Cuando la signorina Elettra se fue, Brunetti se preguntó, con la actitud de un miembro del Centro de Control de Epidemias, qué trayectoria describía ahora el arco de la infección ecológica: si partía de ella en dirección a Vianello o hacía el recorrido en sentido contrario. Y pensó si no estaría él mismo expuesto al contagio por trabajar tan cerca de ellos y si tardaría mucho en sentir los primeros síntomas.
Brunetti consideraba que su preocupación por la ecología y el futuro del entorno era mayor que la del ciudadano medio -tendría que haber sido de piedra para resistir la campaña permanente de sus hijos-; pero era evidente que, a los ojos de sus dos colegas, estaba muy por debajo del nivel que ellos juzgaban aceptable. Siendo tan firme y sincero su compromiso, ¿por qué Vianello y la signorina Elettra prestaban sus servicios a la policía, en lugar de trabajar en alguna agencia de protección del medio ambiente?
Y, apurando el razonamiento, por qué seguían trabajando para la policía todos ellos, se preguntaba Brunetti. Él y Vianello aún tenían una explicación: trabajaban en esto desde hacía décadas. Pero ¿y Pucetti, por ejemplo? Era joven, inteligente y ambicioso. ¿Por qué había decidido vestir de uniforme, recorrer las calles de la ciudad a todas horas y velar por el mantenimiento del orden público? Pero aún más sorprendente y enigmático era el caso de la signorina Elettra. Al cabo de los años, había dejado de hablar de ella con Paola, no tanto porque hubiera observado en su esposa reacción alguna como porque a él mismo le parecía improcedente oírse elogiar o mostrar curiosidad por otra mujer. ¿Cuánto tiempo llevaba en la questura la signorina Elettra? ¿Cinco años? ¿Seis? Brunetti reconocía que ahora sabía de ella poco más que al principio: sólo que podía confiar en su competencia y discreción, y que su máscara de festiva ironía ante las debilidades humanas era sólo eso, una máscara.
Brunetti puso los pies en la mesa, cruzó las manos tras la nuca y echó la silla hacia atrás. Con la mirada perdida en el vacío, se puso a pensar en todo lo sucedido desde que Vianello le pidió que fuera a Mestre. Hacía desfilar los hechos como el que pasa las cuentas de un rosario: cada uno, una entidad en sí mismo, pero enlazado con el anterior y con el siguiente, hasta llegar al hallazgo del cadáver de Tassini delante del horno.
No había comido nada más que los dos panini en todo el día, y ahora se arrepentía. Los bocadillos habían servido poco más que para hacerle pensar en la comida, sin calmarle el apetito, y ahora ya era muy tarde para conseguir algo en un restaurante y muy temprano todavía para irse a casa.
Se inclinó hacia delante y tomó las tres hojas de papel, las miró y luego las dejó caer, una a una, en la mesa. Sentía rigidez en la rodilla izquierda y cruzó los tobillos para poder doblarla un poco. Cuando se revolvió en el asiento al cambiar de postura, notó que rozaba el respaldo del sillón uno de los libros que tenía en el bolsillo y de los que se había olvidado.
Los sacó, miró el tomo de la admonición ecológica y lo echó sobre la mesa. Quedaba el Dante, un viejo amigo del que nada sabía desde hacía más de un año. Optimista por naturaleza, Brunetti hubiera preferido el Purgatorio, el único libro que admite la posibilidad de la esperanza, pero, ante la alternativa de Las enfermedades laborales, eligió la lúgubre aflicción del Infierno.
Como solía hacer en los últimos años, abrió el libro al tuntún, mientras pensaba que ésta podía ser la manera en que otras personas leían los textos religiosos: dejando que el azar los llevara a la iluminación.
Fue a parar al momento en el que Dante, recién llegado al infierno y aún capaz de sentir piedad, trata de dejar para Cavalcante el mensaje de que su hijo vive, antes de seguir a su guía hacia el hondo valle, asfixiado ya por el hedor. Pasó unas páginas, encontró a Vanni Fucci haciendo aquel gesto obsceno a Dios, y siguió ojeando. Leyó la violencia que Dante descarga sobre Bocea Degli Abbati y sintió un punto de satisfacción ante el atroz castigo infligido al traidor.
