Capítulo 37

Sábado, 4 de agosto de 2007

Þora llevaba a su hija Sóley cogida de la mano con tanta fuerza que la pequeña se quejaba. Aflojó la presión, pero siguió agarrando con la fuerza suficiente para que la manita no se escapara de la suya. Había tal muchedumbre que Þóra estaba segura de que si se le iba por un instante, no volvería a encontrar a Sóley. Naturalmente, a ella no se le habría ocurrido nunca meterse en la vorágine que había delante de un kiosco en el que vendían toda clase de adornos para fiestas campestres. Pero era difícil decirle no a Sóley, que se quedaba pasmada mirando a todos los que llevaban gafas de sol con luces intermitentes, máscaras, sombreros, collares, banderitas o todo al mismo tiempo. Sóley creyó llegar al súmmum de la felicidad al descubrir un kiosco repleto de cosas de esas. Þóra se acomodó a Orri en la cadera, iba sujeto a su abuela con tanta fuerza como ella a Sóley, y tuvo la sensación de que serían necesarios cuatro adoradores desaforados de las ferias populares para separarlos a los tres.

– Quiero una nariz -dijo Sóley empinándose sobre las puntas de los pies para ver qué más había-. Y esa diadema con bombillitas de colores.

Después de comprar esos imprescindibles adornos de fiesta, salieron como pudieron de la muchedumbre. Þóra estaba cansada de cargar con Orri, que ya tenía casi un año y estaba bastante grande para su edad. Se dirigió hacia una zona vacía, por debajo de las blancas tiendas de campaña de los lugareños.

Se sentaron en una pequeña vaguada cubierta de hierba, y Sóley quitó el envoltorio de sus adornos y se los puso.

– ¿Estoy guapa? -preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.

Þóra le sonrió también y asintió con la cabeza mientras Orri estiraba los brazos para intentar coger la roja nariz de pega. Sóley se alejó un poquito y se dedicó a embromarle a base de acercar la nariz, para echar atrás la cabeza en cuanto intentaba cogerla. El tiempo era magnífico y Þóra aún no había visto a nadie borracho o drogado. La fiesta fue toda una sorpresa para ella, y ya era suficientemente entretenido ver que todos se lo estaban pasando tan bien que no lo estropeaban inflándose de alcohol. Cruzó los dedos, con la esperanza de que ese fuera también el caso de Gylfi y Sigga, pues no les había visto desde que llegaron al recinto de la fiesta, que se celebraba en un vallecito llamado Herjófsdalur, en los terrenos destinados a aparcamiento de camiones. Allí, la joven pareja se encontró con sus amigos y se fueron con ellos a los conciertos, mientras Þóra se quedaba con los más jóvenes. Luego buscó la tienda de Markús y Leifur y, después de cansarse recorriendo los estrechos senderos que había entre las tiendas, que eran todas iguales, la encontró por pura casualidad. La recibieron como a una reina en la tienda, que estaba llena a rebosar, y le ofrecieron frailecillo ahumado y vino tinto. A Sóley y Orri les dieron bollitos y leche con cacao, como corresponde. Þóra estaba preocupada por que Leifur y María pudieran mostrarse recelosos con ella, pero no sucedió lo que esperaba y Markús le había insistido mucho en que se pasara a verles. Afortunadamente, no estaba Klara, la madre de Leifur y Markús, porque Þóra pensó que seguramente no habría mostrado la misma amabilidad. La tienda estaba increíblemente acondicionada. Habían instalado tres sofás, una nevera y una mesa grande; por si fuera poco, hasta había fotos colgadas en las paredes.

María tenía los ojos un tanto achispados, y abrazó a Þóra desde el otro lado de la ancha mesa, de tal forma que casi cayeron las dos encima de esta. «Cariño, qué bien que hayas podido venir». Más llamativo aún era ver a los dos hermanos brindando. Ninguno de los dos estaba realmente borracho, pero tenían las mejillas coloradas y hablaban más fuerte de lo habitual. Leifur se comportaba como todo un señor, no hacía más que repetir a Þóra y a otros invitados de la tienda, a los que ella no conocía de nada, que tomaran algo más…, que había de sobra. Estaba sentado en la parte de la tienda más alejada de la puerta, pero atravesó como pudo la barrera de gente para ir a instalarse en el sofá al lado de Þóra.

