La conversación, el interrogatorio o lo que fuera que había mantenido con Tassini, dejó descontento a Brunetti. Lo contrariaba la forma en que lo había inducido a hablar de su hija, con engaños. ¿Quién podía saber lo que el pobre hombre sufría por causa de la niña? ¿Y qué efecto le producía la presencia del hermano sano? ¿Era un consuelo que, por lo menos, uno de los dos no estuviera disminuido? ¿O su salud y vitalidad acentuaban el sufrimiento por contraste con la profunda minusvalidez de la pequeña?
Brunetti, sin ser religioso ni supersticioso, si en aquel momento hubiera sabido a qué divinidad dirigirse, le habría dado las gracias por la salud y seguridad de sus hijos. No obstante, nunca se sentía del todo libre del temor de que pudiera pasarles algo. La preocupación era constante. Unas veces, veía esta manera de ser con benevolencia, considerándola un componente femenino de su carácter; otras, por el contrario, le parecía una forma de cobardía que lo mortificaba. Paola, que no perdía ocasión de hacerle sentir el toque cáustico de su lengua, nunca hacía alusión a esta tendencia, señal de que la consideraba consustancial con su carácter y, por lo tanto, inatacable.
Brunetti llegó a la questura sumido en estas cavilaciones y, buscando la manera de ahuyentarlas, fue directamente al despacho de la signorina Elettra. Quizá el vicequestore había encontrado una nueva directriz que marcara la estrategia para tratar a los adolescentes reincidentes.
Ella sonrió al verlo entrar y preguntó:
– ¿Se lo ha dicho Vianello?
– ¿Decirme qué?
– Que viniera a verme cuando hubiera hablado con el signor Tassini.
– No, no lo he visto. ¿Qué ha encontrado?
Ella levantó un fajo de papeles, lo agitó en el aire, luego lo puso en la mesa y fue enumerándolos uno a uno:
– El informe del altercado del signor De Cal, sin arresto; el permiso de conducir de Ribetti y su expediente de conductor, es lo único que tenemos de él en el archivo; el informe del arresto de Bovo, por agresión, aunque data de hace seis años; las copias de las cartas que ha estado enviando Tassini desde hace más de un año y los historiales médicos de su esposa y su hija.
Aún quedaban encima de la mesa varios papeles cuando ella acabó de hablar.
– ¿Y ésos? -preguntó Brunetti.
Ella lo miró con gesto de contrición.
– Son copias de las declaraciones de la renta de De Cal de los seis últimos años. Una vez me pongo a buscar, no sé parar. -Sonrió con lo que una persona menos sagaz hubiera podido tomar por sincero remordimiento.
Brunetti asintió dando a entender que también él sabía lo que era el espíritu del cazador.
– Lo más interesante son los informes médicos, especialmente si los coteja con las cartas de Tassini.
– ¿Me explica lo que ha visto en ellos o prefiere que los lea y luego cambiamos impresiones? -preguntó él, muy serio.
– Creo que eso será lo mejor -dijo ella entregándole los papeles-. Pero ya subiré yo a su despacho cuando usted quiera que los comentemos. No estoy segura de que al vicequestore le hiciera mucha gracia encontrarnos leyendo documentos de un caso inexistente.
Él le dio las gracias, tomó los papeles y subió a su despacho a leerlos. Aunque Brunetti confiaba en el criterio de la joven, respecto a que los primeros documentos no encerraban gran interés, los leyó de todos modos, y sacó la misma conclusión. El informe de la policía exoneraba a De Cal de intento de agresión; el relacionado con Bovo indicaba todo lo contrario, pero el caso se archivó cuando la otra parte retiró los cargos; y el historial de Tráfico de Ribetti era impecable.
Brunetti pasó a los informes médicos. Vio varias anotaciones y, encima de la primera, en la letra de la signorina Elettra: «Barbara lo ha revisado.» Su hermana, por ser médico, estaba capacitada para valorar los informes y, a juzgar por las anotaciones que había hecho al margen en lápiz, los había examinado con atención.
