Capítulo 10

Lunes, 16 de julio de 2007

Þóra se cabreó al comprobar que Bella, efectivamente, había llegado antes que ella a desayunar. La secretaria acababa de instalarse junto a una ventana, y la mesa que tenía delante estaba rebosante de platos de todo lo que dicen que se come en los banquetes. Tenía tal cara de satisfacción que por un momento Þóra pensó sentarse en otro sitio. Al final se tragó el orgullo, fue a la mesa y se sentó delante de Bella.

– Bueno -dijo, cogiendo la jarra del café-, ¿te lo pasaste bien anoche?

Ella había subido directamente a su habitación y había llamado a su casa, pues sus padres se habían ido a casa de Þóra para ocuparse de los niños durante su ausencia. Eso representaba para sus padres un trastorno menor que llevarse toda la tropa a su casa, porque además esos días estaban también Orri y su madre. El padre de Þóra estaba en su elemento, se dedicó a hacer habitable el garaje, una idea que llevaba arrastrando mucho tiempo; pero su madre no estaba igual de feliz. Según ella, Þóra lo tenía todo patas arriba, el filtro de la lavadora estaba a punto de atascarse, en los armarios reinaba tal desorden que se le venía encima un auténtico tsunami cada vez que los abría para buscar alguna prenda para Sóley, y en el fondo del frigorífico apareció un frasco de mermelada que había caducado el siglo pasado. Así que Þóra tuvo que escuchar media hora de explicaciones sobre lo pésima ama de casa que era, cosa que ya sabía ella perfectamente sin necesidad de que se lo confirmara su madre. Al final había podido hablar con Sóley, que le dijo tan contenta que llevaba puestos unos calcetines enormes de Gylfi porque la abuela no había podido encontrar los suyos. Luego se puso Gylfi, que le dijo en voz baja que tenía que volver a casa: la abuela le estaba volviendo loco y deprimiendo a Sigga. Þóra le pidió que pensara solo en las cosas buenas y luego le dijo que también ella estaba empezando a contagiarse de la tristeza de su nuera. Después de la conversación encendió la televisión y estuvo zapeando por los canales sin encontrar nada que le apeteciera, como de costumbre. Terminó mirando a unos hombres con gafas de sol jugando al póquer, y se durmió sin llegar a entender del todo en qué consistía el juego.

– De miedo -dijo Bella cogiendo una gran rebanada de pan con mermelada. Naturalmente, había tal cantidad de mermelada que parecía más bien mermelada con pan, de modo que una esquina del pan se dobló por el peso y un pegote de mermelada de color violeta oscuro aterrizó en su mejilla. No por eso se cortó lo más mínimo, se lo quitó con el dedo índice y se lo chupó-. Conocí a un montón de gente estupenda.

– Qué bien -dijo Þóra echándose leche en el café-. ¿Era gente de tu edad?

– No les pedí el carnet de identidad -respondió Bella dispuesta a tomar un sorbo de café. Miró a Þóra desde su taza de café y frunció el ceño-. Me acosté con un hombre.

Þóra se atragantó con el café.

– ¿Cómo dices? -dijo entre toses.

– Ya sabes a lo que me refiero -dijo Bella triunfante-. Fue estupendo. Es obvio que los marineros son especiales.

– ¿Los marineros? -dijo Þóra, aún aturdida-. ¿Eran más de uno?

¿Cómo podía esa chica ser capaz de encontrar un compañero de cama, o varios, como si tal cosa, mientras que Þóra lo tendría difícil para encontrar un hombre interesado en una prisión masculina? En realidad no era realmente así, lo más habitual era que le faltara interés a ella más que a los hombres que conocía. De todos modos, aquello la puso de los nervios.

– No, fue uno solo -dijo Bella-. Pero si es por eso…, podría haberme llevado a dos perfectamente.

Þóra se quedó sin nada que decir y estuvo en silencio el resto del desayuno. En realidad no importó en absoluto, porque Bella no dejó la lengua quieta explicando todo lo sucedido esa noche, de modo que Þóra no habría podido meter baza aunque hubiera querido.


