Capítulo 26

Sábado, 21 de julio de 2007

Tinna no era lo suficientemente buena en inglés para poder hablar con la enfermera. Quizá se habría atrevido a decirle algo si las medicinas no la hubieran dejado tan floja que ya le resultaba difícil hablar en islandés, no digamos en una lengua extranjera. Tinna miró a la mujer vestida de blanco quitar la bolsa que había vaciado en el interior de su cuerpo a través de una aguja que le había clavado en el dorso de la mano izquierda. Tinna no podía ver la aguja a causa del vendaje. La enfermera que solía atenderla era islandesa y no hacía más que hablar mientras lo preparaba todo, con miedo de que a Tinna le resultase insoportable y se echara a llorar o a gritar. Intentó decir que a ella le daba igual, que no sentía dolor cuando la pinchaban o le ponían una inyección, que solo sentía extrañeza. La enfermera no la creyó y cuando clavó la aguja por tercera vez buscando una vena, habló aún más alto y más deprisa. Tinna no podía seguirla del todo bien y no comprendía más que la mitad de las palabras, y eso que su verborrea era toda en islandés. Las demás palabras le entraban por los oídos pero no parecían llegar al cerebro, sino a algún otro sitio completamente distinto. ¿Quizá al estómago? Ojalá que las palabras no tengan calorías. El corazón de Tinna dio un vuelco. ¿No decían precisamente que las palabras eran el alimento de la mente? ¿Quizá podían convertirse en alimento del estómago?

– Okey now -dijo la enfermera extranjera dando un golpecito, con mucho cuidado, en la manta extendida sobre Tinna-. Try to get some sleep.

Tinna no respondió, pero miró fijamente a la mujer. Sabía que sleep significaba «dormir», pero ¿a lo mejor lo que había dicho la mujer era sheep? Sheep quería decir «oveja». Tinna no estaba segura. A lo mejor la mujer quería que se pusiera a contar ovejas como un personaje de dibujos animados, y la niña cerró los ojos y lo intentó. Una, dos, tres ovejas saltaron en su imaginación sobre una valla pintada de verde. La puerta de la habitación se abrió y se cerró con un chasquido profundo. Seguramente la mujer se había ido, pero Tinna no quería interrumpir a las ovejas saltarinas abriendo los ojos para mirar. Se concentró de nuevo en la cerca y los corderos. No iba bien. Las asquerosas ovejas estaban gordas y la cuarta ni siquiera pudo saltar. Se quedó delante de la cerca, balando cansada. Luego empezó a hincharse y al poco desapareció el morro en medio de la blanca lana que se estiraba y se tensaba hasta que por fin se oyó un violento chasquido y reventó. Por todas partes llovieron tripas y sangre. Tinna abrió los ojos para librarse de aquella visión. Volvía a estar sola en la habitación. Su pecho subía y bajaba. Eso era lo que la esperaba si no conseguía salir de allí. Engordaría hasta estallar en pedacitos. Tinna volvió la cabeza y miró la bolsa transparente que colgaba de una percha metálica al lado de la cama. Miró las gotas caer en un dosificador que decidía cuánto líquido le entraría en la vena. Se quedó sin respiración cuando se le vino encima la primera idea clara que había pensado en todo el día. Aquellas gotas estaban llenas de calorías. A lo mejor eran calorías limpias, pero Tinna no tenía la menor idea de cómo eran. Podían ser como agua, que iba de acá para allá hasta caer con un chapoteo por todo el cuerpo. Tinna notó ardor debajo de la aguja, como si estuviera calentísima. Calor, calorías. La aguja estaba caliente porque ahora la estaban atravesando las calorías. Calorías calientes y malas. Tinna sintió que en las esquinas de los ojos se le estaban formando lágrimas. ¿Era bueno llorar? ¿Así se libraba a lo mejor del líquido malo, haciéndolo salir del cuerpo? Con todos aquellos pensamientos le entró dolor de cabeza y con la mano derecha se presionó el lugar de la frente donde sentía el dolor. El sufrimiento se calmó pero volvió en cuanto apartó la mano. ¿Debía tocar el timbre para que fueran a ayudarla? Tinna acercó la mano izquierda al timbre, que estaba mucho más accesible para la mano derecha, pero no se atrevió a moverla por miedo a que las calorías entrasen más deprisa. Además sentía fuego debajo de la aguja, y el ardor empeoraba si se movía. El pulgar descansaba sobre el frío botón del timbre. Tinna estaba a punto de apretarlo, cuando se detuvo. ¿Qué iba a decirle a aquella enfermera extranjera? Solo sabía chapurrear los buenos días en inglés, de modo que no era capaz de explicar que si no le quitaban inmediatamente el líquido, sin esperar ni un momento, se empezaría a hinchar y explotaría, y sus tripas llegarían hasta el control de enfermeras. Tinna alejó la mano del timbre. No serviría de nada. Se colocó mejor e intentó meter la furia en medio de sus pensamientos. La enfermera no podía ayudarla. Nadie podía ayudarla. ¿Qué podía hacer?

