CAPITULO 17

Una vez en la calle, Brunetti abrió la carpeta. No sabía qué esperaba encontrar, pero sin duda algo más que tres hojas de papel con unos cuantos números escritos a mano. En la parte superior de la primera estaban las letras VR y DC, estas últimas, sin duda, alusivas a De Cal. Debajo había dos números: 200973962 y 100982915. ¿Sumas de dinero sin puntos ni comas? ¿Códigos bancarios? ¿Números de teléfono? En la segunda hoja había cuatro números: la primera parte de cada uno estaba escrita en cifras romanas, separadas por una barra de unas cifras arábigas. Al principio, pensó que podían ser fechas, primero, el mes y, después, el día, pero uno de los números era más alto que 31, lo que le obligó a descartar esta posibilidad. La tercera página contenía seis pares de números. El primero era 45° 27.60, y 12° 20.90; los otros pares eran casi idénticos y sólo cambiaban las últimas cifras. La primera suposición, al ver el signo de grados, fue que se trataba de un sistema para anotar las temperaturas de un horno, o quizá de cada uno de ellos, pero serían temperaturas muy bajas.

Brunetti nunca había sentido afición por los crucigramas, y los jeroglíficos y las adivinanzas lo aburrían. Se encaminó hacia la questura y, al llegar al pie de Ponte dei Grechi, se detuvo al darse cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Vio que eran más de las doce y media, y llamó a Paola para decirle que no volvería a casa hasta la noche. Ella, reaccionando más al tono que al mensaje, sólo le dijo que comiera algo y que procurara llegar a una hora razonable.

Él entró en el bar y pidió un panino y un vaso de agua mineral, y después, cuando se le despertó el hambre, otro panino: Una vez hubo terminado -aunque sin sentirse saciado- bajó por la riva hasta la questura. La lancha de Foa estaba amarrada frente al edificio, pero no se veía al piloto.

El agente de la puerta dijo que Vianello aún no había vuelto. Brunetti le pidió que, cuando viera al inspector, le dijera que subiera a su despacho, y fue al laboratorio en busca de Bocchese.

Cuando entró Brunetti, el técnico levantó la cabeza un momento y luego volvió a mirar lo que tenía ante sí en su larga mesa de trabajo. A un lado estaba la caña de soplar, descansando sobre dos bloques de madera de unos diez centímetros de alto, situados uno a cada extremo.

– ¿Hay algo? -preguntó Brunetti señalándola con el mentón.

Bocchese, que estaba afilando unas tijeras, levantó la mirada y dijo:

– En el extremo hay muchas huellas del muerto. Se ven otras parciales, pero debió de estar manejándola mucho rato y sus huellas borraron o taparon todo lo que había debajo.

Brunetti miró el largo tubo de hierro como si a simple vista pudiera descubrir algo. En el extremo que estaba más cerca había una especie de burbuja en forma de tortuga: plana por debajo y abombada por encima.

– ¿Qué pudo pasar? -dijo Brunetti, que conocía al técnico lo suficiente para no preguntarle directamente qué creía él que había pasado.

Bocchese nunca contestaba esta clase de preguntas. Quizá no le gustaba hacer conjeturas.

Señaló a la tortuga con las tijeras.

– A lo mejor quería hacer alguna pieza. El horno frente al que estaba tenía una temperatura mucho más alta que los otros: allí se preparaba el vidrio para el día siguiente. Él estaba solo en la fábrica. Puede que quisiera hacer algo. Si dejó caer la caña, el vidrio fundido se aplastaría por abajo y quedaría así.

– ¿Qué pudo pasarle? -repitió Brunetti.

Bocchese levantó la mirada de las tijeras.

– Guido, yo puedo hablar de lo que dicen las pruebas. El porqué habrá de averiguarlo usted.

Brunetti hizo como si no le hubiera oído.

– ¿Ha visto el cuerpo?

– Tenía una señal en la frente. Quizá al caer se dio un golpe con la puerta.

– ¿Alguna marca en la puerta?