– Lo hiciste muy bien -le susurró Leifur al oído, y luego la miró con una sonrisa un tanto estúpida. Antes de que Þóra pudiera preguntar a qué se refería, volvió a inclinarse sobre ella-. Markús está encantado y eso es lo mejor. Aquí, en Heimaey, todo el mundo lo entiende, creo que nunca me han dado tantos recuerdos para mi padre como desde que se corrió la voz de lo sucedido -Þóra asintió con la cabeza y musitó que qué bien-. ¡Un brindis por la abogada! -vociferó Leifur, y todo el grupo levantó sus vasos al mismo tiempo.

Markús imitó a su hermano mayor y sonrió a Þóra con una sonrisa tan estúpida como la suya. Su prohibición de salir del país estaba a punto de concluir y nada apuntaba a que se fuera a prorrogar. Pasó los brazos por encima de su compañero de asiento y lo apretó contra sí. Era un hombre joven, con un disfraz que parecía querer representar un enanito de jardín. Llevaba un gorro rojo con un colgante larguísimo que llegaba a medio metro del suelo, una barba artificial blanca y un gran cuello blanco. Era Hjalti, el hijo de Markús. A diferencia de las demás personas que había allí dentro, no parecía estárselo pasando demasiado bien. Miraba fijamente a Þóra desde debajo de su ridículo gorro, pero apartó los ojos en cuanto se cruzaron con los suyos. Þóra supuso que se avergonzaba de su enternecedor reencuentro con su padre, cuando Markús quedó libre de la prisión provisional, del que Þóra fue testigo. Por respeto a él, procuró no mirar demasiado hacia donde estaba Hjalti. Era más fácil de decir que de hacer, pues Markús estaba diciéndole algo constantemente, a gritos. Una de las cosas que tenía que contarle Markús era que ya había comprado el apartamento en Heimaey para su hijo. Aquello exigía un nuevo brindis multitudinario por Hjalti, que no pareció demasiado contento. Al final, Þóra acabó sintiéndose mal y decidió salir con los niños. Aún había bastante luz y pese a las apreturas de la tienda, Leifur consiguió guardar allí el carrito con paraguas que llevaba Þóra. El suelo de Herjólfsdalur estaba demasiado blando para utilizar el carrito.

Þóra se puso en pie y volvió a colocarse a Orri en la cadera. El niño abrió los brazos, se pegó a ella y colocó la mejilla al lado de la suya. Era tan tierno que a veces Þóra preferiría que no cambiase, ya que no querría tener que recurrir a él toda su vida cuando necesitara consuelo. Apartó de su mente esos pensamientos e intentó recuperar la alegría despreocupada que parecía caracterizar a todos y a todo lo que se movía por el valle. Þóra no sabía por qué se sentía tan extraña y esperaba que no fuera por la llamada telefónica de Bella esa misma mañana. La secretaria había soñado con Þóra y se sintió en la obligación de contarle el sueño a su jefa. En este, Þóra estaba envuelta en cenizas que le salían por la oreja y la boca, y según la página de interpretación de los sueños en que Bella tenía depositada toda su confianza, la ceniza siempre significaba desgracia. Podía tratarse de un anuncio de pleitos, de dificultades y problemas. Þóra se sintió invadida por la sospecha de que si el sueño hubiera predicho algo bueno, Bella no la habría llamado. Se despidió de la secretaria diciéndole que no creía en esos rollos y que más le valdría dejarse de esas tonterías. Pero el caso es que, después, Þóra no parecía ya tan incrédula. Por eso sintió que el fin del caso de Markús la inquietaba un tanto. El asesino de Alda no había aparecido aún, y Þóra no acababa de sentirse a gusto con un caso sin resolver. Había seguido lo que decían los medios de comunicación, pero todo parecía indicar que la investigación se había cerrado en falso.

