Capítulo 17

Miércoles, 18 de julio de 2007

El folleto sobre las violaciones era sin duda muy científico, pero demasiado poco interesante como para pasarse mucho rato leyéndolo. No había ningún otro material de lectura a la vista, y después de entretenerse un rato poniendo orden en el bolso no le quedó nada más que hacer. Þóra estaba sentada con las piernas cruzadas en una silla muy incómoda de un pasillo desierto del viejo hospital municipal, y en su aburrimiento se dedicó a mover los pies arriba y abajo. No era capaz de leer el folleto por tercera vez. Hannes había ido a su encuentro con una enfermera que conocía a Alda, pero la pega era que la mujer no estaba segura de cuándo se quedaría libre y había insistido en que Þóra podía esperarse cualquier cosa. Þóra estaba ya a punto de abandonar cuando oyó unos pasos que se acercaban. Una mujer de mediana edad con bata blanca y pantalones largos dobló la esquina. Llevaba una carpeta de papel apretada contra el pecho. La mujer refrenó sus pasos cuando se acercó a Þóra.

– ¿Eres Þóra Guðmundsdóttir? Yo soy Bjargey. Perdona que te haya hecho esperar tanto rato -dijo la mujer, extendiendo la mano. No llevaba anillo y las uñas estaban pulcramente cortadas hasta el comienzo de la carne-. Estaba en una reunión que parecía no acabarse nunca -señaló con la barbilla una puerta que había a un lado de Þóra-. Mejor nos sentamos ahí dentro. En mi despacho hay muchísimo jaleo, pero aquí hay tranquilidad.

Þóra había tenido tranquilidad de sobra durante los últimos cuarenta minutos, pero sonrió y se puso en pie.

– Estupendo -respondió-. No te molestaré mucho rato -entraron en un pequeño despacho y la enfermera encendió la luz con el codo-. Tengo entendido que trabajaste algo con Alda Þorgeirsdóttir, y por eso quizá puedas ayudarme -dijo Þóra cuando las dos estaban ya sentadas.

– Sí, puedo intentarlo -respondió la mujer con calma-. Naturalmente, existen límites para lo que se me permite decir pero, como ignoro por completo de qué va el asunto, ya iremos viendo si hay algo de lo que no pueda hablar. Sin duda, es conveniente dejar claro que si hablo contigo es por hacerle un favor a tu ex marido, Hannes. Trabajamos mucho juntos.

– Soy plenamente consciente de ello, y os estoy muy agradecida a los dos -respondió Þóra-. No quiero preguntarte nada sobre enfermos ni ninguna otra cuestión interna del hospital, solo estoy buscando a alguien a quien Alda hubiera podido hacer confidencias -Þóra miró a la mujer a los ojos-. Alda dejó un secreto que ya no puede seguir oculto. Tengo la esperanza de que se lo hubiese confiado a alguien, posiblemente a algún compañero de trabajo.

– Pues vaya -dijo Bjargey-. Lo cierto es que Alda no era una persona demasiado abierta, aunque era de lo más simpática con todo el mundo, empleados y enfermos. Pero no se me ocurre nadie en especial -sonrió a Þóra con desgana-. Alda solo venía los fines de semana y hacía también algunas guardias extra cuando le venía bien. Siempre hay falta de personal en las horas en que ella estaba libre, porque casi nadie quiere trabajar en fin de semana ni por la noche -Bjargey se dio cuenta de que seguía con la carpeta de papel en las manos, y la dejó en la mesa sobre un montón de carpetas semejantes antes de continuar-. Alda trabajaba durante el día en otro sitio, no solía hacer guardias con las mismas personas y por eso no era parte del equipo, como los demás.

– ¿De modo que no trabajaba con nadie en especial? -preguntó Þóra-. Contigo, por ejemplo.

Bjargey sacudió la cabeza y la horquilla que le mantenía el flequillo apartado de los ojos se soltó. Llevaba el pelo corto y ya lo tenía un poco débil. Detuvo con una mano la caída de la horquilla sin alterarse lo más mínimo-. Yo me encargo de la planificación de las guardias, por eso sé cómo estaban las cosas. Algunas veces estuve de guardia con Alda, y me caía bien -Bjargey se echó el pelo hacia atrás y volvió a fijarlo con la horquilla-. Por decirlo suavemente, me quedé asombrada al oír que se había quitado la vida. No me parecía que fuese una persona capaz de algo así, si quieres que sea sincera.