Dís escondió la cabeza en las manos.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

Aún no se había recuperado de haberse encontrado a Alda muerta. La primera noche, nada más encontrar el cuerpo, se había metido en la cama, exhausta de cansancio e incapaz de conciliar el sueño. No hacía más que darle vueltas a cómo era posible que ni ella ni su socio Ágúst se hubieran dado la más mínima cuenta de que su enfermera se encontraba mal. Toda la relación entre ellos, por lo que podía recordar, giraba en torno al trabajo, las próximas intervenciones o el estado de su pequeño almacén. Así que Dís no podía encontrar nada que anunciara algo como lo sucedido; en todo caso, no eran indicios significativos. Justo antes de que el sueño se apiadara de ella en las primeras horas de la madrugada, se había dicho que el tiempo curaba todas las heridas. Pero se tardaba más en recuperarse de una herida psicológica que de una enfermedad física. Por lo menos, no sería demasiado fácil acostumbrarse a la desaparición de Alda con el paso del tiempo. Si acaso, Dís se sentía peor que el día en que encontró a la enfermera. No se le iba de la memoria lo sucedido; tras informar de la defunción, se quedó en el dormitorio a esperar. Estuvo pensando si no sería más prudente esperar abajo, en el salón, o en la cocina, o incluso fuera, en el coche, pero en aquellos instantes le pareció un desprecio a la difunta, de modo que se sentó junto al pequeño tocador que había enfrente de la cama. Transcurrieron apenas diez minutos desde que llamó al teléfono de emergencias hasta que apareció la ambulancia, pero aquellos diez minutos fueron los más largos de su vida. Casi todo el tiempo estuvo rígida en la silla mirando el cuerpo de Alda, que tenía los ojos fijos clavados en el quicio de la puerta, como si allí pudiera encontrarse la gran verdad, y la boca exageradamente abierta, que parecía agarrotada en su agonía. A juzgar por los objetos que había en la mesilla de noche, se trataba de un suicidio; pero el cadáver indicaba otra cosa. Dís no tenía conocimientos suficientes de patología o medicina legal para saber el aspecto que tenían las personas fallecidas como resultado de una sobredosis de los medicamentos que había al lado de la cama, pero si esas pastillas habían sido la causa del óbito de Alda, estaba claro que no había preparado la combinación lo suficientemente bien. Tenía las manos crispadas y Dís se dio cuenta de que sus mejillas, siempre perfectamente tersas, estaban arañadas hasta sangrar, tan profundamente que la sangre había llegado a formar un charquito oscuro sobre el que reposaba su rostro.

– ¿Qué quieres decir? Nosotros no podemos hacer nada. Ella se quitó la vida -respondió Ágúst con frialdad-. Asistiremos al entierro y llevaremos flores. Una corona o algo así.

Por su tono de voz no parecía sentirse muy afectado por la muerte de Alda, aunque hubiera trabajado con ellos durante años.

Dís se quitó las manos de la cara y se incorporó.

– ¿Cómo puedes ser así? -exclamó casi en un chillido-. Una enfermera que ha estado trabajando a nuestro lado pierde la vida y tú piensas solucionarlo con una corona… o algo así. Eso es carecer totalmente de sentimientos.

Miró un instante a su alrededor preguntándose a sí misma qué se había esperado en realidad. Ágúst era en cierto modo igual que su despacho, frío y sin alma. Aunque el despacho de Dís no fuera nada especialmente personal, el de Ágúst estaba desprovisto de cualquier objeto innecesario y de todo adorno, de tal modo que en caso de necesidad se podría practicar una operación encima de la mesa. Allí no había nada que careciera de utilidad inmediata, ni un solo objeto que estuviera colocado única y exclusivamente por ser bonito o divertido. Más aún, las fotos enmarcadas que había en las paredes, que mostraban ejemplos de cirugía cosmética, no colgaban allí sin motivo. Cuando las puso, Ágúst le explicó a Dís que tenían la función de espantar a los pacientes que no tuvieran demasiadas ganas de pasar por la mesa de operaciones. De modo que el razonamiento era que esa clase de pacientes se vieran obligados desde el primer momento a decidir si se atrevían a pasar por el quirófano única y exclusivamente para estar más guapos. Hacía poco, Ágúst le había dicho a Dís que desde que había colgado aquellas fotos había disminuido el número de intervenciones canceladas a última hora.

