Capítulo 18

Jueves, 19 de julio de 2007

Tras el más largo periodo de cielo despejado que recordaba Þóra, ahora se estaba cubriendo de oscuros nubarrones de tormenta. La luz constante, durante las veinticuatro horas del día, resultaba molesta y desagradable. Þóra se apretó contra el cuerpo la fina rebeca y se dio cuenta de que no se había vestido para el tiempo que hacía. Bastaban dos semanas de tiempo cálido para olvidar cómo puede ser un verano islandés. Þóra se sintió tan novata como los extranjeros que se enfrentaban a la lluvia horizontal con un paraguas como única arma. Aceleró el paso hasta llegar a la puerta de la comisaría, donde se encontraría con Markús, a quien habían llamado para otro interrogatorio más. Þóra había llamado a Stefán, el comisario, para saber de qué iban a hablar, pero se resistió a dar ninguna información. Þóra tuvo la sensación de que el caso se había vuelto más serio. Se sacudió el agua de lluvia que le había caído en el pelo y en la ropa. Vio que había llegado diez minutos antes de la hora. Aprovechó para arreglarse la cara en un lavabo. Es difícil respetar a una mujer que tiene el rímel todo corrido por la cara. Cuando por fin consiguió parecerse a lo quería ser, volvió a salir. Allí estaba Markús, con una gabardina azul oscura y elegantemente vestido de la cabeza a los pies, con un gesto de lo más irritado.

– Bueno -dijo Þóra acercándose a él-, ¿estás listo?

La única respuesta fue un gruñido.

Caminaron en silencio hacia la sala de interrogatorios. Þóra no se atrevía a hablar con él cuando le veía de tan mal humor, y además apenas tenía tiempo para intentar hacerse una idea de lo que podría preguntarle la policía. Habían llamado a Markús con solo media hora de antelación, a la hora del café. Antes de salir a toda velocidad en su coche, Þóra pudo meter las actuaciones del caso en una cartera. Cuando estuvieron ante la puerta en cuestión, Þóra esperó aún un momento para recomendar a Markús que actuara como ella le indicara, y que no debía decir nada más que lo que le preguntaran, al menos no sin consultarla a ella antes. Markús movió la cabeza en señal de asentimiento, sin despojarse de su gesto de enfado, y entraron. Þóra se recordó a sí misma que las personas reaccionan de modos muy distintos en una situación de tensión, algunas se ponen pura y simplemente fastidiosas, como sucedía con su cliente en aquella ocasión. ¿Tal vez lamentaba tanto la muerte de Alda? Todos coincidían en que había estado muy enamorado de ella. Claro que Alda no había correspondido nunca a sus sentimientos, pero de todos modos era posible que el fallecimiento de su amiga le hubiera dolido especialmente. Quizá no tenía los ojos hinchados de llorar, pero todo parecía indicar que se curaba de la pena a base de furia y malhumor. Þóra decidió mostrarse con él un poco más amable de lo habitual.

Stefán ya estaba en la sala de interrogatorios junto a otro policía, aunque este abandonó el lugar en cuanto aparecieron Þóra y Markús. El agente les saludó al salir con un gesto de desaprobación, y Þóra volvió a tener la sensación de que tenían afilados los cuchillos. Cruzó los dedos con la esperanza de que Markús no estuviera de camino a la prisión preventiva. Además del desagradable golpe que aquello representaría para Markús, también tendría consecuencias para ella, pues sería una carga más, un trabajo que le robaría más tiempo del que había previsto.

Stefán comenzó el interrogatorio anunciando que Markús seguía estando en situación de sospechoso, y que ahora estaban investigando el homicidio de Alda Þorgeirsdóttir además de los homicidios de cuatro varones desconocidos en el año 1973. Þóra intento no dejar traslucir su sorpresa, pero la pluma se le cayó al suelo. Markús no tenía tanto dominio de sí mismo, aunque al principio pareció tomar aquello con una calma increíble. Cuando Þóra se incorporó, Markús tenía ya la cara roja y respiraba pesadamente.

