CAPITULO 5

Había llegado la primavera y volvían los turistas, que traían consigo el barullo habitual, del mismo modo en que la migración de los ñúes atrae a chacales y hienas. Los trileros rumanos se instalaban en lo alto de los puentes, mientras sus centinelas oteaban los alrededores, para avisarles de la llegada de la policía. Los vu comprà sacaban de sus grandes bolsas los últimos modelos de bolsos. Y tanto los carabinieri como la polizia munizipale entregaban formularios y más formularios a las personas a las que se les había sustraído el bolso o la billetera. Primavera en Venecia.

Una tarde, Brunetti entró en el despacho de la signorina Elettra y no la vio en su sitio. Él quería hablar un momento con el vicequestore, y al observar que la puerta del despacho de Patta estaba abierta, supuso que ambos se habrían ido ya. Esto era normal en Patta, pero ese día la signorina Elettra no entraba a trabajar hasta después de la hora de comer y solía quedarse por lo menos hasta las siete.

Brunetti ya iba a irse con los papeles en la mano cuando un impulso le hizo acercarse a la puerta del despacho de Patta para cerciorarse de que no había nadie. Lo sorprendió oír a la signorina Elettra hablando en inglés muy despacio, pronunciando cada sílaba como para hacerse entender por una persona dura de oído:

May I have some strawberry jam with my scones, please?

Después de una pausa más bien larga, se oyó la voz de Patta que decía:

May E ev som strubbry cham per mió sgonzem pliz?

Does this bus go to Hammersmith?

El proceso continuó con otras cuatro frases de dudosa utilidad, hasta que Brunetti oyó otra vez la esforzada petición de mermelada de fresa. Temiendo tener que esperar mucho rato, el comisario retrocedió hasta la puerta del pasillo, dio unos fuertes golpes con los nudillos y dijo con voz potente:

Signorina Elettra, ¿está usted ahí?

A los pocos segundos, ella apareció en la puerta del despacho de Patta, con la cara iluminada por una expresión de jubilosa sorpresa, como si la voz de Brunetti acabara de sacarla de unas arenas movedizas.

– Ah, comisario, ahora iba a llamarlo -dijo, acariciando amorosamente cada sílaba del idioma italiano.

– Me gustaría hablar un momento con el vicequestore, si es posible.

– Ah, sí -dijo ella, apartándose de la puerta-. En este momento está libre.

Brunetti pasó por su lado tras un «con permiso». Patta estaba sentado con los codos en la mesa, la barbilla en la palma de las manos y la mirada fija en el libro que tenía delante. Al acercarse, Brunetti distinguió una foto del Puente de Londres en la página de la izquierda y otra de un beefeater tocado con su sombrero negro en la de la derecha.

Mi scusi, dottore -dijo procurando hablar con voz suave y pronunciación clara.

Los ojos de Patta se volvieron hacia Brunetti.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Tiene un momento, señor?

Con un movimiento lento y resignado, Patta cerró el libro y lo apartó a un lado.

– ¿Sí? Siéntese, Brunetti. ¿De qué se trata?

Brunetti obedeció, teniendo buen cuidado en apartar la mirada del libro, aunque era imposible no ver la Union Jack que ondeaba en la cubierta.

– Es sobre los menores, señor -dijo Brunetti.

Patta aún tardó en cruzar el Canal y volver a su mesa, pero al fin llegó.

– ¿Qué menores?

– Esos a los que siempre estamos arrestando, señor.

– Ah -dijo Patta-. Esos juveniles. -Brunetti observó cómo su superior trataba de recordar los papeles o informes de arrestos que habían pasado por su escritorio durante las últimas semanas, y vio que no lo conseguía.

Patta se irguió en su sillón y preguntó:

– ¿No hay una directriz del Ministerio del Interior?

Brunetti venció la tentación de responder que había una directriz del Ministerio del Interior hasta para determinar el número de botones de la chaqueta del uniforme de los agentes y se limitó a decir:

– Sí, señor.

– Pues ésas son las órdenes a las que hemos de atenernos, Brunetti. -El comisario pensaba que Patta se daría por satisfecho con esto, habida cuenta de que ya era casi la hora en que solía irse a casa, pero algo le hizo añadir-: Me parece que esta conversación ya la hemos tenido antes. Su deber es hacer obedecer la ley, no cuestionarla.

Brunetti sabía que ni en sus palabras ni en su actitud había indicio alguno de que él cuestionara ni pretendiera cuestionar la ley. No obstante, al cabo de tantos años de disensiones en la interpretación de las normativas, bastaba que Brunetti mencionara una ley para que Patta creyera percibir un tono de crítica o duda en su voz.

