Pasó un día y después otro. Brunetti no tenía noticias de Assunta de Cal ni se acordaba de ella, ni pensaba en Murano y en las amenazas proferidas por un viejo borracho. Tenía que ocuparse de unos jóvenes -menores, según la ley- que eran arrestados repetidamente, fichados, identificados y luego recogidos por personas que afirmaban ser sus padres o tutores, aunque, por ser gitanos, pocos podían presentar documentos que lo acreditaran.
Y entonces, en un suplemento dominical, apareció un sensacional reportaje sobre el destino que tenían tales jóvenes en más de una ciudad sudamericana, donde, al parecer, eran ejecutados por patrullas de policías fuera de servicio.
– Bueno, nosotros aún no hemos llegado a tanto -musitó Brunetti cuando acabó de leer el reportaje.
Sus conciudadanos tenían rasgos que Brunetti aborrecía, dada su condición de policía: su predisposición para convivir con el delito, su desconfianza de la ley, su resignación frente a la ineficacia del sistema judicial. «Pero nosotros no disparamos contra los niños en la calle porque roben naranjas», se dijo, aunque no estaba seguro de que eso fuera motivo suficiente para enorgullecerse.
Como el epiléptico que presiente la inminencia de un ataque, Brunetti sabía que iba a deprimirse si no ahuyentaba esos pensamientos y, para ello, no había mejor medio que el trabajo. Sacó su libretita y buscó el número de teléfono que le había dado la suegra de Tassini. Contestó un hombre.
– ¿Signor Tassini? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– Comisario Guido Brunetti, signore. -Calló, esperando la pregunta de Tassini, pero, en vista de que no llegaba, prosiguió-: Deseo saber si querría dedicarme unos minutos, signor Tassini. Me gustaría hablar con usted.
– ¿Es el que estuvo aquí? -preguntó Tassini sin disimular su desconfianza.
– El mismo -respondió Brunetti afablemente-. Hablé con su madre política, pero ella no pudo darme información.
– ¿Sobre qué? -preguntó Tassini con voz neutra.
– Sobre su lugar de trabajo, signore -Y, una vez más, se quedó esperando la respuesta de Tassini.
– ¿De qué se trata?
– De algo relacionado con su patrono, Giovanni de Cal. Por eso he procurado ponerme en contacto con usted fuera de su lugar de trabajo. Es preferible que él no se entere de nuestro interés. -Era cierto, pero no lo era menos que De Cal podía ocasionar muchos problemas si se enteraba de que, en realidad, Brunetti estaba realizando una investigación por su cuenta.
– ¿Tiene algo que ver con mi queja? -preguntó Tassini, a quien pudo más la curiosidad que el recelo.
– Por supuesto -mintió Brunetti descaradamente-. Y también sobre un informe que nos ha llegado sobre el signor De Cal.
– ¿Un informe de quién?
– Lo lamento, pero eso no puedo revelárselo, signor Tassini. Usted comprenderá que nuestros informes son confidenciales. -Brunetti esperó a ver si Tassini se lo tragaba y, cuando su silencio así se lo indicó, preguntó-: ¿Podríamos hablar?
Después de unos instantes de vacilación, Tassini preguntó:
– ¿Cuándo?
– Cuando usted diga, signore.
La voz de Tassini sonó un poco menos serena que antes al decir:
– ¿Cómo ha conseguido este número?
– Me lo dio su suegra -dijo Brunetti. Suavizando el tono y poniendo en la voz una nota casi de vergüenza, añadió-: Ella me dijo que usted no tiene telefonino, signor Tassini. Personalmente, le felicito por esa decisión -terminó con una risa breve.
– ¿También usted piensa que son peligrosos? -preguntó Tassini de inmediato.
– Por lo que he leído, yo diría que hay razones para creerlo así -dijo Brunetti.
Por lo que él había leído, también había buenas razones para creer que los coches, la calefacción central y los aviones eran peligrosos, pero era una opinión que prefirió reservarse.
– ¿Cuándo quiere que nos veamos? -preguntó Tassini.
– Si dispone de tiempo, ahora mismo. Podría estar en su casa dentro de quince minutos.
La línea pareció estar vacía durante un rato, pero Brunetti resistió la tentación de hablar.
– De acuerdo -dijo Tassini-. Pero en mi casa, no. Delante de San Francesco di Paola hay un bar.
– ¿En la esquina, antes de llegar al parque? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– Lo conozco. Es donde dibujan corazones en la schiuma del cappuccino, ¿verdad?