La mirada de Tinna fue a parar a los esparadrapos que cubrían la aguja. Una esquina estaba un poco levantada, seguramente por el sudor que provocaba la aguja caliente y por todas las calorías que pasaban por ella. Tiró con mucho cuidado de la esquina suelta y escuchó embobada el ruido del esparadrapo separándose de la piel. Lo quitó despacio y vio cómo la piel se levantaba desde el hueso. Miró encantada el cuadrado rojizo donde había estado el esparadrapo. En mitad del cuadrado había un trozo de plástico rosa que parecía una mariposa, el tubo entraba allí, y de él salía la aguja que estaba enterrada bajo la piel de Tinna. Quitó el esparadrapo transparente que lo mantenía todo junto e hizo una mueca. ¿Cuál sería la mejor forma de quitar la aguja sin que el líquido se derramara por todas partes? Tinna pensó y pensó, pero no se le ocurrió ninguna solución. Fue sacando lentamente la aguja. Se oyó un tenue chasquido y un ruido de succión cuando la aguja se separó de la piel y durante un instante pudo contemplar un agujero negro en su mano antes de que unas diminutas gotitas de sangre surgieran de él y descendieran hasta la muñeca. Tiró la aguja y la piececita de plástico, pero en lugar de revolotear por la habitación como había imaginado, cayeron directamente al lado de la cama, por culpa del tubo que les cortaba el vuelo. Tinna se llevó una gran decepción, aunque no podía comprender el porqué. Tinna sacó las piernas de la cama y se sentó en el borde un momento mientras se le pasaba aquel mareo tan conocido. Le sonaron las tripas y se dio cuenta de que tenía un hambre horrible. Estaba acostumbrada, pero como le habían llenado la cabeza de medicinas, tenía ganas de comer. Normalmente no le resultaba difícil sentir hambre y aprovecharla para no comer. Así era ella la que mandaba…, no la gula. La gula que hacía a la gente cada vez más gorda hasta que estallaban en el aire como la oveja de antes. Tinna no recordaba si la oveja había explotado de verdad o si solo se lo había imaginado. Tinna se puso en pie para borrar la idea de comida que la asediaba con gula. Paseó por la habitación, se asomó a la ventana pero no vio nada que le apeteciera mirar, luego observó lo que había en el armarito que estaba junto a la pared y encontró su chaquetón colgado de un ganchito con el resto de la ropa que llevaba puesta al llegar. No quedaba nada más que mirar debajo de la cama, o el grifo del lavabo, pero ambas cosas exigían agacharse, y eso no lo hacía excepto cuando no había más remedio, porque le encogería el estómago y le aumentaría el hambre. Se le vino de pronto a la cabeza la canción infantil del cuervo que grazna. Un cuervo grazna, / llama a su tocayo. / Encontré la cabeza de un cuervo, / los huesos y la piel de oveja. No podía comer. Si lo hacía, explotaría como la oveja. ¿Por qué no lo entendía nadie? Tinna sintió que de pronto se quedaba sin peso alguno. La invadió la desidia, la sensación de tener aquello en sus manos y de no tener que preocuparse. Las calorías que ya estaban en su interior no contaban. Sonrió. Soltó una risita. ¿Dónde podría encontrar un cuchillo?


