CAPITULO 14

La mayoría de la gente se asusta cuando suena el teléfono por la noche, le parece presagio de desgracia, muerte, violencia. La seguridad de que la propia familia duerme tranquilamente cerca de uno no mitiga la alarma, sólo la dirige hacia otras personas. Brunetti tuvo, pues, un sobresalto cuando, poco después de las cinco de la mañana, sonó su teléfono.

– ¿Comisario Brunetti? -preguntó una voz que reconoció que era de Alvise.

Si hubiera recibido la llamada a cualquier otra hora, Brunetti le habría preguntado quién esperaba que contestara al teléfono de su casa, pero era muy temprano para el sarcasmo. Tratándose de Alvise siempre era muy temprano para todo lo que no fuera lo más obvio.

– Sí. ¿Qué pasa?

– Acaban de llamarnos de Murano, señor. -Alvise calló, como si creyese que ya había dado suficiente información.

– ¿De qué se trata, Alvise?

– Hay un muerto, señor.

– ¿Quién?

– No ha dicho quién era, señor, sólo que llamaba de Murano.

– ¿Ha dicho quién era el muerto, Alvise? -preguntó Brunetti, mientras la somnolencia iba menguando sustituida por la estoica paciencia que invariablemente tenías que ejercitar con Alvise.

– No, señor.

– ¿Le ha dicho dónde estaba? -preguntó Brunetti.

– En su lugar de trabajo, señor.

– ¿Y dónde es ese lugar, Alvise?

– En un fornace.

– ¿En cuál de ellos?

– Me parece que ha dicho el de De Cal, señor. No tenía el bolígrafo a mano. De todos modos, está en Sacca Serenella.

Brunetti apartó la ropa y se sentó en la cama. Al ponerse de pie, se volvió hacia Paola, que había abierto un ojo y lo miraba.

– Dentro de veinte minutos estaré en la esquina de mi calle. Envíeme una lancha. -Antes de que Alvise pudiera empezar a explicar por qué eso iba a ser muy difícil, Brunetti se le adelantó-: Si no tenemos ninguna lancha, llame a los carabinieri, y si ellos no pueden venir, pídame un taxi. -Colgó el teléfono.

– ¿Un muerto? -preguntó Paola.

– En Murano -dijo él mirando por la ventana para averiguar qué prometía el día.

Cuando volvió a mirar a su mujer, ella tenía los ojos cerrados, y él pensó que habría vuelto a dormirse. Pero antes de que pudiera llegar a sentirse decepcionado, ella volvió a abrir los ojos y dijo:

– Ay, Dios, Guido, qué trabajo más horroroso el tuyo.

Él hizo como si no la hubiera oído y entró en el cuarto de baño.

Cuando salió, afeitado y duchado, vio que la cama estaba vacía y olió a café. Se vistió, se puso calzado grueso, por si tenía que estar mucho rato en el fornace y fue a la cocina, donde encontró a Paola sentada a la mesa con una tacita de café delante y una taza grande de café con leche para él.

– Ya tiene azúcar -dijo ella, cuando él levantaba la taza.

Brunetti miraba a la que era su mujer desde hacía más de veinte años, porque notaba en ella algo raro, no sabía qué. La contemplaba sin pestañear y ella le sonrió interrogativamente.

– ¿Ocurre algo? -preguntó.

La noticia de una muerte debía bastar para explicar cualquier cambio, pero él seguía mirando, buscando la causa. Al fin la descubrió y exclamó:

– No estabas leyendo.

Ella no tenía delante un libro, ni un diario, ni una revista: sólo estaba allí sentada, tomando café y, al parecer, esperándolo.

– Cuando te vayas, haré más café, volveré a la cama y leeré hasta que se levanten los chicos.

El orden natural volvió al mundo de Brunetti, que terminó su café con leche, dio un beso a Paola y le dijo que no sabía a qué hora volvería, que la llamaría cuando lo supiera.