– Sí -respondió Tassini suavizando el tono.
– Estaré allí dentro de quince minutos -dijo Brunetti, y colgó.
Al entrar en el bar, Brunetti buscó con la mirada a un hombre que pudiera ser el vigilante nocturno de una fábrica de vidrio. En la barra, un cliente tomaba café y conversaba con el camarero. Un poco más allá había dos hombres, con sendas tazas de café delante, y otro con una cartera de documentos apoyada en la pierna. Al extremo de la barra, un hombre con una nariz muy grande y una cabeza muy pequeña echaba monedas de un euro en una máquina de póquer. Sus movimientos seguían un ritual mecánico: echar moneda, pulsar botón, esperar resultado, volver a pulsar, volver a esperar, tomar dos rápidos sorbos de una copa de vino tinto, echar otra moneda…
Brunetti los descartó a todos, lo mismo que a un muchacho que estaba al lado del jugador de póquer y que bebía lo que parecía un gingerino. Junto a la pared del fondo, había cuatro mesas: a una de ellas estaban sentadas tres mujeres, cada una con una tetera y una taza ante sí. Se pasaban fotos y lanzaban exclamaciones de entusiasmo que parecían lo bastante sinceras como para suponer que las fotos eran de un bebé y no de unas vacaciones. En la última mesa, en el ángulo que quedaba detrás de la barra, había un hombre que miraba a Brunetti. Tenía delante un vaso de agua y, cuando Brunetti fue hacia él, levantó el vaso con la mano izquierda como si brindara.
El hombre se puso de pie y estrechó la mano a Brunetti.
– Tassini -dijo. Era alto, de unos treinta y cinco años, con unos ojos grandes y oscuros muy separados, y una nariz que parecía muy pequeña para el espacio que había. Tenía las mejillas hundidas, semicubiertas por una barba descuidada y un poco canosa. Era una cara que Brunetti había visto en infinidad de imágenes: la cara de Cristo martirizado-. ¿El comisario Brunetti? -preguntó.
Brunetti le estrechó la mano y le dio las gracias por acceder a hablar con él.
– ¿Qué desea tomar? -preguntó Tassini cuando Brunetti se hubo sentado, levantando una mano para atraer la atención del camarero.
– Ya que estoy aquí -dijo Brunetti con una sonrisa-, creo que debo tomar un cappuccino, ¿no le parece?
Tassini se lo pidió al camarero y los dos hombres se quedaron un rato en silencio.
Al fin Brunetti dijo:
– Signor Tassini, como le he dicho por teléfono, nos gustaría hablar con usted de Giovanni de Cal, su patrono. -Antes de que Tassini pudiera preguntar, Brunetti añadió con su voz más grave-. Y de la queja de usted, por supuesto.
– ¿Así que ya han empezado ustedes a tomarme en serio, eh?
– Nos interesa mucho todo lo que tenga que decir -dijo Brunetti.
La llegada del camarero con el cappuccino le ahorró la necesidad de extenderse sobre el tema. Tal como suponía, la espuma había sido vertida con un movimiento que había formado el dibujo de un corazón en la superficie. Abrió un azucarillo, lo echó en la taza y, al removerlo, rompió el corazón.
– ¿Qué me dice entonces de mis cartas? -preguntó Tassini.
– En parte, ellas son la causa de que yo esté aquí, signor Tassini.
Brunetti tomó un sorbo de café. Aún estaba muy caliente y volvió a dejar la taza en el plato, para que se enfriara.
– ¿Las ha leído?
Brunetti le lanzó su mirada más sincera.
– Normalmente, si esto formara parte de una investigación oficial, me temo que ahora le mentiría y le diría que sí -dijo tratando de mostrarse cohibido por la confesión- Pero en este caso, quiero serle franco desde el principio. -Antes de que Tassini pudiera responder, prosiguió-: Están en una carpeta que guarda otro departamento. Pero personas que las han leído me han hablado de ellas, y nos han enviado fragmentos.
– Pero si estaban dirigidas a ustedes -insistió Tassini-. Es decir, a la policía.
– Sí -reconoció Brunetti asintiendo con la cabeza-. Pero nosotros somos detectives, y esas cosas no se nos pasan automáticamente. Las cartas fueron al departamento de quejas, y ellos abrieron un expediente. Pero hasta que esos expedientes son procesados y trasladados a las personas encargadas de la investigación, pueden transcurrir meses. -Observó el gesto de ansiedad de Tassini, le vio abrir la boca para protestar y añadió, bajando la cabeza con fingida contrición-: O más.
