Brunetti llamó a Paola después de la una para decir que no iría a comer a casa, y le dolió que su mujer acogiera la noticia sin inmutarse. No obstante, al oírle añadir que, puesto que él decía que la llamaba desde el despacho y había esperado hasta ahora para avisar, ella ya había sacado tan triste deducción, él se sintió consolado, por muy sarcásticos que fueran los términos con los que ella expresaba su decepción.
A continuación, el comisario marcó el número del telefonino de Assunta de Cal y le dijo que le gustaría hablar con ella, en Murano. No, le aseguró, no tenía nada que temer de las amenazas de su padre. Él no creía que encerrasen peligro alguno. A pesar de todo, deseaba hablar con ella, si era posible.
Assunta le preguntó cuánto tardaría en llegar, él le pidió que esperase un momento, se acercó a la ventana y vio a Foa en la riva hablando con otro agente. Volvió al teléfono y dijo que no tardaría más de veinte minutos. La oyó responder que lo esperaría en el fornace y colgó.
Cuando, cinco minutos después, Brunetti salió por la puerta principal de la questura, Foa y la lancha habían desaparecido. Preguntó por el piloto al agente de la puerta, que le dijo que Foa había llevado al vicequestore a una reunión. De manera que Brunetti tuvo que encaminarse a Fondamenta Nuove en busca del 41.
Por esta razón, tardó más de cuarenta minutos en llegar a la fábrica De Cal. Al no encontrar a Assunta en la oficina, llamó a una puerta de lo que, a juzgar por el rótulo, era el despacho del padre, pero no recibió respuesta. Brunetti salió al patio y se dirigió al fornace, esperando encontrarla allí.
Las puertas correderas metálicas del enorme edificio de ladrillo estaban entreabiertas, dejando hueco suficiente para permitir el paso de un hombre. Brunetti entró y se encontró casi a oscuras. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, atrajo su mirada lo que, durante un instante, le pareció un enorme Caravaggio situado al fondo de la nave: seis hombres inmóviles frente a la boca redonda de un horno, bañados por la luz natural que se filtraba por las claraboyas del techo y el resplandor del fuego. Los hombres se movieron y el cuadro se animó con los intrincados movimientos que Brunetti tenía grabados en lo más hondo de la memoria.
Había dos hornos rectangulares junto a la pared de la derecha, pero el forno di lavoro estaba en el centro de la nave. Al parecer, no había más que dos piazze funcionando porque sólo se veía a dos hombres haciendo girar porciones de vidrio fundido suspendidas del extremo de las canne. Uno estaba trabajando en lo que parecía una fuente, porque, mientras hacía girar la canna, la fuerza centrífuga transformaba la porción de vidrio, primero, en un platillo y, después, en una especie de pizza. Los recuerdos hicieron regresar a Brunetti a la fábrica en la que había trabajado su padre -no de maestro sino de servente- hacía décadas. Ante sus ojos, ese maestro se convirtió en el maestro para el que había trabajado su padre. Y, después, se convirtió en cada uno de los maestros que habían trabajado el vidrio durante más de mil años. De no ser por el pantalón vaquero y las Nike, hubiera podido pertenecer a cualquiera de los siglos durante los que los hombres habían hecho ese trabajo.
No era el ballet un arte por el que Brunetti sintiera gran afición, pero en los movimientos de esos hombres veía él la belleza que otros ven en la danza. Sin dejar de hacer girar la canna, el maestro se acercó a la boca del horno. Volvió hacia ella el costado izquierdo del cuerpo y Brunetti observó el grueso guante y el manguito que lo protegían del brutal calor. La canna entró en el horno, y el borde de la fuente pasó a menos de un centímetro de la puerta.
Brunetti se acercó a mirar las llamas: allí estaba el inferno de su niñez, al que, según las buenas monjitas, irían él y todos sus compañeros de clase por sus pecados, por pequeños que ésos fueran. Llamas blancas, amarillas, rojas y, en medio de ellas, el plato que giraba, cambiaba de color, crecía.