Cuando salió a la calle que conducía al canal, el silencio le dijo que la lancha no había llegado. De haber dado la orden a alguien que no fuera Alvise, Brunetti habría pensado que, sencillamente, se había retrasado. Dadas las circunstancias, se preguntaba si no acabaría teniendo que llamar a un taxi. Sumido en estos pensamientos, llegó al borde del canal y miró a la derecha. Y entonces vio algo que sólo había visto en fotografías tomadas a principios del siglo xx: las aguas del Gran Canal lisas como un espejo. Ni la más leve ondulación, ni una barca, ni un soplo de brisa, ni el roce de una gaviota. Se quedó extasiado, contemplando lo que habían visto sus antepasados: la misma luz, las mismas fachadas, las mismas ventanas con sus plantas y el mismo silencio vital. Y, hasta donde alcanzaba a ver el reflejo, todo tenía su doble.

Oyó el zumbido del motor de la lancha que viró por delante de la universidad y se dirigió hacia él. Venía rompiendo el silencio y dejando una estela de olitas que, varios minutos después de su paso, aún golpearían las escaleras de los palazzi de uno y otro lado del canal.

Brunetti vio a Foa al timón y saludó con la mano. El piloto dirigió la lancha hacia los dos postes, dio marcha atrás y la embarcación tocó el muelle con la suavidad de un beso. Brunetti subió a bordo, dio los buenos días al piloto y le pidió que lo llevara a la fábrica De Cal, en Sacca Serenella.

Foa, al igual que la mayoría de los pilotos, practicaba la virtud del silencio y se limitó a mover la cabeza dándose por enterado. Al parecer, no sentía necesidad de llenar de palabras el trayecto. Cuando llegaron a Rialto, las barcazas que surten el mercado habían convertido el silencio en un recuerdo. Foa enfiló el Rio dei SS Apostoli, pasando por delante del palazzo en el que un lejano antepasado de Paola había sido decapitado por traición. Tomando velocidad, la lancha salió a la laguna, y Brunetti vio, a la derecha, las paredes del cementerio y, detrás, un frente de nubes que avanzaba hacia la ciudad.

Brunetti les volvió la espalda y miró hacia Murano, sintiendo el calor de la primavera en el cuerpo. La lancha dio la vuelta a la isla, viró hacia la derecha y entró en el canal Serenella. Brunetti miró el reloj y vio que aún no eran las seis. Foa hizo otro atraque suave como una seda y Brunetti subió al embarcadero de la ACTV.

– Ya puede regresar -dijo al piloto-. Y gracias.

– ¿Me permite que busque un café y lo espere aquí, comisario? -preguntó Foa.

No justificó su resistencia a regresar a la questura, que Brunetti sospechaba que no se debía al deseo de rehuir el trabajo.

– Lo que puede hacer es llamar a Vianello a su casa, ir a recogerlo y traerlo. -Brunetti, aturdido por el sueño y exasperado por Alvise, no había pensado en avisar a Vianello, y prefería tener consigo al inspector.

Foa levantó un poco la mano y sonrió. Brunetti apenas vio maniobrar al piloto, pero la lancha se separó del muelle describiendo una «U» cerrada, aceleró, elevó la proa sobre el agua y se alejó en línea recta hacia la ciudad.

Brunetti dio media vuelta y siguió el camino de cemento que cruzaba el descampado hasta la fábrica. Entonces se dio cuenta de que no había pensado en decir a Alvise que le enviara al equipo de criminalística.

Maria Vergine -exclamó y sacó el telefonino.

Marcó el número de la centralita de la questura y el agente que la atendía le informó de que sí, se había pedido un equipo de criminalística, que los técnicos estaban esperando al fotógrafo y que, tan pronto llegara, saldrían hacia Murano.

Brunetti colgó, calculando lo que tardarían en llegar. Siguió andando hacia el edificio y, al acercarse, vio a dos hombres junto a las puertas correderas. Estaban uno al lado del otro, pero no hablaban, ni parecían haber interrumpido la conversación al verle acercarse.

En uno de ellos reconoció al maestro al que había visto fabricar el jarrón. ¿Era posible que hiciera sólo dos días? Ahora que lo tenía cerca, observó profundas cicatrices de acné en sus mejillas. El otro hombre podía ser cualquiera de los que trabajaban con él.

Los dos miraban a Brunetti sin dar señales de haberlo visto antes. Cuando estuvo frente a ellos, dijo:

– Soy el comisario Guido Brunetti, de la policía. Alguien ha llamado para informar de que había encontrado un cadáver. -Alzó ligeramente la voz al terminar la frase, para darle un tono interrogativo.

El maestro se volvió hacia el otro hombre, que lanzó a Brunetti una mirada de angustia y luego agachó la cabeza. Brunetti vio que el pelo le clareaba y el cráneo le relucía.

