Al abandonar el despacho de Patta, Brunetti se detuvo junto a la mesa de la signorina Elettra un momento para tomar la carpeta que ella le tendía. Le dio las gracias, comprobó que llevaba el papel en el que había anotado las coordenadas de Tassini y salió de la questura. En el muelle no se veía ni rastro de Foa, al que encontró en el bar próximo al puente, tomando café y leyendo La Gazzetta dello Sport.
El piloto sonrió al ver entrar a Brunetti.
– ¿Quiere un café, comisario?
– Con mucho gusto -dijo Brunetti.
En aquel momento, le habría gustado entender de deporte, de cualquier deporte, lo suficiente para entablar conversación, pero tuvo que limitarse a comentar que ya empezaba a hacer calor.
Cuando tuvo delante el café, Brunetti preguntó:
– ¿Dispone usted de uno de esos aparatos que señalan la localización, Foa?
– ¿Un GPS?
– Eso.
– Sí, señor. Está en el barco -dijo el piloto-. ¿Lo necesita?
– Sí -dijo Brunetti removiendo el café-. ¿Tiene algo que hacer ahora?
– Aparte de leer las gansadas de estos paquetes -dijo Foa golpeando el periódico con el dorso de los dedos-, nada. ¿Por qué? ¿Quiere ir a algún sitio?
– Sí -respondió Brunetti-. A Murano.
Mientras iban hacia la lancha, Brunetti habló al piloto de los números anotados por Tassini y aceptó complacido la felicitación de Foa por haber adivinado su significado. Cuando subieron a bordo, Foa abrió un compartimiento del cuadro y sacó un instrumento con cubierta de cristal. Mostró a Brunetti el GPS, que era poco mayor que un telefonino y tenía la doble función de señalar al norte e indicar las coordenadas exactas del lugar en el que se encontraba el aparato. Lo dejó ante sí en la repisa y puso en marcha el motor. La lancha se separó del muelle, al cabo de un momento, entró en Rio di Santa Giustina y salió a la laguna acelerando.
– ¿Cómo funciona? -preguntó Brunetti tomando el aparato.
Él siempre había culpado de su falta de aptitudes para la mecánica y la tecnología a la circunstancia de haberse criado en Venecia, lejos de los automóviles; pero sabía que la verdadera razón era que nunca le había intrigado la manera en que funcionaban las cosas y, menos aún, los artilugios modernos.
– Por los satélites -dijo el piloto, decidiendo de pronto cruzar la estela de un 42 que iba al cementerio. Los saltos de la lancha obligaron a Brunetti a agarrarse a la barandilla, mientras Foa, manteniendo el equilibrio con soltura, se dejaba mecer por las olas. El piloto apartó la mano derecha del timón y señaló al cielo-. Ahí arriba está lleno de ellos, que giran, graban y vigilan. -Foa esperó un momento y añadió-: No me extrañaría que retrataran hasta lo que tomamos para desayunar.
Brunetti optó por no responder a esta divagación y Foa volvió a la información técnica.
– El satélite envía una señal que te dice dónde estás exactamente. Mire. -Señalaba dos rectángulos luminosos de la esfera del GPS, en los que se sucedían unos dígitos-. A este lado -añadió el piloto, apartando la mirada del agua que tenía ante sí para indicar un punto del instrumento- está la latitud. Y aquí, la longitud, que irá cambiando mientras nos movamos.
A modo de demostración, Foa hizo dos bruscos virajes, primero hacia la derecha e inmediatamente hacia la izquierda. Si la longitud y la latitud cambiaron, Brunetti no lo vio, ocupado como estaba en aferrarse a la borda para no salir despedido.
Brunetti devolvió el aparato a Foa y dirigió su atención a Murano, adonde se acercaban a velocidad considerable.
– ¿Vamos al sitio de la última vez? -preguntó Foa.
– Sí, y me gustaría que me acompañara.
Foa no disimuló la satisfacción que la petición le producía. Aminoró la velocidad y, al acercarse al muelle, dio marcha atrás hasta que la lancha se detuvo. La corriente los empujó y el costado de la embarcación rozó el muro. Foa saltó a tierra, ató una amarra a una anilla del pavimento y aseguró la proa con otra amarra.
Brunetti guardó el GPS en el bolsillo de la chaqueta y desembarcó. Los dos hombres fueron hacia la fábrica De Cal.
– ¿Quiere hablar con el viejo otra vez? -preguntó Foa.
– No, he venido a ver dónde están estos puntos.
Sacó de la cartera el papel en el que había anotado las coordenadas. Foa tomó el papel y leyó los números.
– La latitud y la longitud corresponden a la laguna -dijo, y añadió-: Deben de estar todos por aquí.
Brunetti, que ya tenía una vaga idea de la situación por lo que había visto en las cartas de navegación, asintió.
