Capítulo 6

Sábado, 14 de julio de 2007

Los únicos asistentes a la entrega de premios aquella mañana de sábado eran los niños ganadores y sus padres. Sóley estaba sentada entre su madre y su hermano Gylfi, con una sonrisa de oreja a oreja. El concurso se había celebrado en la semana del arte de la biblioteca infantil, y consistía en dibujar algún utensilio doméstico que hiciera más fácil la vida de la familia, y Sóley se había pasado la tarde dibujando y coloreando muy concentrada. Para gran asombro de Þóra, su hija ganó, aunque hasta aquel momento Sóley había mostrado una capacidad bastante limitada para las actividades artísticas. La chica que había conseguido el premio del grupo de más edad volvió a su asiento con un ramito de flores y un cheque regalo del patrocinador del concurso, una de las mayores empresas de electrodomésticos del país. La directora de la biblioteca municipal llamó a continuación a Sóley, que se colocó al lado de la señora con los mofletes muy colorados.

– Enhorabuena por tu premio -dijo la bibliotecaria cogiendo la manecita de Sóley. Señaló el dibujo de la niña, que colgaba en un lugar destacado, al lado de las demás obras de arte que se habían presentado. No eran demasiadas, tal como había sospechado Þóra al enterarse de que Sóley había ganado-. Debo decir que es un dibujo precioso de una plancha -dijo la bibliotecaria al tiempo que entregaba a Sóley un sobre grueso y un ramo de flores.

Þóra arqueó las cejas. ¿Por qué había pintado Sóley una plancha? Su ex marido se la había llevado cuando se separaron, porque la ropa que usaba Þóra no necesitaba plancha. Puso muy en duda que Sóley supiera cómo era, aunque la había representado bastante bien pese a no disponer de modelo. Þóra dejó de mirar el dibujo y, llena de orgullo, dirigió los ojos hacia su hija, que tenía las mejillas aún más rojas que cuando llegó al lado de la bibliotecaria, con el premio en las manos y los ojos bajos. Sóley parecía estar a punto de echarse a llorar, pero tenía los dientes apretados.

– Es un trineo, no una plancha -dijo Sóley, que empezó a morderse el labio inferior.

Ahora le tocó a la bibliotecaria el turno de enrojecer un poco, pero para gran alivio de Þóra, solucionó muy bien el malentendido diciendo que se había expresado mal. La carcajada que soltó Gylfi no ayudó mucho, sin embargo, y cuando volvieron a ponerse delante del dibujo no dejó de soltar risitas.

– Es verdad que es igualito a una plancha -dijo él-. ¿Cómo se te ocurrió pintar un trineo? ¿Crees que es un utensilio doméstico?

Þóra se lanzó en defensa de su hija:

– Sí, sí. En el campo se considera a los trineos utensilios domésticos -apretó la mano de su hija, que seguía mustia-. No le escuches. No sabe cómo son los trineos -en realidad, lo mismo podía decirse de Sóley-. Os voy a invitar a un helado para festejar el premio -apartó la mirada del trineo y contempló los demás dibujos-. Sóley, el tuyo es el más guay de todos. Chulísimo.

– No, es feo -dijo la niña-. Tenía que haber pintado una puerta, como pensé al principio.

Þóra se dio cuenta de que tendría que explicarle a su hija en algún momento lo que significaba la palabra «utensilio doméstico».

– Basta de tonterías -dijo-. Has ganado y no ha sido por casualidad. El dibujo más guay de todos. «Trineo» y «plancha» se escriben con ene. Por eso se confundió la señora -le dio un beso a Sóley en la mejilla y miró enfadada a su hijo, que parecía a punto de echarse a reír otra vez-. Hazme un favor y búscame un libro sobre la erupción de las Islas Vestmann -le dijo. Así Gylfi tendría algo en qué pensar en vez de en la plancha-trineo, y a ella no le vendría mal leer algo sobre lo sucedido en 1973, de lo que en realidad sabía bastante poco. Þóra aprovechó la oportunidad, mientras su hijo buscaba el libro, para animar un poco a su hija, aunque su humor no empezó a mejorar hasta que no estuvieron sentados delante de unas copas enormes llenas de helado con nata. El móvil de Þóra sonó en el mismo momento en que estaba terminando su helado, pero decidió no contestar por miedo a que el mundo se le derrumbara a su niña. Cambió de opinión cuando vio en la pantalla que quien llamaba era Markús. El mundo de él sí que se estaba derrumbando, y un helado no le serviría para recuperar la normalidad.