– ¿Me estás diciendo que soy sospechoso del asesinato de Alda? -dijo en voz baja y airada-. ¿Estás loco? ¿No se quitó la vida ella misma? ¿Pero qué está pasando aquí?

Þóra le puso una mano sobre el hombro.

– Dejemos hablar a Stefán. Es un malentendido que corregiremos con facilidad -miró a Stefán-. ¿Cómo es posible que Markús sea sospechoso del homicidio de Alda? ¿Y cuándo se descubrió que fue asesinada?

Stefán no parecía afectado por la reacción de Markús.

– Las conclusiones de los análisis toxicológicos de sangre y tejidos demostraron que no se trataba de un suicidio. Como la investigación está en marcha, no puedo dar más detalles en estos momentos. Tengo que hacer a Markús algunas preguntas relativas a su relación con la difunta, y le pido encarecidamente que las responda -el rostro de Stefán estaba impasible, no se podía leer absolutamente nada en él.

– En vista de que mi cliente es ahora sospechoso de un homicidio, debo insistir en que se me proporcionen los resultados analíticos mencionados -dijo Þóra-. Igual que el informe de la autopsia.

Stefán sonrió con ironía.

– En la comisaría de Heimaey, tal vez -se inclinó hacia delante-. Sé que Guðni te proporcionó los informes de la autopsia de los cadáveres del sótano. Eso no volverá a pasar. Si quieres más informes tendrás que solicitarlos por las vías legalmente establecidas -se irguió.

Þóra tuvo que explicar cómo se había producido aquel hecho. Markús no podía tener en contra a Stefán y sus colegas simplemente por aquella minucia…, ya bastaba con la presión de los medios y las autoridades policiales para que el caso estuviera solucionado lo antes posible.

– Es cierto que Guðni me proporcionó el informe sin haber realizado una solicitud formal, pero no hay que perder de vista el hecho de que ya había oído en la calle cosas sobre su contenido. No puede considerarse algo normal que las actuaciones de una investigación sean de conocimiento general para todo el mundo excepto para quienes han de velar por sus propios intereses.

Stefán miró a Þóra, pero no dijo nada. Luego se volvió hacia Markús.

– ¿Dónde estuviste la noche del domingo 8 de julio pasado? -ya habían establecido la hora de la muerte, y Þóra la anotó.

– No lo sé -respondió Markús, cortante-. ¿Cómo voy a saberlo?

– Yo que tú, intentaría hacer memoria. Anteriormente dijiste que ibas de camino a las Vestmann, y ciertamente estabas allí la mañana siguiente, como se ha podido determinar -Stefán hojeó unos papeles que tenía sobre la mesa-. Dijiste que saliste de Reikiavik hacia las siete y que hacia las ocho y media habías llegado a la residencia de verano que tienes a orillas del Ranga. Luego fuiste desde allí hasta el aeródromo de Bakki al día siguiente por la mañana temprano y volaste a la isla. ¿Es correcto?

Markús parecía furioso.

– Sí, claro, claro. Es solo que no había identificado la fecha. Si hubieras preguntado por la noche anterior a mi viaje a las islas, te habría contestado todo eso.

– ¿Pero mantienes lo reseñado en esa declaración? -preguntó Stefán.

– Naturalmente -respondió Markús con furia-. ¿Por qué no iba a mantenerlo? Fue todo así. Compruébalo en el aeropuerto de las Vestmann. Deben de tener algún registro.

– No estoy preguntando por tu viaje la mañana del lunes -repuso Stefán-. Estoy preguntando por la noche del domingo. No hay más que dos horas de coche hasta el aeropuerto de Bakki, de modo que no nos dice nada que estuvieras allí a la mañana siguiente -Stefán levantó la vista, que tenía fija en un viejo informe-. ¿Puede confirmar alguien tu historia? ¿Echaste gasolina o te detuviste a comer por el camino?