El maestro lo sacó, casi rozando otra vez el borde de la boca, se fue a su banco y se sentó, sin dejar de darle vueltas. Sin mirar, tomó unas grandes tenazas. Y tampoco pareció que tuviera que mirar la fuente cuando acercó a su superficie la punta de una paleta y, girando, girando y girando, hizo un surco en la superficie de uno de los lados. Una cinta de vidrio líquido se desprendió de la fuente y resbaló al suelo.
El servente, a una señal del maestro, tan leve que Brunetti no llegó a percibirla, se acercó, tomó la caña y la llevó al horno mientras el maestro bebía un largo trago de una botella. Dejó la botella un segundo antes de que el servente volviera del horno y le pasara la caña con la fuente recién calentada suspendida del extremo. Sus movimientos eran tan fluidos como el mismo vidrio.
Brunetti oyó pronunciar su nombre y, al volver la cabeza, vio a Assunta en la puerta. Ahora notó que tenía la camisa pegada al cuerpo y la cara sudorosa. No hubiera podido decir cuánto rato llevaba allí, encandilado por la belleza del proceso.
Fue hacia ella, notando que el sudor se le enfriaba en la espalda.
– Me he retrasado -dijo Brunetti, sin más explicaciones- y he entrado a ver si te encontraba aquí.
Ella sonrió e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
– No importa. Estaba en el muelle. Hoy es el día en que vienen a recoger los ácidos y el lodo, y me gusta estar allí para comprobar los números y el peso.
El desconcierto de Brunetti debió de ser evidente -en tiempos de su padre, no se hablaba de esas cosas- porque ella explicó:
– Las leyes son muy claras sobre lo que podemos utilizar y lo que hemos de hacer con cada cosa después de utilizarla. Y tienen que serlo. -Suavizando la sonrisa, añadió-: Ya sé que al decir esto me parezco a Marco; pero creo que él tiene razón.
– ¿Qué ácidos? -preguntó Brunetti.
– Nítrico y fluorhídrico -dijo ella y, al ver que él no parecía mucho más enterado, prosiguió-: Al hacer las cuentas de vidrio, se pasa un hilo de cobre por el centro para abrir el agujero y después se disuelve el cobre con ácido nítrico. De vez en cuando, hay que cambiar el ácido. -Brunetti prefería no saber qué se hacía con el ácido en tiempos pasados-. Con el fluorhídrico, lo mismo. Se utiliza para alisar las superficies de las piezas grandes. También tenemos que pagar para que se lo lleven.
– ¿Y lodo, has dicho? -preguntó él.
– Del pulido final -dijo ella, y preguntó-: ¿Quieres verlo?
– Mi padre trabajaba aquí, pero de eso hace décadas -dijo Brunetti, para no parecer un ignorante total-. Pero desde entonces las cosas habrán cambiado, supongo.
– Menos de lo que te imaginas -respondió ella. Pasó por su lado y, con un ademán, señaló a los hombres que seguían haciendo sus movimientos rituales delante de los hornos-. Es una de las cosas que más me gustan de esto -dijo ella con voz más cálida-. Nadie ha encontrado mejor manera de hacer lo que nosotros hemos venido haciendo durante cientos de años. -Puso la mano en el brazo de Brunetti para captar del todo su atención-. ¿Ves lo que hace ese hombre? -preguntó señalando al otro maestro, que en aquel momento volvía del horno y se paraba detrás de un cubo de madera que estaba en el suelo.
Observaron cómo soplaba por un extremo de la canna de hierro, inflando la masa de vidrio que colgaba del otro extremo. Rápidamente, con la habilidad de un malabarista, el hombre hizo oscilar la masa incandescente encima del cubo y la comprimió en el recipiente cilíndrico con cuidado, moviéndola arriba y abajo para hacerla entrar en él. Sopló repetidamente por el extremo de la caña haciendo brotar del recipiente con cada soplido una corona de chispas.
Cuando extrajo la canna, la masa de vidrio se había convertido en un cilindro perfecto de base plana, en el que ya se reconocía la forma de un jarrón.
– Las mismas materias primas, las mismas herramientas, las mismas técnicas que utilizábamos hace siglos -dijo la mujer.
Él se volvió a mirarla y sus sonrisas, reflejo una de otra, se cruzaron.