Þóra colgó tras hablar con Bragi, su socio del bufete, y suspiró. Estaba agotada tras un día que había ido muy distinto a como esperaba. Habían vuelto a llamar a Markús para otro interrogatorio, sospechoso ahora de haber participado en la prematura muerte de Alda y de cooperación en la muerte de los hombres del sótano. La llamada telefónica de Markús había sido una llamada de auxilio y Þóra acabó en la comisaría después de haber renunciado a ir al cine o hacer cualquier otra cosa con sus hijos. Había tenido que escuchar cómo hacían a su cliente las mismas preguntas que en anteriores interrogatorios, aunque ahora se añadían varias sobre Alda. Todas giraban en torno a si Markús había estado en casa de ella el domingo por la tarde, que es cuando se calculaba que había muerto. Markús afirmó que no, manteniendo la versión de que solo habían hablado por teléfono. Al principio afirmó que no había ido a su casa en varias semanas, pero luego reconoció que había estado allí recientemente, aunque no la tarde sobre la que le preguntaban, sino la anterior. Había pasado por allí solo un momento y tomó un vaso de vino.

Cuando Markús desveló esa información, Þóra sintió enormes deseos de echarse a gritar. Sobre todo experimentaba un sentimiento de decepción con su cliente por intentar ocultar su visita, más aún teniendo en cuenta que su encuentro con Alda había tenido lugar antes del periodo de tiempo que interesaba a la policía. Aquello no hacía más que aumentar las sospechas sobre él. Þóra imaginó que se había negado a confesar su visita por miedo a que le acusaran de conducir bajo los efectos del alcohol. Había ya algunos ejemplos, algunas personas habían ocultado detalles parecidos y al final eso se había convertido en la prueba principal de la acusación, aunque fueran sospechosas de delitos mucho más serios. Los intentos de la policía de relacionarle con algún crimen no generaban en él ninguna reacción, pero al mismo tiempo se ponía nervioso en cuanto la atención se dirigía hacia alguna posible contravención de las normas de tráfico. Probablemente tenía la infantil creencia de que su nombre quedaría limpio por fin de cualquier acusación de asesinato sin tener que poner él nada de su parte.

Cuando la policía hubo agotado su lista de preguntas sobre la visita de Markús a casa de Alda, Þóra tuvo la sensación de que habían gastado ya toda la pólvora que tenían para el interrogatorio, de modo que pensó que lo peor ya había pasado. Estaba equivocada. Markús se sobresaltó y se quedó sin saber qué decir cuando la policía dijo finalmente que interrogaría a sus parientes más cercanos. En ese momento, Þóra pensó que si seguía así acabarían por detenerle, pero finalmente consiguió calmarle antes de que las cosas empeoraran aún más. Cuando salieron, Þóra arremetió contra él y le preguntó qué era lo que había provocado aquella reacción tan desproporcionada. Markús dijo que le preocupaban sus padres, ya muy ancianos, aunque en realidad no eran ellos los únicos a los que pensaban llamar a declarar; la policía tenía intención de hablar también con Leifur, su hermano mayor, que dirigía la empresa de la familia en Heimaey. Markús exigió que Þóra asistiera a todos y cada uno de sus parientes durante sus interrogatorios, y le costó comprender que aquello era imposible porque se produciría un conflicto de intereses. Intentó también explicarle a Markús que la policía se limitaba a echar anzuelos y que no iba solamente detrás él, sino también de cualquiera que estuviera relacionado. El objetivo de la investigación era explicar los hechos; no se trataba de una ofensiva estatal contra él como único culpable de todo. Þóra dudaba que Markús se quedara conforme, pero al final pareció comprender sus explicaciones.