Ágúst se echó hacia atrás en la silla, evidentemente alarmado.

– ¡Hombre! -dijo, y calló. Suspiró-. Sé que suena muy brusco, pero yo no soy de los que muestran sus sentimientos en la plaza pública. -Se inclinó sobre el escritorio y cogió la mano de Dís, que descansaba en el borde-. Sabes perfectamente cuánto la apreciaba. Pero es que creo que aún no he conseguido asimilarlo del todo. Lo único que se me viene a la cabeza cuando intento comprender lo sucedido es cómo vamos a encontrar una sustituta para las operaciones que tenemos planificadas -miró a Dís y sonrió débilmente-. Es más fácil enfrentarse a ese tipo de cosas.

Dís respondió con otra débil sonrisa.

– Lo sé -dijo-. No es que yo no haya estado pensando también en cómo encontrar una sustituta -sacó su mano de debajo de la de él y se la puso en el regazo. Le desagradaba tocar la piel de Ágúst, lo que era extraño teniendo en cuenta que cuando las manos de ambos, cubiertas con guantes de látex, se tocaban durante las operaciones no sentía el mismo desagrado-. Esto se irá aliviando -dijo, y se dispuso a ponerse en pie-. Las cosas tienen esa tendencia -se levantó de la silla-. Pienso que me sentiría mejor si no hubiera sido yo quien la encontró.

– Sin duda -respondió Ágúst-. Intenta dejar de pensar en eso. Piensa en Alda cuando estaba viva. Se merece que la recuerdes así.

Dís asintió.

– ¿Crees que pueden haberla asesinado? -preguntó entonces.

– ¿Asesinarla? -preguntó Ágúst, desconcertado-. ¿Quién iba a tener un motivo para ello?

– Ya, no lo sé -dijo Dís, pensativa-. ¿Algún violador que pretendiera vengarse? -aventuró.

– No, qué va -dijo Ágúst carraspeando-. Tiene que haber alguna otra razón que no sea la atención a violadas.

Dís sonrió.

– Se llama Seguimiento del servicio de urgencias, no «atención a violadas», y no estoy nada segura de que allí lo tengan todo en orden. Por lo menos, Alda ya estaba harta cuando dejó de trabajar en urgencias.

La decisión de Alda de abandonar su trabajo a tiempo parcial, hacía unos meses, había llegado como un trueno en un cielo raso. Trabajaba allí desinteresadamente varias noches por semana y los fines de semana, y entre otras cosas se dedicaba al seguimiento y apoyo de víctimas de violación. Alda parecía estar muy satisfecha de su trabajo, y quizá fuera precisamente esa decisión de dejarlo el aviso que Dís intentaba recordar sin éxito alguno. Quién sabe si el sufrimiento del que tantas veces era Alda testigo en su trabajo había acabado con ella.

– Quizá fuera alguna otra persona -añadió con cautela.

– ¿Como quién? -dijo Ágúst, molesto-. ¿Fulano, Mengano o Zutano?

– No. Tú, por ejemplo -dijo Dís con tranquilidad, mientras buscaba un sobrecito en el bolsillo de su bata blanca.

Ágúst se puso en pie. No parecía enfadado, solamente extrañado:

– ¿Yo?

Dís se acercó y puso la bolsa sobre la mesa, delante de él.

– Cogí esto de la mesilla de noche de Alda. A juzgar por el aspecto del cuerpo, la muerte no fue indolora. Nada parecido a lo que se podría esperar si hubiera decidido poner fin a su vida con pastillas para dormir.

Ágúst miró rígido a Dís a los ojos.

– ¿Y tú crees que la he matado yo?

– Mira lo que hay en la bolsa -dijo Dís en voz baja-. Aún no estoy loca del todo.

