CAPITULO 25

La mente de Brunetti derivó hacia cuestiones tácticas. Patta rechazaría la idea de que un hombre como Fasano -que ya contaba con cierta influencia política e iba camino de ampliarla- pudiera estar implicado en un crimen. El vicequestore no autorizaría a Brunetti a emprender una investigación a fondo sin más base que indicios e informes inconexos que habría que hacer encajar en un hipotético esquema. Pruebas. Brunetti suspiró sólo de pensar en esa palabra. No tenía nada más que sospechas y unos hechos que admitían varias interpretaciones.

Marcó el número de Bocchese. El técnico contestó dando el apellido.

– ¿Ha tenido tiempo de ver esa muestra? -preguntó Brunetti.

– ¿Muestra?

– La que le llevó Foa.

– No. Se me olvidó. ¿Mañana?

– Sí.

Brunetti comprendió que nada podía hacer mientras no tuviera los resultados de los análisis de Bocchese: hasta entonces no podría formarse una idea clara de lo sucedido ni saber qué había ido a parar al campo situado entre las dos fábricas. De Cal se sulfuraba al pensar que su yerno, el ecologista, pudiera llegar a influir en la dirección de la fábrica, y prefería venderla antes que consentir que pasara a su hija y, por consiguiente, al marido. Venderla a Gianluca Fasano, astro emergente en el turbio firmamento de la política local, cuya ascensión era precedida por la propaganda de su honda preocupación por la degradación del entorno de su ciudad natal. Al parecer, a los ojos de De Cal unos ecologistas eran más iguales que otros.

Nada de esto habría tenido mayor trascendencia de no ser por Giorgio Tassini, el hombre al que los azares de la vida habían lanzado a una órbita errática. Buscando la prueba que lo liberara del remordimiento de haber destruido la vida de su hija, ¿con qué se había tropezado?

Brunetti trató de recordar su conversación con Tassini. Le parecía extraño que hubiera tenido lugar hacía pocos días. Cuando Brunetti le preguntó si De Cal estaba enterado de la contaminación, Tassini respondió que «los dos» sabían lo que ocurría, de lo que Brunetti dedujo, naturalmente, que la otra persona aludida era la hija de De Cal. Pero eso fue antes de que Foa diera a Brunetti un mapa detallado de Murano, en el que se indicaban la latitud y la longitud y la situación de todos los edificios, y el comisario comprobara que las últimas coordenadas anotadas por Tassini correspondían a un punto que se encontraba dentro de la fábrica de Fasano.

Sonó el teléfono mientras Brunetti miraba el mapa fijamente, buscando la manera de enlazar todas las informaciones recogidas. Distraídamente, contestó dando su apellido.

– ¿Guido? -preguntó una voz conocida.

– Sí.

En su tono había algo que provocó una larga pausa.

– Soy yo, Guido. Paola. Tu mujer. ¿Me recuerdas?

Brunetti respondió con un gruñido.

– Pues, si no, la comida. Te acuerdas de la comida, ¿verdad, Guido? De eso que se llama comer.

Él miró el reloj y vio con asombro que eran más de las dos.

– Ay, Dios, lo siento. Se me ha olvidado.

– ¿Venir a casa o comer?

– Las dos cosas.

– ¿Estás bien? -preguntó ella, preocupada.

– Es ese asunto de Tassini. No hay manera, no encuentro las pruebas de lo que creo que pasó.

– Ya las encontrarás -dijo ella-. O quizá no. En cualquier caso, siempre serás mi sol.

Él lo aceptó sin discusión.

– Gracias, cariño. Necesito oír eso de vez en cuando.

– Bien. -Siguió una larga pausa-. ¿Vas a…? -empezó ella.

Brunetti habló al mismo tiempo:

– Llegaré temprano.

– Está bien -dijo Paola y colgó.

Brunetti volvió a mirar el mapa. Nada había cambiado, pero, de repente, todo aquello ya no parecía tan terrible, a pesar de que él sabía que no había razón para que no lo fuera.

