Capítulo 30

Domingo, 22 de julio de 2007

Þóra miró fijamente el papel que tenía delante. Aún no eran ni las ocho. Rara vez se levantaba tan temprano, pero unos turistas ansiosos de afrontar su aventura del día la habían despertado hacia las siete con el jaleo que armaban por el pasillo, y no había podido volver a dormirse. Se metió en la ducha y después se sentó a la mesita de la habitación del hotel con la esperanza de ver con claridad los derroteros que estaba tomando el caso. Era más fácil de decir que de hacer, y la conversación con Dís, la cirujana plástica, no había simplificado precisamente las cosas. Dís no quiso ser más explícita y se limitó a decir que disponía de una información que tenía que llegar a manos de la policía. Pero la defensa de sus propios intereses le recomendaba pedir asesoramiento a un abogado, y como solo tenía el número de teléfono de Þóra, la llamaba a ella. Þóra le explicó a Dís que, desgraciadamente, ella no podía ayudarla pues ya era la abogada de Markús, una de las partes interesadas en el caso, y le recomendó que hablara con su socio, Bragi. Dís aceptó y apuntó el número. Þóra habló más tarde con él para saber si se habían puesto finalmente en contacto. Bragi le dijo a Þóra que tenía que estar preparada para la aparición inmediata de nuevas pruebas en el caso de Markús. No le dijo de qué se trataba, y Þóra no intentó sonsacarle, pues Bragi tenía obligación de confidencialidad hacia su cliente. Pero Þóra sí que le preguntó una cosa: si la información en cuestión podía ser beneficiosa o perjudicial para Markús. Bragi reflexionó un buen rato y por fin respondió que, sinceramente, no lo sabía con certeza. Si le torturaban para hacerle elegir una opción, quizá diría que más perjudicial que beneficiosa.

Þóra volvió a sus papeles y se quitó de la cabeza a Dís y su misteriosa información. No servía de mucho pensar en ello, ya se vería el lunes. Empuñó la pluma. De lo que había averiguado, ¿qué estaba relacionado con el caso y qué no? Ordenó cronológicamente los sucesos con la esperanza de llegar al fondo del asunto. Repasó una vez más lo que había escrito en la hoja de papel que tenía delante.

Un yate en mal estado arriba a la isla el 19 de enero, amarra, luego entra en el puerto y zarpa durante la noche. Paddi «Garfio» lo ve marcharse.

Unos chicos, entre ellos Alda y Markús, se emborrachan durante el baile de la escuela esa misma noche. Magnús, el padre de Markús, va a buscarle; probablemente, Alda se va a su casa. Algo malo le sucede a Alda, habla de ello en términos nada claros en su diario.

Ven a Magnús, el padre de Markús, y a Daði «Malacara» en el puerto esa misma noche. A la mañana siguiente aparece un gran charco de sangre en el sitio donde estuvo amarrado el yate.

Guðni, el policía, acude al lugar de los hechos. Le hablan de la presencia de Daði en el puerto, pero no le dicen que Magnús también anduvo por allí.

Daði niega haber hecho nada ilegal y afirma no saber nada de la sangre.

Cuatro hombres, probablemente ingleses, mueren a golpes -no está claro cuándo.

Leifur llega a la isla para reñir a su hermano por haberse emborrachado.

Alda le da una caja a Markús y le pide que se la guarde. Está muy alterada.

Por la noche comienza la erupción.

Los residentes se van a tierra firme utilizando, entre otros medios de transporte, los barcos de pesca, y Alda le pregunta a Markús qué fue de la caja. Él se lo cuenta.

Magnús y su socio Þorgeir, el padre de Alda, regresan a Heimaey para salvar sus pertenencias. Magnús vacía casi por completo la casa de su familia, aunque no el sótano.

Alda se va con su madre y su hermana al noroeste del país, donde dicen que asiste al instituto de Ísafjörður-a un curso más alto del que le corresponde-. Nadie lo confirma en el instituto.

La madre de Markús y sus hijos se van a vivir a Reikiavik.

Valgerður y Daði se marchan al noroeste, a las cercanías de Hólmavík. Allí tienen un hijo, por fin. Ella no está demasiado interesada por el niño. ¿Posible depresión postparto?

En algún momento de las dos primeras semanas de la erupción, trasladan los cadáveres al sótano.

Magnús compra la parte de Þorgeir en la empresa y sigue con la pesca. Adquiere además una planta de tratamiento de pescado y comienza a desembarcar las capturas en la isla a pesar de que la erupción aún no ha terminado.