Ágúst apartó los ojos de ella y los dirigió hacia el sobrecito oscuro. Alargó una mano y miró lo que contenía. Luego miró a Dís.

– Ni se te ocurra tocarlo -dijo ella con calma-. Quién sabe si esto acabará en manos de la policía -vio que el gesto de Ágúst se endurecía y se apresuró a añadir con toda sinceridad-: Si tú has tenido algo que ver, esto se queda así; si no, no tendré más remedio que entregárselo a la policía. Lo cogí de la mesilla de noche de Alda -señaló la bolsita-. Pero el problema llegará en su momento. Primero pongamos las cosas en claro -le miró-. No me mires así hasta que hayas visto bien lo que es. Míralo.

Ágúst apartó cuidadosamente el plástico con el dedo índice. No necesitó sacar la bolsa del todo, pues en cuanto apareció, reconoció su contenido.

– Por mil demonios -dijo en voz baja; parecía abatido-. ¿Y qué hacemos ahora?


– Lo único que sé es que nadie se opuso a la excavación, excepto Markús -dijo Hjörtur dirigiéndose a un estante que parecía a punto de venirse abajo por el peso de las carpetas y las montañas de papeles. El arqueólogo puso en lo más alto del montón las hojas que tenía en la mano, y luego se volvió hacia Þóra y Bella-. Ni sus padres ni sus hermanos o hermanas. Y está completamente claro que esa tal Alda que mencionaste nunca se puso en contacto conmigo. Naturalmente, es posible que hablara con alguna otra persona del equipo, pero nadie ha hecho mención de ello.

Þóra asintió, decepcionada.

– ¿Intentarás comprobarlo? Si lo hizo, tendría gran importancia para el caso.

Hjörtur la miró con un gesto que era mezcla de compasión y frustración.

– Lo haré, aunque me parece bastante improbable.

Þóra percibió que había de ser prudente en su trato con el arqueólogo, para que no se le cerrara en banda. No tenía obligación ninguna de contestar a sus preguntas ni de ayudarla de ninguna otra forma.

– Te lo agradezco muchísimo -dijo Þóra, sumisa-. Sé que la aparición de esos cadáveres os ha interrumpido los trabajos, y me doy cuenta de que estarás tan deseoso como yo misma de que se solucione el caso. Por eso puede decirse que tenemos intereses coincidentes.

Hjörtur no parecía muy dispuesto a tragarse aquello sin más.

– Ciertamente, espero que la policía termine lo antes posible, pero a mí no me importa tanto como a ti. Lo que me está esperando a mí lleva ahí treinta y cinco años. Unos días o unas semanas más no cambiarán demasiado el contexto general. De manera que no somos compañeros de armas en este asunto -cruzó los brazos-. Si no hay nada más que pueda hacer por vosotras, me gustaría seguir trabajando. Estoy utilizando este tiempo muerto para redactar unos informes que tengo pendientes. No nos podemos quedar rascándonos la barriga hasta que vuelvan a abrir el escenario, cuando llegue el momento.

Bella dejó escapar un bufido y Þóra se apresuró a volver a hablar antes de que la secretaria dijese cualquier barbaridad.

– Quería hacerte unas preguntas, y prometo ser breve -dijo Þóra-. Te verás libre de nosotras antes de que te des cuenta.

Sonrió esperanzada, pero Bella no apartaba los ojos del arqueólogo. Þóra no sabía muy bien si fue la mirada de su secretaria o su propia sonrisa lo que conmovió a Hjörtur, pero este se manifestó conforme con dedicarles al menos unos minutos. Entraron tras él en una pequeña salita de reuniones y se sentaron.

– ¿Se ha encontrado algo en la excavación que pudiera tener relación con los cadáveres? -preguntó Þóra-. Algo que quizá no tuviera un significado especial cuando se encontró pero que ahora podría explicarse sabiendo lo que había en el sótano. No me limito a la casa de los padres de Markús.

– No -respondió Hjórtur-. No recuerdo nada por el estilo. Tampoco es que lo haya pensado mucho.