Þóra sintió extrañeza ante la idea de que mientras duró el caso de Markús, probablemente se encontró alguna vez con el asesino. A su mente acudieron muchos posibles culpables, aunque no todos igualmente probables. En los primeros lugares estaban Adolf, Halldóra Dögg y Dís, la cirujana plástica. Sin embargo, Þóra nunca había visto al colega de esta en la clínica, Ágúst, de modo que no le era fácil sopesar su posible participación.

Pero a las fiestas la gente va a divertirse y no a darle vueltas a lo que ya no se puede cambiar. Þóra se esforzó en esbozar una sonrisa.

– ¿Qué tal si nos damos una vuelta? -preguntó a su hija-. Tienes que enseñar tu nariz.

– Quiero ir de visita a otras tiendas, igual que antes -dijo Sóley. La diadema, demasiado grande, se le caía por la frente-. Son muy chulas.

– No podemos ir metiéndonos donde nos apetezca, pero daremos un paseo para verlas -dijo Þóra-. Hay tantísimas…, y no hemos visto nada más que una parte muy pequeña -se dirigieron hacia la última tienda, que daba a la ladera-. A lo mejor encontramos a Gylfi y Sigga -dijo Þóra mirando sin muchas esperanzas el gentío allí congregado.

Llegaron a la última tienda. De ella no brotaba sonido alguno, ni voces humanas ni canciones, como en otras tiendas.

– ¿Puedo mirar, mamá? -suplicó Sóley-. Solo un poquitito.

Þóra asintió, porque eso no podía hacer daño a nadie. La gente parecía pasear sin rumbo y asomarse a las tiendas sin que a nadie le pareciese raro. Claro que solían ser lugareños o emigrados en busca de amigos y conocidos. Sóley levantó la blanca puerta de lino, olvidándose de que iba a mirar solo un poquitito. Aquella tienda era bastante más pequeña que la de Markús y Leifur, que eran en realidad dos tiendas unidas. Esta tampoco estaba tan ricamente amueblada: un sofá medio roto y dos sillas de cocina. En una de ellas estaba sentada Jóhanna, la hermana de Alda, con una bandeja repleta de tortas y cecina. Un papel de plástico transparente lo cubría aún todo. Jóhanna miró a Sóley sin reconocerla, y luego a Þóra, a quien reconoció al instante.

– Oh, entra -dijo; parecía alegrarse. Se levantó y las hizo entrar-. Hay de sobra de todo -esta frase sonó aún más triste que la primera.

Þóra aceptó la invitación.

– Me alegro mucho de veros -dijo Jóhanna, retirando el plástico de la bandeja-. ¿Qué les gusta a los niños? -preguntó, y empezó a reunir todo lo que había de comer en la tienda.

Sóley cogió una barrita de galleta con chocolate y un vaso de zumo de naranja, mientras Þóra se contentaba con una torta, aunque no tenía nada de hambre. Puso a Orri a mordisquear otra torta, aunque el niño había comido ya suficiente. No era fácil dejar que aquella mujer se llevara la bandeja a su casa sin tocar.

– ¿Ha habido algo nuevo en el caso de Alda? -preguntó Þóra después de tragar, no por calmar su propia curiosidad sino para hablar de algo. No conocía en absoluto a aquella mujer, y eso era lo único que tenían en común.

– Bueno, no sé qué decir -respondió Jóhanna-. Han aparecido muchas cosas pero nada parece indicar quién pudo ser su asesino.

Þóra asintió y mordió otro pedacito.

– Yo sabía que uno de los médicos con los que trabajaba Alda proporcionó cierta información que esperaba que tuviera importancia en el caso -Þóra no había intentado forzar a Bragi a contarle de qué iba esa información, aunque no habría sido difícil.

Jóhanna acercó la bandeja a Sóley esperando que cogiera una torta para acompañar la golosina.

– Sí, claro, claro -respondió, dejando la bandeja al ver que la niña no quería torta-. Esa mujer se llevó la medicina, el bótox, que se utilizó para… -Jóhanna calló y miró a Sóley-…, ya sabes. Lo cogió de la mesilla de noche de Alda cuando fue a su casa…, ya sabes… Tengo entendido que no quería que su clínica se viera envuelta en el caso, aunque ella pensaba que Alda se había…, ya sabes.