Markús se removió en su silla, parecía estar intentando hacer memoria. Þóra esperaba vivamente que hubiera echado gasolina y hubiera parado en cualquier chiringuito a tomar un tentempié. Su deseo no se vio cumplido.

– No -dijo Markús-. Eché gasolina al salir de la ciudad, si no recuerdo mal -resopló, decepcionado-. Hace ya tanto tiempo…, pero creo que pasé por la gasolinera de Orkunn, en Snorrabraut.

– ¿Hacia qué hora fue eso?

– Hacia las siete, justo antes de las siete. No lo sé -respondió Markús, pero añadió entonces, muy molesto-: ¿No podéis comprobarlo en la cuenta de mi tarjeta de crédito? Casi todo lo pago con tarjeta.

Stefán no respondió, pero Þóra sabía perfectamente que la utilización de una tarjeta en una gasolinera de autoservicio no servía de coartada.

– Perdona -intervino Þóra-, ¿no sería más adecuado que tú demuestres que Markús estuvo en el lugar de los hechos en vez de que él tenga que intentar hacer memoria sobre una noche de domingo ya pasada? No dudo de que se habría fijado mucho más de haber sabido lo que iba a suceder esa noche -ahora fue el turno de Þóra de enviar a Stefán una sonrisa hiriente. Tenía la sensación de que le había salido bien, pero no duró mucho.

– Eso es precisamente lo que tenemos intención de hacer -dijo Stefán-, demostrar que Markús estuvo en el lugar de los hechos la noche de autos -miró a Þóra y luego a Markús.

– ¿Cómo? -dijo Markús, que ya parecía completamente fuera de sí-. Eso no puede ser -dijo luego con calma. Parecía demasiado confuso para enfadarse-. Eso no puede ser -repitió.

– Pero es así, a pesar de todo -dijo Stefán.

Þóra esperaba que estuviera haciendo referencia a los vasos de casa de Alda del sábado por la noche, o a alguna otra cosa que Markús hubiera podido tocar. Resultaba que las cosas no estaban tan bien.

– Tenemos un testigo que afirma haberte visto en el lugar de los hechos a la hora en que Alda fue asesinada, y además tenemos huellas biológicas tuyas en el cuerpo de ella. La comparación de estas muestras y las que proporcionaste voluntariamente en relación con los cadáveres del sótano lo demuestran indubitablemente.

Evidentemente, después del interrogatorio Markús no volvería a casa.


Tinna estaba tumbada en la cama con los ojos abiertos. Estaba cansada, pero sabía que durmiendo se consumían menos calorías que despierta. Por eso no tenía sentido ninguno acostarse cuando había luz. A través de la puerta cerrada oía a su madre ordenando. Era inaguantable que hubiera dejado de trabajar para ocuparse de Tinna, porque le hacía la vida imposible. Mientras su madre estaba fuera todo el día, era tan fácil decirle que se había comido lo que en realidad había ido a parar al cubo de basura… Ahora ya era imposible, porque su madre la vigilaba de cerca. La aspiradora hacía un ruido tremendo, como si se hubiera tragado algo enorme. Si todo fuera como antes, Tinna habría estado quitando el polvo o ayudando, pero ahora ya no tenía ganas. Estaba enfadada con su madre y eso era muy molesto. Su madre se había acercado a ella cuando estaba en el ordenador, un rato antes, absorta mirando una receta de cocina tras otra. Y su madre le soltó que haría mejor en comer algo en vez de estar pegada a la pantalla del ordenador mirando comidas. Las cosas que se dijeron acabaron con la madre llorando y Tinna desapareciendo en su habitación. Su madre jamás la comprendería, era inútil intentar explicarle cómo se sentía. Le apetecía la comida de la pantalla, más aún, le apetecía enormemente. En cambio, nunca caía en la tentación de la otra comida, porque se sentía mucho mejor después de rechazar aquellas cosas tan ricas que si se las hubiera comido de verdad.