– Tengo entendido que conserváis todo lo que encontráis -dijo Þóra-. ¿Existe alguna posibilidad de echar un vistazo a esos objetos?

Hjórtur sacudió la cabeza.

– No, me parece inimaginable que se le permitiera a nadie. La intención es permitir a los dueños de las casas que examinen las cosas, con nosotros detrás, y que lleguemos a un acuerdo sobre el destino de esos objetos -dijo empujando a un lado una taza de café sucia-. La idea es organizar una exposición de esos objetos en la zona de excavación y, esperemos, también dentro de las casas mismas. Como sabes, el municipio de Heimaey es el propietario de todo lo que aparezca bajo las cenizas. Pero al mismo tiempo, naturalmente, queremos intentar reunirnos con los dueños originarios de esas pertenencias. Objetos que a lo mejor a nosotros nos resultan indiferentes pueden ser valiosísimos a los ojos de sus antiguos propietarios, por razones sentimentales -Hjörtur respiró hondo-. Muchos se han puesto en contacto con nosotros por ese motivo; la gente está interesada especialmente en álbumes de fotos y cosas semejantes, aunque también preguntan por cosas raras, como una gorra de estudiante, trofeos y relojes de pulsera. Anotamos todo lo que encontramos y gracias a eso es fácil comprobar qué procede de cada casa. Organizar todo eso es una empresa ingente, y aún no hemos llegado a ello.

– ¿La policía no ha expresado su deseo de examinar las pertenencias? -preguntó Þóra, extrañada-. Podría pensarse que al menos les interesaría lo que pudiera haber en casa de Markús.

Hjörtur sacudió la cabeza:

– Todavía no, y esperemos que no lo hagan. He hecho un trabajo ingente almacenando todo eso, y sería espantoso tener que ponerse a revolver en las cajas.

– ¿Tienes algo en contra de darme una copia del catálogo de objetos? -preguntó Þóra-. Es posible que me sea de utilidad, aunque naturalmente es bastante improbable.

La boca de Hjörtur se crispó.

– Tengo que comprobarlo -dijo secamente.

Þóra decidió no insistir mucho en el asunto por el momento.

– ¿Habría podido entrar alguien en el sótano antes que Markús? -preguntó-. ¿Cómo estaba el acceso desde la puerta hasta allí abajo cuando se limpió la planta baja?

– ¿Me preguntas si alguien puede haber introducido los cadáveres después de excavar la casa? -preguntó Hjórtur.

– Sí, en realidad sí -respondió Þóra-. Aumentaría considerablemente el número de personas que podrían tener relación con el caso.

– Que yo sepa, cerramos la puerta del sótano de forma suficiente en cuanto llegamos a ella, y además tú te mostraste conforme con la forma en que lo hicimos, si no recuerdo mal -dijo Hjörtur sin hacer gesto alguno-. No transcurrieron más que unas pocas horas desde que destapamos la puerta, y luego volvimos a cerrarla con clavos. Todo de acuerdo con nuestros métodos. Naturalmente que quien quisiera entrar podía haberlo hecho, pero queda excluido que nadie haya llevado unos cadáveres al sótano recientemente.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Þóra-. No me malinterpretes, no estoy insinuando que tú o tu gente tengáis parte alguna en el caso.

– Yo bajé con la policía después del hallazgo de los cuerpos, y no es necesaria mucha experiencia en excavaciones para darse cuenta de que llevaban allí años y hasta decenios, no unos pocos días.

– ¿Se habría podido manipular algo para hacer creer que llevaban todo ese tiempo? -preguntó Þóra-. ¿Como echar ceniza por encima de los cuerpos, o cualquier otra cosa que pudiera dar la impresión de que llevaban allí años sin que nadie los tocara?

– No -dijo Hjörtur con decisión.

– ¿Tienes alguna hipótesis sobre quiénes son esas personas? -preguntó Þóra-. Tú eres de aquí, ¿verdad?

Hjórtur sonrió.