Pero era otra cosa la que tenía a Þóra fastidiada: su inmediato viaje a las Islas Vestmann. Iba dispuesta a buscar hasta debajo de las alfombras a alguien que pudiera arrojar la más mínima luz sobre los cadáveres del sótano y que hubiera sido testigo de las relaciones entre Markús y Alda en los días que precedieron a la noche de la erupción. En torno a dos tercios de la población de las islas regresó tras el final de la erupción, de modo que allí tenía que haber un montón de gente que pudiera ofrecer testimonios útiles. Aunque el plan no ofrecía demasiadas garantías, ir allí fue lo único que se le ocurría a Þóra en esa fase del caso. Markús se mostró de acuerdo con ella sin vacilar, e incluso le pareció una buena idea. Estaba desesperado por librarse de la situación en que se encontraba y, como ya se había hablado del asunto en los medios de comunicación, tenía claro que era una simple cuestión de tiempo que su nombre apareciera también en las noticias. Aunque, a decir verdad, los periodistas parecían haber recibido de la policía bastante poca información, a pesar de que el asunto había despertado mucho interés, como es natural. Þóra se sintió obligada a seguir la información que iba apareciendo, y no pudo menos que asombrarse del arte con que algunos periodistas conseguían mantener vivo el asunto en sus artículos sin decir nada nuevo. Eso no podría mantenerse por mucho tiempo, naturalmente, y muy pronto la policía tendría que informar algo más detenidamente sobre sus investigaciones, al menos para salvar la cara. El nombre de Markús no aparecía en las noticias, pero era inevitable que al final dijeran que con los interrogatorios habían podido identificar ya a una persona como sospechosa. Entonces se acabaría la tregua y su nombre acabaría por filtrarse. De ahí que fuera perentorio limpiar su nombre de cualquier sospecha, y lo antes posible. Pero poco podía hacer Þóra para acelerar la investigación hasta que se dispusiera de las autopsias y los resultados de la investigación del escenario. Sin embargo, cuando tuviera en las manos esas actuaciones, apenas quedaría tiempo para desplazarse a las islas a charlar con los posibles testigos. Por eso no era el viaje en sí lo que la molestaba, las Vestmann gozaban de grandes bellezas naturales y era agradable visitarlas. No, lo que la tenía enojada era que Þór, el abogado más joven de su bufete, estaba demasiado atareado para poder acompañarla. Þóra consideraba fundamental disponer de otro par de ojos y oídos durante su visita a las islas, pero los únicos disponibles pertenecían a Bella, la secretaria. Bragi, el socio de Þóra, señaló muy justamente que daba igual si Bella estaba al lado del teléfono o en cualquier otro sitio, de ahí que fuera la persona ideal como ayudante. Los demás del bufete tenían cosas que hacer cuando se incorporaban al trabajo a su hora, cada mañana; de forma que era ella o nadie.

Þóra suspiró y marcó el número de teléfono de la secretaria. Habría preferido recurrir a Matthew y pedirle que fuera corriendo a Islandia. Seguro que venía, si podía, pero aquello contradiría su decisión de dejarle en paz mientras decidía su futuro. Un banco islandés acababa de adquirir el banco alemán para el que trabajaba, y habían ofrecido a Matthew el puesto de responsable de seguridad en la central de Islandia. En consecuencia, tenía que tomar una decisión bastante seria. El trabajo era similar al que desempeñaba en el banco alemán y el sueldo era considerablemente mayor, lo que a Þóra le extrañó menos que a él mismo. De ahí que su decisión no era tanto sobre el puesto de trabajo en sí como sobre la obligación de trasladarse a Islandia. Allí no conocía a nadie, aparte de Þóra y sus hijos, y ella no quería inmiscuirse en su decisión. Si Þóra le animaba a venir, se sentiría moralmente obligada a continuar la relación. Si le desalentaba, podría entenderse como que ella no tenía ningún interés. Hacía tiempo que tenía muy claro que el posible compañero de su vida tendría que vivir en Islandia, por eso la continuidad de su relación con Matthew dependía de la decisión que él tomara. Si Matthew no se iba a Islandia, significaría un punto final. Apenas podían estar juntos rarísimas veces, y las cosas no podían seguir así. Þóra se ruborizó al pensar en el sexo telefónico que habían intentado practicar… sin ningún éxito. Era evidente que ella necesitaba un hombre de carne y hueso a su lado para gozar del amor con él, de ahí que fuera mejor unirse a alguien que no viviera a muchos miles de kilómetros de distancia. Por eso confiaba en que viniese, porque le quería y le encantaba estar a su lado. Además, parecía existir una gran escasez de hombres atractivos con la edad adecuada en todos los sitios adonde iba, de manera que Þóra nunca tenía demasiado donde elegir. No le acababa de gustar ninguno de los hombres que habían intentado ligar con ella, ni siquiera después de cinco copas. Y encima, no había mucho sitio al que agarrarse. Los que le llamaban la atención eran demasiado jóvenes, tenían novia o eran gays. Antes de apartar estos pensamientos de su cabeza, se le pasó fugazmente por la mente que a lo mejor en las Islas Vestmann había una provisión enorme de hombres. Siempre podía soñar, y no le importaba tener a Bella a su lado pues en comparación con ella Þóra parecía una chica del desplegable central del Playboy. Dejó a un lado todas sus fantasías y marcó el número de la secretaria.


