Capítulo 25

Sábado, 21 de julio de 2007

La barca zarpó del muelle y Þóra agitó la mano para saludar a dos chicos que nadaban en el puerto vestidos con trajes de neopreno. Uno devolvió el saludo pero el otro, que parecía unos cuantos años mayor, hizo como que no veía a Þóra y siguió nadando hacia una barquita que abandonaba el puerto al mismo tiempo que Þóra, Bella y su guía.

– ¿No está prohibido cazar frailecillos ahora? -preguntó Þóra al hombre que llevaba el timón y que estaba repleto de huellas de su larga vida al aire libre al ver la red de cazar frailecillos que llevaban en el otro barco-. En algún sitio he visto que hubo problemas con las puestas durante tres años seguidos -añadió como si fuera toda una lugareña.

– Sí, sí -dijo el hombre, como sin darle importancia-. No hay prohibición, solo una recomendación. Se puede cazar para comer sin dañar los nidos.

– ¿Y esos hombres van a eso? -preguntó Þóra señalando la barquita que en aquellos momentos les adelantaba a gran velocidad.

Paddi «Garfio» saludó con la mano a los tres hombres, que también levantaron las manos. Ninguno de ellos sonrió ni hizo ningún otro gesto. Þóra observó a Paddi al timón; miraba fijamente la embocadura del puerto, al frente. Había respirado más tranquila al verle a la hora convenida y comprobar que sus manos estaban intactas, pues había estado dándole vueltas a la razón por la que le llamaban «Garfio». Pasaron por delante del acantilado Heimaklettur y vieron a un joven sentado en el mismo borde, a muchas decenas de metros por encima de ellos. Estaba rodeado de frailecillos muertos. A su lado había una red y una bandera amarilla clavada en un montículo de hierba delante de él. Todo alrededor estaba lleno de frailecillos.

– ¿Qué bandera es esa? -preguntó Þóra, confiando en que no sería un aviso de peligro.

– El frailecillo es curioso por naturaleza -respondió Paddi «Garfio» después de echar un vistazo a lo que Þóra le estaba señalando-. Quiere ver la bandera, de modo que esta le facilita la caza al muchacho.

– ¿Tiene una familia muy grande? -preguntó Þóra, extrañada por la gran cantidad de aves que yacían como pequeños tocones alrededor del joven cazador.

– Al colocar así a los pájaros muertos, atrae a los que están aún volando -respondió Paddi, sin prestar atención alguna a la extrañeza de Þóra por la cantidad de frailecillos-. No entienden lo que les ha pasado a sus compañeros y creen que no hay peligro alguno si se acercan.

Þóra optó por no seguir preguntando más por la caza del frailecillo. Se daba cuenta de que aquel hombre la consideraba una típica urbanita de Reikiavik que no sabía nada de la caza y que pretendía hacerse la lista. Y no dejaba de tener razón, también Þóra se sentía muy molesta cuando unos extranjeros defensores de las ballenas se ponían a opinar sobre las que pescaban los islandeses. No quería dar más motivos al capitán para que pensara así de ella, de modo que observó en silencio al muchacho del acantilado, que movía la red en círculo por encima de su cabeza. Þóra sonrió cuando el frailecillo al que intentaba cazar se escapó por un pelo y continuó su torpe vuelo. Ella estaba de parte del frailecillo, tenía un aspecto muy amigable, era mal volador y parecía tener un carácter fuerte. En el librito que Þóra se había entretenido en leer mientras esperaba a que Bella se cambiara de ropa, explicaban que el frailecillo elegía pareja para toda la vida. En otoño, cada uno de los miembros de la pareja seguía su propio camino, pero el macho regresaba unas semanas antes que la hembra. A Þóra le resultó especialmente simpático que el macho aprovechara el tiempo para limpiar el agujero que servía de nido a la pareja y dejarlo en perfecto estado para la llegada de su esposa. Y cuando todo estaba que parecía el palacio de una reina, se situaba en la entrada del agujero a esperar a su hembra. Tampoco le disgustó a Þóra que si la hembra no aparecía el macho tomara una nueva esposa, a la que dejaba sin dudarlo si la primera volvía a aparecer.

– ¿Nos vamos a internar mucho en el mar? -preguntó Þóra cuando salieron de la bocana del puerto.

