– ¿Todas esas cosas las saca de los libros de Patrick O'Brian? -preguntó Brunetti cuando Chiara se fue.
Quería hacer un chiste o, por lo menos, un medio chiste, pero Paola respondió, completamente en serio:
– Probablemente, en el siglo diecinueve utilizaban el mismo sistema para anotar latitud y longitud, pero ella tiene mejores mapas.
– Nunca más diré ni una palabra contra esos libros -prometió Brunetti.
– Pero ¿seguirás sin querer leerlos? -preguntó ella.
Desentendiéndose de la pregunta, Brunetti dijo:
– ¿Aún tenemos aquellas cartas de navegación?
– Deben de estar en la caja -respondió Paola, dejando que Brunetti fuera en busca de la vieja caja de madera en la que la familia guardaba los mapas.
Brunetti volvió a los pocos minutos, dio a su mujer la mitad del contenido de la caja y él repasó el resto. Al poco rato, Paola dijo levantando uno de los mapas:
– Aquí está el grande de la laguna.
Era un recuerdo del verano que habían pasado explorando la laguna en un viejo bote que les prestó un amigo. Debía de hacer más de veinte años, porque aún no habían nacido los chicos. Él recordaba la noche en que, al bajar la marea, se quedaron varados en un canal bajo las estrellas.
– Qué de mosquitos había -dijo Paola, que también recordaba aquella noche, y lo que hicieron después de untarse mutuamente de repelente.
Brunetti dejó caer al suelo sus mapas y extendió el de ella en la mesa. Sin que él se lo pidiera, Paola le leyó la coordenada de la latitud de la primera anotación y él recorrió el margen del mapa con el dedo, deteniéndose al llegar al valor indicado. Empujó la mesa con las rodillas, para acabar de extender el mapa. Ella leyó la longitud y él deslizó el dedo por la parte superior hasta encontrar el número. Bajó el índice izquierdo por las líneas verticales y con el derecho trazó una horizontal buscando la intersección. Repitieron la operación con la segunda anotación y fueron a parar a un punto que parecía estar a pocos metros del primero.
– Todos, en Sacca Serenella -dijo él.
– No pareces sorprendido.
– No lo estoy.
– ¿Por qué?
Brunetti tardó casi media hora en explicarle lo ocurrido, incluidos el registro de la habitación del muerto, habitación que no estaba lejos del punto de intersección de las líneas, y la dolorosa visita a la viuda y a su madre, pero sin dar detalles de las circunstancias de la muerte de Tassini.
Cuando acabó de hablar, Paola fue a la cocina y volvió con la botella de grappa. Se la entregó a Brunetti y se sentó a su lado, luego dobló el mapa y lo dejó caer al suelo con los otros. Le quitó la botella, sirvió dos pequeños tragos y preguntó:
– ¿De verdad creía que estaba intoxicado y que su hija se había contagiado?
– Yo diría que sí.
– ¿A pesar de los informes médicos?
Brunetti se encogió de hombros, dando a entender la poca importancia que los informes médicos tienen para quien ha decidido no creerlos.
– Él estaba convencido.
– Pero ¿cómo podía haberse contaminado? -preguntó ella-. Si trabajara en Marghera, sería distinto, pero no he oído decir que en Murano haya peligro, me refiero para la gente que trabaja allí.
Brunetti rememoró su conversación con Tassini.
– Él creía que había una conspiración para impedir que le hicieran análisis fiables, a fin de que no hubiera suficientes pruebas genéticas. -Vio su escepticismo y dijo-: Eso pensaba.
– Pero ¿qué es lo que creía ese hombre en concreto? -inquirió Paola.
Brunetti extendió las manos en ademán de resignación:
– No conseguí que me dijera de dónde creía él que venía el mal ni cómo podía haber afectado a la niña. Sólo dijo que De Cal no era el único culpable de lo que ocurría. -Y antes de que ella volviera a preguntar, añadió-: No, no me dijo qué era lo que ocurría.
– ¿Crees que podía estar loco? -preguntó Paola con voz más suave.