– ¿No había dejado ya de trabajar aquí? -preguntó Þóra-. Cuando hablé con la enfermera jefe, me dijo que se despidió poco antes de fallecer.

– Así es -dijo Bjargey, y carraspeó-. El asuntó está aún en estudio, tanto internamente como en otros sitios, de modo que no puedo decir mucho sobre ese tema.

– ¿Así que Alda no dejó de trabajar por las buenas? -preguntó Þóra-. No había sacado esa impresión de mi conversación con la enfermera jefa.

– Por las buenas y por las malas, todo junto -dijo Bjargey sin comprometerse-. Se produjo una situación en la que ni ella ni yo podíamos conformarnos, de modo que acordamos que se tomaría una temporada libre hasta que se solucionara el tema -volvió a juguetear con la horquilla, que, sin embargo, parecía perfectamente sujeta-. La decisión se tomó totalmente por las buenas. Estoy convencida de que Alda habría vuelto si no hubiera pasado lo que pasó.

– Comprendo -dijo Þóra-. Dijiste que se estaba realizando una investigación interna y también en otro sitio. ¿Eso se refiere a un caso policial o a una cuestión de reparación de daños? -Þóra intentó imaginarse qué delitos podían realizarse en los hospitales-. ¿Tuvo Alda algún error serio en el trabajo? ¿Robó medicinas? ¿O…?

Bjargey guardó silencio un momento, parecía reflexionar cuál sería la mejor forma de responder, e incluso si debía hacerlo o no. Cuando volvió a hablar, se expresó como sopesando cada palabra que decía:

– Alda no está acusada de un error en el trabajo ni de haberse llevado medicamentos sin permiso. El asunto no tiene nada que ver con eso. Lo que es objeto de discusión es si se comportó de la forma conveniente, aunque esa conducta presuntamente indebida tuvo lugar fuera de las horas de trabajo y no tiene relación alguna con esta institución. Pero no resultaba adecuado que en esas circunstancias continuara trabajando aquí.

Þóra no comprendía ni jota.

– No acabo de entender adonde quieres llegar -dijo con una sonrisa apagada-. ¿No podrías explicármelo un poco mejor?

– No -respondió Bjargey, ahora sin titubeos-. Eso no tiene nada que ver con el fallecimiento de Alda y no veo que el secreto que estás intentando desvelar tenga tampoco relación alguna con ello -no la miró a los ojos al decirlo, pero sí cuando prosiguió-: Lo siento. El asunto es delicado.

Þóra se dio cuenta de que aquello significaba que no debía seguir intentándolo.

– No importa -dijo-. Pero para volver a lo que me ha traído aquí, ¿sabes de alguien a quien Alda hubiera conocido bien en las guardias, aunque su relación no hubiera llegado a ser íntima?

Bjargey sonrió a Þóra con la sonrisa de quien cree estar hablando con un tonto.

– ¿Has venido alguna vez a urgencias por la noche o en fines de semana?

– No, a decir verdad, no, pero sí que vine un par de veces con mis hijos, cuando eran pequeños. Y siempre durante el día, naturalmente.

– No es comparable -dijo Bjargey-. Alda trabajaba en las guardias más difíciles y molestas, cuando la planta se llena de individuos borrachos como cubas y cretinos que no paran de vomitar o que se han herido, o de víctimas que llegan aquí destrozadas a palos o rajadas. Intenta imaginarte a ti misma trabajando con esa gente armando escándalo por todos lados. Los borrachos son terriblemente impacientes y si tienes a varios esperando, la situación en la sala de espera llega muchas veces al punto de hacerse peligrosa, por no hablar del horror de tener que escuchar los chillidos y las protestas continuos. No queda tiempo para la charla ni para las confidencias. Eso está más que claro.

– Ah, vaya -dijo Þóra, que comprendía perfectamente que un lugar de trabajo lleno de borrachos no sería un modelo de orden. Ciertamente, a lo largo de los años Hannes le había contado algunas cosas, de manera que las palabras de la enfermera no la pillaban totalmente por sorpresa-. Así que Alda era buena trabajadora -dijo Þóra-. ¿Estaba encargada de alguna tarea en especial o se dedicaba al trabajo general de enfermería?

Bjargey miró a Þóra otra vez como si fuera dura de entendederas.

