Brunetti bajó a los archivos y sacó fotocopias de las leyes a las que se referían las notas de Tassini. De vuelta en su despacho, las leyó. La ley de 1973 fijaba límites para los vertidos en la laguna, el alcantarillado e incluso el mar. También señalaba el plazo dentro del cual los fabricantes de vidrio debían instalar purificadores de agua y mencionaba la agencia que se encargaría de inspeccionarlos. La ley de 1982 imponía límites aún más estrictos en el sistema de desagüe, y hacía referencia a los ácidos mencionados por Assunta. Mientras Brunetti leía lo legislado sobre límites y restricciones, no dejaba de oír la vocecita que preguntaba qué pasaba antes, qué se echaba a la laguna antes de que se aprobaran aquellas leyes.
Terminada la lectura, la razón instaba a Brunetti a bajar al despacho de Patta e informar al vicequestore del contenido de la carpeta de Tassini y del significado de algunos de aquellos números, y sugerirle que se practicara una inspección de los lugares señalados por las coordenadas, a fin de comprobar qué fundamento podían tener las sospechas de Tassini. Ahora bien, tras años de tratar con Patta y de observar su manera de escurrirse entre la burocracia, Brunetti no se hacía ilusiones respecto a la acogida que su superior dispensaría a la sugerencia. Si Pelusso decía la verdad -y Brunetti no comprendía por qué iba a mentir-, Fasano tenía suficiente influencia para quejarse a Patta, una influencia mayor de la que le había atribuido Brunetti en un principio.
Cuando volvía a la silla, uno de los libros de Tassini rozó el canto de la mesa, atrayendo la atención de Brunetti. ¿Dónde habría puesto Dante a Patta?, se preguntó de pronto. ¿Con los hipócritas? ¿Con los iracundos? También podía mostrarse magnánimo y poner al vicequestore en la puerta, con los oportunistas. Abrió el Infierno por la portada y la miró atentamente. Canto I. Canto II. Pasó varias páginas y allí lo tenía: Canto II y, después, Canto III, y Canto IV. Brunetti aspiró profundamente, asombrado de su propia ceguera. Había tenido en la mano el libro y los números de Tassini al mismo tiempo, y no lo había visto.
Sacó la hoja en la que había copiado los números de Tassini, miró el primero y abrió el Dante por el Canto VII, línea 103. «L’acqua era buia assai più che persa.» «El agua era mucho más oscura que persa», repitió. ¿Qué diantres era persa? Miró el reloj: Paola aún estaría en casa. Marcó.
– Pronto -contestó ella a la quinta señal.
– Paola, ¿qué quiere decir persa?
– ¿En qué contexto? -preguntó su mujer, sin mostrar curiosidad por el motivo de la pregunta.
– Dante -dijo él.
– Me parece que es un color; pero deja que lo compruebe. -En menos de un minuto, ella volvió al lado del teléfono. Se la oía musitar mientras buscaba la palabra, costumbre que Chiara había heredado. Al fin dijo-: Es un color que está entre el morado y el negro, pero predomina el negro. -Esperó respuesta, y como no llegaba, preguntó-: ¿Algo más?
– Aún no. Ya te llamaré.
Paola colgó.
Brunetti volvió al libro. El arroyo que seguía Dante desembocaba en la Estigia, pero la referencia de Tassini se limitaba al verso 103, al agua negruzca.
No era menos lúgubre la siguiente: «no fronda verde: de color oscura; no esbeltas ramas; tuertas y nudosas».
Siguió con las referencias de Tassini: «de un sarro están los muros guarnecidos que trae de abajo un hálito asqueroso por el que ojo y nariz son ofendidos».
Y la última: «en esa ardiente arena no aventures tu pisada».
Esto mal podía considerarse materia de grave escándalo medioambiental, pero si la signorina Elettra estaba en lo cierto y Tassini tenía la fe del verdadero creyente, él podía haber interpretado estas descripciones dantescas a su manera y visto en ellas cuantas señales y presagios se le antojara.
Brunetti decidió bajar a hablar con Patta, al menos por el perverso afán de tener la satisfacción de comprobar que no se había equivocado al catalogarlo. ¿No había abdicado Celestino V para rehuir el poder que conlleva la dignidad del papado? Qué distinto de Patta, que se zafaba de las obligaciones sin renunciar al poder y las prebendas del cargo. Correr desnudo por un campo de gusanos y larvas, llorando lágrimas de sangre quizá fuera un castigo excesivo para la desidia de Patta, pero Brunetti se distraía con la escena mientras bajaba al despacho de su superior.
La signorina Elettra levantó la mirada de unos papeles y le dirigió una extraña sonrisa.
– Tengo cierta información respecto a Fasano que parece confirmar que es lo que dice ser.
– Me alegro -dijo él sin inmutarse-: Muchas gracias. -Luego preguntó-: ¿Está el vicequestore?
– Sí, señor. ¿Desea hablar con él? -preguntó, como si Brunetti pudiera tener otra intención, después de bajar dos tramos de escaleras y preguntar si estaba Patta.
Él trató de recordar si había estado muy mordaz al hablar de Fasano: ¿podía ser ésa la razón de tanta formalidad?
Ella levantó el teléfono y pulsó un botón, preguntó al dottor Patta si podía recibir al comisario Brunetti, colgó y señaló la puerta con un movimiento de la cabeza. Brunetti le dio las gracias y entró sin llamar.
– Ah, Brunetti -dijo Patta al verlo-, ahora iba a llamarlo.
– ¿Sí, señor? -dijo Brunetti acercándose a la mesa de Patta.