– Si queréis pescar algo, tendremos que alejarnos un poco de la costa -dijo Paddi, que parecía estar oteando la superficie del mar como esperando que los caladeros le indicasen el mejor sitio.

– En realidad no sufriré lo más mínimo aunque no pesquemos nada -refunfuñó Bella-. Yo no como pescado. Me resulta desagradable -Þóra se volvió hacia Bella y carraspeó para darle a entender que tenían que ganarse a aquel hombre y que ese no era el mejor camino. Bella clavó sus ojos en los de Þóra y añadió-: Pero el frailecillo me encanta -Þóra respiró aliviada.

Paddi «Garfio» farfulló algo incomprensible y siguió paseando la vista por el mar en calma. El tiempo era todo lo bueno que podía ser. Los rayos de sol se reflejaban en la tranquila superficie del mar, que se convertía así en un deslumbrante mar de luz.

Paddi detuvo la embarcación al lado de Bjarnaey. En las elevadas paredes del acantilado derruidas por el mar se veían cables a los que se sujetaban los que trepaban hasta la zona herbosa en lo más alto de la isla, en la que había una pintoresca cabaña de pescadores. Þóra no era capaz de imaginar nada que la hiciera a ella escalar hasta allí arriba. Aunque, al menos, estaba claro que si subía tendría un sitio donde quedarse a vivir. Porque bajar era algo que jamás conseguiría hacer.

– Probemos aquí -dijo el anciano marino, que se secó las manos en su ajado pantalón vaquero-. Aquí podemos sacar algo.

Un grupo de gaviotas que había estado revoloteando alrededor del barco descendió hasta posarse en el mar. Las olas las mecían. Obviamente, esperaban tener pronto algo que echarse al pico.

– Bueno, empieza la gran pesca -dijo Paddi indicándoles que bajaran a la cubierta, en la que había unas cañas grandes y fuertes instaladas al lado de un tonel sin tapa. Paddi le entregó a cada una un cinturón de cuero con un soporte para la caña y las ayudó a ajustárselo. Afortunadamente, el cinturón le cupo a Bella. Aunque no resultó nada fácil, la joven aguantó con estoicismo y sin enrojecer todas las maniobras de Paddi para ponérselo. Les explicó lo que tenían que hacer y después se ajustó también él un cinturón y se situó al lado de ellas.

– Tenéis que aseguraros de que el sedal llegue hasta el fondo -dijo, sorbiendo por la nariz-. Allí está el pescado -continuó mirando con ojos escrutadores los movimientos de las dos mujeres. Las gafas de sol de Þóra se le habían bajado a la nariz pero no se atrevía a quitar una mano de la caña para colocárselas en su sitio por miedo a que se le cayeran al mar.

Aunque sin decir nada, Þóra confiaba en que ningún pez picara su anzuelo, y por eso intentó evitar que el sedal cayera hasta el fondo, como había recomendado Paddi. En realidad no tenía ni idea de dónde se había quedado el sedal. Igual podía haber aterrizado en pleno fondo, en medio de un banco de peces que estaban decidiendo en aquel mismo instante si sería peligroso picar el anzuelo. Þóra volvió la vista hacia Heimaey. El nuevo campo de lava se veía espléndidamente.

– Debió de ser terrible -dijo, dirigiéndose a Paddi.

– ¿Te refieres a la erupción? -dijo Paddi. Su caña se movió un poco y él empezó a recoger el hilo tranquilamente.

– Sí -dijo Þóra echando la caña torpemente hacia atrás y de nuevo hacia delante por encima de la borda, como les había enseñado Paddi-. ¿Tú vivías aquí entonces?

– Sí, siempre he vivido aquí -respondió el hombre, que seguía recogiendo el sedal-. Fue magnífico.

Þóra no comprendía la intención con que podía haber usado aquella palabra.

– ¿Qué te llevaste tú de tu casa la noche de la erupción? -preguntó por simple curiosidad. ¿Qué podría querer llevarse un hombre como aquel? ¿Una caña de pescar o una botella de sucedáneo de whisky?

