CAPITULO 22

Brunetti venció la tentación de quedarse en Murano y almorzar pescado fresco y polenta en Nanni's, y dijo a Foa que regresaban a la questura. Cuando llegaron, pidió al piloto que llevara el cubo a Bocchese para que averiguara qué había en aquel barro.

Como aquel día Paola y los chicos comían con los padres de ella, Brunetti entró en un restaurante de Castello y tomó dos platos a los que no prestó atención y al salir a la calle ya había olvidado. Bajó andando hasta San Pietro in Castello y entró en la iglesia para ver la estela funeraria que tiene grabados versículos del Corán. La polémica en curso, de si es un expolio cultural o una prueba de multiculturalismo, en nada afectó su admiración por la belleza de la caligrafía.

Volvió a la questura andando despacio. Poco antes de las seis, subió Vianello que, al ver los tomos de la Gazzetta en la mesa, preguntó para qué los necesitaba. Brunetti se lo explicó y preguntó al inspector qué creía él que se hacía antes de que se dictaran aquellas leyes.

– Cada cual hacía lo que le venía en gana -respondió Vianello con la natural indignación, pero añadió, para sorpresa de Brunetti-: De todos modos, no creo que en Murano se hiciera mucho daño.

Brunetti señaló la silla que estaba delante de su mesa y preguntó:

– ¿Por qué?

Vianello se sentó.

– Verás, el «daño» es relativo: no era mucho, comparado con Marghera. Ya sé que esto no cambia lo que se hiciera en Murano. Pero el auténtico asesino es Marghera.

– Tú le tienes verdadero odio, ¿verdad?

Vianello lo miraba muy serio.

– Desde luego, como todo el que tenga entendimiento. Tassini decía que odiaba a Murano. Pero nunca hizo algo que lo demostrara.

Brunetti ya no lo seguía.

– No entiendo.

– Si realmente hubiera estado convencido de que la causa de lo que le había ocurrido a la niña estaba en la fábrica, habría hecho algo contra De Cal. Pero lo único que hacía era decir a los hombres que trabajaban con él en el fornace que De Cal tenía la culpa de todo.

– ¿Lo que quiere decir…? -preguntó Brunetti.

– Lo que quiere decir que era el remordimiento el que hablaba por su boca -dijo Vianello.

Lo mismo pensaba Brunetti, que no cuestionó la opinión del inspector.

– ¿Y tú por qué odias tanto Marghera? -preguntó.

– Porque tengo hijos -respondió Vianello.

– Yo también.

– Cuando llegues a casa -empezó Vianello, con una voz que se había calmado de repente-, pregunta a tu esposa si tiene el suplemento del Gazzettino de hoy.

– ¿Qué suplemento?

Vianello se levantó y fue hacia la puerta.

– Tú pregúntale -dijo. Ya en la puerta, añadió-: He hablado con varios trabajadores de De Cal. Dicen que la empresa va mal y que él quiere venderla, pero cada uno habla de un precio distinto, aunque siempre más de un millón.

– ¿Algo más?

– No hacía más de un mes o dos que Tassini era uomo di notte en la fábrica de Fassano.

– ¿Y antes?

– Antes ya era uomo di notte de De Cal y aún antes había trabajado en la molatura.

– ¿Eso supone subir o bajar de categoría? -preguntó Brunetti por simple curiosidad-. Tenía esposa y dos hijos a los que mantener.

Vianello se encogió de hombros.

– No lo sé. El vigilante que tenía Fasano se jubiló y Tassini solicitó el puesto. Por lo menos, eso me dijeron dos de los hombres. También hablaban de lo mucho que le gustaba leer y de que trabajaba de noche porque así podía «tragar libros» -terminó Vianello riendo.

Brunetti se rió también, y la tensión se desvaneció.

Cuando el inspector se fue, Brunetti, con el pretexto de la curiosidad por el suplemento del Gazzettino, salió temprano, y llegó a casa una hora antes de lo habitual.

Encontró a Paola sentada a la mesa del estudio con lo que parecía un manuscrito delante. Dio un beso en la mejilla que ella le presentaba y dijo:

– Vianello me ha dicho que te pregunte si has leído el suplemento que hoy venía con el Gazzetino.

