Capítulo 7

Domingo, 15 de julio de 2007

Þóra se acomodó en el asiento del avión al lado de Bella. Dio gracias a Dios por que el avión tardara solo media hora: sufría enormemente por tener que dedicarse a charlar con aquella chica a tan corta distancia. Y efectivamente, Bella habló sin interrupción y lo que mejor se le entendió es que pretendía que Þóra iniciara un pleito contra el gobierno por la prohibición de fumar en lugares públicos. Þóra sonrió incómoda sin atreverse, por nada en el mundo, a contradecir una sola palabra de las que brotaban de Bella. Más aún, asintió con la cabeza cuando la secretaria explicó que desde que se había prohibido fumar en los aviones la mayoría de los pasajeros enfermaba tras un vuelo de larga duración, porque el aire de a bordo se renovaba con mucha menos frecuencia. En lugar de respirar humo, los pasajeros aspiraban bacilos y bacterias de toda clase de las demás personas, que, según Bella, podían ser portadoras del ébola o de la fiebre aviar. Þóra puso en duda que las personas que habían caído enfermas por esos motivos viajaran demasiado a las Islas Vestmann, aunque, sin embargo, sí procuró respirar menos de lo que tenía por costumbre. Por eso absorbió el aire fresco en la puerta del avión cuando aterrizaron, y disfrutó sintiendo la cálida brisa juguetear en su rostro. Bella salió del aeropuerto a toda prisa, por delante de Þóra, para fumarse un pitillo.

– Bueno -dijo Þóra cuando llegó arrastrando las maletas de las dos hasta donde estaba Bella, que disfrutaba de su cigarrillo al lado de un almacén-, ¿qué tal si cogemos un taxi? -paseó la vista a su alrededor, pero no se veía ninguno. Se le puso mala cara en cuanto comprobó que buena parte de los pasajeros de su avión se dirigían a la ciudad a pie. ¿Es que no había taxis en Heimaey?

Justo en el momento en que iba a darse la vuelta para preguntar en la terminal, un reluciente todoterreno Range Rover se acercó a donde estaban las dos. Hacía cierto tiempo, Þóra había oído el precio de ese coche, y la cantidad era tan elevada que seguía convencida de que tenía que tratarse de un error. El cristal oscuro de una ventanilla descendió, y un hombre de mediana edad asomó la cabeza y las llamó.

– ¿Tú eres Þóra? -dijo con voz apagada, mirando a Bella.

– No, soy yo -se apresuró a responder Þóra en voz bien alta, bastante molesta por que la hubieran confundido con su secretaria. Þóra estaba convencida de ir bastante elegante, unos vaqueros de marca y un chaquetón deportivo que le había costado un ojo de la cara, mientras que la secretaria parecía estar camino del teatro para representar alguna obra sobre los terroristas de la Baader-Meinhof. Para empeorar aún más las cosas, la chica se había pintado como si quisiera parecer un vampiro. Þóra se aproximó al coche.

– Hola -dijo el hombre, estirándose para abrir la puerta del copiloto-, me llamo Leifur, soy el hermano de Markús. Me llamó y me dijo que llegabas ahora, de modo que decidí venir a recogerte.

– Muchas gracias -respondió Þóra, encantada-. Me acompaña mi secretaria, ¿hay algún problema?

– Ninguno, faltaría más -respondió el hombre, que salió del coche y metió el equipaje en la parte de atrás-. Os alojáis en el Þórshamar, según creo -dijo cuando todos estaban dentro del coche.

– Así es -respondió Þóra, que aprovechó la ocasión para estudiar mejor a aquel hombre. Þóra observó un gran parecido entre los dos hermanos, y pensó que seguramente los dos habrían sido muy apuestos en su juventud. Este era algo mayor que Markús, ya debía de haber cumplido los sesenta. Llevaba muy bien los años, igual que su hermano, y además tenía el porte de quien está habituado a mandar y a conseguir lo que quiere. Pensó que por lo menos ambos tenían muy buena pinta, aunque a ella no le fueran demasiado los hombres mayores. La ropa impecable indicaba que se trataba de alguien que apreciaba lo mejor, lo que estaba muy en consonancia con el coche. Pero Þóra sabía perfectamente que la ropa no lo decía todo. Por ejemplo, Bella no era ni una terrorista ni una vampira, aunque algunos pudieran creer otra cosa.