Markús asiste al instituto de Reikiavik.

Alda se matricula como alumna libre en el mismo centro a principios de año. Markús vuelve a verla por primera vez después de la erupción y hablan de la caja.

Alda estudia enfermería.

Markús se casa y se divorcia; tiene un hijo. Markús no trabaja en la empresa de su padre. Conserva su amistad con Alda.

Leifur, el hermano de Markús, se hace cargo de la dirección de la empresa familiar al enfermar su padre. Lleva trabajando allí desde que terminó sus estudios en administración de empresas.

Cuando van a excavar la casa de los padres de Markús, Alda le pide que lo impida. No le dice nada a su hermana.

Alda se toma una baja temporal en el servicio de urgencias.

Alda se hace con el certificado de defunción de Valgerður.

Alda tiene alguna razón para conservar la foto de un tatuaje en el que dice Love Sex y la foto de un joven desconocido.

Alda tiene un montón de enlaces a páginas pornográficas y acude a la consulta de una sexóloga.

Markús hace lo que puede para impedir la excavación de su casa natal, pero se conforma con bajar el primero al sótano para buscar la caja, una vez que Alda acepta el acuerdo. Se marcha a Heimaey.

Alda es asesinada.

Markús encuentra unos cadáveres en el sótano y una cabeza humana en la caja.

La posible arma homicida aparece en una caja con ropas de niño que hay en el sótano.

Þóra dejó el papel e intentó, sin éxito alguno, hacer memoria de alguna cosa más que pudiera tener importancia para el caso. Asimismo, intentó dilucidar cuáles de aquellos sucesos podían no tener ninguna relación con los crímenes, pero tampoco sacó nada en claro. Pasaba lo mismo que con las cosas del trastero…, en cuanto quitaba algo de la lista, inmediatamente parecía ser un elemento clave. Suspiró e intentó concentrarse. ¿Habría podido Alda matar a aquellos hombres? Daba igual cómo intentase imaginarse los hechos. Los individuos inconscientes por una borrachera y Alda, una adolescente, corriendo por el embarcadero en pleno ataque de furia con una maza para salmón en la mano… Imposible. Þóra no conocía a ninguna chica que tuviera la fuerza suficiente para arrastrar el cadáver de un hombre adulto, menos aún si tenía que hacerlo cuatro veces. Si los hubieran asesinado en el sótano, el asunto podría pintar distinto. Entonces Alda no habría tenido necesidad de transportar los cadáveres. Pero eso no encajaba, porque el crimen se había perpetrado antes de la erupción. Al menos Markús había llevado allí la caja con la cabeza humana antes de que la erupción comenzara. Además, en las ropas de los hombres había restos de quemaduras, que apuntaban a que estaban al aire libre después de que empezaran a llover ascuas de lava. Y para entonces, Alda ya se había ido de las islas. Y algo le decía a Þóra que la sangre del embarcadero tenía que guardar alguna relación con todo ello.

¿Y qué había sido del cuerpo sin cabeza? No tenía sentido pensar que fuera a aparecer aunque lo buscaran, lo que nadie había hecho durante aquellos treinta años ni tampoco durante la excavación. Estaban terminando ya de excavar las casas que aún se mantenían en pie bajo la ceniza, de forma que por ahí no aparecería nada inesperado. Además de aquellas, había muchos centenares de casas más que desaparecieron bajo la lava, y se podía pensar que el tronco podría estar en una de ellas, con lo que habría desaparecido para siempre. Claro que no era fácil de entender por qué el asesino, o los asesinos, iban a dedicarse a trasladar partes de un cuerpo de una casa a otra. ¿Por qué llevárselo de una casa que iba a desaparecer bajo la lava a otra que estaba a punto de quedar cubierta de ceniza? Una cosa estaba bien clara: si ella tuviera que deshacerse de un cadáver en esas condiciones, preferiría una casa que fuera a quedar cubierta por la lava. Claro que también podía pensarse que aquellos hombres no hubieran sido asesinados en la isla, pese a la sangre del embarcadero. A lo mejor no guardaban relación alguna con la ciudad ni con las Vestmann, sino que eran simples forasteros trasladados hasta allí para ocultar los cadáveres. Þóra suspiró, pensativa. Quien fuera, lo tendría que haber hecho ex profeso.