Dís estaba sentada, pensativa, esperando a Ágúst. La última paciente estaba en el despacho de su colega, se trataba de una mujer joven que no acababa de decidir si se aumentaba los pechos o no. Dís la había mirado al entrar y apostó consigo misma que aquella mujer tan delgada acabaría con unos pechos más grandes de lo que podía considerarse bonito. Siempre pasaba igual. Le parecía lamentable, porque las mujeres se aumentaban el pecho para ser más guapas a ojos de los hombres, daba igual la justificación que diera cada una de ellas. Solían disfrazarlo las más de las veces diciendo que el aumento de talla las dejaría más contentas consigo mismas y más seguras de sí mismas. Desde luego, era cierto, pero eso significaba que la confianza en una misma se basaba en ser más atractiva a los ojos del otro sexo. Por eso, Dís creía que era lamentable que, casi sin excepción, aquellas mujeres eligieran unos implantes demasiado grandes que las hacían opulentas pero no estupendas. Si una mujer estaba casada, solía venir con su marido para las primeras consultas y siempre tenía en mente unos pechos grandes, mientras que el marido solía preferir algo más bien bonito. Dís siempre intentaba llamar la atención de las mujeres sobre ese hecho, pero no servía de nada: «¿No prefieres pensártelo y elegir quizá unos pechos más pequeños? Serán mayores que los que tienes ahora, pero el cambio no será tan drástico. Estarás más satisfecha con ellos con el paso del tiempo». Ni doctor ni marido conseguían cambiar nada. Quizá se trataba de conseguir lo más posible por el mismo dinero, o el miedo a que los pechos fueran a disminuir de tamaño con la edad, Dís no estaba segura ni creía que las mujeres fueran capaces de responder. Ni siquiera entenderían que se lo preguntara.

Dís miró de nuevo su reloj. ¿Por qué demonios estaba pensando en esas cosas en aquel momento? De todos modos, aquello era como una pesadilla, porque eran las afectadas quienes tomaban sus propias decisiones, quienes cargaban con la responsabilidad y quienes tenían que vivir con ellas. Y encima sabía que esas mujeres estaban felices y contentas con sus nuevos pechos. Dís echó otro vistazo a su reloj con la esperanza de que el tiempo hubiese transcurrido más deprisa de lo que le parecía. Naturalmente, no era así. El tiempo se arrastraba como un gusano, como siempre que quería que pasara deprisa. La espera la fastidiaba por bastantes motivos, le recordaba que Ágúst era más cotizado que ella, aunque ella fuera exactamente igual de hábil que él, si no más ya, en los últimos tiempos. Él era mayor y tenía más experiencia, pero había empezado a estancarse. Además, Dís se percataba de que había empezado a mostrar menos interés por la profesión. Hacía un débil intento de disimularlo aparentando interés cuando Dís hablaba de artículos que había leído, como, muy recientemente, sobre una intervención en la almohadilla de la planta del pie que facilitaba a las mujeres caminar con zapatos de tacón. Dís oyó abrirse la puerta del despacho de Ágúst y escuchó la cortés charla entre él y la paciente, a la que obviamente quería acompañar hasta la puerta. Dís se sentó bien erguida cuando oyó a Ágúst cerrar la puerta de salida. Por fin.

– Creía que no iba a terminar nunca -dijo Ágúst al entrar en el despacho de Dís-. Perdona la espera -se dejó caer en la silla, se aflojó el nudo de su carísima corbata y el último botón de la camisa-. Acaba de tener un niño y no puede esperar para volver a ponerse el bikini.