– ¿Lo ha encontrado usted, signore? -preguntó, dirigiéndose a la coronilla del hombre.

El maestro levantó una mano para atraer la atención de Brunetti, y movió el índice y la cabeza de derecha a izquierda, solicitando silencio. Antes de que Brunetti pudiera decir más, el maestro asió al otro hombre por una manga y tiró de él. Juntos se apartaron un par de metros.

Al cabo de un momento, el maestro volvió.

– No lo atosigue -dijo en voz apenas audible-. No podría volver a entrar ahí.

Brunetti se preguntó si sería el remordimiento lo que impedía al otro hombre volver al escenario del crimen, pero enseguida comprendió que el maestro trataba de proteger a su compañero movido por un sentimiento de compasión. En respuesta al silencio de Brunetti, el maestro dijo:

– De verdad, comisario, no podría. No lo obligue.

En un tono de voz que él creía razonable, Brunetti respondió:

– No lo obligaré a hacer nada. Pero necesito que me diga lo que ha ocurrido.

– Es que es eso -dijo el maestro-. Es que no puede.

Brunetti dio unos pasos y extendió la mano hasta tocar el brazo del hombre que aún no había hablado, confiando en estar dando una señal de comprensión o conmiseración. Dirigiéndose al maestro, como si éste hiciera las funciones de intérprete, dijo:

– Necesito saber qué ha ocurrido. Necesito información.

Al oír estas palabras, el que no había hablado se tapó la boca con las manos y dio media vuelta. El hombre tuvo una arcada y, pasando junto a Brunetti, dio dos pasos y se inclinó, sacudido por fuertes espasmos, aunque de su boca no salió más que un hilo de bilis amarilla. Las convulsiones eran tan violentas que tuvo que apoyar las manos en los muslos. Lo acometió otra arcada, y él dobló una rodilla, apoyó una mano en el suelo y volvió a vomitar.

Brunetti lo miraba sin saber qué hacer. Al fin tomó la iniciativa el maestro, que ayudó a levantarse al otro hombre.

– Vamos, Giuliano, me parece que lo mejor que puedes hacer es irte a casa. Ven conmigo.

Ninguno de los dos miró siquiera a Brunetti, que dio un paso atrás para dejarlos pasar. Los siguió con la mirada hasta que llegaron al muelle, torcieron a la izquierda y desaparecieron en dirección al puente que conducía al centro de la isla. Pareció que los dos hombres se llevaban consigo algo de luz, porque cuando desaparecieron unas nubes empañaron la claridad de la mañana.

Brunetti miró en derredor y no vio a nadie. Oyó pasar un barco por el canal; la marea estaba baja, y no vio más que la cabeza de un hombre que se deslizaba a ras del muelle. El hombre miró a Brunetti con una sonrisa que al comisario le recordó la del gato de Alicia en el País de las Maravillas.

Pasó un minuto, después otro, y el zumbido del motor se perdió a lo lejos sin que nada lo sustituyera. Brunetti dio media vuelta y se acercó al fornace; las puertas metálicas estaban entreabiertas. Entró y se detuvo un momento, mientras sus ojos se habituaban a la semioscuridad.

En su anterior visita había observado lo sucias que estaban las ventanas y las claraboyas, pero entonces era pleno día y había suficiente luz para trabajar. Buscó con la mirada un interruptor, pero al ver cerradas las puertas de los dos hornos que estaban embutidos en la pared, temió equivocarse de interruptor y provocar un desastre. Sabía que la temperatura tenía que bajar gradualmente durante toda la noche, para que no se rompieran las piezas que reposaban en el interior para su secado.

Se adentró unos pasos en la fábrica, atraído por la luz que salía por la puerta abierta del horno más alejado. Alumbraba la zona situada delante y un poco de cada lado, pero el resto de la enorme nave estaba en sombras.

Brunetti avanzó otro paso y entonces notó el extraño olor que impregnaba el aire, un tufo empalagoso, un punto ácido. Aunque era primavera y los árboles y las plantas ya empezaban a florecer, aquel efluvio no parecía una emanación floral. Tampoco, el potente fermento que exuda la tierra cuando las plantas se afanan por rebrotar, aunque tenía más de este último que de la primera.