Bocchese levantó una hoja del Gazzettino que tenía abierta encima de la mesa y la cortó por la mitad de seis tijeretazos. Mientras una de las mitades se posaba en la mesa, él dijo:

– En el interior del horno, la temperatura estuvo rozando los 1.400 grados Fahrenheit toda la noche. Quizá un poco menos en la puerta. No hay marca que pueda resistir esa temperatura.

– ¿Y en el suelo? -preguntó Brunetti-. ¿O en el cuerpo?

Bocchese meneó la cabeza.

– Nada. Todo estaba limpio, recién barrido. -Dio otro tijeretazo al Gazzettino-. Una de sus tareas, tengo entendido: barrer.

– A usted no le gusta esto, ¿verdad?

Bocchese se encogió de hombros.

– Yo mido y anoto. Usted decide si ha de gustar o no.

Brunetti levantó una mano aceptando la respuesta, le dio las gracias y se volvió para marcharse. A su espalda oyó decir a Bocchese.

– Pero no me gusta, no.

En su despacho, Brunetti puso las tres hojas de papel en la mesa, apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente los números. Veinte minutos después, se levantó y fue a la ventana, pero el cambio de postura no le ayudó a comprender.

Repasó mentalmente su conversación con Tassini. Cuanto más pensaba en la conducta de Tassini, más extraña le parecía. Se mostraba muy reservado, como si quisiera impedir que trascendiera lo que había descubierto, al tiempo que daba a entender que su información era de gran importancia. Había dicho que leía mucho, que anotaba sus conclusiones y que grandes científicos le habían ayudado a comprender, pero no había explicado qué era lo que comprendía. Tampoco había dejado claro por qué De Cal deseaba con tanto empeño mantener a su yerno alejado del fornace.

Tassini había dicho que estaba a punto de descubrir la prueba definitiva, pero Brunetti ignoraba a qué podía referirse. Y lo cierto era que Tassini había muerto y su esposa decía que él tenía miedo.

Brunetti volvió a la mesa y, de nuevo, miró los números.

Así lo encontró la signorina Elettra cuando entró, al cabo de un rato, con un papel en la mano.

– Comisario -dijo cuando él la miró con gesto de preocupación-, ¿qué sucede? -Y como él no respondiera, ella agregó suavizando el tono-. Me han dicho lo de ese pobre hombre. Lo siento.

– Era demasiado joven -dijo Brunetti, sorprendiéndose de sus propias palabras. Después de una pausa, dijo-: Estoy tratando de resolver un enigma. -Al ver que la joven parecía desconcertada, él fijó su atención en ella y preguntó-: ¿Qué pasa?

– He encontrado algo que quizá le interese. Es el informe de los carabinieri. -Al ver que él la miraba confuso, explicó-: De una visita que les hizo Tassini.

Brunetti la invitó a sentarse. Ella así lo hizo, puso el papel en la mesa y dijo:

– Es copia del informe, aunque no dice mucho. Pero también he averiguado cosas hablando con la gente.

– De acuerdo -dijo Brunetti-. Cuente.

Ella señaló el papel con el dedo.

– Un amigo me envió copia de ese informe. Hace un año, Tassini presentó una denuncia contra su patrono por dirigir una planta de producción insegura. Consta en el informe que el maresciallo del cuartel de Riva degli Schiavoni le dijo que las pruebas no eran suficientes y le sugirió que se buscase un abogado y presentara una demanda civil. Eso, en el caso de que Tassini deseara insistir en su queja. Ellos no se la admitieron oficialmente.

– ¿Y él buscó un abogado?

– No lo sé. Ellos no tienen nada más en sus archivos y a nosotros no acudió. No sé si debería seguir buscando.

Brunetti negó con la cabeza. Tassini ya no necesitaba abogados.

– ¿Algo más? -preguntó.

– La fábrica De Cal, comisario. He preguntado, y se dice que está a punto de venderla.

– ¿A quién ha preguntado?

– A un amigo -respondió ella escuetamente.

La signorina Elettra era tan reacia como el propio Brunetti a revelar una fuente, si no era indispensable.

– ¿Se sabe quién puede estar interesado en comprarla?