– El hotel tiene una situación espléndida -dijo Leifur mientras arrancaba-. En pleno centro y a poca distancia del puerto.

– Ah, estupendo -dijo Þóra, sin saber muy bien qué más decir. No tenía ni idea de lo que podía saber ese hombre sobre el caso y prefería no hablarle de cosas que ignorase. No vendría nada bien para un interrogatorio, si la policía lo llamaba como testigo. Así que se dedicó a mirar a su alrededor en busca de algo a lo que agarrarse-. Hace un tiempo estupendo -dijo, aunque sintió vergüenza por recurrir a un tópico tan manido-. ¿Siempre hace tan buen tiempo aquí?

Leifur se volvió hacia ella y sonrió.

– Digamos que sí.

Para gran alivio de Þóra, no comenzó entonces una animada charla sobre el clima. Estuvieron un rato en silencio y Þóra aprovechó para mirar a su alrededor. En las calles no había prácticamente nada de tráfico, exactamente igual que la última vez que había estado allí. El entorno era también igual de majestuoso, y estaba a punto de decir algo al respecto cuando Leifur volvió a tomar la palabra, ahora en voz más baja que antes:

– Menuda locura eso de los cadáveres -dijo mirando un instante a Þóra-. Supongo que no habrá ningún problema en hablar del caso aunque esté delante tu secretaria.

– Por supuesto que no -dijo Þóra-. Aunque a decir verdad prefiero no hablar mucho contigo sobre ese tema. Al menos en lo tocante a detalles que aún desconoces.

– No, no tengo intención de sonsacarte -respondió el hombre-. No era esa mi intención. Es solo que me siento realmente molesto porque todo eso se haya tenido que encontrar precisamente en nuestra casa. La familia ya tiene problemas de sobra.

Þóra aguzó los oídos.

– ¿Y eso? -miró el interior del todoterreno y recordó que también Markús parecía disfrutar de una posición bastante acomodada. Seguramente, los problemas que agobiaban a la familia no serían económicos.

– Bueno… -respondió Leifur; su voz no ocultaba la frustración-. Hay muchas cosas insignificantes junto con algunos problemas más serios. La enfermedad de nuestro padre es el mayor de estos últimos.

– Sí, Markús me lo comentó -dijo Þóra. Siempre le costaba hablar de muertes y enfermedades con desconocidos-. Os compadezco. Es una enfermedad terrible.

– Gracias -respondió el hombre mientras seguía hacia el centro-. No, no tienes que preocuparte por mí. Markús me ha contado su parte del caso y he de reconocer que, aunque su historia pueda sonar improbable, yo le creo. No era ningún misterio que en esa época bebía los aires por Alda. Nada parecido a lo que había sentido por otras chicas. Habría hecho cualquier cosa por ella… ¡Ya hacía suficientes tonterías sin que ella tuviera nada que ver!

– Sí, todo es de lo más extraño -dijo Þóra-. Confiaba en poder arrojar alguna luz sobre los hechos mientras estoy aquí, aunque quizá sea una esperanza poco realista. Ha pasado tanto tiempo…

– Sí y no -respondió Leifur-. La erupción y todo lo relacionado con ella sigue siendo un recuerdo vivo para la mayoría de quienes la vivieron. Fue una experiencia absolutamente aterradora.

– Puedo imaginármelo perfectamente -dijo Þóra. Señaló con una mano un arco de piedra delante de la entrada al cementerio-. ¿No es esa la puerta que aparecía en esa fotografía tan famosa? -se refería a una foto tomada durante la erupción. El cementerio había quedado completamente cubierto de cenizas y lo único que asomaba por encima de la extensión negra era aquel arco, con su inscripción: «Yo vivo y vosotros también viviréis». Al fondo había un río de fuego procedente del cráter, que se elevaba hacia el cielo. La foto era muy impresionante y, con ella, el fotógrafo había sido capaz de narrar una gran historia-. No tenía ni idea de que ya habían desenterrado el cementerio.

