Capítulo 31

Domingo, 22 de julio de 2007

Þora se despidió y cerró el teléfono.

– ¿Y qué? -preguntó Bella con curiosidad.

– No sé si dice la verdad o si sigue ocultándome algo -dijo Þóra enfadada-. Claro que también es posible que esté mintiéndome directamente -había conseguido hacerse con el teléfono de Kjartan en la oficina del puerto y le había llamado con la esperanza de obtener algo más de información sobre el caso del contrabando de alcohol y averiguar si disponía de información sobre el charco de sangre-. Después de mucho insistirle, reconoció que sospecharon de él en el caso del contrabando de alcohol, y tengo la firme impresión de que fue él quien lo contó todo, aunque eso no lo ha reconocido.

– ¿Y el Daði «Malacara» ese? -preguntó Bella-. ¿Te dijo Kjartan si también le habían acusado a él?

– Sí, y además todo el mundo lo sabía -dijo Þóra mirando fijamente su móvil en espera de inspiración-. Según Kjartan, Daði era el jefe de la banda dedicada al contrabando, que al parecer llevaba bastante tiempo actuando. Daði estaba en contacto con marineros de un barco de carga que solía venir aquí desde el extranjero. Echaban el alcohol por la borda y lo ataban al lado del timón. Luego, Daði iba a buscarlo en una barca. Cuando empezó la guerra del bacalao, se hizo algo más difícil, pues había vigilancia permanente. Por eso se descubrió, según Kjartan. Seguramente vieron a Daði recoger un fardo y marcharse con una carga desconocida. Parece que no pillaron a Daði con el alcohol, aunque, de un modo u otro, a la policía de las islas le llegó información sobre el misterioso paseo, y la investigación de Guðni permitió descubrirlo todo.

– ¿Qué papel se supone que tuvo Kjartan en este caso? -preguntó Bella.

– Como te he dicho, negó tener la menor relación con este asunto pero, de todos modos, me dijo que habían sospechado de él -respondió Þóra-. La policía pensaba que él llevaba a tierra firme el alcohol que no se vendía en la isla. Por entonces trabajaba en un barco de cabotaje de propiedad estatal.

– Es una forma muy lógica de repartirse el trabajo -dijo Bella, moviendo la cabeza con admiración.

Þóra no se dio por enterada.

– Dijo que el caso se desinfló porque la erupción frenó la investigación a medio camino, y porque esta tomó un rumbo muy inesperado cuando Magnús se presentó en la comisaría y lo confesó todo.

– A lo mejor es que era culpable -dijo Bella-. No quiso que sus amigos inocentes pagaran el pato.

– Kjartan dijo que era totalmente imposible que Magnús hubiera tenido parte alguna en el contrabando -dijo Þóra-. Y en eso le creo, porque estoy segura de que él sí estaba involucrado. Dijo que se quedó pasmado cuando empezó a circular esa versión de los hechos, pero que él no había podido hablar del asunto con Magnús ni preguntarle por qué había querido cargar con las culpas porque la erupción empezó justo la noche siguiente. Cuando volvieron a verse en el transcurso de las labores de salvamento, poco después, nadie quería hablar del asunto, porque todos confiaban en que se acabaría olvidando, como efectivamente sucedió.

– Pero ¿no estaría Magnús realmente metido en el jaleo? -preguntó Bella estirándose-. En primer lugar, nadie hace esas cosas por sus amigos, aunque alguien diga lo contrario. Además, andaba rondando por el puerto con Daði «Malacara» a media noche, lo que a lo mejor tiene que ver con el contrabando.

– Si hacemos caso a Kjartan, eso está descartado -respondió Þóra-. Magnús andaba con muchas cosas entre manos, dedicándose a poner en marcha su empresa, y no habría tenido tiempo ni ganas de complicarse la vida de semejante forma.

– ¿Y qué dijo Kjartan de la sangre?

– Prácticamente nada -respondió Þóra-. Afirmó haber oído la historia de los paseos de Daði y Magnús esa noche, pero dijo que no tenía ni la menor idea de a qué se debía la mancha de sangre. No veía ninguna relación con el yate -Þóra suspiró-. Tengo que sacarle algo a Magnús.

– ¿Crees en serio que te dirá algo?

– No lo sé -respondió Þóra-, pero está claro que él es uno de los pocos que siguen vivos y conocen lo que sucedió, aunque naturalmente es imposible saber lo que permanece aún en su memoria.

– Si yo hubiera asesinado a cuatro personas, olvidaría cualquier cosa antes que eso -dijo Bella-. Olvidaría todo lo referente al trabajo, todo lo relacionado con la oficina, pero eso no.

Þóra sonrió.

– Ojalá tengas razón -dijo cruzando los dedos-. Pronto lo comprobaremos.