Con su comentario, Patta hacía patente que atribuía a Brunetti un carácter conflictivo.

– Mi consulta se refiere más bien a una cuestión de procedimiento.

– ¿Sí? ¿Qué? -preguntó Patta, un tanto sorprendido.

– Como le he dicho, se trata de los menores. Cada vez que los arrestamos les hacemos fotos.

– Eso ya lo sé -interrumpió Patta-. Está en las directrices.

– Exacto -dijo Brunetti, con una sonrisa que él mismo advertía que se parecía más a la de un tiburón que a la de un buen subordinado.

– Entonces, ¿qué pasa? -dijo Patta lanzando al reloj una mirada que no fue ni rápida ni disimulada.

– No estamos seguros de cómo debemos clasificarlos, señor.

– No le sigo, Brunetti.

– La directriz dice que debemos clasificarlos por edad, señor.

– Eso ya lo sé -dijo Patta, que probablemente no lo sabía.

– Pero cada vez que los arrestamos y los fotografiamos dan un nombre y una edad diferentes, y viene a recogerlos un padre o una madre diferente que presenta una identificación diferente. -Patta fue a decir algo, pero Brunetti no le dejó-. Por eso nos preguntamos, señor, si debemos clasificarlos por la edad que nos dan, o por el nombre o quizá por la foto. -Hizo una pausa, observando la confusión de Patta y añadió-: Quizá podríamos establecer un sistema de clasificación por la foto.

Brunetti vio que Patta erguía el tronco, pero, antes de que el vicequestore pudiera responder, recordó un caso del que sus agentes se habían quejado aquella mañana y dijo:

– A uno de esos chicos lo hemos arrestado seis veces en los diez últimos días, y de cada arresto tenemos idénticas fotos, pero… -Miró los papeles que traía para la signorina Elettra, que no tenían nada que ver con el chico en cuestión, y prosiguió-: seis edades y cuatro nombres distintos. -Levantó la cabeza con la más servil de las sonrisas-. Así pues, esperábamos que quizá usted podría decirnos cómo lo archivamos.

Si tenía la esperanza, o el propósito, de poner furioso a Patta, Brunetti fracasó. Sólo consiguió que el vicequestore apoyara la barbilla en la palma de la mano, se lo quedara mirando durante casi un minuto y dijera:

– Hay veces, comisario, en las que pone a prueba mi paciencia hasta lo insoportable.

Patta, esbelto y elegante como una nutria, nunca dejaba de impresionar a Brunetti por su aire de autoridad y competencia. Tampoco ahora. Pasó una mano por su pelo plateado y todavía abundante y fue al armario del que sacó un fino abrigo. De una de las mangas extrajo una bufanda de seda blanca, se la anudó al cuello y se puso el abrigo. Desde la puerta, se volvió hacia Brunetti, que seguía sentado delante de la mesa del superior:

– Como ya le he dicho, comisario, las normas están especificadas en la directriz del ministerio. -Y se fue.

Por curiosidad, Brunetti se inclinó, tomó el libro de Patta y lo ojeó. Vio las consabidas fotos del chico que conoce a chica, chica que conoce a chico cómo se turnaban en preguntarse el uno al otro de dónde venía y cuántos eran de familia, antes de que el chico preguntara a la chica si quería ir con él a tomar una taza de té. Brunetti dejó caer el libro en la mesa de Patta.

La signorina Elettra estaba sentada a su escritorio. Ya había transcurrido tiempo suficiente para que recobrara una aparente serenidad.

Does this bus go to Hammersmith? -preguntó Brunetti, muy serio.

La expresión de la signorina Elettra abandonó el mundo del Dante para adquirir un carácter bíblico: su cara recordaba la de la Eva fugitiva representada en algún fresco medieval. Desdeñando el inglés, le respondió en veneciano, dialecto que casi nunca usaba cuando hablaba con él:

– Como se descuide, este autobús lo llevará directamente a remengo, dottore.

¿Y dónde estaría remengo?, se preguntaba Brunetti. A él, como a la mayoría de venecianos, le habían enviado a ese lugar y también él había enviado allí a mucha gente desde hacía décadas y sin embargo nunca se había parado a pensar si se podía ir a pie, en barco o, en este caso, en autobús. ¿Y era remengo una ciudad, en cuyo caso habría que escribirlo con mayúscula, o un sitio más teórico, como la porra o el cuerno, accesible sólo por la vía de la imprecación?

– …y no quiero ser yo quien le diga que es inútil.