– Se excavó muchísimo en las cenizas después de la erupción. Por aquel entonces, cada día se sacaban de la ciudad casi diez mil metros cúbicos de ceniza. La iglesia estaba medio enterrada -dijo Leifur señalando en dirección a un templo de aspecto noble, pese a su sencillez, que se alzaba al lado del cementerio-. Había un montón de casas enterradas en ceniza al lado de las que están siendo excavadas ahora.

Era evidente que Þóra tendría que leer bastante más sobre la erupción si no quería perder el tiempo enterándose de lo que todos sabían. Se había llevado el libro que Gylfi sacó de la biblioteca, y seguramente podría empezar a repasarlo en el hotel esa misma tarde. Leifur continuó:

– En realidad, ignoro por qué no se desenterraron las casas de nuestra calle en aquel momento. Seguramente habría buenas razones para hacerlo en unos casos y no en otros. Seguramente, y con razón, pensarían que era inútil. Nadie se iba a poner a trabajar en las ruinas que son las casas que han excavado ahora para volver a hacerlas habitables.

– A mí al menos no me apetecería nada vivir en una de ellas -dijo Þóra dirigiendo una sonrisa al conductor-. Mi visita del otro día me encantó. A pesar de lo que encontramos en el sótano.

– A mi mujer y a mí nos gustaría invitarte a cenar una noche de estas -dijo Leifur cuando llegaron a la puerta del hotel-. A las dos, claro -añadió en cuanto se dio cuenta de que se había olvidado de Bella-. Nada especial, pero sin duda será menos aburrido que tener que iros a cenar a un restaurante. No hay muchos en la ciudad, de modo que también os vendrá bien el cambio.

Þóra miró a Bella, que estaba en el asiento trasero y se encogió de hombros sin interés. Se volvió entonces hacia Leifur.

– Estupendo, muchas gracias -respondió-. ¿A qué hora?

Cuando tuvieron organizados los detalles de la invitación, Þóra y Bella se despidieron. Leifur no dijo nada más y se limitó a acompañarlas al interior del hotel con las maletas. Después de recoger las llaves de sus habitaciones, Leifur se despidió de ellas.

– No dudéis en llamarme si puedo ayudar en algo -dijo-. Aquí me lo conozco todo como la palma de la mano y puedo conseguir lo que necesitéis. Como es fácil entender, estoy dispuesto a hacer todo lo que haga falta por mi hermano -dio a Þóra su número de móvil, luego se dio media vuelta y se marchó.

– Este hombre esconde algo -dijo Bella mientras le veían subir a su coche, desde los grandes ventanales del vestíbulo del hotel.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Þóra, extrañada. A ella le había parecido de lo más agradable, aunque fuera algo frío.

– Nada, que tiene algo espeluznante-dijo Bella, y fue hacia la escalera sin dar más explicaciones.


Adolf se volvió sobre un costado y el estómago se le revolvió. En plenas náuseas, antes de abrir los ojos, se dio cuenta de lo que había sucedido en su cama. El olor que surgía de su boca era una mezcla de perfume y alcohol agrio. El revuelo de su estómago aumentó e hizo cuanto pudo por contrarrestarlo, respirando por la boca para no vomitar. Cuando lo peor de las náuseas había pasado, pensó que debía hacer lo posible para no vomitar sobre la mujer que estaba en la cama, y que era incapaz de recordar cómo se llamaba, pero también, sobre todo, para que se marchara lo antes posible y no volviera a dar señales de vida. La miró e intentó recordar qué atractivo había encontrado en ella. No era la nariz, que a tan corta distancia era un puro pegote. El espeso rímel se había corrido, de modo que lo mismo habría podido despertar al lado de Alice Cooper. Adolf consideró la idea de separarse con precaución de la cama para contemplar el cuerpo desnudo de la mujer, porque era posible que tuviera buenas curvas. El bulto que se podía observar bajo la sábana no parecía indicar que estuviera gorda, parecía más bien flacucha. En realidad no cambiaba nada que fuera gorda o flaca, habérsela llevado a casa había sido una completa estupidez. Nunca había sido tan importante mantener el control. Adolf apretó otra vez los ojos lleno de desprecio hacia sí mismo. ¿Por qué nunca conseguía mantener sus decisiones? Dos cervezas y basta. A casa. Solo.