– Yo no entiendo de eso -respondió Brunetti, después de reflexionar-. Él creía que había algo de lo que, al parecer, no existían pruebas o, por lo menos, él no las tenía. Yo no diría que eso sea estar loco.
Esperaba que Paola dijera que acababa de describir ni más ni menos que la fe católica, pero, al parecer, esta noche Paola no lanzaba pullas fáciles, y sólo dijo:
– Pero lo creía lo suficiente como para anotar esos números, sea lo que sea lo que significan.
– Sí -admitió Brunetti-. Pero el que anotara unos números no significa que lo que él creía tenga que ser cierto.
– ¿Y los otros números? -preguntó ella recogiendo del suelo las otras dos hojas y poniéndolas en la mesa.
– Ni idea -dijo Brunetti-. He estado toda la tarde mirándolos y no les encuentro sentido.
– ¿No hay pistas? -preguntó ella-. ¿No había nada más en su habitación?
– Nada -dijo Brunetti y entonces recordó los libros-. Sólo unas enfermedades laborales y un Dante.
– No bromees, Guido -cortó ella.
Él se levantó, fue de nuevo a la chaqueta y esta vez volvió con los dos libros.
La reacción de Paola ante Enfermedades laborales fue similar a la de él, aunque ella lo dejó caer al suelo, no a la mesa.
– El Dante -dijo alargando la mano.
Él se lo dio y vio cómo ella lo miraba, lo abría por la portada, leía los datos de publicación, lo abría por la mitad y lo hojeaba hasta el final.
– Su libro del colegio, ¿verdad? -dijo-. ¿Era aficionado a la lectura?
– Vi muchos libros en su casa.
– ¿Qué clase de libros? -Lo mismo que Brunetti, ella pensaba que los libros dicen mucho de la persona.
– No sé. Estaban en una estantería del fondo de la sala, y no me acerqué lo bastante para leer los títulos. -Los había mirado sin fijarse, pero ahora, al recordar la habitación, le parecía volver a ver los lomos con nervios y letras doradas, como los de los poetas clásicos o de las ediciones de los grandes novelistas que Paola tenía en su estudio-. Sí, era amante de la lectura -dijo al fin.
Paola ya estaba absorta en el Dante. Él la observó unos minutos, hasta que ella volvió una página, lo miró con expresión de asombro y preguntó:
– ¿Cómo he podido olvidar que es perfecto?
Brunetti recogió los mapas, los guardó, cerró la caja y la dejó en el suelo.
De pronto, acusó el peso de todos los sucesos del día.
– Me parece que lo mejor que puedo hacer es acostarme -dijo, sin dar más explicaciones.
Ella se limitó a asentir y volvió a sumirse en el Infierno.
Apenas se metió en la cama, Brunetti cayó en un pesado sueño y no oyó acostarse a Paola. No hubiera podido decir si encendió la luz, si hizo ruido, ni si estuvo leyendo. Pero cuando las campanadas de San Marcos resonaron en su ventana a las cinco de la mañana, él abrió los ojos y dijo:
– Leyes.
Encendió la luz y se incorporó sobre un codo para ver si había despertado a Paola. Ella dormía. Brunetti se levantó y salió al pasillo, una de cuyas paredes estaba cubierta de los libros que él consideraba suyos: los historiadores griegos y romanos, y los que les habían sucedido a lo largo de dos mil años. Al otro lado había libros de arte y de viajes y, en el estante de arriba, algunos textos de la universidad y varios tomos de derecho civil y penal.
Los papeles de Tassini seguían en la mesa de la sala, al lado de Enfermedades laborales. Él era licenciado en derecho, había dedicado años a leer y memorizar leyes, ¿cómo no había reconocido la anotación? Si los seis primeros dígitos del primer número se leían como una fecha, resultaba 20 de septiembre de 1973, y los del segundo, 10 de septiembre de 1982. Las tres últimas cifras corresponderían entonces al número de la ley. Él sabía que los tomos de la Gazzetta Ufficiale los tenía en el despacho, pero, no obstante, se puso a buscarlos. Sintió los pies fríos, y volvió a la habitación con los papeles y el libro de Tassini.