Ella lo miró con extrañeza, pero sólo un momento, porque apartó el manuscrito hacia un lado y lo sustituyó por un montón de papeles y revistas que tenía en el suelo.

– Típico de él preguntar eso -dijo con una sonrisa, empezando a revolver.

– ¿Qué es?

Ella siguió buscando hasta que sacó un cuadernillo que exhibió triunfalmente.

– Porto Marghera -leyó en voz alta-. Situazione e Prospettive. -Lo levantó para que él pudiera leer la portada-. ¿Tú dirías que es una coincidencia que repartan esto con el periódico mientras se celebra el juicio?

– Es que ese juicio durará una eternidad -objetó Brunetti.

El juicio contra el complejo petroquímico, por contaminación del suelo, el aire y la laguna, había empezado hacía años, eso lo sabían todos los habitantes del Veneto, como también sabían que duraría muchos años más o, como mínimo, hasta que expirara el estatuto de limitaciones y su espíritu fuera a parar al limbo de los casos prescritos.

– Deja que te lea una cosa, y ya me dirás si es simple coincidencia. -Dio la vuelta al suplemento y buscó en la contraportada-. Al final, los autores dan las gracias a las personas que han colaborado en la elaboración del suplemento, publicado con el propósito de informar a la población del Veneto del peligro medioambiental que supone la existencia de semejante complejo industrial en su patio trasero. -Miró a Brunetti para cerciorarse de que él estaba atento a sus palabras y prosiguió-: ¿Y a quién dan las gracias por su colaboración? -preguntó ella, deslizando el dedo, innecesariamente, supuso él, hasta el pie de la última página-. A las autoridades de la zona industrial.

Como Brunetti no decía nada, ella arrojó el suplemento sobre la mesa y dijo:

– Venga, Guido, no me dirás que no es increíble. Es alucinante. Preparan un documento sobre ese complejo industrial que está a tres kilómetros de nosotros, que es un coladero de detritos y, probablemente, contiene toxinas y venenos suficientes para eliminar a todo el Noreste, ¿y a quién piden información sobre el peligro que pueden suponer esas sustancias si no a las mismas autoridades que dirigen el complejo? -Se echó a reír, pero Brunetti no la imitó.

Ella lo contempló un momento con el gesto de falsa seriedad de una presentadora de televisión que trata de provocar una respuesta con una exhibición de viva curiosidad. En vista de que él callaba, dijo:

– Imagina que la próxima vez que Patta quiera una estadística sobre delitos la encarga al capo de la mafia local o de la mafia china. -Levantó el suplemento sobre su cabeza y dijo-: Estamos todos locos, Guido.

Brunetti permanecía sentado en el sofá, callado pero atento.

– Voy a leerte otra cosa, sólo una -dijo ella abriendo el cuadernillo.

Pasó varias hojas hacia delante y luego hacia atrás.

– Aquí está -dijo-. Escucha: «Qué hacer en caso de emergencia.» -Se subió las gafas, se acercó un poco el suplemento y siguió leyendo-: «Permanezca en su casa, cierre las ventanas, cierre la llave de paso del gas, no utilice el teléfono, escuche la radio, no salga por ningún motivo.» -Lo miró y añadió-: Lo único que falta es que nos digan que no respiremos. -Dejó caer el suplemento-. Y vivimos a menos de tres kilómetros de eso, Guido.

– Hace años que lo sabes -dijo Brunetti, hundiéndose un poco más en el sofá.

– Sí, lo sé -concedió ella-. Pero no tenía esto -dijo levantando otra vez el cuadernillo y abriéndolo por la última página-. No tenía la información de que todos los años pasan por ahí treinta y seis millones de toneladas de «materias». No tengo idea de cuánto son treinta y seis millones de toneladas, y tampoco nos dicen de qué son esos treinta y seis millones de toneladas, pero imagino que, en caso de incendio, haría falta mucho menos para… -dejó la frase sin terminar.

– ¿Qué te hace pensar que pueda ocurrir algo así? -preguntó él.

– Que hoy me he pasado hora y media tratando de dar a la compañía del teléfono la nueva fecha de caducidad de mi tarjeta de crédito -respondió ella con irritación.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -inquirió Brunetti con augusta serenidad.