Las palabras de la signorina Elettra le hicieron volver al presente.

– A pesar de todo, sigue dándole clases de inglés.

– Al principio me negué -dijo ella-. Pero cuando me enteré de que iban a rechazarlo y vi que él seguía pensando que aún tenía una posibilidad, me dio pena, y ahora no puedo por menos que tratar de ayudar. -Meneó la cabeza ante su propia incoherencia.

– ¿A pesar de que cree que no va a conseguir el cargo?

Ella se encogió de hombros y repitió:

– A pesar de que sé que no tiene ninguna posibilidad. Todo iba bien hasta que vi su punto débil: lo mucho que desea el cargo, y eso bastó para hacerlo humano. O casi. Cerré los ojos un momento y lo vi con claridad. -Trató de ahuyentar el pensamiento, pero no pudo.

Brunetti resistió la tentación de preguntarle cómo podía estar tan segura de que el vicequestore no tenía ninguna posibilidad de conseguir el cargo, le dio las buenas tardes y se fue. Al salir de la questura, decidió volver a casa andando y torció a la izquierda en lugar de la derecha.

Aquella mano mágica que estaba extendida sobre la ciudad desde hacía una semana, seguía protegiéndola de la lluvia y del frío. Las temperaturas eran más suaves cada día. Las plantas brotaban por todas partes, como impulsadas por una fuerza secreta. Al pasar junto a una reja, Brunetti vio unas vides que parecían querer escapar de la prisión de aquel jardín y salir a la calle. Por su lado pasó un perro, seguido de otro, ocupados ambos en sus menesteres perrunos. Sentados en el muro del muelle había dos chicos con camiseta y pantalón vaquero, visión que hizo que Brunetti se abrochara el abrigo.

Paola había dicho algo de cordero aquella mañana, y Brunetti se puso a pensar en las muchas cosas interesantes que pueden hacerse con un cordero. Ponerle tomillo y aceitunas negras o tomillo y pimientos picantes. ¿Y qué era aquello que a Erizzo tanto le gustaba, estofado, con vinagre balsámico y judías verdes? O sólo con vino blanco y tomillo… ¿y por qué sería que el cordero pedía tomillo más que cualquier otra hierba? Pensando en el cordero, Brunetti se encontró sin darse cuenta en medio del puente de Rialto, mirando al sur, de cara a Cà Farsetti y al andamio que, allá abajo, en el recodo, aún cubría la fachada de la universidad, y contempló los edificios que acariciaba la luz del atardecer. «Miren esos palazzi», dirigiéndose a un imaginario auditorio de turistas. ¿Quién podía hoy poner todos esos bloques de mármol uno encima de otro y hacer que la obra acabada tuviera esa gracia natural?

«Mírenlas -prosiguió-, miren las casas de los Manin, los Bembo, los Dandolo y, más allá, miren lo que los Grimani, los Contarini y los Tron edificaron en su nombre. Miren todo eso y díganme si no hubo un tiempo en el que sabíamos lo que era la grandeza.»

Un hombre que andaba de prisa tropezó con Brunetti, le pidió disculpas y bajó corriendo por el puente. Cuando Brunetti volvió a mirar canal arriba, los palazzi volvían a tener su aspecto de siempre, sólido y majestuoso, pero el fulgor se había apagado, y ahora también se veía que necesitaban una restauración. Bajó por su lado del puente y cortó por la riva. No quería tener que abrirse paso entre la multitud que aún remoloneaba por el mercado ni recorrer la exposición de máscaras chabacanas y góndolas de plástico.

Había cordero, en efecto: cordero con vinagre balsámico y judías verdes. No había antipasto y, después, sólo ensalada. Esto podía significar muchas cosas y, mientras comía, Brunetti utilizaba su habilidad profesional para averiguar la posible causa. O bien su esposa se había sumido en alguna lectura -Henry James solía hacerle descuidar la cena-, o bien estaba de mal humor, aunque no daba la impresión. No tenía la maleta abierta encima de la cama, por lo que podía descartarse la posibilidad de que pensara marcharse con el carnicero, aunque un buen cordero podría tentar a más de una. A medida que se acercaba el momento del postre, crecía su expectación: podía ser algo impresionante y excepcional.