Se sentó en la cama, ahuecó la almohada para apoyar la espalda, juró entre dientes, se levantó otra vez y fue a la sala en busca de las gafas. Al volver a la habitación, se puso el jersey nuevo sobre los hombros y se metió otra vez en la cama.
Dejó que los papeles se deslizaran hacia el valle que había entre él y su mujer, que parecía encontrarse en estado comatoso, y abrió las Enfermedades laborales por el índice.
Estuvo leyendo hasta casi las seis y entonces dejó el libro, fue a la cocina, se preparó un caffè latte y volvió a la habitación con la taza. Sentado en la cama, tomaba el café y observaba la luz que iluminaba los cuadros de la pared del fondo.
– Paola -dijo poco después de que dieran las siete. Y luego-: Paola.
Ella debió de responder más al tono que a su nombre, porque dijo, con voz completamente normal:
– Si me traes café, te escucho.
Él se levantó por cuarta vez, puso la cafetera grande y llevó dos tazas a la habitación. La encontró sentada en la cama, con las gafas en la punta de la nariz y el libro de Tassini abierto sobre las rodillas.
Brunetti le entregó una taza. Ella la tomó, bebió y dio las gracias con una sonrisa. Dio unas palmadas en el colchón, a su lado, y él se sentó. Bebieron el café. Al cabo de un rato, ella se puso las gafas en la frente.
– No entiendo por qué haces eso, Guido. Pasarte la mitad de la noche leyendo una cosa así. -Con la mano libre, cerró el libro y lo arrojó sobre la cama.
– Me parece que ya sé lo que significan los números -dijo él-. Tassini sabía cuáles son las leyes que tratan de la contaminación y las anotó, pero sin separar fechas y números.
Él esperaba que Paola quisiera saber qué leyes eran, pero lo sorprendió al preguntar:
– ¿Cómo sabía él los números de las leyes?
Brunetti detectó en su tono algo del desdén que las personas cultas reservan para los que aspiran a adquirir sus conocimientos.
– No tengo ni idea -confesó.
– ¿Había estudiado leyes?
– Lo ignoro -dijo Brunetti, advirtiendo lo poco que sabía de Tassini. El hombre había pasado muy pronto de sospechoso a víctima-. Su suegra me dijo que quería ser vigilante nocturno para poder leer durante toda la noche.
Ella dijo con una sonrisa:
– Es posible que en otro tiempo mi madre hubiera dicho lo mismo de ti, Guido.
Pero se inclinó y le apretó la mano, dando a entender que bromeaba. O así lo esperaba él.
Brunetti se levantó y le quitó de la mano la taza vacía.
– Me voy a la questura -dijo, pensando comprar los periódicos por el camino, para ver cómo se informaba del caso.
Ella asintió y alargó la mano hacia la lectura que tenía en la mesita de noche. Brunetti recogió el libro de Tassini y volvió a la cocina, a poner las tazas en el fregadero.
Camino de la questura, Brunetti compró el Corriere y el Gazzettino, y lo primero que hizo al llegar a su despacho fue abrirlos sobre la mesa. Como la muerte había sido descubierta muy temprano, los reporteros habían tenido todo el día para husmear en la fábrica, el hospital y el domicilio de Tassini. Había una foto de Tassini, hecha años atrás, y otra de la fábrica De Cal con tres carabinieri delante: Brunetti ignoraba que hubieran intervenido. Ambos periódicos decían que el cadáver de Tassini había sido encontrado por un compañero cuando éste había entrado en la fábrica para ajustar la temperatura del gettate que había pasado la noche en los hornos. El hombre yacía delante de uno de los hornos, a una temperatura que se calculaba en más de cien grados centígrados.
La policía había interrogado a los compañeros y a la familia de Tassini, pero la investigación oficial no empezaría hasta que se conociera el resultado de la autopsia. Tassini contaba treinta y seis años, hacía seis que trabajaba en la fábrica De Cal y dejaba esposa y dos hijos.