– Sí, siéntese, siéntese -dijo Patta con un amplio ademán.
Brunetti obedeció con todos los sistemas en alerta máxima al percibir la afabilidad de Patta.
– Quería hablarle de eso de Murano -dijo Patta.
Brunetti hizo los posibles por mostrar un leve interés.
– Sí -dijo Patta-; quería hablarle de ese caso que usted parece estar creando.
– Ha muerto un hombre, señor -dijo Brunetti, esperando sorprender a Patta y hacerle reconsiderar sus palabras.
Patta se lo quedó mirando.
– De paro cardíaco, Brunetti. El hombre murió de paro cardíaco. -De su voz había desaparecido la afabilidad. Como Brunetti no decía nada, Patta prosiguió-: Suponía que, a estas horas, usted ya habría hablado con su amigo Rizzardi, comisario. -Ante la resistencia de Brunetti a responder, Patta repitió-: Murió de paro cardíaco.
Brunetti guardaba silencio. Al parecer, Patta no había terminado. El vicequestore prosiguió:
– No sé si habrá tenido tiempo de tejer alguna teoría criminal, Brunetti, pero, si es así, quiero que la desteja. El hombre se cayó y murió de un ataque al corazón mientras estaba trabajando.
– Era vigilante, no soplador de vidrio -dijo Brunetti-. Él no tenía por qué estar trabajando cerca del horno.
– Al contrario -dijo Patta con una tranquilidad que a Brunetti le pareció tan sorprendente como irritante-, precisamente por ser el vigilante tenía muchas razones para estar ahí. Podía haber ido a investigar una anomalía en el horno, como una subida repentina de la temperatura, y tropezar con la caña de soplar que alguien había dejado en el suelo, o podía estar haciendo lo que hacen muchos por la noche: fabricar un objeto para su casa.
Patta acompañaba de una sonrisa sus conjeturas, para subrayar su consistencia, y Brunetti se preguntó dónde habría aprendido el vicequestore, que era siciliano, tantas cosas acerca del arte de la fabricación del vidrio de Murano. Una fuente de información podía ser Scarpa, que secundaba el afán de su superior por exhibir la imagen de una Venecia limpia de delincuentes. Y, para empañar esa imagen, nada mejor que un asesinato. Pero Scarpa no era más veneciano que el propio Patta. ¿Entonces, Fasano?
Ya antes de empezar a hablar, Brunetti había comprendido que cuanto pudiera decir sería inútil, dado lo convencido que parecía Patta de que la investigación -o simple conato de investigación- podía darse por terminada. No obstante, dijo:
– Venía a hablarle de unos papeles que estaban en poder de Tassini.
– ¿Cómo, en su poder?
– En su casa.
– ¿Y cómo es que ahora se encuentran en poder de usted, comisario?
– Porque me los entregó su viuda.
– ¿Hizo el informe correspondiente?
– Sí, señor -mintió Brunetti, sabiendo que la signorina Elettra no tendría inconveniente en atrasar la fecha cuando él redactara el informe.
Patta no cuestionó esta afirmación, y preguntó:
– ¿Y qué papeles son ésos?
– Listas de números.
– ¿Qué clase de números?
– Referencias a leyes y a específicos puntos geográficos. Y también referencias al Infierno de Dante. Había un ejemplar del poema en su cuarto de la fábrica.
– ¿Y ese libro es otra pieza que se halla en su poder? -preguntó Patta.
– Sí, señor.
– ¿Es eso todo lo que había, Brunetti? ¿O había alguna otra cosa, además de… -aquí Patta adoptó el énfasis con que se habla a un niño díscolo o desobediente-: referencias a leyes, a puntos geográficos y al Infierno? -Patta no supo, o no quiso, resistir la tentación de repetir las palabras de Brunetti.
Como si las palabras de su superior fueran una petición de información y no una burla, Brunetti dijo:
– Debía de haber un motivo por el que él guardara esas referencias, señor.
Patta meneó la cabeza con estudiada perplejidad.
– ¿Ha dicho leyes y puntos geográficos, Brunetti? ¿Y qué viene a continuación, el número del primer premio de la lotería o las coordenadas geográficas del lugar en el que aterrizarán los extraterrestres? -Se levantó del sillón, y dio dos pasos mientras musitaba «Dante» como para calmar el tumulto de su espíritu. Luego, se instó a sí mismo a volver a sentarse-. Aunque quizá le sorprenda, Brunetti, esto es una questura -dijo inclinándose sobre la mesa y señalando con el dedo al comisario- y nosotros somos policías. Esto no es una tienda en el desierto a donde la gente viene a que le lean la palma de la mano o le echen las cartas.
Brunetti miró a Patta un momento y desvió los ojos hacia un punto de la mesa.
– ¿Me entiende, Brunetti? -Como el comisario no parecía dispuesto a contestar, Patta exigió-: ¿Me entiende usted?
– Sí, señor -dijo Brunetti, sorprendido de cuánta verdad había en su respuesta; se levantó.
– ¿Y qué piensa hacer con esos números, Brunetti? -preguntó Patta con una voz acidulada por el sarcasmo y la amenaza.
– Las referencias al Dante las guardaré, señor. Siempre conviene saber dónde situar a los hipócritas y los oportunistas.
A Patta se le crispó la cara, pero aún no tenía bastante.
– ¿Y con sus leyes y sus coordenadas?
– Oh, no lo sé, señor -dijo Brunetti dando media vuelta y yendo hacia la puerta-. Pero es útil saber qué dicen las leyes y dónde está exactamente cada cual. -Abrió la puerta, dijo-: Buon giorno. -Con suavidad, salió y cerró.