– Es prodigioso, ¿verdad?, que pueda haber algo tan perdurable -dijo Brunetti, dudando de que la última palabra fuera la que buscaba, pero ella asintió porque le había comprendido.
– Lo único que ha cambiado es que ahora usamos gas -dijo ella-. Todo lo demás sigue igual.
– ¿Salvo esas leyes que apoya Marco?
Ella mudó la expresión y se puso seria.
– ¿Bromeas?
Él no pretendía ofenderla.
– En absoluto -se apresuró a decir-. Claro que no. Ignoro a qué leyes te refieres pero, por lo que sé de tu marido, supongo que tratan de la protección del medio ambiente, y estoy convencido de que eran necesarias y urgentes.
– Marco dice que esas leyes exigen muy poco y llegan muy tarde -dijo ella, apesadumbrada.
Brunetti comprendió que aquél no era el lugar adecuado para esa conversación, y dio un paso hacia los trabajadores, alejándose de ella, con la intención de disipar el pesimismo generado por las palabras de la mujer. Señaló a los hombres que estaban frente a los hornos y volvió atrás para preguntar:
– ¿Cuántos trabajadores tenéis?
Ella pareció alegrarse de poder cambiar de tema y se puso a contar con los dedos.
– Hay dos piazze, es decir, seis hombres, más los dos que están en el muelle y que se encargan del embalaje y el transporte y los tres que hacen la molatura final, once. Además, está l'uomo di notte: doce en total, supongo.
Él la vio repetir el cálculo con los dedos.
– Sí, doce, y mi padre y yo.
– Tassini es l'uomo di notte, ¿verdad?
– ¿Has hablado con él?
– Sí, él piensa que no hay peligro, a no ser que tu marido venga al fornace -dijo Brunetti y, al ver la expresión de temor de ella, añadió-: Pero él nunca viene, ¿verdad?
– No, en absoluto -dijo ella con tristeza en la voz.
Brunetti la comprendía: había observado que sentía pasión por su trabajo y por su marido. Había de ser doloroso mantenerlos separados, ya fuera por propia voluntad o por necesidad.
– ¿Había venido alguna vez?
– Antes de que nos casáramos, sí. Es ingeniero, ¿recuerdas?, y le interesa el proceso de fabricación del vidrio, la mezcla, el fundido, el trabajado, todo.
Como recreándose en una de sus pasiones, ella miró a los hombres, cuyo ritmo de trabajo no se había alterado por su presencia: el primero ya trabajaba en otra pieza. Brunetti vio al servente del primer maestro arrimar una gota de vidrio incandescente al borde de lo que parecía un jarrón. Las tenazas del maestro incrustaron la punta de la gota en el jarrón, la estiraron como si fuera chicle y pegaron el otro extremo a media altura de la pieza. Un corte rápido, un toque para alisar, y el asa estaba en su sitio.
– Viéndolos trabajar, parece fácil -dijo Brunetti con admiración.
– Para ellos lo es, supongo. Al fin y al cabo, Gianni ha trabajado el vidrio toda su vida. Probablemente, ahora podría fabricar las piezas hasta con los ojos cerrados.
– ¿No te cansas? -preguntó Brunetti.
Ella lo miró, como si sospechara que bromeaba. Al parecer, se convenció de que no era así, porque dijo:
– De mirar, no. No. Nunca. Pero del papeleo, sí. Estoy harta de normas, de impuestos, de reglamentos.
– ¿Qué normas? -preguntó Brunetti, sorprendido de que pudiera referirse a las leyes medioambientales que defendía su marido.
– A las que especifican cuántas copias he de hacer de cada recibo y a quién he de enviarlas, qué formularios he de rellenar por cada kilo de materia prima que compramos. -Se encogió de hombros con resignación-. Para no hablar de los impuestos.
Si hubiera tenido más confianza, Brunetti habría comentado que, a pesar de todo, debía de poder defraudar bastante, pero su amistad no había llegado a la fase en la que puede considerarse abiertamente al inspector de la renta como el enemigo común y se limitó a decir:
– Podrías buscar a alguien que te descargara del papeleo, por lo menos, en parte, para que pudieras dedicarte a lo que te gusta.
