Capítulo 22

Sábado, 21 de julio de 2007

El teléfono móvil de Þóra sonó cuando estaba apoyada en la barandilla del transbordador Herjólfur. Había optado por ir a Heimaey por vía marítima en vez de tomar el avión, pues la predicción meteorológica para el día siguiente era mala y Þóra no tenía intención de pasar allí más de una noche. En ese tiempo pensaba recoger información sobre Valgerður y Daði, así como hablar con la madre de Markús y, si era posible, también con su padre, lo que representaba el objetivo principal del viaje. Bella estaba encerrada a cal y canto en el camarote, aunque su misión era ayudar a Þóra y servirle de confidente.

Al teléfono estaba Matthew, que llamaba desde Alemania. El barco navegaba viento en popa, lejos de todas las antenas de telefonía móvil del país, y la recepción era bastante mala.

– ¿Y dónde estás en realidad? -preguntó Matthew; sonaba como si hablara desde el fondo de un barril.

– Estoy en el mar y la comunicación se puede cortar en cualquier momento -dijo Þóra-. Voy camino de las Vestmann por un caso en el que estoy trabajando.

– Espero que no se trate de los cadáveres del sótano y la cabeza, de la caja, ¿o me equivoco? -preguntó Matthew, pero los chirridos e interrupciones de la línea hicieron que no esperase realmente respuesta, por lo que entró de lleno en el tema-. ¿Qué te parece tenerme de visita la semana próxima? -preguntó.

– Estupendo -dijo Þóra con toda sinceridad-. ¿Vienes por el trabajo o de visita? -preguntó, intentando que no se le notara la impaciencia por saber si había tomado ya una decisión.

– Tengo una entrevista -respondió Matthew-. Quieren enseñarme la sede y presentarme a los principales directivos -añadió al instante-. Espero tomar una decisión definitiva después de la reunión, aunque en realidad ya tengo una idea bastante clara de lo que quiero hacer.

– ¿Y? -preguntó Þóra-. ¿Qué piensas hacer?

– Yo…, si…, así que… -la conversación se había interrumpido. Þóra pensó en desplazarse corriendo a la popa del barco para recuperar la conexión y enterarse por fin de si Matthew se había decidido, pero desistió. No había conseguido marcar ni siquiera los primeros números cuando el barco perdió toda cobertura de telefonía móvil. Suspiró y devolvió su teléfono al bolsillo.


– ¿Podrías confundir estas dos casas? -preguntó Þóra. Estaba con las manos en las caderas en la zona de excavación de la Pompeya del Norte, mirando la casa natal de Markús y la casa en la que vivían Valgerður y Daði.

– No -dijo Bella con un bostezo-. Son completamente diferentes. Esta de aquí en realidad no es más que una ruina -señaló la casa de los vecinos. No exageraba, el tejado de la casa había cedido ante el peso de la ceniza y una de las paredes exteriores recordaba más que nada a la torre inclinada de Pisa.

– Intenta imaginar que estás en plena erupción volcánica y que la casa no está en ruinas -dijo Þóra-. ¿Podrías confundirlas?

Bella la miró con desdén.

– ¿Es que no ves que una tiene dos pisos y la otra solo uno? -refunfuñó-. No es posible confundir estas dos casas -señaló la que estaba al otro lado de la casa de Markús-. Tampoco se puede confundir esa casa con la de los cadáveres -miró a su alrededor, a todas las casas que estaban siendo excavadas-. La casa de los cadáveres es la única de dos pisos en toda la calle.

Þóra observó la calle en su conjunto. La secretaria tenía razón, la única que destacaba sobre las demás era la de Markús. De ahí que quedara bien claro que los cadáveres no habían sido colocados allí por error.

– Entonces ya lo sabemos -dijo Þóra, con los ojos clavados en la casa que tenía delante-. Tengo unas ganas tremendas de entrar ahí -dijo señalando la casa en la que vivía aquella pareja tan desagradable, Daði «Malacara» y Valgerður «Malosmorros». Al ver el gesto dibujado en el rostro de Bella, se sintió obligada a explicarlo mejor-. Esa gente tiene relación con el caso, aunque aún no sé cuál.