– Me enviaron una carta por la que me comunicaban que la tarjeta había caducado y me pedían que marcara su número gratuito. Así lo hice y me recitaron su menú de amables sugerencias: pulse uno para esto, dos para lo otro y tres si desea contratar un servicio. Aquí se cortaba la comunicación. Y así, seis veces.

– ¿Por qué has probado seis veces?

– ¿Qué otra cosa se puede hacer? Incluso para decirles que quiero cancelar el servicio y que manden el recibo al banco tengo que hablar con ellos.

– ¿Y cuándo piensas explicarme qué tiene eso que ver con Marghera? -preguntó él, que acababa de darse cuenta de lo muy cansado que estaba y lo poco que deseaba mantener esta conversación.

Ella se quitó las gafas, para verlo mejor, o para taladrarlo mejor con su mirada de basilisco.

– Porque en uno y otro sitio trabaja la misma clase de gente, Guido. Son los que hacen los programas y controlan los sistemas de seguridad. Al fin, el ser humano con el que conseguí hablar me dijo que debía enviar la fecha de caducidad de la tarjeta a un número de fax, porque el sistema no le permitía admitir la información por teléfono.

Brunetti apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

– Sigo sin ver la relación -dijo.

– Es que la persona que omitió poner el número de fax en la carta que me enviaron podría muy bien ser tan competente como la encargada de hacer girar una llave o una palanca en una de las fábricas de Marghera, y en lugar de hacer así -dijo, y esperó a que él abriera los ojos, y entonces la vio empuñar una imaginaria rueda gigante y hacerla girar hacia la derecha-, hace así -prosiguió, moviendo la mano hacia la izquierda-. Y adiós Marghera, y adiós Venecia, y adiós todos nosotros.

– Vamos, vamos -dijo él, cansado e irritado por su histrionismo-, no seas catastrofista.

– ¿Tanto como Vianello? -preguntó ella.

Brunetti no recordaba cómo se había metido en esto, pero ya hablaba sin miramientos.

– En sus peores momentos, sí. Tanto como él.

Un tenso silencio sustituyó la vivacidad y el humorismo con que ella hablaba al principio. Brunetti se inclinó a recoger el Espresso de la semana. Lo abrió por la crítica de cine y se concentró en la lectura de unas críticas de películas que nunca, ni en un momento de delirio, se le ocurriría ir a ver. Cuando terminó, pasó varias páginas y encontró el tema de portada: el juicio de Marghera. Cerró la revista y la dejó caer al suelo.

– Está bien -dijo-. Está bien. -Esperó un momento y añadió-: He tenido un día muy largo, Paola. Y no quiero pasar lo poco que queda discutiendo contigo.

Cerró los ojos, la oyó acercarse y notó que, a su lado, el sofá cedía bajo su peso.

– Voy a hacer la cena -dijo ella.

El sofá se recuperó y él sintió unos labios en la frente.

Una hora después, se sentaban a cenar, y mientras la familia comía y bebía, Brunetti observaba a sus hijos y escuchaba sus quejas de los profesores y de la presión de los deberes, que nunca se acababa.

– Para ir a la universidad, hay que estudiar mucho en casa. Es el precio que hay que pagar -dijo Brunetti.

– Y si no voy, ¿qué? -preguntó Chiara.

El padre no advirtió desafío en sus palabras, pero notó que Paola aguzaba el oído.

– Pues supongo que tendrías que buscar trabajo -respondió él, procurando que su voz sonara ecuánime más que crítica; para él la elección no admitía duda.

– Es que todo el mundo dice que no hay trabajo -se lamentó Chiara.

– Los periódicos siempre están hablando de eso -agregó Raffi, con el tenedor suspendido sobre el filete de pez espada-. Mira a Kati y a Fulvio -dijo, refiriéndose a los hermanos mayores de su mejor amigo-. Los dos son licenciados y ninguno tiene trabajo.

– No es verdad -dijo Chiara-. Kati trabaja en un museo.

– Di mejor que vende catálogos en el Correr -dijo Raffi-. Eso no es trabajo para alguien que se ha pasado seis años en la universidad. Ganaría más vendiendo zapatos en Prada.