Rodearon el edificio de la fábrica por la izquierda, en dirección al descampado que había detrás. Brunetti observó, complacido, que en aquel lado del edificio no había ventanas.
Se pararon donde empezaba la hierba y Brunetti sacó el GPS. Fue a entregar el papel a Foa, pero rectificó y le dio el instrumento, pensando que el piloto estaría más familiarizado con su manejo. Foa miró el papel y se alejó en dirección al agua.
Con la mirada fija en el instrumento, el piloto cruzó el campo desviándose ligeramente hacia la izquierda, al norte de la isla. A mitad del camino entre la fábrica De Cal y el agua, se detuvo. Cuando Brunetti se reunió con él, Foa tiró de la mano con la que el comisario sostenía el papel y comprobó el segundo número.
Con la atención puesta en el GPS, Foa fue hacia la izquierda, donde había estado la cerca que separaba la propiedad de De Cal del terreno contiguo y de la que no quedaban más que unas estacas descoloridas, como los huesos resecos de un animal devorado por una tribu primitiva. Como para marcar más claramente la línea divisoria entre una y otra propiedad, había una franja de tierra desnuda donde estuviera la cerca: a uno y otro lado, la hierba empezaba a un metro de los palos caídos.
Al cabo de unos minutos, Foa se detuvo, miró el instrumento y dio unos pasos hacia la cerca.
– ¿Cuál es el último dígito, comisario? Del segundo número.
Brunetti miró el papel.
– Punto noventa.
Foa dio dos pasos cortos hacia un lado, situándose con un pie a cada lado de los podridos restos de la cerca, que apartó de un puntapié. Miró el GPS, se movió ligeramente hacia la derecha, atento a la lectura, y dijo a Brunetti:
– Ya lo tengo, es aquí. Fuera lo que fuera lo que el hombre quería señalar, está aquí. -Tomó el papel de Brunetti, lo miró un momento y se volvió hacia la fábrica De Cal-. La segunda serie de coordenadas nos llevaría ahí dentro.
El piloto comprobó el GPS y volvió a mirar en derredor.
– Seguramente el tercer sitio se encuentra allí -dijo señalando a la fábrica del otro lado del campo, a la derecha de la De Cal.
Brunetti miró alrededor. ¿Podía verse desde aquí algo que no fuera visible desde otro ángulo? Los dos hombres giraron sobre sí mismos varias veces, y sin mencionar siquiera la posibilidad de que hubieran de ver algo, la descartaron. Brunetti se volvió hacia la fábrica De Cal, y los dos oyeron el chapoteo que sonó cuando levantó el pie. Al llegar, no habían reparado en la humedad del terreno, pero ahora, al mover los pies, vieron cómo las huellas de sus zapatos se llenaban de agua rápidamente.
Los dos tuvieron la misma idea.
– Tengo un cubo en la lancha, comisario, por si quiere llevar un poco de esto a Bocchese.
– Sí -dijo Brunetti, sin estar seguro de lo que podía haber allí, pero convencido de que había algo.
Se quedó esperando mientras el piloto se alejaba en dirección a la lancha, rodeando la fábrica. De vez en cuando, movía los pies y percibía el chasquido viscoso del barro.
Foa no tardó en volver con un cubo y una pala de plástico, como los que usan los niños para jugar en la playa. Al ver que Brunetti miraba esos objetos con atención, el piloto apretó los labios nerviosamente.
– Algún fin de semana me llevo la lancha para repasar el motor.
– ¿Su hija le ayuda?
– Sólo tiene tres años -sonrió Foa-, pero le gusta ir conmigo a pescar almejas a la laguna.
– Mejor salir en un barco que uno conoce bien -dijo Brunetti-. Sobre todo, llevando a una niña.
Foa respondió con una sonrisa.
– El combustible lo pago de mi bolsillo -dijo, y Brunetti le creyó.
Le gustó que a Foa le pareciera importante decírselo.
Brunetti hundió la pala en el suelo y echó varias paladas de barro en el cubo que sostenía Foa. Luego, haciendo presión con la pala en sentido horizontal, recogió sólo agua que agregó al barro.
A su izquierda, sonó una voz que preguntaba:
– ¿Qué hacen aquí?
Brunetti se levantó. Hacia ellos venía un hombre de la fábrica que, según tenía entendido, pertenecía a Gianluca Fasano.
– ¿Qué hacen aquí? -repitió el recién llegado al que, al parecer, no impresionaba el uniforme de Foa.
Era alto, más que Vianello, y también más grueso. Una frente protuberante le hacía sombra en los ojos, incluso a la luz de la mañana. Tenía los labios finos y agrietados, y la piel de alrededor enrojecida.
– Buenos días -dijo Brunetti, yendo hacia el hombre con la mano extendida. Su gesto sorprendió al desconocido, que no supo sino estrechársela-. Soy el comisario Guido Brunetti.