– ¿Se pudo comprobar el origen del bótox, y quizá encontrar huellas dactilares en la caja? -preguntó Þóra, teniendo cuidado con qué palabras usaba para no tener que añadir… ya sabes.

– Solo encontraron huellas de Alda. Eso no tiene por qué significar nada, pues el que… ya sabes… habría podido usar guantes. Encontraron restos de polvos de talco para guantes de goma, creo -dijo Jóhanna, arqueando las cejas-. Pero sí que pudieron averiguar su procedencia. El otro médico, creo recordar que se llama Ágúst, era quien lo había comprado -dijo-. No sé si dicen la verdad. Alda ya no está aquí para corregirles y es fácil inventarse cualquier cosa. Dice que Alda y él habían hecho una especie de acuerdo, ella tenía bótox en cantidades limitadas para hacer con él lo que quisiera. A cambio ella utilizaba su posición para enviarle pacientes del servicio de urgencias.

– ¿Cómo? -preguntó Þóra-. No estoy segura de haberte entendido bien.

– No es fácil de entender -dijo Jóhanna-. Como te he dicho, Ágúst es la única fuente. Dice que Alda filtraba los pacientes con cortes en la cara o que habían sufrido daños que necesitaban tratamiento de cirugía plástica. Se supone que ella les recomendaba que se arreglaran las cicatrices o la nariz o cualquier otra cosa, y les daba la tarjeta de Ágúst. Los pacientes solían estar borrachos o confusos y pensaban que les estaba mandando a otro médico, que se trataba de un tratamiento que era continuación de las curas del servicio de urgencia. Así que acudían a la clínica a montones.

– ¿Y no se pudo confirmar si era cierto o no? -preguntó Þóra. La policía no se contentaba con historias raras.

– Bueno, sí que encontraron unos cuantos mensajes de correo electrónico entre Alda y Ágúst. Dís se los entregó a la policía junto con el bótox. Los mensajes lo confirman, desde luego. Y corrían ciertos rumores sobre el asunto en el servicio de urgencias; aunque, como todo el mundo sabe, no es nada difícil falsificar mensajes de correo, y las habladurías de un lugar de trabajo no son nunca una fuente de fiar.

Þóra asintió, aunque ella difícilmente sería capaz de falsificar el correo electrónico. Tampoco Dís parecía muy capaz de hacerlo. Los rumores del servicio de urgencia a los que se refería Jóhanna tenían que ser los mismos que insinuó Hannes, pero sobre los que no se quiso extender.

– ¿Por qué necesitaba Alda el bótox? -preguntó Þóra -. ¿No se lo podía inyectar gratuitamente?

– Según parece, se llevaba a casa a amigos y conocidos y les inyectaba por dinero, aunque a un precio más bajo que en la clínica, aparte de que era menos complicado para todos -dijo Jóhanna, sacudiendo la cabeza-. Parece que, con eso, Alda se hacía con unos ingresos extra.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Þóra-. ¿Sabes para qué lo hacía?

– No, no tengo ni la menor idea -dijo Jóhanna-. Una cosa es invitar a tu hermana a que se ponga bótox y otra que todas las tías de la ciudad se dediquen a ir a verla a su casa.

No había necesidad de gastar más palabras en el tema. Jóhanna había pensado que ella era la única que recibía aquel servicio, y seguramente lo mismo pensarían las demás mujeres.

– ¿Se ha encontrado alguna explicación de cómo se…, ya sabes…, a uno de los hombres del sótano? -Þóra miró de reojo a Sóley, que estaba abriendo el envoltorio de la chocolatina. Se pasó el dedo índice por la garganta.

Jóhanna sacudió la cabeza.