No, todo indicaba que era el padre de Markús quien estaba relacionado con el asunto, y no alguien de tierra firme. Si los cadáveres hubieran llegado allí sin su conocimiento, difícilmente habría podido guardar el asesino una maza de salmones y un cuchillo en una caja del trastero más cercano, sino que habría dejado el arma homicida al lado de los cuerpos. Þóra intentó hacerse una idea de cómo podría estar involucrado Magnús. Tal vez Daði y él agredieron a los tripulantes del yate, los mataron y los transportaron hasta el sótano. Pero aquello no encajaba con el hecho de que el yate se había marchado del puerto. ¿Podía ser que los caminos de aquellos hombres hubieran coincidido en el mar y no en tierra, y que al final Magnús y Daði llevaran los cuerpos a tierra? Þóra frunció el ceño. ¿Podrían Magnús y Daði, los dos solos, haber tripulado el barco de Magnús? No tenía ni idea de cuánta gente formaba la tripulación, ni si era posible arreglárselas con menos. Nunca habrían conseguido reunir un grupo de hombres dispuestos a guardar silencio sobre una cosa semejante. Naturalmente, Þóra había visto el barco en el cuadro que tenía Leifur en su casa, pero la pintura no le decía nada, pues ella jamás había navegado en alta mar, y no digamos saber cómo era una planta de procesamiento. La excursión de pesca con Bella y Paddi «Garfio» no contaba. Aquello le hizo pensar en otra cosa: si los cadáveres pertenecían a los miembros de la tripulación del yate…, ¿dónde estaba el barco?

Un golpe sordo de origen desconocido sonó en la puerta del cuarto de Þóra, que dio un respingo, ensimismada como estaba en sus pensamientos. Volvió a escucharse el mismo ruido, pero esta vez se dio cuenta de que era alguien llamando. Þóra se levantó y fue a la puerta. Se quedó de piedra al ver a Bella vestida y dispuesta para salir a la calle.

– Estoy lista -dijo Bella mirando a Þóra; no pareció nada contenta con su jefa, que aún tenía que empezar a arreglarse-. No conseguía dormir con el silencio que hay en mi habitación.

Þóra miró el reloj y comprobó que acababan de dar las ocho.

– Enseguida estoy -dijo a modo de disculpa-. ¿No prefieres ir a desayunar, y coges mesa para las dos? -le dio a Bella la hoja del resumen-. Mientras esperas, puedes echarle un vistazo a esto. Cuatro ojos ven más que dos -por el gesto de la secretaria, se dio cuenta de que nunca había oído aquella expresión-. En diez minutos estoy allí -dijo Þóra, sonrió y le cerró la puerta a su secretaria en las narices.


– ¿Me dejas el papel un poco más? -preguntó Bella tomando un sorbo del café solo que se había servido.

Þóra había perdido la cuenta de los bollos que habían desaparecido por la boca de Bella mientras desayunaban.

– Vale, vale -respondió Þóra, extrañada-. ¿Has sacado algo en claro?

Bella negó con la cabeza:

– No, todavía no. Pero te has olvidado de incluir lo de la violación y lo de Adolf -le mostró el papel a Þóra-. Lo he metido aquí en medio -dijo, señalando un parrafito ilegible en el margen.

– Seguramente se me habrán pasado algunas cosas más -dijo Þóra-. Si recuerdas algo más, añádelo. No es un texto sagrado.

– También estoy cavilando si no convendría comprobar lo del tattoo -prosiguió Bella, señalando la lista-. Love Sex -murmuró-. De lo más ridículo.

Una pareja de extranjeros que estaban sentados a la mesa de al lado, enfrascados en su guía de viajes, comprendieron aquellas palabras de su conversación y se miraron sonriéndose como idiotas, con la cabeza en otro sitio.

A Þóra, todos los tatuajes le parecían ridículos, de modo que Love Sex no le resultaba peor que cualquier otro.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó a Bella-. ¿Sabes algo de tatuajes?

– Tengo tres -respondió Bella, y empezó a pelear con el cuello del jersey. Se lo bajó y Þóra vio un unicornio encima del enorme pecho de la muchacha-. Uno -dijo Bella, a punto de darse la vuelta para enseñarle a Þóra algo en el trasero-. Dos… -la pareja extranjera ya no apartaba los ojos de Bella.

– Te creo, te creo -dijo Þóra un tanto avergonzada-. Pero ¿qué piensas hacer con el tatuaje ese?

Bella se recompuso la ropa y se acomodó en su silla.