Retrocedió y se encontró leyendo uno de los pasajes señalados por las notas que Tassini había escrito en rojo. Canto XIV, la arena ardiente, el arroyo de sangre y la lluvia de llamas, el horrendo trasunto de la naturaleza que Dante creía lugar a propósito para quienes pecaban contra ella: los usureros y los sodomitas. Brunetti siguió a Dante y a Virgilio infierno adentro, en medio de la nieve llameante que caía a su alrededor. Aparecieron entonces el cortejo de sombras, en una de las cuales Brunetti reconoció a Brunetto Latino, el respetado maestro de Dante. A pesar de que nunca le habían gustado los pasajes que ahora seguían -el elogio del genio del Dante que el autor pone en boca de ser Brunetto y la aparición de figuras públicas-, siguió leyendo hasta el final del canto siguiente. Volvió atrás, a las gruesas líneas rojas que subrayaban «…el llano que rechaza las plantas de su albero… Su guirnalda es el bosque doloroso». Tassini había escrito en el margen: «Ni plantas, ni vida. Nada.» Y en tinta negra: «El arroyo gris.»
Brunetti llegó a los hipócritas. Los reconoció por sus capas, tan voluminosas como los mantos de los benedictinos de Cluny, áureas y ligeras por fuera y oscuras y pesadas como el plomo por dentro, perfecta imagen de su falsedad, capas que estaban condenados a arrastrar hasta el fin de los tiempos.
Los versos que describen las capas estaban rodeados por un trazo verde y unidos por una línea al texto de la página anterior, donde Virgilio dice: «Si emplomado vidrio fuese yo, mejor tu exterior no reflejara.»
El sonido del teléfono sacó del Infierno a Brunetti, que dejó caer la silla hacia delante y contestó con su apellido.
– Se me ha ocurrido llamarte…
Era Elio Pelusso, un compañero de colegio de Brunetti, que trabajaba en la redacción del Gazzettino y que en más de una ocasión le había facilitado información y prestado ayuda. Brunetti no imaginaba cuál podía ser el motivo de la llamada; en otras palabras, no adivinaba qué clase de favor iría a pedirle Pelusso.
– Hombre, me alegro de oír tu voz.
Pelusso se echó a reír.
– ¿Es que ahora os dan clases de diplomacia para tratar con la prensa? -preguntó.
– ¿Tanto se nota?
– Que un policía me diga que se alegra de oír mi voz me pone la piel de gallina.
– ¿Y si lo dice un amigo? -preguntó Brunetti, como si se hubiera ofendido.
– Eso es distinto -dijo Pelusso con un tono más afable-. ¿Vuelvo a llamar y empezamos otra vez?
– No hace falta, Elio -rió Brunetti-. Sólo dime qué quieres saber.
– Esta vez llamo para contar no para que me cuentes.
Brunetti se reservó el comentario de que anotaría la fecha para conservarla en la memoria y se limitó a preguntar:
– ¿Contarme qué?
– Una persona me ha dicho que tu jefe ha recibido una insinuación de un tal Gianluca Fasano.
– ¿Qué clase de insinuación?
– La que suele hacer la gente a la que no le gusta enterarse de que alguien anda haciendo preguntas acerca de los amigos.
– Supongo que no me dirás de dónde has sacado la información, ¿verdad? -preguntó Brunetti.
– Supones bien.
– ¿Es persona de confianza?
– Sí.
Brunetti meditó un momento. El camarero. O el camarero o Navarro.
– Estuve en la fábrica de al lado.
– ¿La De Cal? -preguntó el periodista.
– Sí. ¿Lo conoces?
– Lo suficiente como para saber que es un cafre y que está muy enfermo.
– ¿Cómo de enfermo? -preguntó Brunetti-. ¿Y cómo lo sabes?
– Lo había visto varias veces, pero últimamente fui al hospital a visitar a un amigo y él estaba en la misma habitación.
– ¿Y?