– Hum -bufó Bella-. Yo ahí no entro. Esa casa está a punto de venirse abajo -se acercó a ella y pasó por encima de la cinta que delimitaba el espacio al que no podían acceder las personas no autorizadas-. ¿No han sacado ya todo lo que había dentro?

– Claro que sí -respondió Þóra-. Pero, de todos modos, quiero ver el interior. Nunca se sabe -miró en torno suyo, aunque sabía perfectamente que estaban las dos solas. De modo que siguió el ejemplo de Bella, pasó por encima de la cinta y se acercó a la casa. Miró por un hueco que había en la juntura de las tablas cruzadas que habían asegurado con clavos para tapar las ventanas. En la oscuridad, no pudo ver absolutamente nada. Se dirigió a la puerta, que estaba sujeta al marco con unas grapas. Bella la siguió.

– ¿Estás de broma? -dijo la secretaria al ver que Þóra se esforzaba en empujar la puerta para abrirla-. ¿Pretendes entrar? Debe de estar prohibido -paseó la mirada por la enorme zanja de la excavación, como si esperase ver a un grupo de policías acercándose a todo correr por los negros márgenes, cubiertos con redes para evitar que el polvo de ceniza llegase hasta los edificios actuales.

– Esta casa no está marcada como la de Markús -dijo Þóra con un suspiro de cansancio-. En esa no puedo entrar de ninguna manera, pero en esta, en cambio, no hay ningún cartel de la policía advirtiendo que está prohibida la entrada.

– ¿Y qué hay de ese cartel que dice que no se permite el acceso al personal no autorizado? -preguntó Bella, molesta con su jefa-. Yo pensaba que los abogados no podían quebrantar la ley.

– Eso no es una ley, sino una advertencia -dijo Þóra, abriendo un poco más la puerta-. Algo distinto son las leyes, cuyo incumplimiento, por naturaleza, es ilegal. No solo para los abogados, sino para todo el mundo. Por eso se llaman leyes.

Bella refunfuñó y renunció a seguir recriminando, Þóra. En vez de eso, se decidió finalmente a ayudarla y con el esfuerzo de las dos consiguieron abrir un espacio lo suficientemente grande para que Þóra pudiera entrar con dificultad dentro de la casa.

– Avisa si se te cae algo encima -dijo Bella por el hueco cuando Þóra estuvo ya dentro-. Iré a buscar ayuda.

Dentro de la casa, Þóra se sintió invadida de la misma sensación que experimentó la decisiva mañana en que Markús encontró los cadáveres. El olor de la ceniza era asfixiante e iba aumentando su intensidad según se adentraba en la casa. Había algo de claridad, porque los tablones que cubrían las ventanas no las cerraban por completo. Llegaba también luz desde arriba, pues en algunos lugares se veía a través de las grietas de la casa y el tejado derruido, que dejaba pasar la luz del día. Þóra pasó desde la puerta principal a un pequeño vestíbulo que daba acceso a las otras estancias de la casa, y decidió dirigirse hacia donde supuso que estaría el salón. Allí la oscuridad era mayor, pues el tejado estaba en mejor estado, pero bastó para comprobar que se encontraba vacío, con excepción de una lata de Coca-Cola y dos envoltorios de sándwich, que supuso que serían recientes. En las paredes había restos de papel pintado que en su mayor parte estaba hecho jirones y dejaba ver la base manchada de ceniza. Dos lámparas de pie seguían aún en su sitio, aunque volcadas. Las demás estancias tenían las mismas señales de fuego. Se habían llevado todo el mobiliario. Al parecer, Daði había rescatado la mayor parte de las cosas y treinta años más tarde llegó Hjörtur, el arqueólogo, y arrambló con lo que quedaba. La casa era pequeña y la breve visita convenció a Þóra de que Daði y Valgerður no tenían mucho dinero. El cuarto de baño, que estaba cubierto de pedazos de baldosín, era diminuto. En aquella casa solo vivían el marido y la mujer, y no necesitaban más espacio. Al lado del dormitorio de matrimonio, Þóra se quedó boquiabierta. Sin lugar a dudas, aquello era una habitación de niños, porque el chamuscado papel de la pared estaba cubierto de imágenes de ositos, a diferencia del resto de la casa. La lámpara del techo, rota, tenía forma de globo. El matrimonio no tenía hijos, por eso a Þóra le resultó extraño. En un rincón había un montón de basura recogida recientemente, y en él destacaba el brazo de plástico de una muñeca. Cuando Þóra golpeó el montón con el pie, el brazo cayó rodando. Removió el montón con el pie en busca de cualquier cosa de interés, pero sin éxito. El brazo de muñeca estaba desparejado y por eso no debía de haber interesado a los arqueólogos.