– Pienso comprobar si hay alguien que lo reconoce. No hay tantos salones de tattoo en Reikiavik, de modo que no me llevará mucho tiempo. Es un tattoo nada corriente, creo -dijo Bella-. Por lo menos, no lo he visto en ningún libro de estampas.

– ¿Libro de estampas? -preguntó Þóra sin comprender a qué se refería.

– En los salones de tattoo tienen unos libros o carpetas con estampas de los tattoos que te puedes hacer -dijo Bella encogiéndose de hombros-. Cuando yo me hice los míos miré lo que ofrecían, naturalmente, pero no recuerdo ese Love Sex.

La pareja extranjera cuchicheó.

– Pues sí, mira a ver qué encuentras -dijo Þóra intentando desviar la atención de la pareja-. Dudo que tenga relación con el caso, pero nunca se sabe -miró su reloj y se puso en pie-. Deberíamos darnos prisa -dijo cogiendo el bolso que tenía colgado en el respaldo de la silla-. Ahora vamos a ver si le sacamos algo a Guðni.

Bella dejó escapar un gruñido.

– A ver si tenemos suerte -dijo, aunque no parecía que fuera una buena adivina.


– ¿De modo que se te vino a la memoria que quizá te habías dejado el monedero en el sótano cuando bajaste por primera vez con Markús hace unos días? -preguntó el comisario Guðni sin intentar disimular que no creía ni una palabra de todo lo que le había contado Þóra. Se echó hacia atrás y la miró fijamente, con gesto muy enfadado. Cuando Þóra le llamó, hacia las ocho de la mañana, acordó recibirlas allí mismo y sin demora. La voz del policía durante la conversación telefónica delataba que Þóra le había sacado de la cama.

– Pues sí -dijo Þóra, molesta-. ¿Realmente importa mucho? -señaló el mazo para salmones que estaba sobre el escritorio de Guðni. A su lado había un precioso cuchillo que encontró en la caja con el faldón de cristianar. Estaba metido en una pequeña caja de zapatos en el que había también unos zapatos diminutos-. Tienes aquí delante una posible arma homicida relacionada con los cadáveres de ese extraño grupo, así que más bien deberías darme las gracias por hacer vuestro trabajo, en vez de poner en duda lo que te cuento.

– Creo que es preciso poner estas cosas en claro -dijo Guðni con tranquilidad-. Tú y la señora… -señaló a Bella con el dedo.

– ¿Señora? -murmuró Bella, enfadada. También Þóra recordaba lo extraño que le resultó la primera vez que la llamaron señora, pero pensó que aquel no era el lugar ni el momento de compartir sus experiencias con la secretaria.

Guðni frunció el ceño ante la observación de Bella, pero continuó.

– Venís a Heimaey y en lugar de recurrir a mí o a los arqueólogos para comprobar si el monedero perdido se había quedado en el sótano, vais una tarde y os metéis por vuestra cuenta en el sótano.

– Perdona -le interrumpió Þóra-. No vimos ninguna indicación de que se tratara de un espacio prohibido por ser escenario de un crimen ni nada de nada, y sencillamente preferimos ahorraros la molestia de bajar. ¡No pretenderás decir que la casa está todavía bajo vuestra supervisión!

– No, en realidad no -respondió Guðni-. Terminamos ayer, pero eso no cambia el hecho de que al final del sendero de la zona de excavación hay un gran cartel que explica que es preciso mantenerse en los límites marcados por las cintas.

– ¡Oh! -dijo Þóra sonriendo al policía-. Ni siquiera lo vimos -señaló de nuevo la mesa-. Sea como fuere, te hago entrega de una posible prueba para un serio caso criminal y lo único que se te ocurre decir es que ha habido una insignificante omisión -Þóra no sabía del todo la fuerza legal que podía tener ese cartel, aunque suponía que ninguna-. Me encantaría saber si crees que este hallazgo es importante, y en tal caso expreso mi deseo de que se me permita hacer referencia al mazo y al cuchillo cuando se solicite la prórroga de prisión provisional de Markús. Estas armas no son suyas y estoy completamente segura de que su estudio permitirá demostrar que él no las utilizó -Þóra se había puesto previamente en contacto con Markús y quedaron en eso antes de ir a la comisaría. Se había mostrado completamente de acuerdo y negó haber tocado nunca esos objetos, y ni por asomo había sido él quien los escondió en el trastero.