– Las pruebas de ADN demostraron que Adolf no es hijo del dueño de la cabeza -dijo Jóhanna. Þóra hizo una mueca. ¿Alda le había cortado la cabeza y el órgano sexual a un inocente? No se atrevió a expresar sus pensamientos por miedo a que Jóhanna decidiera no seguir hablando. Nunca aceptaría que Alda hubiera tenido nada que ver con aquello-. Adolf ha reclamado la vivienda de Alda y a mi madre y a mí nos han dicho que es bastante probable que la consiga. De modo que no nos toca a nosotras -dijo Jóhanna, que parecía completamente resignada-. Lo peor de todo es que se niega a hablar con nosotras, incluso a vernos. Ni siquiera asistió al entierro de su madre.

– Ya irá mejorando con el tiempo -dijo Þóra sin mucho convencimiento. Era bastante improbable que Adolf cambiara-. La historia de Alda es realmente terrible -dijo Þóra con un suspiro.

– Sí, pero explica varias cosas -dijo Jóhanna-. Ahora entiendo por qué se separó de su marido. Él era de lo más simpático, pero creo que ella no fue capaz de volver a tener relaciones sexuales después de la violación. Buscaba toda clase de novedades para enriquecer su vida sexual pero, que yo sepa, nada tuvo éxito. Al menos, Alda no estuvo nunca con ningún hombre -Orri dejó caer la cabeza sobre el pecho, y con ella la torta, que no había probado. Se había quedado dormido en brazos de Þóra-. ¿Es tuyo? -preguntó Jóhanna.

– No exactamente -dijo Þóra-. Es hijo de mi hijo: mi nieto -acomodó al niño en su regazo.

– ¿Sabías que Alda era abuela? -preguntó Jóhanna con un hilo de voz. Þóra sacudió la cabeza-. En realidad, ella no tenía ni idea, pero Adolf tiene una hija. Está muy enferma, por desgracia. Mi madre fue a visitarla al hospital. Incluso estuvo con ella esta mañana.

– ¿Qué tal lo lleva tu madre? -preguntó Þóra-. ¿Va recuperándose?

Johanna sonrió con desgana.

– Todavía no lo ha superado. No puede conformarse con los resultados de la investigación -Jóhanna miró su reloj-. Me prometió pasarse por aquí, pero no sé si podrá. Está imposible desde que volvió esta tarde de su visita al hospital. Tenía un recibo de VISA y parecía que le fuera la vida en averiguar a quién pertenecía. No se podía leer bien la firma, así que entré en Internet en el banco y conseguí averiguarlo: Hjalti Magnusson. Después se quedó mucho más tranquila. Dios sabrá por qué. Estoy preocupada por ella, creo que tiene a la familia de Leifur y Markús metida en la cabeza -Jóhanna miró a su alrededor, en la tienda vacía-. Mi madre y yo parecemos invisibles estos días. Lo está pasando muy mal, aunque no dice nada. Leifur y Markús parecen haber salido de todo esto como unos héroes, igual que su padre, y es como si nadie supiera cómo comportarse con nosotras. No lo comprendo.

Þóra creía estar más cerca de entenderlo. La gente no sabía cómo era la relación entre las dos familias después de lo sucedido. Markús había tenido que estar en prisión provisional cuando la madre de Jóhanna habría podido explicar a las autoridades que él no tuvo nada que ver con aquel antiguo caso. Por eso era más seguro ponerse de parte del rey de las pesquerías en vez del de una viuda y su hija, simple cajera de banco.

– Bueno -dijo Þóra-, creo que me voy a ir volviendo para casa -se puso de pie e intentó ignorar el gesto de tristeza de Jóhanna. No lo consiguió-. ¿Estarás mañana aquí? -preguntó-. Pasearemos por ahí y nos encantaría volver a verte -la sonrisa de Jóhanna dijo todo lo que tenía que decir.

Los invitados de la tienda de Leifur y Markús parecían haberse marchado, y si Þóra hubiera llegado unos minutos más tarde, se habría encontrado la tienda vacía.

– Nos largamos a oír las canciones-dijo Markús, con la voz aún más pastosa que cuando Þóra abandonó la reunión-. Nos han reservado un buen sitio y seguramente habrá espacio para vosotros también.