Þóra respiró más aliviada cuando estuvo otra vez fuera de la casa.

– Tengo un trabajo para ti, Bella -dijo mientras se recuperaban del esfuerzo de colocar de nuevo la puerta en su sitio-. Tienes que averiguar si las personas que vivían aquí tuvieron algún hijo que murió, o si a lo mejor le compraron la casa a alguna persona que sí tuvo hijos.

– ¿Y cómo se averigua eso? -preguntó Bella, cansada del esfuerzo.

– Ya encontrarás la manera. A lo mejor pueden ayudarte los del archivo municipal.

– Seguramente estará cerrado -dijo Bella; su voz dejó traslucir cierta alegría-. Es sábado, acuérdate -añadió con tono triunfante.

– Seguramente la biblioteca estará abierta, y es el mismo edificio -dijo Þóra, que no estaba dispuesta a dejar que Bella se saliera con la suya tan fácilmente-. Estoy segura de que conseguirás que te abran, sobre todo si dices que lo estás investigando por encargo de Leifur. Intenta ser insistente sin llegar a ser descortés -en el gesto de asombro de la secretaria se podía leer que no veía problema alguno para ser insistente y descortés a la vez, pero que no tenía muy claro cómo ser solamente una de las dos cosas-. Tú verás cómo lo haces -añadió Þóra con una voz rebosante de optimismo, aunque sabía que no serviría de nada.


No parecía que Matthew fuera a hacer otro intento de hablar con ella, y Þóra se cansó de esperar. Dos veces se había puesto a mirar la pantalla para comprobar si había llamado y si tenía cobertura. A lo mejor lo había intentado sin éxito durante el resto de la travesía, por la mañana temprano, y había decidido esperar antes de hacer más intentos. La única forma de averiguarlo era, obviamente, llamarle ella, pero Þóra temía que si movía ficha parecería demasiado ansiosa de saber cuáles eran los planes de Matthew, lo que podría malinterpretarse como que estaba loca por conseguir que viniese a Islandia. Le molestaba dudar tanto, porque por regla general solía ponerse manos a la obra sin demasiados preámbulos. Pero el problema radicaba en que no tenía totalmente claros sus sentimientos. Quería a Matthew a su lado, pero también quería seguir libre. Una amiga suya se había liado con un extranjero y poco después había roto todos los lazos con el grupo de amigas, porque a la gente no le apetecía mucho tener que hablar en inglés en las reuniones. Claro que eso fue hacía muchos años, y Þóra no tuvo que pensar mucho para darse cuenta de que su relación con las viejas amigas era últimamente muy escasa. Casi todas tenían suficiente con sus propios asuntos, igual que Þóra, y no les quedaba mucho tiempo para reunirse a tomar un café, y no digamos una copa.

Cogió el teléfono y marcó. Pues que lo entendiera como quisiera. Colgó enfadada cuando una voz de mujer le comunicó, en alemán, que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Quizá Matthew también estaba en el mar, o con el móvil apagado por motivos de trabajo. No era de esos que se pasan el rato charlando con amigos y parientes durante la jornada de trabajo, a diferencia de Þóra, que cada día tenía al menos diez de esas conversaciones telefónicas, sobre todo por causa de los niños. Sonrió cuando sonó el teléfono.

– Hola, mamá -era la voz de Gylfi-. ¿Has encontrado ya un apartamento para la fiesta?

Þóra puso cara de desesperación. Era un auténtico cabezota.

– No, Gylfi. De momento tengo otras muchas cosas que hacer.

– Oh -la decepción era evidente-. ¡Es que Sigga y yo tenemos tantísimas ganas de ir!