Cuando Sóley se quedó dormida y quedó claro que en los programas de las diversas cadenas de televisión no había nada que pudiera despertar el interés de Þóra, cogió el libro Noticias memorables de 1971-1975, de la colección Nuestro Siglo, para echarle un vistazo. Se había quedado con la colección a la muerte de su abuelo y, aunque no abría esos libros con mucha frecuencia, tenerlos a mano resultó ser muy conveniente. El libro no era muy grueso, de modo que no recogía de manera exhaustiva los sucesos noticiables de ese periodo, pero Þóra pensó que la desaparición de cuatro hombres tendría que estar allí, si es que tal cosa había aparecido en las noticias de la época. Hojeó rápidamente el año 1973 hasta llegar al verano y el final de la erupción de las Vestmann. La casa de la infancia de Markús quedó cubierta de ceniza en algún momento del primer mes de la erupción, pero Þóra no quería de ningún modo que se le pasara nada por alto en la lectura, por eso no paró hasta llegar al artículo «¡Termina la erupción!», del 4 de julio.

La lectura no le proporcionó mucho que pudiera tener alguna relación con los cadáveres del sótano. Una avioneta con matrícula TF-VOR con cinco personas a bordo se estrelló a finales de marzo al norte del Langjókull, y en el primer artículo sobre ese suceso todavía no se habían localizado los restos. En el último artículo sobre el accidente se indicaba que el grupo de rescate había encontrado el avión, así como a sus pasajeros, todos los cuales perecieron. Otra cosa que llamó la atención de Þóra fue, a finales de enero, la desaparición del yate británico Cuckoo, con su tripulación de cuatro personas. Había salido de Þórlakshöfn a mediados de mes y desde entonces no se había vuelto a saber de él ni de la tripulación. Þóra estaba sentada en el sofá cuando sus ojos dieron con esta noticia, pero se tumbó cuando, varias páginas más tarde, descubrió que el barco había sido arrastrado hasta la costa junto con los restos mortales de un miembro de la tripulación. Se supuso que el yate había zozobrado con todos sus hombres a bordo durante una tormenta que estalló poco después de que hubiera salido del puerto. El interés de Þóra no volvió a despertar hasta unas páginas más adelante, donde decía que seis hombres de un grupo de montañeros habían desaparecido después de salir de Landmannalaugar. Se mencionaba a cuatro geólogos extranjeros acompañados de dos guías islandeses, supuestamente grandes conocedores del terreno. No llegaron a ningún sitio los esfuerzos de Þóra por imaginar cómo una parte del grupo habría podido refugiarse en un sótano de las Islas Vestmann a causa de las pésimas condiciones climatológicas reinantes en tierra firme, pues ya en la siguiente página se contaba que habían encontrado a los montañeros, perdidos y helados, en una cabaña de las tierras altas. Se habían extraviado en medio de una espesa tormenta de nieve y podían dar gracias por haber encontrado casualmente aquel refugio. Encontró una sola noticia que hablara de personas desaparecidas que nunca aparecieron. En febrero se fue a pique al sudeste del país la nave Sjöstjarnan, con una tripulación de diez personas. Los ocupantes del barco se lanzaron al mar a bordo de dos botes salvavidas de goma y nunca se les encontró. Eran cinco islandeses y cinco oriundos de las islas Feroe, y pese a una prolongada búsqueda Þóra no fue capaz de encontrar nada que indicara que la tripulación hubiera sido finalmente localizada. Se hablaba de nueve hombres y una mujer. Pero lo que lo estropeaba todo era que la casa de Markús estuviera ya cubierta de ceniza cuando se hundió el barco, y además había una distancia considerable desde las islas al lugar donde zozobró el barco.