Brunetti miró alrededor, preguntándose si se habría vertido algún colorante o sustancia química, a pesar de que aquel olor tampoco parecía químico. Se acercó al primer horno y notó el aumento de temperatura, a pesar de que estaba cerrada la puerta. La vaharada de calor le hizo apartarse hacia la izquierda, al espacio que quedaba entre el primer y el segundo hornos. La temperatura bajó bruscamente, y él casi sintió frío, por el contraste con el ardor que irradiaba del primer horno.

Al acercarse al segundo horno, volvió a embestirlo el calor, impactándole en el brazo y la pierna, inflamándole la mejilla, dispuesto a hacer arder toda su persona. Instintivamente, se protegió la cara con la mano hasta que lo dejó atrás y llegó a una zona más fresca.

La boca del tercer horno atrajo su mirada. No pudo evitar mirar al fondo de aquel infierno. El calor le hacía parpadear. Retrocedió para alejarse y sintió alivio con el brusco descenso de la temperatura. Allí el olor era mucho más fuerte.

Miró a derecha e izquierda, sin ver nada extraño. Volvió a fijar la atención en la boca del horno, donde las llamas rugían y le lanzaban su aliento candente. Ahora había más luz que cuando había entrado en el edificio: quizá las nubes se habían disipado o el viento las había barrido. El sol ya asomaba por encima de los tejados, y los primeros rayos que entraron por las ventanas orientadas al este provocaron una explosión de luz.

Brunetti distinguió un bulto en el suelo, justo delante del horno, a poco más de dos metros de donde él estaba. Volvió a levantar la mano, esta vez para protegerse los ojos del brillante resplandor del horno, tratando de descubrir qué era aquello. Pero la luz desbordaba su mano y tuvo que levantar la otra para aumentar el tamaño de la pantalla. Y entonces lo vio, ya a la luz del día. En el suelo, delante del tercer horno, yacía un hombre, un hombre alto. Brunetti volvió la cara y se encontró mirando la hilera de termómetros de la pared. El Forno III tenía una temperatura de 1.342 grados Fahrenheit, mientras que las de los otros dos eran apenas la mitad. Tuvo que retroceder porque, incluso a aquella distancia, se abrasaba.

El olor. El olor. Brunetti dobló las rodillas como un buey derribado de un hachazo. Apoyó las palmas de las manos en el suelo y vomitó bilis y más bilis mientras sentía que aquel hedor dulzón se le pegaba a la ropa y al pelo.

Así lo encontró el maestro minutos después. El hombre se inclinó, lo ayudó a levantarse y se lo llevó de allí. Una vez fuera, a varios metros de la puerta, le soltó el brazo y se alejó unos pasos, mientras Brunetti volvía a doblar la cintura. El hombre se volvió hacia el canal y concentró la atención en un barco que pasaba.

Fatigosamente, Brunetti sacó el pañuelo, se enjugó los labios y trató de enderezar el cuerpo. Aún tardó más de un minuto en poder mirar al otro hombre.

– ¿Lo ha encontrado usted? -preguntó con voz débil.

– No, ha sido Colussi, mi servetto. Él acostumbra a llegar a las cinco, para vigilar los fornaci y todo lo que hemos dejado secándose.

Brunetti asintió y el otro prosiguió:

– Me ha llamado, pero yo no entendía nada. No hacía más que repetir: «Tassini ha muerto. Tassini ha muerto.» Le he dicho que me esperase fuera, y yo he llamado a la policía y he venido. -En vista de que Brunetti no decía nada, el hombre añadió, como si creyera que debía justificarse-: Ya ha visto cómo estaba. Tenía que llevarlo a su casa.

– ¿Dónde podemos beber algo? -preguntó Brunetti.

El maestro miró el reloj y dijo:

– Al otro lado del puente. Franco ya habrá abierto.

Brunetti notó con sorpresa que aún le flaqueaban las piernas, pero se sobrepuso y siguió al otro hombre. Al llegar al pie del puente, se desvió unos pasos para tirar el pañuelo en un viejo contenedor de basura.

Una vez al otro lado, el maestro llevó a Brunetti hacia la izquierda, por la riva, y al poco se metió por una callejuela a mano derecha. A la mitad, entró en un bar que olía a café y a bollos recién hechos. Nada más cruzar el umbral, el hombre se paró y tendió la mano a Brunetti.

– Grassi -dijo-, Luca.