Magnús miró fijamente con sus ojos empañados la brújula que Þóra acababa de darle. Los viejos libros estaban en un montoncito en la mesa que tenía a su lado, pero no mostró ningún interés por ellos. Las manos, de venas prominentes, reposaban sobre los brazos del sillón y los agarraban con fuerza.

– ¿Por qué? -preguntó de pronto. No había apartado la vista de la brújula, de modo que no estaba claro quién debía responder la pregunta.

Þóra miró de reojo a María, que se limitó a encogerse de hombros. Þóra puso su mano sobre la grisácea mano del anciano y se sobresaltó al notar lo fría y huesuda que estaba.

– ¿Te alegras de recuperar tu brújula? La encontré en el sótano.

De pronto, el anciano levantó los ojos y miró a Þóra.

– ¿Por qué?

Þóra no supo qué responder.

– Creo que lamentabas haberla dejado en la casa cuando la erupción -dijo, procurando que sus miradas no se cruzaran-. ¿No te parece bien?

El anciano dirigió de nuevo los ojos a su regazo y sacudió la cabeza de una forma que daba pena ver.

– Estás vieja, Sigríður-dijo entonces, sacudiendo la cabeza-. No eras más que una niña.

– ¿Igual que Alda? -preguntó Þóra. Dudada que la tal Sigríður importase mucho, desde que Leifur le dijo que su padre la confundía a ella con su hermana.

– Pobre Alda -dijo Magnús, que volvió a sacudir la cabeza-. Horrible.

– ¿Qué era horrible? -preguntó Þóra-. No recuerdo lo que era -en el instante en que pronunció la última palabra se dio cuenta de que había cometido un error: el hombre la miró, entornó los ojos y pareció ensombrecerse.

María llegó inmediatamente al rescate.

– ¿Tienes frío, Maggi? -preguntó cariñosa, y el anciano se relajó-. Voy a ponerte bien la manta -dijo luego, y se puso en pie para extender la manta sobre sus piernas-. Así -dijo, dándole una palmadita en la rodilla-. Sé bueno con Þóra. Está ayudando a Markús, tu hijo.

– Markús quiere a Alda -dijo el hombre, asintiendo a la vez con la cabeza, con un gesto de alegría-. Es una buena chica -el gesto se hizo más frío-. Qué pena.

– ¿Qué pena? -se le escapó a Þóra. Añadió, mucho más tranquila-: ¿Qué le pasó? ¿Se hizo daño?

– Qué pena -dijo el anciano-. Un sacrificio -miró la brújula, rígido-. Horrible. Llévate eso.

Þóra tuvo que reprimirse para no agarrarle por los hombros y agitarlo mientras le quitaba la brújula del regazo. Maldita sea, él sabía lo que ella necesitaba conocer. Intentó recordar si se podía hipnotizar a los enfermos de Alzheimer.

– Alda está muerta, Magnús -dijo por fin-. Para poder ayudar a Markús tengo que saber lo que le sucedió.

– Markús -dijo el anciano, mirando por la ventana-. Markús quiere a Alda -dejó caer la cabeza.

– Lo sé -dijo Þóra, cogiendo el hinchado monedero que había encontrado Bella, lleno de monedas que parecían de oro-. Mira lo que tengo -dijo, enseñándole el monedero-. El hombre intentó mirar a otro sitio, evidentemente no quería ver lo que Þóra tenía en las manos. Ella lo abrió y le mostró el contenido-. Es oro, Magnús -dijo-. Monedas de oro -inesperadamente, el anciano dio un manotazo al monedero, quitándoselo a Þóra de las manos, y las monedas salieron volando por todas partes. Algunas cayeron en el regazo del anciano y fue como si hubieran sido ardientes ascuas de lava. El hombre se revolvió, haciendo ruidos e intentando quitarse las monedas de encima.

María se levantó de un salto e hizo lo posible por tranquilizarle. Entre las dos consiguieron retirar las monedas. Solo entonces Magnús se calmó un poco.

– Sangre -dijo-. Dinero de sangre.

– ¿Sangre? -dijo Þóra, que sabía que su tiempo se estaba agotando-. ¿Murió alguien, Magnús? ¿Murieron cuatro hombres?

Magnús dejó de revolverse y la miró; su aspecto era horrible.

– Hombres malos, Sigríður. Hombres malos -dijo de nuevo, intentando levantarse-. El halcón es un pájaro bonito -dijo entonces-. El cuco no -el gesto del anciano se calmó un poco mientras parecía que le invadía el cansancio-. Las crías no son de su propio huevo -dijo luego-. Otros pájaros. Acuérdate.

Þóra dijo que lo recordaría. Primero un halcón y ahora había también un cuco. Estupendo. Al menos, quedaba claro que Magnús estaba relacionado de algún modo con aquellos antiguos crímenes. Un paso adelante. Dos atrás.

Загрузка...