La aspiradora se puso de nuevo en marcha y Tinna se tapó los oídos con las manos para apagar todo el ruido posible. Era una aspiradora prehistórica que una amiga de su madre le había regaló cuando la vieja se rompió definitivamente. Tinna intentó calcular cuánto tiempo tardaría su madre en acabar y salir. Siempre acababa las labores domésticas limpiando los suelos, de modo que debía de estar terminando ya. Entonces se iría a la tienda, aunque, antes de la discusión que habían tenido, le había pedido a Tinna que la acompañara. No pensaba hacerlo, desde luego, y Tinna estaba más que encantada. Así podría aprovechar el tiempo y pasarse un buen rato en la ducha y eliminar todas las huellas en el baño. No podía permitir que su madre se enterase de que se había vuelto a meter en la ducha, porque corría el riesgo de que se pusiera en contacto con el hospital y que la ingresaran otra vez. Porque ya sabía que Tinna se metía en la ducha para quitarse de encima las calorías, y cuantas más veces se bañara, de tantas más calorías podría librarse. Sintió que el deseo de empezar a frotarse aumentaba, porque seguía teniendo en el estómago el asqueroso jarabe del médico. Lo que más le apetecía era poder ir al baño a vomitar, pero sabía que no lo conseguiría. No, era mejor enviar aquella pizca de alimento por el desagüe de la ducha.

Recordó entonces que no hacía mucho tiempo huía de la ducha como de la peste, por miedo a que el agua pudiera meterle calorías a través de la piel. Ahuyentó esos pensamientos, pues siempre le resultaba desagradable intentar comparar las dos teorías. ¿Cuál de las dos era la verdadera? ¿Sería un error ducharse tan a menudo? Volvió a apretar los ojos y se quedó tumbada tapándose las orejas con las manos. A pesar del zumbido de la aspiradora consiguió estarse quieta como si ni siquiera estuviera allí. Había desaparecido y nadie volvería a torturarla empapuzándola de comida. Se quedaría allí tumbada, adelgazando. A lo mejor, al final podría llegar a ser como deseaba: delgada. Los demás no la comprendían, ni su madre ni los médicos. Su padre era el menos malo de todos, pues aunque muchas veces le decía que estaba demasiado flaca, no parecía tener suficiente interés por ella como para obligarla a comer. En casa de él decidía ella misma lo que comía. Varias veces había pasado todo un fin de semana en su casa sin comer prácticamente nada. Él ni se daba cuenta. En cambio su madre se daba cuenta de todo, y después de uno de esos fines de semana fue a consultar la manera de impedir que Tinna fuera a casa de su padre. Ahora ya no podía pasar más de cuatro horas seguidas en su casa.

Los pensamientos le inundaban la cabeza. La señora que fue de visita a casa de su padre. La casa de la señora. El visitante que salió a escondidas. El papel. La señora que se llevaron en la ambulancia tapada con una sábana blanca. La señora que habría podido ayudarla tanto. La señora que Dios había enviado desde el cielo para que Tinna pudiese estar flaca. La señora que hacía bellos a los demás y a quien Tinna le había encantado tal como era. La señora que la había abandonado. Tinna intentó no pensar en eso. Tenía que borrarlo todo. Uno, dos, tres… Se concentró en aquellos números sin sentido, no sabía si decirlos en voz alta o en silencio. Había llegado ya al treinta y cuatro cuando la pusieron una mano en el hombro y se llevó un susto. Abrió los ojos, aunque seguía con los oídos tapados.

– Vamos, Tinna -oyó decir a su madre, y aflojó la presión sobre las orejas-. Ahora te vienes conmigo. Voy a llevarte al hospital.

Tinna sacudió la cabeza y volvió a cerrar los ojos con fuerza. Notó cómo su madre le apartaba de los oídos sus dedos escuálidos para que la oyera. Su madre era mucho más fuerte y no servía de nada resistirse. Cuando Tinna llegara a ser tan delgada como quería, se volvería también increíblemente fuerte, y nadie podría forzarla a escuchar cuando a ella le apeteciera estar en silencio.