El caso que revelaban los informes era muy triste. Una mujer embarazada decidía, de acuerdo con su marido, dar a luz en su domicilio. Aun a sabiendas de que era un parto doble, ambos mantuvieron su decisión. En el informe de los reconocimientos de obstetricia se leía «tutto normale» escrito en lápiz en el margen. Dos semanas antes de salir de cuentas, la mujer fue sometida a un examen no programado. En el informe se recomendaba una cesárea y se hacía constar la indicación: «Rechazada por la paciente.» En el margen había un signo de admiración.
Un intervalo de dos semanas y, al volver la hoja, Brunetti se encontró con el informe del nacimiento de dos criaturas, en el que se decía que una de ellas y la madre estaban en la sala di rianimazione. En una nota al margen se leía: «Adjunto informe 118 de llamada telefónica recibida a las 3.17 AM», lo que remitía a Brunetti a la última hoja, en la cual se describía brevemente la petición de asistencia médica, y se indicaba que el barco ambulancia había salido a las 3.21. Cuando, diecisiete minutos después, el equipo médico llegó a Murano, la signora Sonia Tassini ya había dado a luz una criatura. La segunda se había quedado atrapada en el canal del parto. La ambulancia llegó al Ospedale Civile a las 4.16, lo que denotaba una rapidez sorprendente.
Brunetti volvió al informe médico. El segundo alumbramiento, mediante cesárea, fue difícil tanto para la madre como para la criatura, que, al parecer, había estado sin oxígeno durante los minutos finales.
Sara Tassini permaneció en el hospital más de dos semanas, aunque al quinto día fue dada de alta. La segunda criatura, una niña a la que se impondría el nombre de Emma, había permanecido en rianimazione cuatro días más y había sido trasladada a una habitación con su madre y su hermano, donde estuvieron una semana. Cuando salieron se indicó a la madre que cada dos semanas debía llevar a la niña al hospital, donde se le harían pruebas y se seguiría su desarrollo tanto físico como neurológico.
Durante los seis primeros meses; los Tassini iban al hospital con la niña, pero no habían acudido a las diversas instituciones de asistencia a personas en circunstancias similares. Al leer «circunstancias similares», Brunetti murmuró «Gesù Bambino» y volvió la página. Se decía en el informe que la niña era más pequeña de lo normal y que seguramente seguiría siéndolo toda su vida. Aunque su grado de discapacidad sólo podría apreciarse con el tiempo, todos los médicos que la habían examinado atribuían el daño a la falta de oxígeno que había padecido el cerebro durante el nacimiento, y afirmaban que era irreversible.
Como eran muchos los cuidados que precisaba la niña, cuando los gemelos tenían seis meses, la familia se mudó a casa de la madre de la signora Tassini, viuda y con domicilio en Castello. A partir de entonces, la signora Tassini dejó de llevar a su hija al hospital, y las cartas de Tassini empezaron a llegar a la policía y a otras varias oficinas municipales. Meses después, la signora Tassini se sometió a un tratamiento contra la depresión en Palazzo Boldù. Padecía ansiedad, provocada por un sentimiento de culpabilidad por haber consentido en dar a luz en casa, a instancias de su marido.
Se acompañaba un informe de Palazzo Boldù en el que se reflejaba su gradual recuperación de la depresión. Aunque seguía culpándose, decía el informe, el sentimiento ya no la incapacitaba. Por otra parte, la signora Tassini manifestaba que su marido estaba todavía muy afectado, pero que él trataba de combatir la depresión buscando otras explicaciones a la desgracia de la niña. Decía que, durante algún tiempo, la había atribuido a la contaminación de los alimentos que constituían su dieta vegetariana, después a la incompetencia de los médicos y, más adelante, a un defecto genético. Durante sus conversaciones con el médico, ella en ningún momento aludió a las cartas que escribía su marido, lo que hizo pensar a Brunetti que quizá ignoraba su existencia.
Brunetti pasó a las cartas de Tassini casi con alivio. En ellas aparecían los distintos presuntos culpables de los que había hablado la esposa, y se mencionaba, además, la negligencia de los sanitarios del barco y del personal de la sala de partos. Luego salían a relucir los genes y las enfermedades genéticas que, afirmaba, estaban agravadas por el transformador instalado a una travesía de distancia de su casa de Murano. Tassini atribuía el estado de su hija también al aire que llegaba a la ciudad desde Marghera, pero más adelante afirmaba que la discapacidad se debía a la circunstancia de que él trabajaba en una fábrica de vidrio de Murano. Sorprendía la aparente lucidez de las primeras cartas, el estilo claro y coherente, con múltiples referencias a informes y documentos científicos concretos que ofrecían pruebas en apoyo de sus aseveraciones.