– Pero ¿está informado de ellas?
– Como le decía, me han hablado de sus cartas, pero lo que tengo es información de segunda mano. -Brunetti miró a Tassini y abrió mucho los ojos, para dar a entender que se le había ocurrido otra posibilidad-. ¿Podría usted explicármelo de palabra, para que yo me haga una idea? Eso podría ahorrar tiempo.
Al ver la expresión de alivio de Tassini, Brunetti se sintió un poco asqueado por lo que acababa de hacer. Nada más fácil ni más ruin que aprovecharse de la necesidad ajena. Levantó la taza y bebió varios sorbos de cappuccino.
– Se trata de la fábrica -empezó Tassini-. Por lo menos eso ya lo sabe, ¿no?
– Desde luego -respondió Brunetti asintiendo ligeramente con hipocresía.
– Es una trampa mortal -dijo Tassini-. Allí hay de todo: potasio, ácido nítrico y ácido fluorhídrico, cadmio, hasta arsénico. En medio de todas esas cosas trabajamos nosotros, respirándolas, probablemente, hasta mascándolas.
Brunetti asintió. Todo veneciano sabía eso, pero ni siquiera Vianello había sugerido que en Murano existiera un serio peligro para los trabajadores. Y si alguien podía saberlo, ése era Vianello.
– Y por eso pasó lo que pasó -dijo Tassini.
– ¿Qué pasó, signor Tassini?
Tassini entornó los ojos en una mirada cargada de lo que Brunetti sabía que era suspicacia. No obstante, respondió:
– Mi hija.
– ¿Emma? -preguntó Brunetti de inmediato. Y luego, con algo muy parecido al desprecio de sí mismo, añadió-: Pobrecita.
Esto fue decisivo. Tassini ya era suyo. Vio cómo de la cara de Tassini desaparecían la reserva, el recelo, la discreción.
– Fue por eso -dijo Tassini con el calor de la convicción en la voz-. Por todas esas cosas con las que he trabajado todos estos años, respirándolas, tocándolas, impregnándome de ellas. -Juntó las manos apretando los puños-. Y por eso escribo esas cartas, aunque nadie las tome en consideración. -Miraba a Brunetti con la cara iluminada por la esperanza, o el amor, o una emoción que el comisario prefirió no identificar-. Usted es el primero que me ha hecho caso.
– Cuéntemelo todo -se obligó a decir Brunetti.
– Yo he leído mucho -empezó Tassini-. Siempre estoy leyendo. Tengo ordenador y busco cosas en internet, y he leído libros de química y de genética. Y ahí está todo, está todo. -Golpeó la mesa con el puño tres veces mientras repetía-: Está todo.
– Continúe.
– Esas cosas, especialmente los minerales, pueden atacar la estructura genética. Y una vez afectados los genes, nosotros transmitimos el daño a nuestros hijos. Sus genes están dañados. Usted ya está enterado de las cartas, sabe lo que describo en ellas. Pero si lee los informes médicos, verá que están equivocados. -Miró a Brunetti-. ¿Ha visto las fotos?
Aunque Brunetti había visto a la niña y hubiera podido seguir mintiendo, no quiso. Para todo había un límite.
– No.
– Bien -suspiró Tassini-. Quizá sea mejor. Además, como ya sabe lo que ocurre, tampoco hace falta que las vea.
– ¿Y qué dicen los médicos?
La vehemencia de Tassini desapareció de repente, como si la mención de los médicos lo devolviera al mundo de los escépticos.
– No quieren complicarse la vida.
– ¿Y eso?
– Ya vio lo que pasó en Marghera, con esa gente que protestaba y pedía que lo cerrasen todo. Imagine si se supiera lo que ocurre en Murano.
Brunetti asintió.
– Entonces ya ve por qué tienen que mentir -dijo Tassini con vehemencia-. He tratado de hablar con los del hospital, para que le hicieran pruebas a Emma. Y a mí. Yo sé dónde está la causa del mal. Sé por qué la niña está así. No tienen más que hacer la prueba adecuada y encontrarán lo que yo tengo y lo que tiene ella, y sabrán lo que ha pasado. Si admitieran lo que le ha pasado a Emma, tendrían que admitir los demás daños, las enfermedades, las muertes. -Hablaba con convicción y premura, invitando a Brunetti a comprender y asentir.