– Bueno, ya sabes lo que pasa en Oncología -dijo Pelusso-. Nadie dice a nadie lo que imagina que el otro no quiere oír. Pero mi amigo oyó la palabra «páncreas» varias veces, las suficientes como para comprender que no hacía falta decir mucho más.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Cosa de un mes. De Cal estaba ingresado para unos análisis, no para tratamiento. De todos modos, lo tuvieron allí dos días, lo suficiente para que mi amigo llegara a aborrecerlo tanto como él parece aborrecer a su yerno -dijo el periodista. Entonces, quizá pensando que había dado suficiente información sin recibir nada a cambio, preguntó-: ¿Por qué te interesa Fasano?
– No sabía que me interesara -dijo Brunetti-. Pero quizá me interese ahora.
– ¿Y De Cal?
– Amenazó al marido de una conocida.
– Típico de él -dijo Pelusso.
– ¿Algo más? -preguntó Brunetti, sabiendo que ya sería mucho pedir.
– No.
– Gracias por llamar -dijo Brunetti-. Me has dado en qué pensar.
– Mi máxima ilusión en esta vida es colaborar con las fuerzas del orden -dijo Pelusso con su voz más meliflua, esperó la risa de Brunetti y, cuando la oyó, colgó el teléfono.
Con el Infierno abierto en las rodillas, Brunetti se preguntaba dónde habría puesto Dante a un tipo como De Cal. ¿Con los ladrones? No. Brunetti no creía que robase más de lo que el empresario normal está obligado a robar a Hacienda a fin de subsistir, y eso casi no puede llamarse pecado. ¿Con los explotadores? ¿Y cómo iba a sacar adelante el negocio? Brunetti recordó la cara roja de indignación del hombre y comprendió que tendría que estar con los iracundos, para ser despedazado por sus compañeros de pecado, lo mismo que Filippo Argenti. Por otra parte, si De Cal sabía que moriría pronto y aun así no pensaba más que en el beneficio, Dante podría haberlo puesto con los avaros, condenado a empujar pesos tan grandes como la fortuna que habían acumulado, por toda la eternidad.
Brunetti había leído en la sección de Ciencia de La Repubblica el informe de unos experimentos realizados en enfermos de Alzheimer. Muchos de ellos perdían el uso del mecanismo cerebral que rige la sensación del hambre y de la saciedad, y comían una y otra vez, sin recordar que ya habían comido, a pesar de que no podían tener hambre. A veces pensaba que otro tanto les ocurría a las personas que sufren la enfermedad de la avaricia: el concepto de «suficiente» ha sido eliminado de su cerebro.
Dobló las hojas en tres y se las metió en el bolsillo de la chaqueta. Abajo, dejó una nota en la mesa de Vianello, diciendo que se marchaba, que no volvería en todo el día y que hablarían a la mañana siguiente. Había decidido concederse una tarde de asueto. Salió a Riva degli Schiavoni y tomó el 1 hasta Salute. Allí fue hacia el oeste, andando a la aventura, dejándose llevar por los recuerdos y por el ánimo. Cortó por el paso subterráneo contiguo a la abadía, pasó por delante de edificios y más edificios en obras y luego torció a la izquierda, hacia los Incurabili. No quedaba más que un fragmento del fresco de Bobo, cubierto por un vidrio, para proteger de los elementos lo que aún no se había perdido. Con un poco más de calor, se habría tomado el primer helado del año, pero no en Nico's sino en la tiendecita de Gli Schiavoni. Pasó por delante del Giustinian, cruzó a Fondamenta Foscarini y bajó hasta Tonolo, a tomar café y un pastel. Como apenas había almorzado, fueron dos pasteles: un cisne de nata y un minúsculo éclair de chocolate, suave como la seda.
En el escaparate de una tienda en la que una vez se había comprado un jersey gris, vio el que podía ser el hermano gemelo, pero en verde. Era su talla, y al poco rato, también era suyo el jersey, sin ni haberse molestado en probárselo. Al salir a la calle, se sentía feliz, como cuando era niño y todos estaban en el colegio menos él, y nadie sabía por dónde andaba ni qué hacía.