«Ante la duda, provoca.» Éste era uno de los principios que, con los años, había aprendido de Paola. Buscó en su libreta de direcciones el número del despacho de Pelusso.

– Pelusso -contestó el periodista a la tercera señal.

– Soy yo, Guido -dijo Brunetti-. Necesito que publiques una cosa.

Quizá fue el tono del comisario lo que indujo a Pelusso a abstenerse de hacer el comentario irónico que normalmente habría provocado en él esa introducción.

– ¿Dónde? -fue lo único que preguntó.

– A poder ser, en la primera página de la segunda sección.

– Información local, ¿eh? ¿Qué hay que poner?

– Que las autoridades… no creo que sea necesario nombrarlas, pero no estaría de más sugerir que se trata del Magistrato alle Acque, las autoridades, pues, han tenido conocimiento de la presencia de sustancias peligrosas en un campo de Murano y se disponen a investigar su procedencia.

Pelusso murmuraba entre dientes mientras escribía.

– ¿Qué más? -preguntó.

– Que la investigación está relacionada con otra que ya se halla en curso.

– ¿Tassini? -preguntó Pelusso.

Tras una mínima vacilación, Brunetti dijo:

– Sí.

– ¿Vas a decirme de qué se trata?

– Con la condición de que no salga en el artículo -dijo Brunetti.

Pelusso tardó en contestar, pero al fin dijo:

– De acuerdo.

– Parece ser que los patronos de Tassini utilizaban medios ilegales para el vertido de residuos peligrosos.

– ¿Qué hacían?

– Lo mismo que todas las fábricas hasta 1973: echarlos a la laguna.

– ¿Qué clase de residuos?

– De la molatura. Polvo de vidrio y minerales -respondió Brunetti.

– Eso no me parece muy tóxico.

– No estoy seguro de que lo sea -convino Brunetti-. Pero es ilegal.

– Y che brutta figura, si uno de esos patronos resulta ser el hombre cuyo nombre empieza a asociarse con la defensa del medio ambiente -apuntó Pelusso.

– Sí -dijo Brunetti, advirtiendo que estaba hablando demasiado, y con un periodista-. Pero esto no debe aparecer -añadió-. Me refiero a lo que ahora estamos hablando.

– Entonces ¿por qué publicar nada? -preguntó Pelusso en tono beligerante.

Brunetti optó por responder a la pregunta haciendo caso omiso de la entonación.

– Es como abrir un hormiguero. Lo haces y esperas a ver qué pasa.

– Y quién sale -añadió Pelusso.

– Exactamente.

Pelusso se echó a reír, olvidando su irritación, y dijo:

– Aún no son las tres. Saldrá mañana por la mañana. Es de lo más fácil; no te preocupes.

En ese momento Brunetti cayó en la cuenta de que debía preguntar:

– ¿Habrá problemas si resulta que todo es falso y no hay indicios de contaminación?

Pelusso volvió a reír, ahora con más fuerza.

– ¿Cuánto hace que lees el Gazzettino, Guido?

– Claro, claro – reconoció Brunetti-. Qué tontería.

– Desde luego, no hay por qué preocuparse -dijo Pelusso.

– Pero pueden preguntarte por tu fuente -dijo Brunetti en un tono que quería ser jocoso-. Y entonces yo tendría que buscarme otro empleo.

– Puesto que mi fuente de información se encuentra en la misma oficina del alcalde -dijo Pelusso con la voz de indignación que sin duda utilizaría si sus jefes lo interrogaban-, no pretenderán que la revele. -Pelusso esperó un momento y agregó-: Aparecerá al lado de la noticia sobre la questura.

– ¿Qué noticia? -preguntó Brunetti, sabiendo que eso era lo que su amigo quería que dijera.

– Eso de las funcionarias del Ufficio Stranieri. Ya estarás enterado, ¿no?

Contento de su ignorancia, Brunetti pudo responder con sinceridad:

– No, no sé nada. -Como Pelusso callaba, preguntó-: ¿Qué pasa?