– No -dijo Tinna en voz baja, pero descubrió, al oír el estruendo que salió de sus labios, que en realidad lo había dicho gritando.

– Va a ser que sí -dijo su madre, que parecía triste-. Vendrás conmigo o tendré que llamar a una ambulancia. Tú decides -soltó las manos de Tinna y la miró. De pronto pasó los dedos por el cabello de su hija y al hacerlo cayeron unas lágrimas sobre sus mejillas-. Levántate, cariñito -dijo todavía sentado en el borde de la cama-. Tienes que venir.

Tinna pensó si sería capaz de decirle algo a su madre que la hiciera cambiar de opinión, pero enseguida se dio cuenta de que no serviría de nada. No era la primera vez que pasaba algo parecido. A lo mejor su madre le permitiría quedarse en casa si le contaba lo que hablaron su padre y la señora que fue a verle. Sobre todo si le contaba también que la señora había muerto y que a lo mejor su padre había tenido algo que ver. A lo mejor él conocía al visitante que salió a escondidas de casa de la señora. Quizá se podría descubrir con el papel. Salió pitando en el coche. La madre de Tinna no aguantaba a su padre, pero seguramente querría oír toda la historia. Sin embargo Tinna decidió no decir nada. Aunque su padre se preocupara poco por ella, tenía la ventaja de ser un tío estupendo, y además le había prometido que le iba a comprar ropa. Estaba esperando que le dieran un montonazo de dinero, y podrían ir juntos de compras por el centro. Si Tinna contaba lo que sabía, él se quedaría sin dinero y ella sin ropa. Su madre no le guardaría el secreto, seguro. Y no era nada divertido tener un secreto que supiera todo el mundo. No, era mejor levantarse y meterse en el coche. Podría intentar fingir que no le pasaba nada, y entonces el médico regañaría a su madre por andar haciéndole perder el tiempo, y le diría que Tinna sabía perfectamente lo que se hacía. Si no, podría intentarlo otra vez con eso de que el cuerpo era suyo y que no le obedecía más que a ella, y a nadie más. Ni a su madre ni a aquel médico de ojos rarísimos. Se incorporó y sacó las piernas de la cama. Su madre lloró aún más.

– Mira qué piernas, niña -dijo, tragando saliva. Se levantó y fue por delante-. Voy a por las llaves del coche. Ponte el chaquetón, está lloviendo -su voz sonreía, pero sorbió por la nariz.

Tinna se puso en pie con cuidado. Sintió un mareo. Bajo ninguna circunstancia podía desmayarse. Entonces la internarían en una planta y la tendrían allí mucho, mucho tiempo. Respiró con calma y luego se puso en marcha muy despacio y cogió el diccionario de inglés que le había regalado su tía por su confirmación. Pesaba mucho, así ayudaría a Tinna a adelgazar mientras llegaba al coche. Se sintió más contenta. En el hospital podría meterse en la ducha, y luego otra vez en el cambio de turno. Así que a lo mejor no era tan terrible.


Adolf dejó el teléfono y se puso a darle vueltas a la extraña enfermedad que aquejaba a su hija. No consiguió llegar a ninguna conclusión. La chica nunca había estado gorda; antes de enfermar, tenía un diminuto michelín de bebé, del que nadie se daba cuenta. Ahora era un esqueleto andante que se negaba a comer y si seguía así no conseguiría acostarse con un hombre ni pagando. No es que él pensara en eso con ella…, era demasiado joven y además era su hija. Pero eso formaba parte de las cosas de la vida que la esperaban, y lo mejor que la chiquilla podía hacer era ser consciente de que eso sería lo que pasaría si seguía con aquel rollo. La madre de Tinna estaba histérica en el teléfono, venga a repetir que la chica estaba tan enferma que su vida corría peligro. Él no se lo creía del todo…, sabía que al final tendría tanta hambre que se vería forzada a alimentarse. Claro que recordaba vagamente la historia, en una revista de cotilleos, de una modelo que había fallecido de anorexia, pero eso era algo completamente diferente. Esa mujer pasaba hambre por su trabajo, mientras que Tinna no tenía ningún motivo para hacerlo. De manera que al final se rendiría.