– Me llevé a la mujer -respondió Paddi tensando el hilo-. Lo que no estuvo nada mal, porque mi casa fue de las primeras que desaparecieron bajo la lava. Me las habría visto y deseado para encontrar una nueva -se inclinó hacia delante e hizo girar el carrete con todas sus fuerzas. En el sedal había dos eglefinos. Paddi soltó los anzuelos y arrojó al tonel los peces, que no dejaban de revolverse. Þóra y Bella miraron fijamente el barril y escucharon el golpeteo que procedía de él. Las dos habían imaginado que el hombre atontaría a los peces dándoles un golpe, en vez de dejarlos sufrir una muerte lenta en el barril. Paddi se secó las manos en una toalla medio rota que estaba atada a la barandilla y luego se volvió hacia las mujeres, que no apartaban los ojos del barril, asombradas.

– Tenéis que agarrar con más fuerza -dijo entonces, y fue hacia ellas, que empezaron a esforzarse un poquitín en adoptar la postura correcta-. No queremos que sea yo quien lo haga todo.

Bella soltó un grito cuando de pronto su sedal se tensó.

– Tengo un pez -gritó como si quisiera que la oyeran los posibles ocupantes de la vieja cabaña de pescadores, muchos metros por encima de ellos-. ¿Qué hago?

El anciano fue hacia ella. Tenía las piernas tan curvadas que el barril del pescado habría podido acomodarse entre ellas. Ayudó paternalmente a Bella a sacar el pez. Era una gallineta, tan pequeña que apenas habría podido servir de aperitivo para una sola persona. Las gaviotas se pusieron a chillar, expectantes porque ahora tendrían por fin algo que hacer.

– ¿No podemos soltarlo? -preguntó Bella con rostro suplicante-. Es como muy pequeño, pobrecito -se compadecía del pobre pez que colgaba del anzuelo-. ¿La herida es demasiado grande como para que pueda sobrevivir?

– No, no -dijo Paddi tranquilamente mientras se ponía unos guantes de goma para soltar el pez. Þóra recordó que las gallinetas podían ser tóxicas si entraban en contacto con una herida abierta. No tenía ni idea de si el tóxico se encontraba dentro del pez, pero en vista del cuidado con el que Paddi lo cogió, debía de estar en la piel. Paddi levantó el pez boqueante-. ¿Lo suelto? Vosotras diréis.

Þóra y Bella movieron la cabeza al unísono en señal de asentimiento y observaron contentas a Paddi lanzar el pez con fuerza por la borda. En lugar de sumergirse y alejarse, el pez se quedó flotando de costado. Con las aletas que quedaban hacia arriba hacía como si quisiera nadar.

– ¿Por qué no se sumerge? -preguntó Þóra intentando guardar la calma-. ¿Está más herido de lo que creías? -se sintió furiosa con el hombre.

– ¡Ay! -dijo Paddi sin que pareciera molesto en absoluto-. Es un pez de aguas profundas y cuando se aleja del fondo se llena de aire. No puede hundirse. Lo olvidé. Estaría mejor en el barril.

– ¿Cómo pudiste olvidarlo? -preguntó Þóra con un chillido.

– No tengo mucha costumbre de soltar lo que pesco, querida señora -respondió Paddi, molesto. Þóra no llegó a ver claro si su enfado iba dirigido contra ella o contra él mismo.

Las gaviotas rodearon al pobre pez, que seguía de lado e intentaba nadar con las aletas que quedaban por encima de la superficie del mar. Se aproximaron. Þóra era incapaz de no mirar lo que pasaba, aunque no tenía el más mínimo deseo de ser espectadora de lo que estaba a punto de suceder. Sintió un malestar y en ese momento recordó la bebida que había tomado en el bar. De repente notó el efecto del movimiento de la barca y el olor de los cadáveres del tonel. Cerró los ojos, respiró por la boca y se sintió algo mejor. La náusea volvió en cuanto abrió los ojos de nuevo y vio que el pez seguía aún en una larga lucha por su vida, perdida de antemano. Una de las gaviotas alargó el cuello y le dio un picotazo en el costado. Los tres estaban mirando uno al lado del otro, sin decir nada.