– Un amigo mío está al corriente de todo lo que ocurre en la Oficina de Extranjeros -dijo Pelusso, dejando que Brunetti dedujera lo que para un periodista era un «amigo».

– ¿Y?

– Pues me ha dicho que esta semana dos mujeres que trabajaban allí desde hace décadas han solicitado, y les ha sido concedida, la jubilación anticipada.

– Perdona, Elio -dijo Brunetti con impaciencia-, pero no sé de qué me hablas.

Sin dejarse intimidar por el tono de Brunetti, Pelusso prosiguió:

– Dice mi amigo que desde hace años se han quedado con dinero de las tasas de las solicitudes de residencia y los permisos de trabajo.

– No puede ser -protestó Brunetti-. ¿No tenían que dar un recibo?

– Según me han contado -explicó Pelusso con paciencia-, ellas eran las únicas que trabajaban en el departamento, y a todo el que se presentaba solo o sin un gestor italiano, le pedían el pago en efectivo. Una cobraba y enviaba al solicitante a la otra, que le hacía firmar en un libro registro y le decía que la firma en el registro hacía las veces de recibo. Parece ser que llevaban años haciéndolo.

– Pero ¿quién puede creer tal cosa? ¿Una firma en un registro? -preguntó Brunetti.

– Eres extranjero, casi no hablas italiano, estás en una oficina municipal y dos funcionarias te dicen lo mismo. Debía de firmar mucha gente.

– ¿Y qué pasó?

– Alguien se quejó al questore, y el mismo día éste hizo ir a su despacho a las dos mujeres. Con el registro. Ahora ellas están de baja administrativa, pero a últimos de mes se jubilan.

– ¿Y los que firmaron el registro? ¿Qué les pasará? ¿Conseguirán los permisos?

– Eso no lo sé -dijo Pelusso-. ¿Quieres que me entere?

Durante un momento, Brunetti estuvo tentado de decir que sí, pero la prudencia le hizo responder:

– No. Gracias. Me basta con estar al corriente.

– La justicia alborea en nuestra bella ciudad -declamó Pelusso con voz hueca.

Brunetti profirió un sonido de desagrado y colgó. Marcó el número de la signorina Elettra y le preguntó:

– ¿Su amigo Giorgio aún trabaja en Telecom?

– Sí, señor -respondió ella, y añadió-: Aunque ahora ya no necesito consultarle.

– Hoy bromas no, signorina, por favor -dijo Brunetti y, al darse cuenta de cómo sonaban sus palabras, se apresuró a añadir-: No me diga que ahora utiliza los conductos oficiales para obtener información.

Si ella percibió el cambio de tono, no lo dejó traslucir.

– No, comisario -dijo-. Es que he encontrado una vía más directa para acceder a su información.

Nada de conductos oficiales, pues, pensó Brunetti. Los menores gitanos no eran los únicos reincidentes de la ciudad.

– El número de teléfono del domicilio de Tassini ya lo tenemos. Me gustaría que consiguiera los de Fasano y De Cal: particular, despacho y telefonini. Y las llamadas que se hayan hecho entre ellos -añadió, preguntándose por qué no se le habría ocurrido hacer esto antes.

Aunque sin decirlo explícitamente, Fasano había dado a entender que de Tassini no sabía sino que no figuraba en la nómina y que tenía una hija discapacitada, lo que sabían todos los de la fábrica.

– Está bien -dijo ella.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Brunetti, esperando poder tener la información a la mañana siguiente.

– Oh, un cuarto de hora, comisario.

– Mucho antes que con Giorgio -dijo Brunetti con franca admiración.

– Es verdad. Siento decirlo, pero me parece que él no ponía todo su empeño -dijo ella y colgó.

Tardó casi veinte minutos, pero entró sonriendo.

– Parece que De Cal y Fasano son buenos amigos -soltó, dejando unos papeles en la mesa-. Pero no quiero estropearle la sorpresa, comisario. Vea las listas usted mismo -dijo, añadiendo más papeles.