De pronto, Brunetti descubrió que se había metido en un atolladero del que no sabía cómo salir.
– ¿Y su patrono?
– ¿De Cal?
– ¿Cree que él lo sabe?
Tassini volvió a mudar de expresión y esbozó un símil de sonrisa que no era tal.
– Sí, lo sabe. Los dos lo saben, pero tienen que taparlo, ¿verdad? -dijo, y Brunetti se preguntó cómo podía Assunta estar implicada en eso.
– ¿Tiene usted pruebas? -preguntó Brunetti.
Tassini sonrió con malicia.
– Tengo una carpeta donde lo guardo todo. El nuevo trabajo me deja tiempo libre para buscar las pruebas definitivas. Estoy a punto de conseguirlas. -Miró a Brunetti con unos ojos encendidos con la luz del que ha encontrado la verdad-. Lo guardo todo en la carpeta. Leo mucho, y eso me ayuda a entender las cosas. Me mantengo al corriente de todo. -Con una mirada de astucia, añadió-: Pero tendremos que esperar acontecimientos, ¿no?
– ¿Por qué?
Brunetti no estaba seguro de que Tassini hubiera oído su pregunta, porque, por toda respuesta, dijo:
– Nuestros hombres más grandes sabían estas cosas mucho antes que nosotros, y ahora también yo las sé.
Desde que se había mencionado a su hija, Tassini había ido alterándose. Cuando empezó a hablar de la carpeta y de la información que guardaba en ella, Brunetti, desconcertado, decidió que había llegado el momento de desviar la conversación otra vez hacia De Cal.
Inclinó la cabeza en una actitud que denotaba profunda concentración, miró a Tassini y dijo:
– En cuanto llegue a la questura, miraré nuestro expediente. -Movió un poco la taza hacia un lado para marcar el cambio de dirección de la conversación y prosiguió-: Me gustaría que me contestara unas preguntas acerca de su patrono, Giovanni de Cal.
Tassini se quedó cortado, sin disimular la sorpresa ni la decepción, justo cuando había empezado a hablar de los grandes hombres que coincidían con sus ideas. Sacó un pañuelo no muy limpio del bolsillo de la izquierda y se sonó. Guardó el pañuelo y preguntó:
– ¿Qué quiere saber?
– Se nos ha informado de que el signor De Cal ha amenazado la vida de su yerno. ¿Sabe usted algo de esto?
– Bueno, tiene sentido, ¿no? -dijo Tassini.
Brunetti le dirigió una sonrisa de ligera confusión y dijo:
– Me parece que no le sigo. -Sonrió otra vez, para subrayar su creencia de que allí tenía que haber una línea de razonamiento, a pesar de que todo hacía sospechar que no.
– Para impedir que herede el fornace.
– Pero ¿no debería ser la hija la que lo heredara? -preguntó Brunetti.
– Sí. Pero entonces Ribetti podría entrar y salir cuando quisiera -dijo Tassini, como si esto fuera una obviedad que no requería explicación.
– ¿Es que ahora no va? -A su espalda sonó un teléfono, no un telefonino sino un teléfono de verdad.
Tassini se rió.
– Una vez oí decir al viejo cabrón que lo mataría. Eran sólo palabras, pero si lo viera en el fornace, probablemente, lo intentaría.
Cuando Brunetti iba a pedir a Tassini que le aclarara sus palabras, el camarero gritó:
– Giorgio, tu mujer. Quiere hablar contigo.
Tassini se levantó con cara de pánico y movimientos torpes, fue rápidamente hacia la barra y cogió el aparato que le tendían. Se inclinó sobre el teléfono, de espaldas al camarero y a Brunetti.
El comisario, que lo observaba, vio que al cabo de un momento se relajaba, pero sólo mínimamente. Escuchó, dijo unas palabras y volvió a escuchar, ahora más tiempo. A medida que avanzaba la conversación, él iba irguiendo el cuerpo hasta alcanzar su estatura normal.
Dijo algo más, colgó, miró al camarero y le dio las gracias. Sacó unas monedas y las dejó en el mostrador.
Al volver a la mesa, dijo:
– Tengo que irme. -La expresión de su cara decía que ya se había ido, que ya se había olvidado de Brunetti, o lo había descartado por insignificante.
Brunetti echó la silla hacia atrás y se levantó, pero Tassini ya estaba en la puerta. Abrió, salió y cerró.