La chica se movió y Adolf contuvo el aliento con la esperanza de que no se despertara. Necesitaba más tiempo para recuperarse antes de verse obligado a hablar con aquella tipa que recordaba vagamente pero que no podía identificar de ninguna manera. ¿A qué se dedicaba y cuántos años tenía? Le importaba una mierda ser incapaz de recordar su nombre. Cuando se está ligando, los nombres no suelen mencionarse. Lo sabía por su larga experiencia en situaciones parecidas. Pero tenía que prepararse para las memeces que le iba a decir, seguro, y también para ver cómo librarse de ella sin herirla ni ofenderla. Como era domingo, no servía fingir que se iba a trabajar y otras excusas por el estilo. Adolf se preguntó qué hora sería ya. ¿Se despertaría pronto la chica? Intentó ver el despertador que había en la mesilla de noche detrás de la muchacha, pero para ello tenía que levantar la cabeza. Así que lo hizo con el mayor cuidado, a fin de que el colchón no hiciera ruido. No eran más que las diez y media. Respiró más aliviado. No recordaba exactamente cuándo habían vuelto a casa, y mucho menos cuándo se habían dormido. El olor del dormitorio demostraba que no llevaban demasiado tiempo allí metidos. Recordó vagamente que bebió el último trago a muy altas horas de la noche.

¿Por qué demonios no había seguido el consejo de su abogada? ¿Tan tremendamente difícil era mantenerse alejado de las chicas durante unos cuantos meses? Pasarían enseguida, y en realidad no lo echaría mucho en falta. Lo curioso era que había empezado a aburrirse de lo fácil que le resultaba ligar. Solo tenía que salir de marcha, colocarse en la barra de un bar y simular que estaba enfrascado en tristes pensamientos. Y entonces se le acercaba alguna chica un poquitín bebida y se ponía a parlotear sobre cualquier gilipollez. De ahí que ya ni siquiera resultara emocionante, aunque, a decir verdad, nunca lo había sido. No tan emocionante como pescar con cucharilla en el estanque de una piscifactoría. El psicólogo que le habían forzado a visitar dijo que él era uno de esos que resultaban imprescindibles a cierto tipo de mujeres, lo que conllevaba una responsabilidad considerable que se le hacía difícilmente soportable. Justo él, vaya. ¿Por qué tenía que cargar con ninguna responsabilidad? Que cargaran ellas. No era culpa suya si estaba constantemente emitiendo un mensaje primitivo que atraía locamente al otro sexo.

Fuera como fuere, lo que estaba claro era que lo peor que podía pasarle era que una serie de tías se pusieran a contar cotilleos sobre él o, incluso, a colgarlos en sus blogs. De todos modos, no conseguía resistir la tentación. Tenía que controlarse. El dinero estaba ya al alcance de la mano, tan cerca que lo oía crujir. ¡Si consiguiera ser capaz de reprimirse cuando se le venía encima el deseo de estar con una mujer! Si perdía el caso, se quedaría sin un céntimo enseguida. ¿Y cómo iba a conseguir mujeres en esas circunstancias? ¿Gastarse todo el dinero en putas? El desprecio hacia sí mismo le dominó por completo, y el dolor de cabeza aumentó. Dejó escapar un gemido y vio con espanto que se movían los párpados de aquella maldita chica. Adolf contuvo la respiración y esperó que pasara lo que tuviera que pasar. Ella no se despertó, y él se tranquilizó. El alivio duró poco, porque de pronto la chica abrió los ojos de par en par y miró al infinito, todavía borracha de sueño. Él miró los ojos de la muchacha, que se movían deprisa de un lado a otro, arriba y abajo, mientras intentaba recordar dónde se encontraba. Se detuvieron por fin en los ojos de él y una amplia sonrisa se dibujó sobre el rostro de la chica mientras se desperezaba bajo las sábanas.