El detective se terminó las judías, observando disimuladamente a los sospechosos reunidos en torno a la mesa. Con independencia de lo que fuera, la esposa y la hija estaban conchabadas. De vez en cuando, intercambiaban miraditas y la chica no podía disimular la agitación. El muchacho no parecía estar implicado: se acabó el cordero, comió una rebanada de pan, miró la fuente de las judías y no ocultó la decepción al comprobar que su padre se le había adelantado. La mujer lanzó una mirada al plato del muchacho, y ¿sorprendió el detective una sonrisa en sus labios al verlo vacío? Él se hizo el distraído, para que ella no advirtiera que estaba vigilándolos. Para despistar, se sirvió media copa de tignanello y dijo:

– Una cena excelente -como dándola por terminada.

La chica pareció alarmada y miró a la mujer, que sonrió con serenidad. La chica se levantó, recogió los platos, los llevó al fregadero y dijo, de espaldas a la mesa:

– ¿Alguien quiere postre?

¿Cómo no va a querer un postre un hombre al que han escatimado un plato en su propia mesa? Pero se contentó con otro sorbo de vino, dejando que hablara el muchacho.

La mujer se levantó y fue a la puerta de la terraza trasera, que miraba al norte, donde solía guardar las cosas que no cabían en el frigorífico. Cuando oyó que la chica dejaba los platos en el fregadero, la llamó y ambas deliberaron en voz baja. El detective vio que su mujer iba al armario de la vajilla y sacaba los boles menos hondos. Macedonia no, por favor, ni tampoco uno de esos insípidos budines que son todo miga.

El detective levantó la botella para ver lo que quedaba. Valía más terminarlo: era un vino demasiado bueno para dejarlo destapado toda una noche.

La mujer puso en la mesa cuatro copas pequeñas y la cosa empezó a tomar buen cariz. ¿Qué se sirve con vino dulce? Pero era realista y prefería no hacerse ilusiones. Esto podía ser otro intento de distracción: quizá no eran más que unos almendrados; pero entonces la chica apareció en la puerta de la terraza con una fuente en la que descansaba un óvalo marrón oscuro. El detective apenas tuvo tiempo de pensar en Judit y en Salomé antes de que tres voces gritaran al unísono:

– Mousse de chocolate. Mousse de chocolate.

Y, al levantar la mirada, Brunetti vio que su mujer sacaba del frigorífico un gran bol de nata.

Al cabo de un rato, un Brunetti saciado y una Paola satisfecha se hallaban sentados en el sofá. Él se sentía un hombre virtuoso por haberse abstenido del vino dulce y también la grappa que se le ofreció en su lugar.

– Me ha llamado Assunta -dijo ella.

– ¿Qué Assunta? -preguntó él con extrañeza, cruzando los tobillos sobre la mesita de centro.

– Assunta de Cal.

– ¿Y eso por qué? -preguntó él.

Entonces recordó que los paneles de vidrio estaban hechos en el fornace del padre y pensó que quizá Paola deseara ver más trabajos del artista.

– Está preocupada por su padre.

Brunetti iba a preguntar qué podía eso tener que ver con él, pero sólo dijo:

– ¿Por qué razón?

– Dice que está cada vez más violento con su marido.

– ¿Violento-violento o sólo violento de palabra?

– Por ahora, sólo de palabra, pero ella teme, y creo que lo piensa de verdad, que el viejo pueda hacerle algo.

– Marco debe de tener treinta años menos que De Cal, ¿no? -Ella asintió y Brunetti prosiguió-: Pues puede defenderse o salir corriendo. Aunque, por lo que recuerdo del viejo, tampoco tendría que correr mucho.

– No es eso -dijo Paola.

– ¿Pues qué es entonces? -preguntó él suavemente.

– Tiene miedo de que su padre se meta en dificultades, que le haga algo. Que le pegue, qué sé yo. Dice que nunca, nunca en la vida, lo había visto tan furioso, y que no sabe por qué.

– ¿Qué cosas dice el viejo? -preguntó Brunetti, que sabía por experiencia que a veces los violentos pregonan sus intenciones con la esperanza de que les impidan llevarlas a cabo.

– Que Ribetti es un granuja, que se casó con ella por el dinero y para apoderarse del fornace. Pero, según Assunta, eso del fornace sólo lo dice cuando está borracho.

– ¿Qué persona en su sano juicio querría hacerse cargo de un fornace de Murano hoy en día? -preguntó Brunetti con vehemencia-. Y menos una persona que no tiene experiencia en la artesanía del vidrio.

– No lo sé.

– ¿Por qué te ha llamado?

– Para preguntar si podría ir a hablar contigo -dijo Paola, que parecía un poco incómoda al trasladar la petición.

– Claro que sí, que venga -dijo Brunetti, dándole una palmada en el muslo.

– ¿Serás amable con ella?

– Sí, Paola -dijo él inclinándose para darle un beso en la mejilla-. Seré amable con ella.

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