– La erupción se produjo el día que cumplí tres años, de modo que yo no puedo contarte demasiadas cosas sobre lo que pasó ni sobre las personas que vivían aquí -respondió-. Pero, al mismo tiempo, puedo excluir que se trate de gente de Heimaey. Todos se salvaron de la erupción y cuatro hombres no habrían podido desaparecer así sin más.

Þóra prefirió no mencionar al hombre asfixiado en el sótano de la farmacia.

– Pero seguramente habrás pensado en ello, supongo -continuó Þóra-. ¿Quiénes eran? Como arqueólogo, tienes que sentir curiosidad por lo que sucede en tu propia excavación, ¿no?

– Naturalmente que sí -respondió Hjörtur-. Pero carezco de excesiva imaginación y no he sacado mucho en limpio cuando me he puesto a pensar en ello. Sin embargo una cosa sí que está clara -añadió-. Busqué por pura curiosidad en periódicos de esa época, que tenemos aquí en anticuados microfilmes, y no encontré nada sobre la desaparición de personas, ni islandeses ni de cualquier otra nacionalidad. Parece que a estos no los echaron mucho de menos, lo que es bastante curioso -carraspeó-. No sé si pudiste ver bien cuando estuviste ahí abajo, pero cuando fueron a buscarme ya habían instalado reflectores. No pude dejar de ver que al menos dos de aquellos hombres llevaban anillo de boda. ¿Qué clase de maridos son esos, si sus mujeres ni siquiera los buscan?

Un fugaz pensamiento sobre su ex marido recorrió la mente de Þóra, pero se libró enseguida de él.

– Buena pregunta -se limitó a decir-. ¿Observaste algo que pudiera indicar que esos hombres fueran marinos? -preguntó a continuación-. Se me ocurrió que a lo mejor tenía algo que ver con la guerra del bacalao.

Hjörtur sacudió la cabeza despacio, y respondió:

– Por lo que pude ver y por lo que recuerdo, no llevaban impermeable marinero ni ninguna otra cosa que pudiera ser propia de los marineros de entonces. Naturalmente, no es que los marinos lleven siempre puesta su ropa de trabajo, igual que le pasa al resto de la gente -sonrió y bajó la vista a sus desastrados pantalones vaqueros.

– Comprendo -dijo Þóra, que esperaba una respuesta diferente, a ser posible que aquellos hombres llevaban redes y bicheros. Reflexionó por un instante, pero enseguida continuó-: ¿Crees que alguien haya podido confundirse de casa y dejar los cuerpos en un lugar inverosímil? -preguntó-. ¿No es cierto que durante la erupción no se podía ver con claridad?

Hjörtur se encogió de hombros.

– Bueno, no sé -dijo-. Me permito dudarlo, pero no puedo estar cien por cien seguro -se pasó la mano por la frente-. Existe también la posibilidad de que la casa en la que había que meter los cadáveres ya no estuviera a la vista, y que en su lugar eligieran la casa de Markús -volvió a encogerse de hombros-. Han abierto una estupenda página web sobre los edificios desaparecidos. Tanto los que fueron arrasados por la lava como los que fueron cubiertos por la ceniza, que son los que estamos excavando ahora. Quizá ahí puedas encontrar algo que te sirva de ayuda.

Þóra le sonrió cuando escribió la dirección de la página. Era un buen detalle por su parte. Quizá los cuerpos no tendrían que haber acabado allí y fueron los caprichos del volcán los que decidieron dónde se podían meter. ¿Por qué iba uno a dejar unos cuerpos en el sótano de su casa cuando tenía tantas otras a su disposición? Parecía claro que el enigma de los cadáveres estaba empezando a enfadar a Þóra. Tenía que encontrar la historia que había detrás de todo aquello. En primer lugar por los intereses de Markús, pero también para saciar su propia curiosidad.