– Puesto que los chinos aún no han descubierto el vidrio… -contestó ella con el tono irónico que reservaba para referirse al afán adquisitivo de los chinos de Venecia-, por lo menos el vidrio de Venecia, el único nombre que se ha mencionado es el de Gianluca Fasano. Es dueño de la fábrica de al lado. Mi amigo dice que los hornos De Cal son mucho más nuevos que los suyos.

– ¿Entonces quiere seguir dirigiendo fábricas de vidrio? -preguntó Brunetti, pensando en los rumores acerca de las aspiraciones políticas de Fasano.

– ¿Qué hay más típicamente veneciano que el vidrio de Murano? -preguntó ella, y a él lo sorprendió observar que hablaba en serio-. Sería la prueba de que realmente quiere ayudar a la ciudad a cobrar nueva vida. -La signorina Elettra no solía expresarse en estos términos, salvo cuando adoptaba un tono de jocosa solemnidad, pero ahora no era así-. Sería bueno para nosotros -añadió-. Para los venecianos.

– Así pues, ¿usted le cree? -preguntó Brunetti-. ¿A pesar de que quiera dedicarse a la política?

Advirtiendo el escepticismo del comisario, ella moderó su entusiasmo y dijo únicamente:

– Es presidente de la Asociación de Fabricantes de Vidrio; no es un cargo político.

– Es un buen peldaño -dijo Brunetti en tono objetivo-. Se empieza en Murano y se pasa a Venecia. Usted lo ha dicho: ¿qué puede ser más veneciano que el vidrio de Murano? -Tomando por asentimiento su silencio, él preguntó-: ¿De qué otro modo piensa Fasano ayudar a Venecia a cobrar nueva vida?

– Dice que no habría que vender más apartamentos a los no venecianos. -Y, antes de que él pudiera hacer una objeción o citar las leyes europeas, agregó-: Salvo si pagaran un fuerte impuesto de no residentes. -En vista de que Brunetti no respondía, añadió-: Dice que si quieren vivir aquí que paguen.

– ¿Algo más? -preguntó Brunetti con voz neutra.

– Como la ciudad siempre está quejándose de que no tiene dinero, él propone que se hagan públicas las cuentas del Casino, para que la gente sepa lo que se gasta en salarios, cuánto cobra cada cual y qué alquileres pagan los arrendatarios de los restaurantes y los bares. Y quiénes son los concesionarios. -A Brunetti le parecían propuestas razonables, y asintió, animándola a continuar-. Él quiere que la ciudad, o la región, vuelva a pagar el cuarenta por ciento del suministro del gas que consumen los hornos de Murano. De lo contrario, dentro de pocos años, habrá mucha gente sin trabajo. -Como Brunetti seguía sin hacer comentarios, prosiguió-: También le preocupa el peligro que supone Marghera para la laguna. Pregunta por qué se pagan tan pocas multas.

– ¿Se trata de penalizar a la gran empresa? -preguntó Brunetti, e inmediatamente se arrepintió de sus palabras.

– O de salvar la laguna -dijo ella-, como prefiera usted plantearlo.

– ¿Tiene respaldo político? -preguntó Brunetti.

– Los verdes simpatizan con él, pero no es su candidato. Supongo que se propone hacer lo mismo que Di Pietro, fundar su propio partido. Pero en realidad no lo sé.

– Espero que con mejor fortuna -dijo Brunetti, recordando la fracasada campaña de Di Pietro.

– Aquí está el informe, comisario -dijo ella acercándole el papel. No era la primera vez que el brusco cambio de conversación denotaba que la signorina Elettra prefería no discutir de política. Por eso lo sorprendió que agregara-: Me parece que nuestros puntos de vista sobre la necesidad de proteger la laguna difieren, señor. -Se levantó y fue hacia la puerta.

– Gracias -dijo él alargando la mano hacia el papel.

Aquella sombra de formalidad, incluso de censura, que de repente había caído sobre la conversación hizo que Brunetti desistiera de enseñarle las tres hojas de la carpeta de Tassini. Tampoco ella le preguntó antes de marcharse si deseaba algo más.

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