– Alda solía encargarse de lo que había. Era una magnífica enfermera y, naturalmente, tenía gran experiencia en curas delicadas, por su trabajo con los cirujanos plásticos. Los médicos recurrían a ella para que les ayudara a la hora de coser heridas y cosas así. También era una persona muy equilibrada y madura, de forma que era muy amable siempre que había que hablar con alguien en aquel tremendo barullo y anotar los informes de incidencias. Era especialmente hábil con las mujeres -dijo Bjargey, que miró su reloj. El mensaje era obvio: Ya es suficiente. Volvió a mirar a Þóra-. Afortunadamente, las mujeres frecuentan este lugar el fin de semana mucho menos que los hombres, pero los porcentajes de uno y otro sexo se van aproximando progresivamente cada fin de semana que pasa. Por desgracia.

La igualdad parecía ir más en la dirección de los aspectos más tenebrosos que hacia los más valiosos, pero Þóra no ignoró el comentario.

– La hermana de Alda me dijo que intervenía en casos de violación y que, entre otras cosas, eso la llevó a tener que testificar en los tribunales. ¿Es así?

Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Bjargey titubeó por un instante, pero enseguida dijo:

– Como te he explicado, Alda venía principalmente por las noches y los fines de semana, que es precisamente cuando se comete la mayoría de delitos violentos. Como ella tenía un temperamento especialmente amable y tranquilizador, acudía con frecuencia a reconocer y atender a las chicas y las mujeres que se habían visto sometidas a esa infamia. Hacía un seguimiento de las víctimas tan amable que hasta se creaba una relación de confianza entre ellas y Alda. Para las mujeres es infinitamente mejor no tener que hablar de ese asunto con muchas personas.

– Naturalmente -dijo Þóra-. ¿Cómo se realiza el seguimiento?

– Variaba mucho -respondió Bjargey-. No siempre es posible fijar horas de consulta, pues una parte de las mujeres entran en crisis psicológica y no soportan una reunión cara a cara. Naturalmente, se intenta prever esta circunstancia y tomar medidas, pero en algunos casos especialmente serios se tiene que recurrir al teléfono. Alda era una de las pocas que no tenían objeción a dar su número de teléfono personal a esas mujeres, y las aconsejaba y apoyaba telefónicamente -Bjargey se apresuró a añadir-: Naturalmente, le pagaban por ello, y hacía un resumen exhaustivo después de cada conversación telefónica y rellenaba los informes oportunos -Bjargey miró el reloj de la pared-. ¿No sería ya hora de ir acabando?

– Sí, claro; solo una última cuestión -dijo Þóra-: ¿habló Alda alguna vez de las Islas Vestmann o de la erupción de 1973?

Bjargey se incorporó, pensativa.

– No, no que yo recuerde -dijo-. Bueno, en realidad estuve trabajando con ella el día de la fiesta del comercio el año pasado, y entonces sí que se mencionaron las islas. Recuerdo que me dijo que ella era de allí -se apresuró a añadir-. A diferencia de otras fiestas, la del comercio es relativamente tranquila en la ciudad. Tuvimos una guardia bastante reposada y pudimos charlar.

– ¿Recuerdas algo de lo que hablasteis? -preguntó Þóra con mucho tacto. Estaba segura de que la mujer pondría punto final a la conversación en aquel mismo instante si aludía a la cabeza cortada-. ¿Mencionó quizá por qué nunca volvió a su lugar de nacimiento?

Bjargey sacudió la cabeza.

– No, creo que no -respondió-. Se limitó a explicar cómo era la gente que vivía allí. Me habló de las tiendas de campaña blancas que levantan los isleños en la fiesta anual, y cosas de esas. No recuerdo que me dijese que no iba mucho por allí -parecía que Bjargey no iba a cambiar de opinión, cuando de pronto añadió-: En realidad, lo cierto es que le pregunté si no le apetecía ir para allá. Porque yo habría podido encontrar alguna enfermera que la sustituyera.

– ¿Y? -preguntó Þóra-. ¿Qué contestó?

Bjargey frunció las cejas.

– Recuerdo que su respuesta, y el tono de su voz, me parecieron muy extraños, completamente ajenos a ella. Dijo que no iría allí ni para salvar su cabeza -Bjargey miró a Þóra-. Luego se echó a reír y dijo que había sido una broma -Bjargey se puso en pie-. No llegué a entender dónde estaba la gracia.