– De la prisión provisional tendrás que hablar con mis colegas de Reikiavik. De esas cosas se encargan ellos -respondió Guðni. Al mencionar «Reikiavik», la voz se tiñó de burla-. No tengo ni idea de qué piensan ni de cuáles son sus planes en lo referente a Markús.

Þóra tenía la esperanza de que Guðni estuviera siguiendo la marcha de la investigación y pudiera decirle algo, aunque solo fuera con alguna indirecta, de lo que podía esperar al día siguiente, cuando acabara el plazo de prisión provisional de Markús. Intentó aparentar que aquellas palabras no la habían afectado en lo más mínimo. Guðni la ponía tan nerviosa como ella parecía ponerle nervioso a él, de ahí que no tuviera sentido hacerle el favor de ser testigo de la decepción de la abogada. Sonrió y dijo:

– Pero en lo referente a las armas…

Guðni soltó una carcajada seca.

– ¿Armas? -dijo-. Eso son herramientas.

Þóra esperó un momento antes de continuar.

– A lo mejor es algo nuevo para ti, pero las herramientas ya se han utilizado anteriormente para cometer crímenes. Te aseguro que tal cosa no es en absoluto inusitada.

Guðni clavó sus ojos en ella sin mudar el semblante. Se echó hacia delante y miró fugazmente los objetos que había sobre su mesa.

– No sé cómo se te ocurre pensar que esto pueda tener relación con los cadáveres.

– No es nada normal guardar unas herramientas entre objetos infantiles, sobre todo en un faldón de cristianar-respondió Þóra-. Además, sospecho que en las dos hay sangre. Estoy segura de las que pusieron allí para ocultar pruebas.

– Sería una medida de lo más inteligente -dijo Guðni, sonriendo sin alegría alguna-: esconder las armas homicidas en una caja y dejar los cadáveres en el suelo a la vista de todos -apretó los labios y sacudió la cabeza-. ¿Crees que el asesino era tan absolutamente tonto?

Þóra enrojeció hasta la raíz de los cabellos, pero mantuvo la compostura.

– No es el momento de proponer hipótesis sobre cómo puede encajar todo. Lo primero que es preciso hacer es determinar si se trata de sangre, y después ver si pertenece a esos hombres. Al mismo tiempo, no estaría de más comprobar si hay huellas dactilares en los mangos.

– Seguramente no usas mucho herramientas como estas -dijo Guðni en tono displicente, como si nadie pudiera ser una persona como es debido a menos que llevara una maza para salmones en una mano y un cuchillo en la otra-. ¿No te das cuenta de que pueden existir explicaciones racionales para la presencia de sangre en estas herramientas?

– Quizá, pero la cantidad de sangre es tan grande que me permito dudar de que haya un solo pescador que atonte al pescado con tanta fuerza que la maza se quede llena de sangre. ¿No crees?

Guðni entornó los ojos y apretó los labios.

– ¿Y qué esperas sacar de todo esto? -preguntó, apoyando los codos sobre la mesa.

Þóra no pensaba que pudiera estar refiriéndose a sus emolumentos.

– Creía que los dos íbamos detrás de lo mismo -respondió-. El asesino. Más bien, los asesinos.

Guðni prefirió no responder. Volvió a clavar sus ojos en los de Þóra, pero tuvo que pestañear y volvió a hablar.

– Nosotros lo encontraremos. Sin tu ayuda.

– No me digas -masculló Þóra, pero decidió no ponerse a litigar con aquel hombre-. ¿Qué me puedes decir de un antiguo caso de contrabando de alcohol que se produjo aquí justo antes de la erupción?

Aquel cambio inesperado de tema pareció pillar a Guðni por sorpresa.

– ¿Qué tiene que ver eso con este caso? -preguntó, pero Þóra optó por no responder-. Me da la sensación de que has ido demasiado lejos en busca de explicaciones si ahora pretendes meterte en ese asunto -se volvió a echar hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿No estarás ocultándonos información?

– No, en absoluto -respondió Þóra-. Solo que he oído hablar de ello dos veces a lo largo de mis conversaciones con diversas personas, y me gustaría saber algo más, aunque solo sea para excluir que pueda existir alguna conexión.

– Comprendo -dijo Guðni-. No es ningún secreto, pero creía que todo el mundo había olvidado ese asunto. Me sorprende que la gente hable de ello después de todos estos años -separó los brazos y se puso a hacer sonar las articulaciones de los dedos, una después de otra-. Eso no se consideraría nada especial ahora, en comparación con todos esos casos de tráfico de drogas. Apareció una gran cantidad de licor aquí en Heimaey, y las pistas condujeron a dos casas. Cuando se produjo la erupción, la investigación iba bien encarrilada. Dadas las circunstancias, el caso fue sobreseído.