– Aún no está todo perdido, cariño -dijo Þóra-. Todavía no me han dado ningún no -lo que, sin duda, se debía a que no había vuelto a preguntar desde la primera vez que mencionó el tema.

– Sigue intentándolo -dijo Gylfi-. Nos lo pasaremos de muerte. Piensan ir todos los chicos, y eso.

– ¿Piensan acampar? -preguntó Þóra, que no podía imaginarse a los amigos de Gylfi montando una tienda sin problemas.

– Nooo -respondió Gylfi-. Van a alquilar un garaje en casa de unos tipos. A lo mejor tú podrías buscar también algo así para nosotros. Sería divertido.

«Justo», pensó Þóra. Para ella, la palabra «divertido» no podía aplicarse a una fiesta en la que había que dormir entre neumáticos de repuesto y trastos variopintos.

– No, gracias -respondió-. Tienes un bebé que lo podría pasar fatal, y una madre que necesita una ducha y una cafetera, no una manguera y una taladradora.

Se despidió después de preguntar por el pequeño Orri, al que le estaban doliendo los dientes de abajo, que no querían salir. Acabaría siendo como su padre, en eso como en tantas otras cosas, y Þóra recordó que una vez pensó pedirle a Hannes que le hiciera un cortecito en la encía, cuando Gylfi estaba pasando por lo mismo. Þóra vio que el tiempo corría y que su conversación con su hija Sóley tendría que esperar hasta después de hablar con la madre de Markús. Tenía que estar allí a las cuatro en punto, y aunque la ciudad de Heimaey no tenía muchas calles, Bella y ella habían logrado perderse un buen rato buscando la zona de excavación, aunque estaba justo al pie del volcán.

Después de hacer círculos por la ciudad durante diez minutos, Þóra consiguió finalmente descubrir la calle y la casa. Resultó aún más complicado que la búsqueda de la Pompeya del Norte, porque ahora no contaba con Bella. Se había ido a la biblioteca con la esperanza de hablar con la gente de allí para que la dejaran pasar al archivo y averiguar unas cosas sobre Daði y Valgerður. Así que Þóra iba ya con retraso cuando aparcó su coche al lado de la casa de la anciana. Se pasó la mano por el pantalón con mucho cuidado para recolocar la raya, que ya apenas se notaba. Luego se alisó la blusa y se dirigió hacia la entrada. Quería estar presentable, las personas de la edad de los padres de Markús esperaban que los abogados estuvieran siempre elegantes, y sin duda preferían que fuesen hombres antes que mujeres. De ahí que fuera importante que la anciana no se escandalizara al ver a Þóra por primera vez. Por eso se había puesto la ropa más elegante y fina que había podido encontrar en el armario.

Þóra llamó al timbre y esperó muy tiesa a que alguien fuera a abrir. Fue la esposa de Leifur quien abrió la puerta. Un débil olor a alcohol brotaba de ella, aunque no se le notaba nada más; estaba en el umbral, ataviada con una preciosa camisa de Burberrys y una falda a juego. Þóra sabía que aquella mujer se daría perfecta cuenta de que ella, en cambio, vestía ropa barata.

– Ya era hora -dijo la mujer, enfadada.

– Oh -atinó a decir Þóra-. No sabía que fuera tan tarde -miró su reloj y vio que iba seis minutos retrasado-. Me he perdido.

– Te has perdido -dijo la mujer con ironía-. ¿En Heimaey? -no esperó respuesta, e indicó a Þóra que entrara en la casa-. Klara te está esperando -dijo dándose la vuelta. Þóra la siguió a corta distancia, con la esperanza de que su trasero tuviera tan buen aspecto como el de aquella mujer cuando cumpliera los cincuenta. El único ejercicio físico que hacía en esa época era atender a su nieto, aunque por el momento seguía teniendo unos muslos bonitos.

La mujer de Leifur se detuvo ante una puerta de doble hoja que daba a un salón de estilo antiguo pero muy elegante.

– Entra. Tiene muchas cosas que contarte -se marchó mientras añadía, burlona-: Eso si sabes qué es lo que debes preguntar.

Загрузка...