– Palazzi -dijo el otro-, Raffaele.
Foa se acercó, Brunetti hizo las presentaciones y los dos hombres también se dieron la mano.
– ¿Pueden decirme qué hacen? -preguntó Palazzi moderando el tono.
– He sido encargado de investigar la muerte de l’uomo di notte. Me han informado de que también trabajaba en la fábrica de ustedes.
– Sí -dijo Palazzi, y señaló el cubo-. ¿Qué es eso?
– Tomamos una muestra del suelo de la propiedad del signor De Cal -dijo Brunetti, señalando el lugar en el que se encontraban cuando Palazzi los había visto.
– ¿Para qué? -preguntó el hombre con verdadera curiosidad.
– Para analizarla -dijo Brunetti.
– ¿Es por lo de Giorgio?
– ¿Usted lo conocía?
– Oh, lo conocíamos todos -dijo Palazzi con sonrisa apenada-. Pobre hombre. Hacía, ¿cuánto?, seis años que lo conocía. -Meneó la cabeza como si lo sorprendiera el tiempo que hacía que conocía al muerto.
– ¿Entonces lo conocía ya antes de que naciera su hija?
– Pobrecillo. Nadie se merece una cosa así.
– ¿Nadie se merece qué, signor Palazzi? -preguntó Brunetti, dejando el cubo en el suelo, para dar a entender que se disponía a mantener una conversación larga.
Foa separó los pies y relajó la postura.
– Esa niña. Que naciera así. Yo tengo dos hijos, normales, gracias a Dios.
– ¿Ha visto a la hija del signor Tassini?
– No, pero él nos hablaba de ella. Nos contó todo lo sucedido.
– ¿Les dijo por qué creía él que estaba así? -preguntó Brunetti.
– ¡Ay, Señor! Cien veces nos lo dijo, hasta que ya nadie quería escucharle. -Palazzi pensó un momento-: Ahora que ha muerto, siento no haberle escuchado. Tampoco costaba tanto. -Pero entonces rectificó-: De todos modos, era terrible. De verdad. Cuando empezaba, podía estar hablando una hora, o hasta que decías basta o, sencillamente, te ibas. Creo que, a veces, llegaba temprano por la noche o se quedaba después de terminar su turno por la mañana para hablarnos de eso. -Palazzi sopesó lo dicho y concluyó-: Supongo que al final dejamos de escucharle, y él debió de darse cuenta, porque últimamente no hablaba mucho.
– ¿Estaba loco? -preguntó Brunetti sorprendiéndose a sí mismo.
Semejante afrenta a un muerto dejó a Palazzi con la boca abierta.
– No. Loco, no. Era sólo… en fin… era especial. Quiero decir que podía hablar de muchas cosas como cualquiera de nosotros, pero cuando se tocaban ciertos temas se disparaba.
– ¿Había amenazado a su patrono, el signor De Cal? ¿O al signor Fasano?
Palazzi se echó a reír.
– ¿Amenazar Giorgio? Si pregunta eso es que el loco es usted.
– ¿Y a él, lo habían amenazado? -preguntó Brunetti rápidamente.
Palazzi lo miró con auténtico asombro.
– ¿Por qué habían de amenazarlo? Podían despedirlo. Decirle que se fuera. Trabajaba in nero, no habría podido hacer nada. Habría tenido que marcharse.
– ¿Son muchos los que trabajan in nero? -preguntó Brunetti.
Antes de acabar de decirlo, ya se había arrepentido.
Se hizo una pausa larga, y Palazzi dijo, con voz formal y controlada:
– Eso no lo sé, comisario.
Su tono dio a entender a Brunetti lo poco que a partir de este momento iba a saber Palazzi. En lugar de insistir, le dio las gracias, le estrechó la mano, esperó a que Foa hiciera otro tanto, se agachó y recogió el cubo de color rosa. Había renunciado a la idea de entrar en los edificios para tratar de localizar los puntos correspondientes a las otras coordenadas.
Palazzi se volvió y empezó a andar por el campo hacia la fábrica de Fasano, y entonces Brunetti vio las letras, descoloridas por el sol, que estaban pintadas en lo alto de la fachada posterior: «Vetreria Regini», leyó con dificultad.
– Signor Palazzi -dijo al que se alejaba.
El hombre se detuvo y se volvió.
– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti señalando las letras.
Palazzi siguió con la mirada el ademán de Brunetti.
– Es el nombre de la fábrica, Vetreria Regini -gritó, silabeando lentamente, como si dudara de que Brunetti pudiera leerlo sin ayuda.
Se dispuso a seguir andando, pero el comisario gritó:
– Creí que la fábrica era de Fasano. De la familia.
– Y lo es. De la familia de su madre. -dijo Palazzi, alejándose.