Brunetti le estrechó la mano y con la otra le dio unas palmadas al hombre en el brazo, en señal de agradecimiento.

Grassi se acercó al mostrador.

Caffè coretto -dijo al camarero y miró Brunetti.

– Una grappa y un vaso de acqua minerale non gassata -dijo el comisario: lo único que admitiría su cuerpo.

– La grappa que sea de la buena, Franco -gritó Grassi al camarero que se alejaba.

Cuando llegaron el café y las bebidas, Grassi tomó la taza y señaló una mesa, pero Brunetti movió la cabeza negativamente.

– Tengo que volver. Estoy esperando un barco.

Grassi echó tres terrones en el café y lo removió. Brunetti levantó el vaso de la grappa, hizo girar su contenido al ritmo de la cucharilla de Grassi y se la bebió de un trago. Casi antes de notar el sabor, tomó medio vaso de agua y se quedó quieto, esperando. Al cabo de un momento, se bebió el agua, dejó el vaso en el mostrador y con un movimiento de cabeza pidió otro.

Brunetti no había reconocido al muerto.

– ¿Cómo ha sabido él que era Tassini?

– Lo ignoro -respondió Grassi meneando la cabeza con gesto de cansancio-. Ya estaba fuera cuando he llegado y no hacía más que repetir que era Tassini.

A Brunetti le era difícil preguntar, porque para ello tenía que recordar lo que había en la fábrica.

– ¿Usted lo ha visto? -dijo, levantando el vaso vacío y mirando al camarero.

– No -respondió Grassi-. Cuando he entrado a buscarlo a usted, no he mirado -admitió encogiéndose de hombros-. Y la primera vez no he llegado a entrar, porque me he encontrado a Giuliano fuera, llorando. -Lanzó una mirada rápida a Brunetti-. No le dirá que se lo he dicho, ¿verdad? -Brunetti negó con la cabeza-. Repetía que Tassini estaba dentro, muerto. Yo iba a entrar, pero él me ha tirado del brazo. No quería que entrara, pero no decía por qué. -Apuró el café y dejó la taza-. Así que nos hemos quedado fuera, esperando, cosa de media hora. Ha vomitado un par de veces, pero seguía sin querer hablar, sólo decía que me quedase con él hasta que ustedes, la policía, llegaran.

– Entiendo -dijo Brunetti acercándose a los labios el segundo vaso de agua. Bebió un sorbo, pero su cuerpo dijo que ya era suficiente por el momento. Dejó el vaso en el mostrador-. ¿Por qué ha entrado ahora? -preguntó.

Grassi apartó a un lado la taza vacía y dijo:

– Cuando al volver no lo he visto, he pensado que podía haberle ocurrido algo y he entrado a ver si estaba bien. Pero a él no lo he mirado. -Hizo una pausa-. Giuliano me ha hablado de él cuando lo acompañaba a su casa, y no he querido mirar. -Empujó la taza hacia el otro lado de la barra-. Pobre diablo estúpido.

Esta última palabra chocó a Brunetti, que no sabía a quién se refería su interlocutor.

– ¿Tassini?

– Sí -respondió Grassi con un tono que era mezcla de exasperación y afecto-. Siempre estaba tropezando con las cosas, poniéndose en medio, dando traspiés. Un día pidió a De Cal que le dejara trabajar el vidrio, pero ninguno de nosotros lo quería. Llevábamos años viendo cómo se le caían las cosas de las manos; imagine los destrozos. Él no es un vidriero ni lo será nunca. -Grassi pareció darse cuenta de que hablaba en presente y se interrumpió-. De todos modos, era un buen hombre, honrado y cumplidor. Hacía su trabajo.

– ¿Cuál era exactamente su trabajo? -preguntó Brunetti tomando el vaso y arriesgándose a beber otro sorbo de agua.

– Limpiaba las naves y vigilaba los fornaci por la noche.

Brunetti dijo agitando una mano:

– No estoy seguro de haberlo entendido bien, signore. Es decir, aparte lo de barrer el suelo.

Grassi sonrió.