Cuando acabó de leer los periódicos, Brunetti marcó el número del telefonino de Ettore Rizzardi, el medico legale, que contestó con un lacónico:
– ¿Sí?
– Soy Guido -dijo Brunetti.
Sin darle tiempo de continuar, Rizzardi dijo:
– No se lo va a creer, pero murió de un ataque al corazón.
– ¿Cómo? ¡Si aún no tenía cuarenta años!
– Bueno, no fue un ataque de ésos -dijo Rizzardi, con lo que sorprendió a Brunetti, que no sabía que hubiera más de un tipo de ataque al corazón.
– ¿De cuáles entonces?
– Por deshidratación -dijo Rizzardi-. Estuvo allí tendido casi toda la noche. Fue la temperatura. El idiota de Venturi no se molestó en tomarla, pero llamé a los hombres del fornace y ellos me lo dijeron. Bueno, me dijeron que la temperatura que habría dentro del horno sería de unos 1.400 grados Fahrenheit y la puerta estaba abierta.
– ¿Y cuánto sería en grados centígrados?
– Ciento cincuenta y siete -respondió Rizzardi-. Pero eso, justo delante de la puerta. En el suelo, no sería tan alta, pero lo suficiente para matarlo.
– ¿Cómo?
– A esa temperatura se suda. Es peor que cualquier sauna que pueda imaginar, Guido. Sudas y sudas hasta que se te acaba el sudor. Y el sudor se lleva todos los minerales. Y cuando has perdido los minerales, especialmente sodio y potasio, viene la arritmia y, después, el paro cardíaco.
– Y te mueres -concluyó Brunetti.
– Exactamente, te mueres.
– ¿Señales de violencia? -preguntó Brunetti.
– Tenía un golpe en la cabeza, con una pequeña herida, pero sin suciedad ni restos del objeto con el que se hubiera golpeado.
– O le hubieran golpeado -sugirió Brunetti.
– O con el que entrara en contacto, Guido -dijo Rizzardi con voz firme-. Sangró un rato, hasta que murió.
Brunetti ya se había informado por Bocchese de que el fuego habría destruido cualquier resto de tejido humano que pudiera haber en la puerta del horno, y no tuvo que preguntar.
– ¿Algo más? -dijo Brunetti.
– Nada -respondió Rizzardi-. Nada que pudiera parecerle sospechoso.
– ¿La ha hecho usted? -preguntó Brunetti.
De pronto, sintió curiosidad; deseaba averiguar cómo podía Rizzardi saber tantas cosas sobre el estado del cuerpo de Tassini.
– Me ofrecí para ayudar a mi colega, el dottor Venturi, con la autopsia. Le dije que sentía curiosidad porque nunca había visto algo así -dijo Rizzardi con su voz neutra y profesional. Pero entonces cambió de tono-: Y es verdad, Guido. Nunca lo había visto, sólo había leído sobre ello. Tendría usted que haber visto esos pulmones, Guido. Nunca lo hubiera imaginado. La cantidad de líquido que producían al aspirar ese aire tan caliente. Yo lo había visto en cuerpos afectados por humo, desde luego, pero no imaginaba que el calor pudiera tener el mismo efecto.
– Pero ¿fue un fallo cardíaco? -preguntó Brunetti, deseoso de evitarse las expansiones clínicas de Rizzardi.
– Sí, eso es lo que Venturi puso en el certificado de defunción.
– ¿Qué hubiera puesto usted? -preguntó Brunetti, esperando que Rizzardi confirmara sus propias sospechas.
– Fallo cardíaco, Guido. Fallo cardíaco. De eso murió, de un fallo cardíaco.
– Una cosa más, Ettore: ¿hay una lista de lo que tenía en los bolsillos?
– Un momento -dijo el médico-. La tenía aquí ahora mismo. -Brunetti oyó un golpe seco cuando el otro dejó el teléfono en la mesa, luego un roce de papeles. Al fin, volvió la voz-: Unas llaves, una billetera con el documento de identidad y treinta euros en billetes, un pañuelo y tres euros y ochenta y siete céntimos. Eso es todo.
Brunetti le dio las gracias y colgó.