Se levantó del sofá y fue a la cocina a por un café, pero nada. Lo único que encontró fue un frasco de café instantáneo pasado de fecha desde hacía meses. Pese a ello, decidió preparar una cafetera grande con aquella porquería y tragárselo a toda velocidad, sin azúcar y sin leche. No le vendría nada mal estar bien despierto antes de hablar con su abogada. Había notado que desde que dejó de trabajar su entorno le prestaba menos atención y estaba más soporífero de lo que debía. Sin duda era porque él tenía tiempo de sobra, pero aquello significaba que lo dejaba todo para después y acababa siempre con prisas. Movió el cuerpo para que el café pasara pronto a la sangre. No recordaba quién había hablado de eso, pero lo cierto es que siempre parecía funcionar. Marcó el número de la abogada.

– ¿Sabías que ha muerto la enfermera que quería hablar conmigo? -fue lo primero que dijo la mujer, después de pasar a toda velocidad por las obligadas expresiones de cortesía.

– No -mintió Adolf. Había visto la noticia de la muerte unos días antes y le había resultado muy extraña-. ¿Importa?

La abogada carraspeó.

– Pues estaba segura de que sí, efectivamente -respondió-. Me pareció entenderle que tenía una información que sería muy favorable para tus intereses. Y no nos vendría nada mal algo así, te lo aseguro.

– Yo no violé a esa tía -dijo Adolf con rudeza. ¿Qué gilipollez era esa? Nunca le condenarían por aquel rollo completamente inventado.

– No me lo vuelvas a repetir más -dijo la abogada; su voz revelaba cansancio-. Si esa tal Alda hubiera testificado a tu favor, habría sido de la mayor importancia. Tú situación pinta bastante mal.

– ¿Cómo se puede denunciar una violación después de casi veinticuatro horas? -repuso Adolf, exaltado-. Si yo la hubiera violado realmente, se habría ido directamente a la policía o al hospital. No a su casa.

– Indudablemente, eso lo tienes a tu favor, pero tampoco es tan raro, de modo que no servirá. Recuerdo que tenía dolores y una hemorragia no explicada como consecuencia del acto sexual -Adolf prefirió no decir nada y guardó silencio, de modo que la abogada decidió continuar-. Seguramente sabes todo eso, así que no hace falta repetirlo más -calló un instante, pero como la respondió el silencio, siguió hablando-: Cuando me llamó esa tal Alda, dijo que quería charlar contigo antes de venir a verme. Intenté convencerla de que lo hiciera al revés, pero se mantuvo firme en su decisión. ¿Se puso en contacto contigo?

– No -mintió Adolf por segunda vez-. No, no me llamó.

– Pues aún peor-dijo la abogada-. ¿Estás completamente seguro? -su voz daba a entender claramente que no le creía, y a toda prisa añadió-: La cuestión es ahora solamente que Alda se hizo cargo de la chica cuando acudió a urgencias, de modo que lo que tenía que decirnos debía de ser de la máxima importancia. El informe del hospital es pésimo para ti, tal como están ahora las cosas.

Adolf ya sabía todo eso.

– Alda no vino, ya te lo he dicho.

– En realidad has dicho que no te había llamado, pero bueno… -la mujer seguía pareciendo poco convencida-. Ya me dirás si de pronto recuerdas alguna conversación telefónica o una visita de Alda a tu casa, algo que hubieras olvidado.

Adolf dejó que la indirecta le entrara por un oído y le saliera por el otro.

– No creo -titubeó un instante, pero continuó-: No estoy de muy buen humor. Mi hija está enferma y acaban de ingresarla. Su vida corre peligro -a juzgar por el silencio del otro lado de la línea, aquello había tenido cierto efecto sobre la abogada, que normalmente era siempre de lo más gélida-. Pero se recuperará. E incluso a lo mejor puede testificar ella…

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