– Ésa era una de sus tareas: barrer nuestra fábrica y la de Fasano. Es decir, desde que empezó a trabajar también para él. Asegurarse de que los sacos de arena no perdían una vez abiertos. -Se interrumpió, como si nunca se hubiera parado a pensar cuáles eran las obligaciones del uomo di notte-. Y controlar la temperatura y la miscela durante la noche -prosiguió-. También tenía que vigilar que los sacos no se volcaran ni se mezclara el contenido. -Grassi pidió otro café y, mientras esperaba, preguntó-: ¿Usted sabe lo que es la miscela, verdad?

Brunetti recordaba la palabra, pero poco más.

– Sólo sé que está compuesta de arena y otras cosas -dijo.

Llegó el café y Grassi echó otros tres terrones.

– Arena, sí -dijo-. Y los minerales correspondientes. Si el color que deseamos es el amatista, le echamos manganeso, o cadmio para el rojo. Algunos sacos se parecen, y hay que tenerlos separados y bien derechos. El contenido no puede caer al suelo, o tendríamos un buen pastel y habría que tirarlo todo. -Miró a Brunetti, que movió la cabeza de arriba abajo para indicar que lo seguía-. Cuando nosotros nos vamos, l'uomo di notte echa los ingredientes de la miscela en el crogiolo, de acuerdo con la fórmula, la remueve y deja que se caliente durante toda la noche, para que a las siete de la mañana, cuando nosotros entramos, esté a punto y podamos empezar a trabajar.

– ¿Qué más tenía que hacer?

De nuevo, Grassi hizo un esfuerzo para recordar cuáles podían ser las tareas del muerto.

– Comprobar los filtros y, quizá, llevar los barriles de un lado al otro.

– ¿Qué filtros? -preguntó Brunetti.

– Los de las muelas de pulir. El agua que usan los pulidores se filtra y el desperdicio se mete en barriles y se vuelve a filtrar un par de veces -dijo Grassi con indiferencia-. Pero de eso no sé nada, yo sólo entiendo de vidrio. -Miró a Brunetti fijamente, como el orador que evalúa a su auditorio, y añadió-: Es de locos, Marghera echa al aire y a la laguna toda la mierda que le da la gana: cadmio, dioxina, petrotal y petrocual y nadie dice ni pío. Pero a la que nosotros dejamos caer a la laguna una taza de polvo de vidrio, ya los tenemos encima con inspecciones y multas. Y unas multas como para obligarte a cerrar. -Reflexionó un momento y añadió-: No es de extrañar que De Cal piense vender la fábrica.

Brunetti tomó nota del comentario y volvió a Tassini.

– ¿Esas cosas decía Tassini? ¿Sobre la contaminación?

Grassi miró al techo.

– No hablaba de otra cosa. A la mínima, te largaba uno de sus discursos. A veces, tenías que decirle que se callara. Que si este veneno y ese otro veneno estaban intoxicándonos a todos, y que el veneno no sólo viene de Marghera, sino también de aquí. -Calló un momento, haciendo memoria-. Yo traté de hablar con él un par de veces. Pero no quería escuchar. -Se inclinó y puso una mano en el brazo de Brunetti-. Yo he visto los números y sé que aquí no muere tanta gente como en Marghera. Allí sí que caen como moscas. -Se irguió y retiró la mano-. Quizá las corrientes se lleven de aquí esas cosas. No sé. Traté de decírselo a Giorgio, pero no quiso escucharme. Se le había metido en la cabeza que estaban envenenándonos a todos, y por más que le dijeras, no se dejaba convencer.

Grassi calló y, al cabo de un momento, añadió con sincera tristeza en la voz:

– El pobre tenía que creerlo así, desde luego. Después de lo de la niña…

Meneó la cabeza, pensando en la niña, o pensando en la debilidad humana. Brunetti no lo sabría decir. Grassi hablaba sin reproche; al contrario, Brunetti no percibía en su tono más que afecto, ese afecto que nos inspira la persona que se las ingenia para equivocarse siempre en todo sin despertar la animadversión de nadie.

– Me parece que ahí llega su barco -dijo Grassi.

Brunetti ladeó la cabeza con gesto interrogativo.

– No reconozco el motor, y viene de la ciudad, de prisa -dijo el maestro.

Sacó dinero de bolsillo y lo dejó en el mostrador. Brunetti le dio las gracias y juntos fueron hacia la puerta.

Cuando llegaron al canal, vieron que Grassi no se había equivocado. La lancha de la policía estaba atracando en el embarcadero de la ACTV. A bordo venían Bocchese y el equipo de criminalística.

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