Cerca de San Pantalon, entró en una bodega y compró una botella de nebbiolo, un sangiovese y un barbera muy joven. Ya eran casi las siete y decidió irse a casa. Cuando entraba en su calle, vio a Raffi abrir la puerta de su edificio y lo llamó, pero su hijo no lo oyó y cerró. Brunetti tuvo que hacer equilibrios con los paquetes para sacar las llaves y, cuando entró en el portal, ya era tarde para hacerse oír sin gritar.
Al poner el pie en el último tramo de la escalera, oyó la voz de Raffi, al que había visto entrar solo. El misterio se aclaró cuando, a la mitad del tramo, vio a su hijo apoyado en la pared, al lado de la puerta, con el telefonino en la mano.
– No, esta noche no puedo. Tengo que hacer cálculo. Ya sabes la cantidad de trabajo que nos pone.
Brunetti sonrió a su hijo, que levantó una mano y, con un elocuente gesto de solidaridad masculina, miró al techo mientras decía:
– Claro que tengo ganas de verte.
Brunetti, abandonando a Raffi a lo que supuso era la tierna porfía de Sara Paganuzzi, entró en el apartamento y se sintió envuelto en un aroma a alcachofas que, procedente de la cocina, flotaba por el pasillo e inundaba la casa. Aquella apetitosa fragancia despertó el recuerdo del hedor que había respirado doce horas antes. Dejando los paquetes en el suelo, se fue por el pasillo en sentido opuesto a la cocina y entró en el cuarto de baño.
Veinte minutos después, duchado, con el pelo mojado y vestido con un pantalón de algodón y una camiseta, volvió al recibidor en busca del jersey. Los dos paquetes habían desaparecido. Siguió hasta la cocina, donde vio las tres botellas alineadas en la encimera, a Paola frente a los fogones y a Chiara poniendo la mesa.
Paola se volvió y frunció los labios besando el aire. Chiara lo saludó con una sonrisa.
– ¿No tienes frío? -preguntó Paola.
– No -respondió Brunetti retrocediendo en dirección a la habitación de Raffi.
Según avanzaba por el pasillo crecía su indignación: aquel jersey era suyo, había trabajado para pagarlo y el color era perfecto para ese pantalón. Preparado para ver a su hijo con el jersey puesto, se paró delante de la puerta, llamó con los nudillos y, al oír la voz de Raffi, entró.
– Ciao, papà -dijo el chico levantando la mirada de los papeles esparcidos sobre la mesa.
Tenía ante sí un libro de texto, apoyado en la rana de cerámica que Chiara le había regalado en Navidad. Brunetti saludó a su hijo e hizo una inspección ocular de la habitación, perfectamente profesional, según le pareció.
– Te lo he dejado encima de la cama -dijo Raffi, volviendo al trabajo.
– Oh, está bien. Muchas gracias.
Se lo puso para la cena y recibió las felicitaciones de Paola y de Chiara, que se lamentó de que los buenos jerséis siempre fueran de hombre, y que las chicas tuvieran que llevar angora color de rosa y otras chorradas por el estilo. Pero, por otra parte, al parecer, las chicas tenían preferencia cuando de servirse fondos de alcachofa fritos y chuletas de cerdo con polenta se trataba. Paola, sin la menor aprensión por el hecho de que acabaran de traerlo, había abierto el sangiovese, y a Brunetti le pareció un gran acierto.
Como había merendado dos pasteles, Brunetti rechazó la pera asada, con gran sorpresa del resto de los comensales. Nadie le preguntó por su salud, pero vio a Paola muy solícita, porque le dijo si querría tomar grappa en la sala y, quizá, café, mientras los chicos fregaban los cacharros.
Ella se reunió con él un poco después. Traía una bandeja, con dos cafés y dos buenos vasos de grappa, que dejó en la mesita, y se sentó a su lado.
– ¿Por qué te has duchado? -le preguntó.
Él echó azúcar en el café y dijo, mientras lo removía:
– He estado paseando, hacía más frío del que esperaba y he pensado que me vendría bien una ducha, para entrar en calor.
– ¿Y te ha ido bien? -preguntó ella, sorbiendo el café.
– Ajá. -Él terminó el café y levantó la grappa.
Ella dejó la taza, tomó el vasito y se arrellanó en el sofá.
– Buen día para pasear.