Þóra continuó, decepcionada, pero encontró otro artículo que volvió a despertar sus esperanzas. Trataba de la gran cantidad de periodistas extranjeros que habían llegado al país para informar de la erupción. Ciertamente no decía que hubiera desaparecido ninguno de ellos, y no digamos cuatro. Aunque fuera improbable que unos periodistas o reporteros decididos hubieran ido hasta Islandia y luego no hubieran regresado a sus países sin que eso apareciese en las noticias, era posible pensar que las cosas podrían ser distintas en el caso de los freelance. Algunos podían haber viajado a Islandia sin informar a nadie. Por eso quizá no les habrían buscado aquí cuando en sus países de origen se denunció su desaparición.

Poco más de lo sucedido en la primera mitad del año habría podido encajar con el hallazgo de los cadáveres. La Guerra del Bacalao parecía estar ya totalmente olvidada, pero Þóra no encontró por ningún sitio nada sobre desaparición de personas en relación con los enfrentamientos entre británicos e islandeses por la extensión de las aguas territoriales del país de las doce a las cincuenta millas. En algún sitio se mencionaba una muerte o una desaparición, pero nunca se trataba de un grupo de personas, sino de un individuo aislado en todos los casos. Þóra pensó que era excesivamente inverosímil que los cadáveres fueran un revoltijo de personas muertas o desaparecidas en momentos y circunstancias diversas.

Repasó también el año 1972, pues existía la posibilidad de que los cuerpos hubieran llegado allí antes del comienzo de la erupción. Prefirió no pensar mucho en dónde los habrían podido tener guardados entretanto, el caso era ya lo suficientemente absurdo como para tener que ponerse a buscar explicaciones a cuál más rara. En ese año había tan pocas noticias útiles como en 1973. La fotografía de un barco hundiéndose le llamó la atención, pero el artículo explicaba que se trataba de un arrastrero que se pensaba que había chocado con una mina. La investigación del asunto, sin embargo, puso de manifiesto que los armadores habían hecho estallar una carga de dinamita en la bodega con la intención de cobrar el seguro. No parecía que nadie hubiera resultado herido ni desaparecido en aquel suceso.

Otra cosa que le llamó la atención a Þóra fue un artículo que relataba que ochenta arrastreros británicos se dirigían a toda máquina hacia Islandia. El artículo estaba fechado a finales de agosto de 1972, lo que caía un poco pronto, pero se hablaba de un gran número de hombres y era posible imaginar que cuatro de ellos hubieran podido desaparecer sin que se llegase a mencionar. Ciertamente no se hablaba de desapariciones, aunque se indicaba cómo eran las relaciones entre la gente durante la Guerra del Bacalao. Al final del artículo se decía, citando como fuente a los capitanes de los arrastreros ingleses, que si los islandeses intentaban abordar los barcos ingleses entre las cincuenta y las doce millas, les recibirían con agua hirviendo y sacos de pimienta. Þóra pensó que, en comparación con el agua hirviendo, la pimienta resultaba un tanto pintoresca, pero la cita indicaba claramente que aquellos hombres estaban dispuestos a todo: incluso al enfrentamiento físico.

Después de la lectura, Þóra no había progresado mucho, aunque pensaba que lo más probable era que los cadáveres tuvieran alguna relación con la Guerra del Bacalao de alguna forma más bien vaga y difusa. A fin de cuentas, se la llamó «guerra», palabra que en su mente iba asociada a la pérdida de vidas humanas.

Þóra cerró el libro bruscamente y se dispuso a preparar el equipaje para la mañana siguiente.

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