternaban caprichosamente, sin preocuparse por la armonía. El sol relucía en el agua y los veleros navegaban rumbo a lugares que el observador tenía que suponer más bellos todavía.
– Gracias, Ettore -dijo Brunetti y colgó.
Se levantó, fue al mostrador, dejó un billete de diez euros y los tres hombres salieron del bar.
Cuando volvieron a la fábrica, el barco ambulancia del hospital se alejaba del muelle. No se veía a De Cal, pero en la puerta había tres o cuatro hombres fumando y hablando en voz baja. Dentro del edificio, los técnicos, enfundados en sus monos, recogían el equipo. Brunetti observó que una de las cañas de soplar estaba cubierta de polvo gris y apoyada en la pared. El suelo parecía limpio. ¿Tassini había barrido antes de morir?
Bocchese habló con dos de sus hombres y volvió a donde estaban Vianello y Brunetti.
– En esa caña hay huellas -dijo-. Y manchas. -Dejó pasar un momento antes de añadir-: Eso significa que pudo caer sobre ella.
– ¿Hay huellas en algún otro sitio? -preguntó Brunetti.
Antes de que Bocchese pudiera responder, uno de sus hombres sacó un objeto de su maleta y se acercó al largo tubo de hierro. Había sacado una bolsa de plástico larga y delgada, parecida a las que se usan en las panaderías para envolver las baguettes, pero mucho más larga. Metió la caña en ella. Volvió a la maleta y extrajo un rollo de cinta adhesiva que usó para sellar la parte de abajo de la funda. Luego, retorciendo la cinta, hizo un asa a cada extremo, para que el largo tubo pudiera ser transportado por dos personas sin rozar la superficie en la que estaban las huellas.
– Vale más analizarlo a fondo -dijo Bocchese, y Brunetti pensó en la señal que Tassini tenía en la frente.
Cuando el técnico se iba, Brunetti dijo:
– ¿Me tendrá informado?
Bocchese contestó con un gruñido y un movimiento de cabeza, y él y los técnicos se alejaron. Al cabo de unos minutos, dos de ellos volvieron, agarraron la caña por las asas y la sacaron de la fábrica.
– Vamos a echar una mirada -dijo Brunetti.
Como sabía que los técnicos habían examinado el suelo y las superficies, fue hasta el fondo de la fábrica, donde había una mesa llena de objetos de vidrio.
Allí estaban, puestos en fila, los delfines y los toreros de reluciente pantalón negro y chaquetilla roja.
– De gustibus -dijo Vianello, contemplando las piezas.
Una puerta daba a una especie de celda, ocupada por una cama plegable y una silla. Un ejemplar del Gazzettino de la víspera estaba abierto en la silla, como si lo hubieran dejado allí apresuradamente. En la cabecera de la cama, apoyada en la pared, había una almohada con lo que parecía la huella de una cabeza en el centro.
Brunetti levantó el periódico por las dos puntas de arriba y lo depositó en la cama. En la silla aparecieron entonces dos libros: Enfermedades laborales, la maldición de nuestro milenio y el Infierno de Dante, edición rústica para colegios, cuyo ajado aspecto hacía pensar que era objeto de lectura frecuente. Brunetti apartó a un lado el primer libro y abrió el segundo. Las esquinas de muchas páginas estaban gastadas y amarillentas. Al ojearlo, vio muchas anotaciones en el margen. Tassini había firmado el libro en tinta roja en la cara interior de la cubierta. Era una firma amanerada, con superfluas líneas horizontales que partían del punto de la última «i». La edición databa de veinte años atrás. Brunetti observó que las anotaciones estaban hechas en rojo y en negro, y que estas últimas, escritas en letra más pequeña, eran menos concisas.
Vianello se había adelantado para mirar por una ventanilla situada junto a la cabecera de la cama. Desde allí se veían claramente las rutilantes llamas de los hornos.
– ¿Qué es? -preguntó señalando con la barbilla el libro que Brunetti tenía en la mano.
– El Infierno.
– Muy apropiado -comentó el inspector.