– ¿Quiénes estaban implicados? -preguntó Þóra-. Sé que uno era Kjartan, el de la oficina del puerto, pero ¿quién era el otro?

Guðni hizo un ruido especialmente fuerte en el pulgar.

– No le conoces.

Þóra mencionó el único nombre que se le ocurrió, aparte del de Paddi «Garfio», pues Guðni difícilmente podía referirse a él.

– ¿No sería Daði «Malacara»?

Guðni no pudo ocultar su asombro. Sin duda, Þóra había dado en el blanco.

– No pienso hablar contigo de nadie que no sea tu representado -respondió-. Pero puedo informarte de que ninguno de los dos siguió siendo sospechoso, pues un tercer hombre se presentó ante nosotros y lo confesó todo la mañana anterior a la erupción. Se salvó solo con el susto, porque como ya te he dicho la investigación no llegó a cerrarse.

Þóra enarcó las cejas. ¿Quién podría ser?

– ¿No sería Magnús? -preguntó, y nuevamente se dio cuenta de que había atinado en sus suposiciones.

– Te recomiendo que se lo preguntes a él -dijo Guðni con ironía-. Si no hay nada más, lo que queda es solamente preguntar si encontrasteis en el sótano alguna otra cosa que queráis entregar ahora. Lo enviaré a Reikiavik a la primera oportunidad.

– No -respondió Þóra con un tono gélido en la voz-. Nada -sonrió a Guðni mientras pensaba en las demás cosas que Bella y ella habían conseguido sacar del sótano: unos libros viejos de poesía encuadernados en piel, una brújula prehistórica de cobre y unas monedas de oro que no parecían estar acuñadas en ningún país en particular. Antes de entregar aquellos objetos, quería comprobar si eran capaces de conjurar alguna reacción coherente de Magnús, el padre de Markús. Los hilos empezaban a unirse siniestramente sobre el anciano rey de las pesquerías.


– Adolf, lo único que podría justificar tu existencia en este mundo es que empieces a respirar CO2 en lugar de oxígeno -la furia no se ocultaba en el semblante de la mujer, aunque dominaba la tristeza-. Sabes cuál es la opinión que tengo de ti, y no va a cambiar, de modo que más vale que no perdamos más tiempo haciendo teatro.

Adolf miró a la madre de su hija sin responder. Le daban ganas de soltarle algo fuerte, algo que la dejara bien chafada, pero no se le vino nada a la cabeza. Podría decirle que era un rollo y aconsejarle que pasara más tiempo delante del espejo, pero aquello le pareció demasiado suave. Algunas veces, lo mejor era no decir nada y dejar que lo dijera todo el gesto de desprecio, que se le daba bastante bien. Ni siquiera tenía que esforzarse en construirlo, parecía salir por sí mismo en cuanto ella empezaba a hablar. No habría debido abrir al ver que era ella quien llamaba a la puerta. Él no tenía coche, así que habría podido fingir que había salido y no estaba en casa. Adolf no aguantaba a aquella mujer, no soportaba que las pocas veces que hablaban intentara ineludiblemente hacer que se sintiera culpable. Si hubiera tenido la más mínima sospecha de lo que iba a pasar después de su brevísima relación de años atrás, se habría quedado en casa la noche en que se conocieron. Recordaba vagamente el nacimiento de Tinna y que el sexo con su madre no fue nada del otro mundo. Había tenido mejor sexo con tías medio inconscientes de tanto beber.

– ¡Ni siquiera me estás escuchando! -exclamó la mujer mirándole con un gesto de desprecio-. Estoy intentando comprobar si estás dispuesto a hablar con el psiquiatra de Tinna. Él quiere hablar contigo pero tú no contestas a sus llamadas. No tienes que hacerlo por mí, si eso es lo que te molesta.

– ¿Qué demonios voy a decirle? Si a Tinna le pasa alguna tontería, será culpa tuya. Tú la criaste -Adolf se encogió de hombros para dejar bien claro lo poco que le afectaba todo aquello-. ¿Y a qué idiota se le ocurrió la brillante idea de mandarla al psiquiatra? No le pasa nada que no pueda arreglarse con una buena comida. Tú deberías darle de comer, seguramente no te vendría mal aprender a cocinar mejor. No me extrañaría lo más mínimo que ella no quiera comer la bazofia que guisas -Adolf no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus cualidades culinarias.