El mal responsable de la desgracia de los Tassini tenía propiedades camaleónicas: cambiaba y volvía a cambiar a medida que Tassini leía libros y más libros e indagaba en internet. Pero el culpable siempre estaba fuera, siempre era otro; nunca sus ideas ni su comportamiento. Brunetti no sabía si llorar por él o agarrarlo de los hombros y sacudirlo hasta que reconociera lo que había hecho.
La última carta estaba fechada hacía más de tres semanas y aludía a nueva información que Tassini estaba recopilando, nuevas pruebas que pronto podría aportar, para demostrar que él había sido la víctima inconsciente de la conducta delictiva de dos personas. Decía que ahora podía probar sus afirmaciones y que no tenía que hacer más que lo que él llamaba dos «comprobaciones» para confirmar sus sospechas.
Brunetti releyó las cartas y se reafirmó en la impresión que le había producido la primera lectura: que, con el tiempo, el estilo se había deteriorado, la redacción había perdido coherencia, y las últimas le recordaban las acusaciones anónimas que solía recibir la policía. La relación a la que se había referido la signorina Elettra era sin duda la existente entre la progresiva manifestación de la discapacidad de la niña y la creciente obcecación que reflejaban las cartas de Tassini.
Cuando terminó la segunda lectura, Brunetti dejó caer las cartas en la mesa. Paola le había hablado una vez de una epopeya medieval rusa que había leído cuando estudiaba en la universidad y que tenía por título el nombre del protagonista: Amargo Sinsuerte Malaventura. Pues eso.
La lectura de los papeles le hizo olvidar la recomendación de la signorina Elettra de que debían comentarlos en el despacho de él, y sin darse cuenta los recogió y bajó a hablar con ella. Si la sorprendió verlo entrar con los papeles en la mano, no lo demostró. Sólo dijo:
– Horrible, ¿verdad?
– Yo he visto a la niña.
El gesto de cabeza con que ella respondió tanto podía significar que ya lo sabía como que ahora se enteraba.
– Pobre gente.
Brunetti dejó que se prolongara el silencio antes de preguntar:
– ¿Qué opina de las cartas?
– Él tiene que culpar a otro, ¿no cree?
– La mujer no parece sentir esa necesidad -dijo Brunetti con cierta aspereza-. Ella comprende que los responsables de lo ocurrido son ellos dos y nadie más.
– Las mujeres tenemos… -empezó a decir ella, pero se interrumpió.
Brunetti esperaba, y como ella permanecía en silencio, la azuzó:
– ¿Tienen qué?
Ella, con una mirada, puso al comisario en una balanza, lo pesó y luego dijo:
– Tenemos menos dificultad para aceptar la realidad, supongo.
– Posiblemente -respondió él, oyendo en su propia voz ese tono de media duda con el que los obstinados reciben una explicación cargada de sentido común-. Probablemente -rectificó, y ella suavizó el gesto.
– ¿Y ahora qué? -preguntó la joven.
– Me parece que lo único que puedo hacer es esperar a que él se ponga en contacto conmigo y me dé esas pruebas de que habla.
– No parece muy convencido.
Con una mirada de escepticismo, Brunetti respondió:
– ¿Usted lo estaría?
– Recuerde que yo no he hablado con él. No he podido formarme un concepto de su persona. Sólo he leído las cartas que… que no parecen tener mucha credibilidad. Por lo menos, las que ha escrito últimamente. Las primeras, quizá. -Calló y, después de una larga pausa, no pudo sino repetir-: Pobre gente.
– ¿Qué gente? -preguntó Patta desde detrás de Brunetti.
Ninguno de los dos le había oído acercarse, y fue la signorina la primera en reaccionar. Muy al quite, respondió:
– Los extracomunitari que solicitan el permiso de residencia y no vuelven a saber nada de él.
– Usted perdone -dijo Patta parándose frente a su propia puerta. Aunque miraba a la signorina Elettra señaló con el dedo a Brunetti y a su despacho-, pero una vez han presentado la solicitud, han de tener paciencia y esperar. Es el proceso administrativo.