– Buenos días -dijo ella con una voz un poquito ronca.

– Buenos días -repitió él como un loro-. ¿Qué tal? -preguntó luego, haciendo lo posible para que la voz no dejara traslucir demasiado que le importaba un bledo.

– Ya me encuentro mejor -respondió la muchacha con ingenuidad-. ¿Tienes una coca? -le envió un gesto que sin duda debía de ser sugerente, pero que no despertó en él otro sentimiento que el malhumor. Quizá le habría podido parecer atractiva si hubiera sido más guapa, pero la pintura corrida y el sueño pegado al rostro no hacían mucho en su favor. A lo mejor hasta era bonita en circunstancias normales, al menos eso esperaba, por el bien de la chica.

– Probablemente -dijo sentándose en la cama.

Movió las piernas hacia el borde de la cama, pero tuvo que esperar un momento antes de levantarse, mientras se le pasaba el mareo. Tenía que dejar de beber. Por lo menos, de beber tanto. Se levantó y volvió a tener que esperar un momento más antes de dirigirse con paso inseguro hacia la cocina. Notó que la chica estaba mirando atentamente su cuerpo desnudo, y eso le excitó pese al malestar que sentía. Al atravesar la sala miró alrededor en busca de cigarrillos y vio una cajetilla medio arrugada sobre la mesa del sofá, al lado de un cenicero rebosante. Mientras sacaba del paquete un cigarrillo doblado, grabó en su memoria que tenía que comprar un cenicero más grande. El encendedor estaba sobre la mesa, en medio de una mancha reseca de vino. Tras muchos intentos consiguió finalmente sacar llama y encendió el pitillo. Chupó con fuerza y dejó que el humo escapara por las comisuras de la boca sin soplar. Ya solo faltaba una coca, y entonces todo empezaría a ir algo mejor y el mundo volvería a ser como debía. Entró en la cocina con el cigarrillo encendido en la boca y abrió de golpe la puerta del refrigerador. Una coca era de esas cosas que siempre convenía tener, de modo que pudo elegir entre botellas de distintos tamaños. Desenroscó el tapón de una botella de dos litros y bebió a morro un frío trago que aplacó el malestar del estómago.

Cuando volvió a cerrase la puerta del refrigerador, le saltó a los ojos una nota que había pegado hacía mucho y que había olvidado tirar cuando yo no servía para nada. «Alda: 18.00». Adolf rompió la nota, hizo una bola y la arrojó al cubo de basura, que estaba abierto. El papel golpeó en el borde y cayó rodando al suelo. Se detuvo a sus pies y se quedó allí un momento dando vueltas. Adolf miró la nota antes de dar una patada a la arrugada bolita, que recorrió el suelo de la cocina hasta un rincón. Era mejor olvidar todo lo relativo a esa mujer, y cuanto antes mejor. Ya había hecho lo que tenía que hacer para que le dejara en paz.