Él miró los números y las horas de la primera hoja, y cuando levantó la cabeza, ella ya no estaba.

Efectivamente, durante los tres últimos meses, De Cal y Fasano habían hablado con cierta frecuencia. Había por lo menos doce llamadas, la mayoría hechas por Fasano. Brunetti miró el número de Tassini: durante los años en que había trabajado para De Cal, había llamado a la fábrica siete veces. No había recibido llamada alguna del despacho ni del domicilio de De Cal.

Con Fasano, los datos eran distintos. Hacía sólo dos meses que Tassini trabajaba para él y, no obstante, el registro indicaba que había llamado seis veces al telefonino de Fasano y dos a la fábrica. Por su parte, Fasano había llamado a casa de Tassini una vez diez días antes de la muerte de éste y otra la víspera. Además, desde el telefonino de Fasano se había hecho una llamada a la fábrica De Cal a las 11.34 de la noche en que había muerto Tassini.

Brunetti sacó las Páginas Amarillas, buscó en Idraulici y marcó el número de Adil-San. Cuando la joven de la sonrisa simpática contestó, él le dio su nombre y le preguntó si podía hablar con su padre.

Después de unas notas musicales y varios chasquidos, Brunetti oyó decir a Repeta:

– Buenas tardes, comisario. ¿En qué puedo servirle hoy?

– Una pregunta, signor Repeta -dijo Brunetti, que no vio motivo para perder el tiempo en un intercambio de fórmulas de cortesía-. Cuando estuve en su despacho, no me enteré muy bien del procedimiento que siguen cuando vacían los tanques.

– ¿Qué desea saber, comisario?

– ¿Cómo los vacían?

– Me parece que no entiendo la pregunta -dijo Repeta.

– ¿Los vacían del todo? -aclaró Brunetti-. Es decir, para poder ver el interior.

– Tendría que mirar la factura -dijo Repeta y explicó-: No sé qué sistema utilizamos con cada cliente, pero en la factura está el detalle de los cargos y eso me dirá lo que hemos hecho. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Quiere que le llame?

– No, gracias -dijo Brunetti-. Ya que lo tengo al teléfono, prefiero esperar.

– De acuerdo. Serán sólo unos minutos.

Brunetti oyó un golpe seco cuando Repeta dejó el teléfono, luego unos pasos y un roce áspero que tanto podía ser de una puerta como de un cajón al abrirse. Y después silencio. Brunetti miraba por la ventana al cielo, contemplando las nubes y pensando en el tiempo. Trataba de controlar la imaginación, de concentrarse únicamente en el cielo azul y en el ir y venir de las nubes.

Volvieron los pasos y Repeta dijo:

– Según la factura, lo único que hacemos es recoger los barriles de lodo. Por lo tanto, los tanques los limpian ellos.

– ¿Eso es normal?

– ¿Se refiere a si las otras vetrerie hacen lo mismo?

– Sí.

– Unas sí y otras no. Yo diría que las dos terceras partes nos encargan la limpieza a nosotros.

– Otra última pregunta -dijo Brunetti y, antes de que Repeta tuviera tiempo de acceder a responder, añadió-: ¿Van también a la fábrica De Cal?

– ¿Ese viejo pirata? -preguntó Repeta sin asomo de buen humor.

– Sí.

– Íbamos hasta hace unos tres años.

– ¿Qué pasó?

– Nos debía dos recogidas, y cuando le reclamé el pago, me dijo que tendría que esperar para cobrar.

– ¿Y entonces?

– Dejamos de ir.

– ¿Trató usted de hacerle pagar?

– ¿Cómo? ¿Presentando una demanda y pasándome diez años en los juzgados? -preguntó Repeta, sin mejor humor.

– ¿Sabe quién le hace la recogida? -preguntó Brunetti.

Repeta titubeó, pero dijo:

– No. -Y colgó.

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