– ¿Esperar tres años? -preguntó ella.
Esto lo hizo detenerse.
– No, tres años no. -Siguió andando, pero en el umbral se paró y la miró-. ¿Quién ha tenido que esperar tres años?
– La mujer que limpia el apartamento de mi padre, señor.
– ¿Tres años?
Ella asintió.
– ¿Por qué tanto tiempo?
Brunetti se preguntó si ella le daría la respuesta evidente, de que eso era precisamente lo que le gustaría saber, pero, optando por la moderación, la signorina Elettra dijo:
– Lo ignoro, señor. Hace tres años que lo solicitó, pagó las tasas y no le han dicho nada más. Pensaba que se beneficiaría de la amnistía, pero no ha tenido más noticias. Me ha preguntado si me parecía que debía volver a presentar la solicitud. Y volver a pagar.
– ¿Usted qué le dijo?
– No supe qué contestarle, vicequestore. Para ella es mucho dinero. Lo es para cualquiera, y no quiere volver a hacer la solicitud y volver a pagar si aún hay esperanza de que la anterior prospere. Por eso le decía al comisario, refiriéndome a ella y a su marido, lo desmoralizada que está esa pobre gente.
– Ya -dijo Patta volviéndose para indicar a Brunetti con un ademán que entrara delante de él, luego miró otra vez a la signorina Elettra y dijo-: Déme su nombre y, si es posible, el número de expediente, y veré qué puedo hacer.
– Es muy amable, señor -dijo ella como si de verdad lo creyera.
Una vez dentro, Patta no esperó para volverse hacia Brunetti y preguntar:
– ¿Qué historia es esa de que ha ido usted a Murano?
¿Negarlo? ¿Preguntar a Patta cómo lo sabía? ¿Repetir la pregunta para ganar tiempo? ¿De Cal? ¿Fasano? ¿Quién de Murano se lo había dicho?
Brunetti decidió decir la verdad.
– Una conocida mía que vive en Murano -explicó, dando a entender que se trataba de una mujer a la que conocía desde hacía tiempo, con lo que constató que le era imposible decir a Patta toda la verdad de cosa alguna- me dijo que su padre había amenazado a su marido, mejor dicho, que había hecho comentarios amenazadores, aunque no a él directamente. Me pidió que averiguara si había razones para temer que su padre hiciera algo.
Brunetti vio a Patta sopesar sus explicaciones y se preguntó cuál sería la reacción de su superior ante esta insólita franqueza. Tal como temía Brunetti, triunfó el hábito de la suspicacia.
– Supongo que eso explica por qué fue usted a Murano a mantener una especie de reunión secreta en una trattoria, ¿eh? -preguntó Patta sin poder disimular la satisfacción que le producía la sorpresa de Brunetti.
Habiendo empezado con la verdad, pese a que no parecía haber servido de mucho, Brunetti siguió por el mismo camino.
– Fui a hablar con una persona que conoce al hombre que hizo las amenazas -explicó Brunetti, observando con alivio que Patta no parecía estar al corriente de la relación que existía entre Navarro y Pucetti, y con mayor alivio todavía que su superior no mencionaba la presencia de Vianello en la reunión-. Le pregunté si le parecía que las amenazas encerraban peligro.
– ¿Y él qué le dijo?
– Rehuyó contestar a mi pregunta.
– ¿Ha hablado con alguien más?
Puesto que decir a Patta la verdad había resultado una mala estrategia, Brunetti decidió volver a la cierta senda del engaño, de probada eficacia, y dijo:
– No, señor.
A Patta le había llegado la información a través de alguien que los había visto en el restaurante, por lo que era de suponer que nada sabía de las visitas de Brunetti a Bovo y a Tassini.
– Así pues, ¿no existen tales amenazas? -inquirió Patta.
– Yo diría que no, señor. Ese hombre, Giovanni de Cal, es violento, pero me parece que todo queda en palabras.
– ¿Entonces? -preguntó Patta.
– Entonces me dedicaré otra vez a ver qué podemos hacer con los gitanos -respondió Brunetti, tratando de mostrarse contrito.
– Romaníes -le rectificó Patta.
– Exactamente -dijo Brunetti, aceptando la concesión de Patta al lenguaje políticamente correcto, y salió del despacho.