Þóra le dio las gracias, pero dijo que no podía ir:

– No, tengo que volver a casa. Vengo solo a por el carrito.

– Dale el carrito, Hjalti -dijo Leifur, aún con más dificultades que Markús para hablar.

El muchacho se levantó sin mirar a Þóra. Se había quitado la barba postiza pero seguía llevando el gorro rojo. Parecía muy nervioso, y Þóra ya estaba un tanto extrañada. A lo mejor era uno de esos a los que les sentaba mal la bebida… o quizá le avergonzaba que su padre estuviera siempre con la copa en la mano. Levantó el carro y se lo pasó con torpeza desde el otro lado de la tienda. Þóra no consiguió agarrarlo porque llevaba al niño en brazos, pero María, la mujer de Leifur, cogió el carro y, con bastante esfuerzo, consiguió abrirlo y colocarlo delante de Þóra, que no se atrevió a sentar a Orri por miedo a que se plegara. La mujer se mantenía con dificultad sobre las piernas, y casi perdió el equilibrio cuando se abrió la puerta de la tienda.

Por el gesto que puso Leifur, Þóra se dio cuenta de que la visita que estaba en el umbral no era precisamente bienvenida. Las comisuras de la boca de Markús bajaron un poco, aunque por lo demás su rostro no mostraba emoción alguna. Þóra estaba de espaldas a la entrada, pero miró para comprobar quién era. Era la madre de Alda. Parecía tan destrozada como cuando Þóra la vio después del funeral. Aunque en su porte había algo más de firmeza.

– Es posible que mi Geiri y vuestro padre fueran amigos -dijo la anciana, al principio con timidez, pero su determinación fue creciendo con cada palabra-. En cambio, yo nunca he podido aguantar a Magnús. Y es que el destino fue más amable con él que con los demás, al menos hasta hace poco. Decidió continuar con la empresa y pescó más que nunca. Cargó con las culpas de Daði, pero la erupción hizo que el contrabando se olvidara. Y podría seguir con más cosas. Sus hijos habéis podido seguir dependiendo de vuestro padre todo este tiempo. La gente se pone de puntillas a vuestro alrededor, sobre todo contigo, Leifur.

– ¿No sería mejor hablar después de la fiesta? -preguntó Leifur; parecía que la borrachera se le hubiera pasado repentinamente-. Comprendo lo que estás pasando, pero ahora no es el lugar ni el momento.

– No, Leifur -respondió la anciana-. Ahora no eres tú el que manda. Tengo algo que deciros, y dudo que después sigáis teniendo las mismas ganas de fiesta.

– Yo volveré a tener ganas de fiesta en cuanto tú te vayas de aquí -respondió María con la lengua espesa-. Pero ¿a qué viene esto? -obviamente, no estaba acostumbrada a que le faltaran el respeto a su marido de aquella manera. Leifur la cogió por los hombros, y María no dijo nada más.

– Hoy estuve en Reikiavik a visitar a una niña enferma -dijo la anciana-. Mi bisnieta -añadió con orgullo-. La escuché, fui el primer adulto que lo hacía en mucho tiempo.

Þóra sintió que la atmósfera de la entrada era tan extraña que, sin darse cuenta, se acercó a Sóley, empujando el carrito; la niña estaba sentada en uno de los sofás, bostezando.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Þóra al ver que nadie era capaz de articular palabra.

La anciana clavó sus ojos en Hjalti, el hijo de Markús, y le preguntó:

– ¿Dónde estabas cuando Alda fue asesinada? -la última palabra casi la escupió.

Þóra intentó sin éxito entender lo que estaba pasando. El hijo de Markús se había quedado boquiabierto y con gesto de espanto se agarró del brazo de su padre.

– ¿Qué importa eso? -preguntó Markús, con el rostro enrojecido-. ¡No estarás insinuando que mi hijo esté implicado en la muerte de Alda!

– Sí que importa, Markús, ahora lo verás -respondió la mujer, como si le estuviera hablando a un niño-. Vieron a Hjalti entrar en casa de Alda cuando aún vivía, y salir después de que hubiera expirado. Le vieron a él y a su coche…, aunque había tenido la precaución de aparcar a cierta distancia de la casa de Alda.