– Siempre he sabido que eras muy corto, pero no me había dado cuenta de que eres un cretino integral -dijo la joven, con las mejillas enrojecidas. Tenía el puño cerrado-. ¿Es que nunca has oído hablar de esa enfermedad? ¿Ni siquiera has tenido unos minutos para entrar en Internet y leer algo sobre lo que está arrastrando a tu hija a la muerte?

– Eso son estupideces -dijo Adolf, que sintió que su voz se había hecho más grave, como le pasaba siempre que se enfadaba de verdad-. Todo el mundo sabe que en Internet te quieren hacer creer que todos los niños están mal de la cabeza. Hay artículos sobre problemas de atención, sobre hiperactividad y a saber qué más, todo para que los especialistas puedan dedicarse a amasar dinero. Tinna está flaca y no come suficiente. A lo mejor es que la dejas ver demasiado la televisión y los pases de modelos.

La mujer dejó escapar un hondo suspiro.

– ¿Querrás hablar con ese hombre por el bien de tu hija o no? -se levantó del sillón y miró a su alrededor. Su gesto de desprecio superó al de Adolf-. Me permito dudar que vaya a servir de nada, y me importa un pito lo que hagas. Al menos podré ir al médico con la conciencia limpia y decirle que te he intentado convencer.

– ¿Qué se piensa que le voy a decir? -preguntó Adolf, frustrado por la ventaja que parecía llevarle la mujer. Hacía mucho tiempo que no recibía a nadie en su casa, aunque no le había dado mucha importancia. Sus amigos iban dejándose ver cada vez menos según se iba acercando el juicio. No querían que les pusieran la etiqueta de violadores. A Adolf le daba totalmente igual, aunque les comprendía. Él haría exactamente lo mismo en su lugar-. ¿Quieres un café? Tengo, si quieres.

Ella le miró extrañada.

– No. No, gracias -se echó el bolso al hombro y desplazó el peso de su delgado cuerpo a la otra pierna-. ¿Vas a hablar con él? -repitió.

Adolf se encogió de hombros, apartó la mirada de la mujer y la fijó en la mesita del tresillo.

– Si supiera de qué quiere hablar, entonces estaría dispuesto a hacerlo. Pero no acabo de comprender para qué va a servir.

– No tengo ni idea de lo que quiere hablar contigo -dijo la mujer; el cansancio se percibía claramente en su voz-. Si lo que te preocupa es que se ponga a psicoanalizarte, puedes estar tranquilo. Que yo sepa, lo único que está intentando hacer es completar la anamnesis.

– ¿La qué? -preguntó Adolf, que no comprendió el término. De pronto le vinieron deseos de ceder y decir que sí…, que se pondría en contacto con el médico ese. Pero no quería. No entendía para qué podía servir aquello y le desagradaban los psiquiatras, los psicólogos y toda esa panda. Esos especialistas le sacaban de quicio sin motivo alguno, y se sentía mal en su presencia.

Ella le miró, evidentemente con muchas ganas de marcharse. Adolf se dio cuenta enseguida de sus intenciones, quería que él dijese que no y que no fuera. Así podría seguir haciéndose la víctima, la pobrecita madre soltera con una hija enferma que no encontraba apoyo ni comprensión en aquel padre irresponsable. La mujer carraspeó incómoda, como si se hubiera dado cuenta de que él había conseguido adivinar sus verdaderas intenciones. O a lo mejor lo que veía en los ojos de ella no era sino cansancio y rendición inminente.

– La anamnesis, una historia de la salud de Tinna, cómo era antes de caer en las garras de la enfermedad. Por si te sirve, yo he hablado con ese hombre más de una vez y es de lo más normal; hablar con él no resulta nada desagradable. Creen que Tinna está más enferma de lo que pensaban al principio…, que en el fondo tiene una enfermedad mental más seria -miró a Adolf por un momento y cerró la cremallera de su chaquetón barato, que no le sentaba demasiado bien-. Médicos como él te podrían responder tus preguntas sobre la anorexia y las demás enfermedades, si tienes algo que preguntar. Te puede ser de gran ayuda.