Þóra estaba sentada con una humeante taza de cappuccino en la mano, en el mismo restaurante del puerto en el que había cenado con Bella la tarde anterior. Entonces se enteró de que allí se podía tener acceso a un ordenador, con lo que podía matar dos pájaros de un tiro: tomarse un café y navegar por la Red. Bella y Þóra se distribuyeron las tareas: Þóra envió a Bella al archivo municipal mientras ella se dedicaba a mirar la página de web de la que había hablado Hjörtur. Þóra se daba perfecta cuenta de que lo que le tocaba a ella era mucho mejor que lo de Bella, iba a estar en un entorno agradable con una taza de café mientras Bella se dedicaba a hojear viejos papelotes polvorientos en busca de dos nombres. Pero también pensó que aquello era una compensación por la diferente diversión de cada una la noche anterior. Aunque, en cualquier caso Þóra le habría dicho a la secretaria que se fuera bien lejos simplemente para no tener que verla, naturalmente tenía la esperanza de que la chica consiguiera algún resultado que valiese la pena, si bien la esperanza era débil. Þóra la había enviado al archivo sin tener ni idea de si los documentos relativos a los traslados a Reikiavik la noche de la erupción seguían guardados allí, pero como Bella no la había telefoneado aún, debía de haber encontrado algo en lo que rebuscar. A menos que el archivero fuera un hombre y Bella lo tuviera ya agarrado por la patita.

Þóra leyó rápidamente el texto de la pantalla. Encontró enseguida informaciones sobre la casa de Markús y las personas que vivieron en ella, y al momento reconoció los nombres de los padres y de los dos hermanos. Apuntó rápidamente los nombres de los habitantes de las casas contiguas y luego anotó todas las personas que se mencionaban en referencia a las otras diez casas de la misma calle. Los nombres no le decían nada, aparte de que, probablemente, Kjartan, a quien había ido a visitar con Bella en la administración portuaria, vivía al lado de Markús. Por lo menos, el dueño de la casa era Kjartan Helgason. Podía ser simplemente alguien con el mismo nombre, pero el caso era que en aquella página no aparecía más información sobre él.

Þóra eligió a continuación un enlace llamado Residentes de la calle Sudurvegur, con la esperanza de encontrar más datos sobre los que vivían allí. Había breves biografías de cuatro vecinos. La suerte quiso que una de ellas fuera precisamente la de Kjartan Helgason, y que además el artículo estuviera acompañado por una foto, que fue bienvenida. Þóra reconoció al hombre de inmediato. Pero su biografía no decía mucho, aparte de que Kjartan había estado embarcado muchos años, que después se había dedicado a cosas diversas hasta que empezó a trabajar como vigilante del puerto. Estaba casado y tenía cuatro hijos, todos ellos adultos. Después, Þóra leyó rápidamente las otras biografías, pero no encontró nada que pudiera ayudar a Markús. Lo único que le llamó la atención fue la cantidad de hijos que había en cada casa. Con la excepción de un matrimonio que al parecer no tenía hijos, Magnús y Klara eran quienes menos descendencia tenían, solo Leifur y Markús. Þóra bebió el último resto de su café y llamó a Bella para saber cómo le había ido y también, en parte, para cerciorarse de que no tenía que preocuparse por el archivero. La secretaria estaba frenética. Los documentos estaban ciertamente en el archivo, pero aún no había conseguido encontrar el barco en el que trasladaron a Markús, y los documentos estaban ordenados por los nombres de los barcos. Þóra hizo lo posible por animarla y puso de relieve la importancia del trabajo que estaba haciendo. Después se despidió de la secretaria y le dijo que volvía al hotel, donde se encontrarían y decidirían la mejor manera de pasar el resto del día hasta la hora de ir a cenar a casa de Leifur, el hermano de Markús.

Hacía tan buen tiempo que Þóra decidió poner fin a su búsqueda y gozar del verano. Pasó delante de una tienda de típicos souvenirs para turistas y entró a comprar una figurita del pájaro frailecillo para su hija Sóley y unos guantecitos diminutos para su sobrino Orri. Mientras la dependienta empaquetaba las compras, Bella llamó.

– Lo he encontrado -dijo, encantada consigo misma-. Markús y Alda fueron a tierra firme en el mismo barco.

Þóra colgó y dirigió una amplia sonrisa a la dependienta mientras le daba su tarjeta de crédito. Ya habían dado el primer paso.

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