– ¡Qué estupidez! -exclamó Markús, pasando el brazo sobre los hombros de su hijo-. Te recuerdo que esos testimonios carecen de toda validez. Hubo alguien que dijo que me vio salir de casa de Alda, o entrar en ella. Era un testimonio tan poco fiable, y ni siquiera recuerdo si dijo que yo iba o venía cuando me vio.

– Es más que el testimonio de un testigo -dijo la anciana. Miró rígida a Hjalti-. Debería matarte, muchacho. Estuve en casa dándole vueltas a cómo podría hacerlo mejor. Tendrías que padecer los mismos sufrimientos que le causaste a mi hija, pero ya soy demasiado vieja.

– Creo que ya es suficiente -la interrumpió Þóra. Hasta ese momento había estado demasiado asombrada como para intervenir, y todos los demás parecían sumidos en una confusión total-. ¿No será mejor que hables con la policía, si crees tener alguna información importante sobre el crimen? Aquí no tienes nada que hacer.

– Ya lo he hecho -dijo la anciana sonriendo con perversidad-. Guðni viene de camino. Como era previsible, él quería esperar hasta mañana, pero no ha podido ser. Cambió de idea en cuánto supo lo que tengo.

– ¿Qué tienes? -chilló Hjalti-. No puedes tener nada.

– Deberías tener más cuidado con tu coche -dijo la anciana, mirándole con ojos asesinos. El muchacho se encogió.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó-. ¿Mi coche?

– Al abrir la puerta del coche para marcharte, se te cayó un recibo de la VISA. Se quedó prendido en un seto, y la niña que te vio lo recogió. Hice que Jóhanna rastreara en la red del banco quién era el dueño de la tarjeta.

Hjalti gimió algo y su padre intentó calmarle.

– No te preocupes, no es más que basura.

– Haz algo, Leifur -dijo María con la voz rota-. No puedes dejar que siga diciendo esas cosas.

– Te pagaré muy bien por ese recibo -dijo Leifur con tranquilidad-. Ni tú ni tu hija tendréis nunca más problemas de dinero.

Þóra no llegó a protestar, porque la madre de Alda respondió al instante:

– No te creas, mi queridísimo Leifur, que estoy dispuesta a cualquier cosa por ese asqueroso dinero tuyo. No todo está en venta. Este recibo no está en venta.

– Dame esa nota o te arrepentirás -bramó Markús, acercándose hasta casi rozar a la anciana. Le fue difícil pasar entre el sofá y la mesa, también porque su hijo seguía colgado de él. El muchacho parecía al borde de un ataque. Mientras tanto, Orri seguía profundamente dormido. Sóley miraba con los ojos muy abiertos todo lo que estaba pasando.

– No te daré nada -respondió la anciana, feliz de ver su reacción-. He entregado el recibo a la policía.

El hijo de Markús dijo atropelladamente, medio chillando:

– Papá, papá, papá, tienes que ayudarme, papá, papá, papá.

Markús miró perplejo a la anciana. Þóra sintió compasión por él, no había que buscar mucho para darse cuenta de cómo quería a su hijo, pero también quería a Alda. Estaba entre la espada y la pared y no podía hacer nada. La puerta de la tienda se levantó de nuevo y en el umbral apareció Guðni acompañado de otro agente de policía.

– Hola a todos -dijo al grupo, y miró al hijo de Markús-. Hjalti Markússon -dijo con calma-, ¿haces el favor de acompañarnos?

El muchacho siguió repitiendo sus palabras de antes, colgado de su padre. Markús le miró, pareció que iba a decirle algo, pero luego le soltó de su brazo.

– No fue mi hijo quien mató a Alda, Guðni -dijo-. Fui yo.

Þóra dejó escapar un gemido. ¿Qué demonios pasaba allí? ¿Es que Markús iba a cargar con la culpa de su hijo, como había hecho su padre por Daði años atrás? Seguramente, estaría deseando que esa noche hubiese otra erupción.

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