Stefán pensó que la melodía que sonaba en la radio no era precisamente la más adecuada en esos momentos, de modo que la apagó. Estaba en su despacho, aunque en realidad debería estar ya de camino a casa. Otro día más en que no lograba llegar a casa a la hora debida. Suspiró pesadamente en silencio. Mañana lo conseguiría. Su ascenso en la policía le exigía pasar más tiempo en el trabajo de lo que había imaginado al principio, y ya se le estaba haciendo demasiado pesado. Su mujer estaba convencida de que se pasaba las horas hasta la noche en su despacho tan contento, un día sí y otro también, y estaba de permanente malhumor. Stefán estaba ya más que harto de cómo iban las cosas en casa. Sobre todo le ponía de los nervios tener un límite de tiempo para poder meterse en la cama con su mujer cuando no llegaba a casa a la hora. Mañana volvería, como mucho, a las cinco. Definitivo. Pero era bastante habitual que en cuanto pensaba en irse a casa empezaran a llover toda clase de cuestiones urgentísimas. ¿Qué hacía entre las nueve y las cinco toda esa gente llena de problemas? Hacía un rato, a las cinco en punto, el médico forense había llamado para decirle que tenía los resultados del último análisis toxicológico de la enfermera fallecida. El forense pidió a Stefán que se quedara un momentito más porque tenía que acabar una cosilla en la sala de autopsias y que le volvería a llamar en cuanto estuviera de vuelta en su despacho, donde tenía el informe. Así que Stefán tenía que quedarse allí un poquito más, él solo, pero en vista de anteriores experiencias, llamó a casa para anunciar que se retrasaría. Había que aguantarse. Perdió la esperanza de encontrar un buen recibimiento al llegar a casa. Ya eran las seis y media cuando, por fin, llamó el forense y Stefán escuchó el frío tono de voz que tenían también él mismo y su esposa.

– Sé breve -dijo-. Ya se ha hecho muy tarde.

– No me digas -respondió el forense, tan molesto como Stefán. Calló y se oyó el ruido de escribir sobre un papel al otro lado de la línea. Fue directamente al grano-. Como recordarás, el primer análisis no proporcionó nada que pudiera indicar la causa de la muerte, que es lo que hemos intentado averiguar con este nuevo análisis. No sé hasta qué punto sabes de estas cosas, pero el laboratorio busca en primer lugar lo que pensamos que es más probable. Naturalmente, pedimos que examinaran en el laboratorio las sustancias activas, y luego añadimos nosotros otras sustancias habituales, pero no encontramos nada. En esta ocasión ampliamos el análisis. Además recogí muestras de tejidos y las hice examinar.

– ¿De qué tejidos? -preguntó Stefán. Lo que sabía de medicina forense cabía en la parte de atrás de un sello, pero no quería que el forense se diera cuenta. Esperaba que la pregunta no pareciese demasiado simplona.

– Tomé muestras principalmente de los sitios acostumbrados, pero lo más interesante resultó ser la muestra de tejido que tomamos de la lengua de la mujer -respondió el forense, y se le oyó pasar páginas-. Nunca había visto un cadáver con la lengua en esa posición, y sospeché que había algo raro.

– ¿Y? -preguntó Stefán, turbado. Por la voz del forense se percató de que estaba a punto de decir algo importante, y que disfrutaba el momento. Pero Stefán no tenía tiempo para ese género de cosas.

– Y estaba en lo cierto -dijo el forense con orgullo-. Esa mujer fue asesinada y la demostración se halla en su lengua -el ruido de los papeles cesó de pronto-. Se trata de algo muy poco frecuente. Vaya si lo es.

Stefán tomó aire y contó mentalmente hasta tres. No tenía tiempo para contar hasta diez.

– ¿Tienes intención de contarme ese asombroso descubrimiento o tengo que adivinarlo? -preguntó con la mayor tranquilidad que pudo.

– ¿Adivinarlo? -dijo el médico riendo-. Amigo mío, jamás conseguirías adivinarlo. La lengua de esa mujer había sido inyectada con bótox, y luego se la doblaron y la empujaron al fondo de la garganta -en vista de que Stefán no decía nada, añadió-: Precioso, ¿eh?

Stefán recuperó la palabra.