Adolf asintió mientras reflexionaba sobre la mejor forma de responder. No creía en absoluto en la anorexia, y mucho menos en esas otras enfermedades nuevas. Miró a la madre de su hija, que estaba tan delgada y con el rostro tan consumido que parecía mucho mayor de lo que era. Nadie decía que ella estuviera enferma. Tinna, sencillamente, había heredado la complexión de su madre, y encima era de lo más impresionable. En la prensa salían muchos artículos sobre el influjo de la delgadez de muchas modelos y actrices sobre las niñas, y Tinna estaba bajo la influencia de esas imágenes. Cuando creciera se daría cuenta de lo que pasaba y todo se arreglaría.

– Yo no tengo nada que preguntar sobre esa enfermedad -dijo. No pensaba decir «enfermedad» de ninguna de las maneras, pero lo hizo.

– Está enferma -dijo la mujer, abatida-. Eres un imbécil, Adolf. Un imbécil de marca mayor, por si no lo sabes.

Aquello le puso furioso. Esa mujer, siempre igual. Para ella nada era nunca lo bastante bueno, nada le parecía bien, todo la molestaba. Él era un imbécil y ella un ángel con forma humana.

– A lo mejor eres tú la imbécil por dejar a mi hija en manos de los médicos sin ningún motivo. La imbécil eres tú, no yo.

Ella se quedó mirándole durante un buen rato. Por un instante, Adolf creyó que la joven se iba a echar a llorar, pero en vez de eso sacudió la cabeza en una especie de gesto de rendición y le hizo un débil saludo de despedida con la mano.

– Me voy -se dio media vuelta y se marchó sin volverse a mirarle.

Adolf se levantó y la siguió. La última palabra la había pronunciado él, y sin embargo no se sentía vencedor. Eso era intolerable, necesitaba todas las pequeñas victorias posibles hasta el juicio si quería aguantarlo sin derrumbarse.

– ¿Así que reconoces que eres una imbécil? -le dijo a la mujer, que en ese momento se acercaba tranquilamente a la puerta de la calle. Adolf habría preferido que caminara más deprisa, eso demostraría su superioridad sobre ella.

Ella se detuvo en seco, pero no se volvió. Su voz era fría.

– Adolf -dijo-, tu hija está en estos momentos en una planta cerrada y vigilada después de hacerse daño ella misma de tal forma que no se puede estar tranquilo si se la deja sola. Si pudieras hablar con el médico, sería estupendo; si no, pues vale. Se llama Ferdinand. A lo mejor tú puedes decirle quién es esa Alda de la que Tinna no para de hablar. Yo no conozco a nadie que se llame así, e imagino que será una de tus amigas.

– ¿Qué sabe ella de Alda? -preguntó Adolf, sin reconocer su propia voz-. No tiene por qué saber nada de Alda.

– Yo no tengo la menor idea de quién es esa mujer -respondió cansinamente la madre de su hija-. De modo que si Tinna la conoce, tiene que ser por ti. La tiene fija en la cabeza y no para de decir que ella sabe quién estuvo en su casa -luego se volvió y le miró-. Supongo que se referirá a ti, pero está con tanta medicación que no consigo entenderla -la mujer se volvió y cogió el pomo de la puerta de la calle.

Adolf respiró hondo. Intentó asegurarse a sí mismo que no tenía por qué preocuparse, y que por lo menos podría hablar con la niña para que dejara de mencionar a Alda. Le diría que eso podía ser muy malo para él, y que a fin de cuentas él era su padre. La niña lo comprendería. Ahora tendría que pensar en otra cosa.

– ¿Qué le pasó a Tinna? -preguntó. Había sucedido algo realmente malo. Lo percibió mientras miraba fijamente la espalda de la joven.

Los hombros de la mujer descendieron, pero no se dio la vuelta.

– Pillaron a Tinna cuando se estaba cortando.

Adolf no comprendió.

– ¿Cortándose? ¿Quería suicidarse?

– No -respondió la mujer, negándose a oír aquellas palabras-. Iba a comerse su propia carne. Las calorías que tenía ya las había consumido, de modo que no contaban -el nudo que se le había hecho en la garganta le dificultaba el habla-. A diferencia de la carne que viene de fuera.

La mujer volvió a cobrar ánimos y se irguió. Abrió la puerta exterior, salió y cerró. Allí se quedó Adolf boquiabierto y sin saber si echar a correr detrás de ella. Evidentemente, Tinna estaba más enferma de lo que él había pensado. Se maldijo a sí mismo por no haber preguntado siquiera cómo se llamaba la enfermedad que tenía, además de la anorexia. Se dio cuenta de quién era el imbécil esta vez.

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