Brunetti se preguntó si para su hijo ése sería un trabajo más apetecible.

– Prada no es el lugar ideal para trabajar, si lo que buscas es un empleo para un licenciado en Historia del Arte -dijo Chiara.

– Tampoco lo es la sección de saldos del museo Correr -replicó su hermano.

Brunetti, que había visitado la última exposición y pagado más de cuarenta euros por el catálogo, no consideraba que la tienda del museo fuera una sección de saldos, pero se reservó la opinión y se limitó a preguntar:

– ¿Y Fulvio qué hace?

Raffi bajó la mirada al pescado y Chiara extendió el brazo para servirse más espinacas, a pesar de que ya había alineado el cuchillo y el tenedor sobre el plato. Ninguno de los dos respondió, y el ambiente se enrareció. Brunetti hizo como si no se diera cuenta.

– Seguro que encuentra algo -dijo-. Es un chico inteligente. -Y a Paola-: ¿Me pasas las espinacas? Eso, si Chiara deja algo.

Al pasarle la fuente, Paola demostró que había detectado la reacción provocada por la alusión a Fulvio, diciendo con naturalidad:

– A mis alumnos les ocurre lo mismo. Hacen sus tesis, obtienen el título, empiezan a llamarse dottore y se consideran afortunados si encuentran empleo de maestro suplente en sitios como Burano o Dolo.

– La fontanería -interrumpió Brunetti, levantando una mano para reclamar su atención-. A mis hijos les aconsejo que estudien para fontaneros. Es un oficio bien remunerado. Se conoce a gente interesante y nunca falta trabajo. Nada bueno conseguiréis leyendo libros y libros, pasando horas y horas en las bibliotecas o discutiendo sobre ideas. Es malo para el cerebro. No, a mí que me den un oficio de hombres: aire puro, buen dinero y un trabajo duro pero honrado.

– ¡Oh, papá! -Como siempre, Chiara fue la primera en captar la intención-. Qué tonto eres a veces.

Brunetti puso cara de inocencia y trató de convencerla para que dejara las matemáticas y aprendiera soldadura. El postre interrumpió su representación, pero para entonces ya se había disipado la sombra que las actividades de Fulvio habían proyectado sobre la cena.

Ya estaban en la cama cuando Brunetti, exhausto por el madrugón, preguntó:

– ¿Qué pasa con Fulvio?

Ya habían apagado la luz, y sintió más que vio que Paola se encogía de hombros.

– Supongo que cosa de drogas.

– ¿Consume?

– Quizá. -No parecía convencida.

– Entonces, vende -dijo él y se volvió del lado derecho, de cara a la tenue silueta de su mujer.

– Es probable.

– Pobre muchacho -dijo Brunetti, y añadió-: Pobres todos. -Se puso boca arriba, mirando al techo-. ¿Tú tienes idea de si…? -empezó, preguntándose por la cuantía de la venta y si era un asunto en el que tuviera que intervenir profesionalmente.

¿Y quiénes serían los compradores? Esta simple pregunta dio la salida al gusano que está siempre preparado en la línea de salida para iniciar la carrera hacia el corazón de los padres.

– Si lo que quieres saber es si a Raffi le interesa, creo que podemos estar relativamente seguros de que no. Él no consume drogas.

El policía quería saber por qué Paola podía decir eso, cuál era su fuente de información y en qué medida era fidedigna. ¿Había preguntado a Raffi o él se lo había dicho espontáneamente, o era su confidente otra persona que conocía el caso o a los sospechosos? Mientras miraba el techo, al otro lado de la calle se apagó una luz, dejándolo en una grata oscuridad. Qué ingenuidad, y qué temeridad, creer en la palabra de una madre acerca de la inocencia de su hijo.

Miraba al techo, temiendo preguntar. La ventana estaba entornada y las campanadas de San Marcos decían que era medianoche, hora de dormir. Con este acompañamiento, la voz de Paola murmuró:

– Tranquilo, Guido. No te preocupes por Raffi.

Él cerró los ojos con momentáneo alivio, y cuando los abrió, ya era de día.

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