– Pero ¿el bótox no es un medicamento contra las arrugas? -no tenía demasiado interés por las arrugas, pero su mujer destrozaba todo programa de televisión que él se pusiera a ver con constantes observaciones de que esa o aquella actriz se habían inyectado bótox-. Paraliza la piel o algo por el estilo, ¿no es eso?

– En realidad paraliza el músculo -respondió el forense-. Ese medicamento, o como quieras llamarlo, tiene que ver con al botulismo, que es una intoxicación alimentaria que puede producir precisamente una paralización letal. El bótox posee las mismas propiedades e impide que la señal se transmita a las terminales nerviosas de los músculos de la parte superior del rostro, evitando así que se encojan. El efecto permanece durante varios meses, pero es necesario volver a inyectarlo si el paciente quiere seguir conservando un rostro juvenil. La sustancia en sí da unos resultados magníficos, aunque en este caso se haya utilizado de una forma bastante perversa y muy poco ortodoxa.

– ¿De modo que se le paralizó la lengua? -preguntó Stefán, aunque la respuesta era evidente-. Se la metieron en la garganta y se asfixió, ¿no es así?

– Imagino que esa era la intención -dijo el forense-. Pero la cuestión es que el bótox necesita varias horas para actuar por completo, incluso algunos días, aunque el movimiento muscular, en todo caso, resulte muy difícil desde el primer momento. Creo que el asesino se hartó de esperar y por eso le metió la lengua en la garganta. La mujer fue incapaz de volver a ponerla en su sitio, pues la actividad muscular de la lengua estaba muy disminuida. Tenía moretones en los brazos, lo que podría indicar que la tuvieron sujeta -el forense calló por un momento-. Tengo que repasarlo todo a la luz de estos nuevos datos. Entonces es posible que encuentre algo más que nos permita elaborar un cuadro más preciso de lo que sucedió.

– Pero ¿es tu opinión firme que se trata de un homicidio? -dijo Stefán-. La mujer era enfermera y podría habérselo hecho ella sola. La gente hace de todo cuando se encuentra desequilibrada.

– Queda excluido que haya podido hacérselo ella sola -respondió el forense con decisión-. Las marcas que tiene en los brazos no permiten pensar que buscara ese fin. Así que todo dice, en mi opinión, que intervino alguien que intentó hacer que pareciese un suicidio, pero le entró pánico y no tuvo el cuidado necesario. A lo mejor son solo una consecuencia del medicamento, pero los vómitos que había en la habitación indican que su estómago no soportó aquel horror y se soltó por culpa del tóxico.

– Y daba la casualidad de que el asesino llevaba bótox en el bolsillo -dijo Stefán. Su mente no hacía más que darle vueltas a todo.

– Bueno, como dijiste tú mismo, la mujer era enfermera y la cirugía plástica no le resultaba desconocida en absoluto, como se puede comprobar en su cuerpo -dijo el forense-. A lo mejor el bótox que utilizó el asesino era de ella. A lo mejor, la idea era evitar los vómitos. Cerrarles el paso.

– No sé si lo sabes, pero ella trabajaba en una clínica de cirugía estética -dijo Stefán-. Tal vez sacó el bótox de allí para tener en su propio botiquín, por si de pronto le aparecía alguna arruga.

– Puede ser -dijo el forense, pensativo-. Pero dudo mucho que le hayan dado su propia provisión. No es una sustancia que se utilice en casa. Aunque nunca se puede saber si el cirujano plástico para el que trabajaba pasó por allí -gruñó-. Ni es oportuno ni está entre mis atribuciones pensar en posibles culpables. Mi trabajo consiste en hallar la causa de la muerte, y creo que ahora la sé. Un homicidio intencionado, en el que se asfixió a la mujer de una forma muy poco habitual. Mi informe estará sobre tu mesa mañana al mediodía. Lo mejor es que me ponga a trabajar.

Cuatro crímenes más uno sumaban cinco. Stefán se despidió y suspiró muy teatralmente, ahora bien fuerte. De momento no podía irse a casa, eso estaba claro. Encendió la radio, pero la volvió a apagar porque no se oía música, sino solamente gritos y anuncios idiotas. Cuando Stefán había apagado la radio un rato antes, estaba sonando una canción que hablaba de sexo, aunque con palabras muy bonitas. Stefán confiaba en que siguiera todavía, porque de momento no podía esperar tener nada de eso en la realidad. Volvió a suspirar con fuerza y marcó el número de su casa.

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