Adolf dejó el trozo de papel y se concentró en lo que tenía en mente. No conseguía recordar, de ninguna forma, si habían hecho algo para evitar un embarazo, y a juzgar por la niebla que ocultaba la noche, lo dudaba. Así que tendría que utilizar sus propios medios. Ya era suficiente con un bichejo ilegítimo y con tener que pagarle los alimentos. Los malditos intereses por retraso eran una barbaridad. Alargó el brazo para sacar un vaso del armario de la cocina. Nada de vasos del mismo tipo, cada uno era de su padre y de su madre. Adolf revolvió el armario hasta encontrar lo que buscaba: un vaso de grueso cristal azul oscuro apenas transparente. Luego abrió un cajón y cogió un sobrecito. De él extrajo seis pastillitas blancas que deshizo con una cuchara en un platillo desportillado. Cuatro serían suficientes, seguro, pero pensó que era más prudente meter más. Así había más seguridad, porque había que tomar una segunda dosis a las veinticuatro horas, aunque Adolf no estuviera allí para asegurarse de que la chica se las tomaba. No tenía intención de volver a verla. Disolvió el polvo en la Coca-Cola y luego miró el vaso, satisfecho con el resultado. No había más que una motita encima. Adolf sacó la manchita blanca con el dedo índice y se lo chupó. Difícilmente le haría daño a él. Adolf cogió el sobre para guardarlo. Jugueteó con él antes de meterlo en el fondo del cajón, lamentando que no quedaran más que dos pastillas. Tendría que conseguir más, lo antes posible.

Adolf enroscó la tapa de la botella de Coca-Cola y se la puso bajo el brazo. Antes de volver al dormitorio levantó el vaso y lo inclinó, como si estuviera brindando con un amigo invisible. Por el camino pensó en cuál sería la mejor forma de quitarse de encima a aquella chica sin más historias. Las pastillas del vaso impedirían el embarazo, pero con eso solo habría conseguido una victoria parcial. También tendría que hacer algo para impedir que se empeñara en tener más sexo. No tenía mucho tiempo para pensar, de modo que decidió utilizar un viejo sistema que ya había empleado con éxito. Recordó haber dicho que estaba recuperándose de la ruptura de una relación y que no podría empezar otra de momento. Acabaría preguntándole si podía llamarla cuando hubiera conseguido ser dueño de sí mismo, porque con ella había sentido algo muy especial. Ella se lo tragaría…, eso las hacía considerarse especiales a todas. Si ella supiera lo tremendamente vulgar que era… Por la tarde, Adolf ni siquiera sería capaz de recordar el color del pelo de la chica. Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto, y dos colillas más cayeron sobre la mesa. Maldita sea. A lo mejor conseguía engatusarla para que le ayudara a ordenar, o algo mejor aún: conseguir que se pusiera a hacerlo ella misma sin tener que decirle nada.

– La coca -dijo moviendo el vaso de un lado a otro. Estaba en el umbral de la puerta, apoyado sobre el quicio-. ¿Puedo ofrecerte un trago?

La chica le miró y sacó la lengua reseca.

– Oh, sí, gracias -le sonrió y se sentó. Al hacerlo, el edredón le dejó los pechos al descubierto, pero no hizo nada para intentar ocultarlos. Adolf sonrió. Tampoco es que hubiera ningún motivo para esconder un pecho tan bonito. Se sentó en el borde de la cama delante de ella y le dio el vaso. Ella lo agarró como si le fuera la vida en ello, y Adolf observó su pecho, que subía y bajaba. Apartó el vaso de la boca y respiró hondo-. Ay, tengo una resaca horrible -le pasó el vaso, casi vacío-. ¿Quieres?

Él cogió el vaso, pero no bebió. En vez de eso, lo puso en la mesilla de noche junto a la botella de Coca-Cola y se acercó a la chica. Ahora sería divertido comprobar cómo era en la cama…, no recordaba demasiado de la noche pasada. Después podría soltarle su bonita historia de lo frágil que estaba psíquicamente en esos momentos. A fin de cuentas, estaba gastando con ella sus últimas pastillas. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios. En realidad, la historia tampoco era mentira. Estaba hecho polvo anímicamente. Su relación con esa maldita Alda lo había demostrado. Una risita perversa brotó de sus labios y en el gesto de la muchacha notó que no estaba del todo segura de qué hacer. Adolf sonrió por lo absurdo de las circunstancias. Como si la chica tuviese alguna opción. «No» quería decir «no», no había que darle vueltas. El truco estaba en ahogar el no en su nacimiento, impedir que se dijera. Besó a la confusa muchacha en la frente y puso la mano suavemente sobre su boca.

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