A Dís ni se le pasó por la cabeza hacer un comentario. Le apetecía ir a nadar y marcharse a casa.

– Estoy lamentando el interrogatorio de ayer -dijo, entrando así directamente en materia-. La policía sabe que me lo llevé yo. Tengo esa corazonada.

– Venga, mujer -dijo Ágúst frotándose los hombros con la mano y pensando en otra cosa-. ¿Cuándo tienes que presentarte mañana? Por suerte, yo no tengo ningún paciente hasta las diez.

Dís se sintió inundada de furia. Ese hombre no comprendía lo que pasaba, ahí estaba, tan ridículamente indiferente mientras ella no aguantaba los nervios. Y eso que todo había sido culpa suya.

– Hay un hombre encerrado por el asesinato de Alda -dijo Dís con toda la tranquilidad de la que fue capaz-. ¿No te molesta eso ni siquiera un poquitín? -en su voz sonaba claramente la ira.

Ágúst miró fijamente a Dís, como si estuviera volviéndose loca.

– ¿Y por qué tendría que molestarme? -preguntó, molesto-. Estoy encantadísimo con que la policía haya encontrado ya al criminal -apartó los ojos de Dís-. Tú también deberías alegrarte, en vez de andar dándole vueltas a puras imaginaciones que nunca se realizarán.

– Ágúst -dijo Dís apretando los dientes para no gritar. Respiró por la nariz y luego continuó algo más tranquila-. Me llevé pruebas de la casa de Alda y la policía sospecha algo. Quizá esa prueba podría demostrar la culpabilidad del hombre que tienen detenido o, lo que sería aún mucho más terrible, limpiarle de todas las acusaciones. Claro que estoy preocupada, tendría que estar loca para no preocuparme -indicó así que Ágúst debería estar igual que ella.

Ágúst no comprendía el motivo:

– La policía también habló conmigo. No hubo nada extraño en sus preguntas, considerando las circunstancias de la muerte. El bótox no se coge sin más de las estanterías de la farmacia.

Dís puso cara de desesperación.

– No fuiste tú la primera persona que llegó a su casa y entró en la escena del crimen. Fui yo -dijo Dís echándose un poco sobre el respaldo cuando se dio cuenta de que estaba casi con el vientre sobre la mesa-. Las preguntas que te hicieron a ti fueron mucho menos exhaustivas.

Ágúst no sabía muy bien qué más decir. Saltaba a la vista que se arrepentía de no haber aprovechado la ocasión de escaparse a la vez que su última paciente.

– ¿Qué preguntas eran esas que te han puesto en este estado?

– Las preguntas sobre el bótox y dónde había podido conseguirlo Alda. Las preguntas sobre lo que hice yo exactamente mientras esperaba, cuánto tiempo había pasado hasta que llamé para pedir ayuda, etcétera, etcétera. Estoy segura de que habrá un testigo de cuándo llegué, y por su declaración se podrá suponer que hice algo más de lo que les he contado.

Ágúst se encaró con ella.

– Pero Dís, ¿a qué viene todo esto? ¿Cuánto tardaste en coger eso de la mesilla de noche? ¿Medio minuto? ¿Veinte segundos? La policía no puede tener ninguna información como la que tanto temes. Tranquilízate y no pienses cosas raras.

Dís tenía que reconocer que las palabras de Ágúst tenían sentido. Aquello le atacaba los nervios más aún que cuando no le tenía a la vista, como un rato antes.

– ¿Y dónde pudo haber conseguido Alda el bótox? -preguntó Dís-. No descartan nada en la investigación que están haciendo. Imaginemos que al final consiguen averiguarlo. En las botellas hay un número que se puede rastrear hasta el distribuidor, y desde allí se puede saber a quién se lo sirvió. ¿Qué dices a eso, Einstein? Entonces te examinarán con lupa, igual que a mí. Eso te lo aseguro -esperó en tensión a que él se asustase. Era él quien había comprado el medicamento, no ella. Las medicinas que encargaba ella estaban en el almacén y no salían de la clínica así como así-. Y cuando se pongan a investigarte a ti, saldrán a relucir muchas cosas, como sabes perfectamente -le miró fijamente esperando que apareciesen arrugas de preocupación.