– Ajá -fue todo lo que le salió a Brunetti. Luego dijo-: Te lo contaré en otro momento, ¿vale?
Ella se acercó mínimamente, hasta rozarle el hombro y dijo:
– Claro que sí.
– A ti se te dan bien los crucigramas, ¿verdad? -preguntó él.
– Bastante bien.
– Me gustaría que vieras una cosa -dijo él poniéndose en pie.
Sin esperar respuesta, fue al recibidor a buscar las tres hojas de papel que tenía en la chaqueta y volvió a la sala con ellas en la mano.
Las desdobló, se sentó al lado de su mujer y se las dio.
– Las he encontrado en la habitación de un hombre que trabajaba en Murano. Creo que ha sido asesinado.
Ella miró los papeles sosteniéndolos a distancia. Brunetti volvió a levantarse, fue al estudio de su mujer y volvió con sus gafas. Ella se las puso y estudió los papeles más de cerca. Trató de sostenerlos uno al lado del otro, no pudo, se inclinó hacia delante y los extendió encima de la mesa, después de apartar la bandeja hacia un lado, para hacer sitio.
– He pensado que podían ser códigos de cuentas bancarias -apunto Brunetti-, pero no tiene sentido. Ese hombre ni tenía dinero ni creo que le interesara.
Paola volvió a inclinar la cabeza para mirar los papeles.
– ¿También has descartado que puedan ser fechas? -preguntó, y él asintió con un gruñido.
Al cabo de un rato, ella dijo:
– El primer número de la primera hoja es casi el doble del segundo.
– ¿Eso significa algo para ti? -preguntó él.
– No.
Ella meneó la cabeza con un movimiento rápido. No dijo nada de los números de la segunda y tercera hojas.
Así se quedaron, mirando los papeles, concentrados inútilmente, y así los encontró Chiara al pasar camino de su cuarto, para seguir con el latín. Se sentó en el brazo del sofá, al lado de Brunetti.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– Un rompecabezas -respondió Brunetti-. No sabemos qué significa.
– ¿Te refieres a las coordenadas? -preguntó Chiara señalando los números anotados en la tercera hoja.
– ¿Coordenadas? -preguntó un asombrado Brunetti.
– Desde luego -dijo ella con indiferencia-. ¿Qué van a ser si no? Mira -dijo, señalando el signo de grados que seguía al primer número-, grados, minutos y segundos. -Se acercó el papel-: Esto es la latitud, que siempre se da primero, y esto, la longitud. -Miró los números otro momento y dijo-: Las segundas coordenadas indican un lugar que está muy cerca del primero, un poco hacia el sudeste. ¿Quieres saber dónde?
– ¿Dónde, qué? -preguntó Brunetti, un poco aturdido todavía.
– Dónde están esos sitios -dijo Chiara golpeando el papel con el índice-. ¿Quieres saber dónde están?
– Sí -dijo Paola.
– Okay -dijo Chiara poniéndose de pie.
Antes de un minuto, estaba de vuelta con el atlas gigante que había pedido en Navidad, el mejor que Brunetti había podido encontrar, publicado en Inglaterra, con más de 500 páginas casi tan grandes como las del Gazzettino.
Chiara dejó caer el libro en la mesa, tapando los papeles, que sacó tirando de las esquinas. Usando las dos manos, abrió el libro por la mitad y fue pasando hojas. De vez en cuando, miraba los números y luego volvía al libro. Con un resoplido de impaciencia, retrocedió a las primeras páginas, recorrió con el índice los números que aparecían en la parte superior de un mapa de Europa y luego lo deslizó por el margen derecho de la página.
A continuación, fue levantando cuidadosamente la esquina superior de las hojas, hasta encontrar el número que buscaba, abrió el libro por allí y los tres se encontraron mirando a la laguna de Venecia.
– Parece que están en Murano -dijo Chiara-, pero para encontrar el sitio exacto necesitas un mapa más detallado, quizá una carta de navegación de la laguna.
Sus padres no decían nada, los dos se habían quedado mirando el mapa. Chiara se puso en pie otra vez.
– Ahora tengo que volver a las guerras de las Galias -dijo, y se fue a su habitación.