– Sí, eso estaría bien -dijo ella distraídamente. Entonces, ahuyentando el efecto que pudieran haber tenido las palabras de él, preguntó-: ¿Te gustaría ver el resto?
– Sí -dijo él con una sonrisa-. Me gustaría comprobar si ha cambiado mucho desde que yo era niño.
– ¿Cuántos años tenías cuando viste un fornace por primera vez?
Brunetti tuvo que pensarlo, recorriendo mentalmente los años y repasando los trabajos que había hecho su padre durante la última década de su vida.
– Debía de tener doce años.
Ella dijo riendo:
– La edad ideal para empezar de garzon.
– Brunetti se echó a reír también.
– Yo no deseaba otra cosa -dijo-. Y, un día, llegar a ser maestro y fabricar bonitas piezas.
– ¿Pero…? -apuntó ella, volviéndose hacia la puerta.
A pesar de que ella no podía verlo, Brunetti se encogió de hombros al responder:
– Pero no fue así.
Algo especial debía haber en su tono, porque ella se detuvo y se volvió a mirarlo.
– ¿Lo lamentas?
Él sonrió y movió la cabeza negativamente.
– No acostumbro a pensar en lo que pudo haber sido. Además, estoy contento de cómo han ido las cosas.
Ella respondió con una sonrisa.
– Es agradable oír a alguien decir eso.
Salió al patio delante de él y lo condujo a una puerta situada inmediatamente a la derecha. Allí estaba la molatura: una artesa de madera discurría a lo largo de toda una pared, bajo una hilera de grifos. Frente a la artesa había dos jóvenes con delantal de caucho que tenían en la mano uno un bol y el otro una bandeja muy parecida a la que el maestro había fabricado poco antes.
Brunetti los vio acercar los objetos a las muelas de pulir que tenían ante sí, primero una cara y luego la otra. De los grifos caían chorros de agua en las muelas y en las piezas: Brunetti recordó que el agua impedía, por un lado, que la temperatura subiera por efecto de la abrasión y el vidrio se rompiera con el calor y, por otro, que las partículas de vidrio pasaran al aire y a los pulmones de los trabajadores. El agua resbalaba por el delantal y las botas de los hombres, pero la mayor parte iba a la artesa y corría hacia el extremo, donde desaparecía por una tubería, arrastrando el polvo de vidrio.
En una mesa, al lado de la puerta, Brunetti vio jarrones, tazas, fuentes y figuras esperando turno para el pulido. En las piezas se veían las marcas de las tenazas y de las varillas utilizadas para fundir vidrio de dos colores, defectos que él sabía que el pulido borraría.
Alzando la voz por encima del ruido de las muelas y del agua, Brunetti dijo:
– Esto es menos apasionante.
Ella asintió.
– Pero igual de necesario.
– Ya lo sé.
Él miró a los dos trabajadores, miró después a Assunta y preguntó:
– ¿Y las mascarillas?
Esta vez fue ella la que se encogió de hombros, pero no dijo nada hasta que salieron al patio.
– Les damos dos mascarillas nuevas cada día, es lo que manda la ley. Pero la ley no me dice qué tengo que hacer para que se las pongan. -Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, añadió-: Si pudiera, los obligaría. Pero ellos piensan que usarlas es muy poco viril y no las usan.
– Los que trabajaban con mi padre tampoco las llevaban -dijo Brunetti.
Ella alzó las manos al cielo y se alejó hacia la parte delantera del edificio. Brunetti la siguió hasta allí y preguntó:
– Tu padre no estaba en su despacho. ¿Hoy no ha venido?
– Tenía hora en el médico -dijo ella-. Pero supongo que vendrá antes de media tarde.
– Nada grave, espero -dijo Brunetti, tomando nota mentalmente de preguntar a la signorina Elettra si podía averiguar algo acerca de la salud de De Cal.
Ella asintió en señal de agradecimiento, pero no dijo nada.
– Bien -dijo Brunetti-. Tengo que irme. Muchas gracias por la visita. Me trae recuerdos.
– Gracias a ti por haberte molestado en venir hasta aquí para hablar conmigo.
– No debes preocuparte -dijo él-. No es probable que tu padre cometa un disparate.
– Eso espero -dijo ella estrechándole la mano y volvió a su despacho y a su mundo.