Dís vio decepcionadas sus expectativas. Ágúst se limitó a encogerse de hombros y a sonreír maliciosamente.

– No importa-dijo-. Nunca acabaré debajo de esa lupa tan temible. Ya tengo pensadas respuestas para todo -obviamente, Ágúst estaba increíblemente seguro de sí mismo, pues, sin darse cuenta, hinchó el pecho-. Le dije a la policía, como quien no quiere la cosa, que a lo mejor no teníamos suficientemente bien controlado el almacén últimamente, por falta de tiempo -Ágúst envió una sonrisa a Dís-. Y fíjate: falta bótox.

– ¿Piensas mentir y negar que procede de aquí? -preguntó Dís. Poco a poco iba dándose cuenta de que aquello podía salvar a Ágúst, pero que ella seguiría siendo igual de sospechosa-. Entonces, a lo mejor pensarán que lo cogí yo -dijo, extrañada de que en su voz no hubiera señal alguna de furia-. Yo le dije a la abogada del detenido que tenemos el almacén perfectamente controlado. Empezará a sospechar algo en cuanto tú digas otra cosa completamente distinta -añadió.

– Mira que eres tonta -repuso Ágúst-. La abogada no se enterará de nada de lo que yo le diga a la policía -miró a Dís con gesto decepcionado-. Nunca tendrías que haberle contado eso.

Dís no estaba nada feliz de haberse tenido que poner a la defensiva, pero ya no había arreglo.

– Yo pensaba que podía hacerles creer, a ella y a la policía, que se trataba de un suicidio, a pesar de todo, o que se fueran a investigar al servicio de urgencias del hospital -en el mismo momento en que las pronunció, se dio cuenta de que aquellas palabras sonaban mal.

Ágúst se levantó y puso su mano sobre la de ella, que descansaba en la mesa con la palma hacia abajo.

– No habrá ningún problema, Dís. No estropees las cosas con elucubraciones inútiles ni hagas ninguna locura-le sonrió amistosamente, pero en una forma que hizo sospechar a Dís que ocultaba algo. No podía esperar mucho-. ¿Dónde tienes guardado lo que cogiste de la mesilla? -preguntó Ágúst.

Dís intentó ocultar su frustración.

– Me lo llevé a casa -respondió, y volvió a apretar los labios. Estaba decidida a hacerle pagar.

– ¿Y qué piensas hacer con ello? -preguntó Ágúst con tranquilidad-. ¿No será mejor destruirlo?

– No -dijo Dís, y apartó la mirada-. No puedo. A lo mejor, en la jeringuilla hay huellas dactilares importantes -se puso en pie-. Cuando lo cogí de la mesilla de noche, sospeché que tú le habrías dejado el bótox a Alda. Yo sabía perfectamente que ella se consideraba capacitada para inyectar a algunos amigos por su cuenta, y también sabía que tú nunca le dirías que no, aunque no acababa de entender qué esperabas ganar con eso -cruzó los brazos sobre el pecho para que Ágúst no pudiera ver cómo le temblaban las manos-. Temí que hubiera cometido un error tan serio que le causó la muerte. Que le hubiera dado un infarto o algo aún peor. Pensaba en ti, quería defenderte si se llegaba a conocer tu imprudencia con los medicamentos. Pero jamás sospeché que se tratara de un crimen -le miró-. Aunque yo quisiera ayudarte entonces, eso no quiere decir que vaya a…

Ágúst la interrumpió.

– ¿A qué? ¿A ocultar pruebas a la policía? Pues eso es lo que has hecho -la miró fijamente y, por primera vez, el temor asomó a los ojos del médico -. ¿Vas a llevárselo a la policía?

Dís reflexionó un instante y respondió:

– No lo sé. Aún no lo he decidido -mintió.

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