Þóra lamentaba no haberse sabido comportar cuando sacaron el pez, o no tener una red de frailecillos para volverlo a coger. De repente, todas las gaviotas se arrojaron sobre la gallineta y comenzó un festín enloquecido. Se vio a la gallineta agitarse aún un rato pero finalmente murió, para alivio de Þóra. Cuando las gaviotas alzaron el vuelo de nuevo, ahítas y contentas, no quedaba prácticamente nada del pez. Paddi se volvió a mirar a Þóra y luego a Bella, observó preocupado su mueca de horror y preguntó:

– ¿Estáis seguras de que os gusta la pesca con caña? Podemos transformar esto sin problema ninguno en un paseo turístico, si preferís.

– Quizá sea lo mejor -respondió Þóra, mientras Bella asentía con la cabeza-. No somos buenas pescadoras, desde luego -sonrió a Paddi-. Mejor llévanos a dar un paseo turístico. En realidad, nuestro objetivo principal era hacerte unas preguntas. Nos han dicho que tú eres uno de los que más sabe sobre la vida de la gente en la isla.

– Comprendo -dijo el hombre, que parecía extrañado-. ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?

– No podía hacerte perder una excursión, y pensé que podríamos juntar las dos cosas, pesca y charla.

Acordaron ir a un punto desde el que se ofrecía una vista espléndida, y Paddi se puso en marcha hacia allá.

– Imagino que habrás oído lo de los cadáveres que encontraron en un sótano -dijo Þóra-. Yo trabajo para Markús Magnusson, que por desgracia se ha visto involucrado en el caso.

– Lo sé -dijo Paddi sin mirar a Þóra-. Esta ciudad no es nada grande y cuando esas cosas salen en las noticias, todo el mundo las sigue, incluyéndome a mí.

– Entonces quizá sabes también que Alda Þorgeirsdóttir fue presuntamente asesinada, y que se sospecha de Markús.

Se oyó rezongar al anciano.

– La policía de Reikiavik no sabe ni dónde tiene la cabeza si piensan que Markús ha sido capaz de hacerle algún daño a Alda -dijo-. El muchacho bebía los vientos por ella en los viejos tiempos, y aunque yo nunca me he metido en las cuestiones amorosas de los jóvenes, eso no le pasaba desapercibido a nadie. Excepto a Alda, quizá. Más aún, Guðni, el poli, dice que la detención es una estupidez y que en la investigación ha habido toda una serie de meteduras de pata.

Aunque Þóra se alegró de oír la opinión de Paddi sobre el caso, no buscaba testigos sobre la personalidad de Markús, así que le preguntó:

– ¿Has pensado en quiénes podían ser los hombres del sótano? Parece bastante claro que se trata de extranjeros.

– Sí, ingleses, según tengo entendido -respondió Paddi. No cabía duda alguna de que las noticias se habían extendido por toda la ciudad-. Aquí no había ingleses la noche de la erupción, si es eso lo que me quieres preguntar.

– ¿Y un poco antes? -preguntó Þóra-. ¿Algunos que hubieran podido desaparecer y que la gente pensara que ya se habían marchado? Cuando alguien desaparece, lo primero que suele pensar la gente no es precisamente que se lo hayan cargado. Sobre todo si se trata de un grupo entero de personas.

– Hubo unos pocos extranjeros en la isla algo así como una semana antes de la erupción -dijo Paddi-. Pero ya se habían ido cuando empezó aquel horror. Se fueron bastante antes.

– ¿Estás seguro? -dijo Þóra-. A lo mejor no se fueron muy lejos, quizá solo hasta un sótano de Suðurvegur, ¿no crees?

– No, no -dijo Paddi y les señaló con el dedo un alcatraz que alzó el vuelo desde el mar al acercarse la embarcación-. Yo les vi marcharse. Eran unos locos. Salieron al mar con un tiempo bastante malo. Era un barcucho en bastante mal estado, y yo habría preferido que lo arreglaran un poco antes de salir. Por eso los miré mientras salían. Pero lo que está claro es que se fueron.

– Eso no me lo ha mencionado nadie, y he preguntado a bastante gente -dijo Þóra, extrañada-. ¿Será porque tienes mejor memoria que los otros o hay algo más detrás de ese asunto?

Paddi se dio la vuelta y le sonrió.

– Claro que la gente olvida las cosas -dijo-. Pero en este caso no es ese el motivo, sino solo el simple hecho de que el yate ese estuvo aquí muy poco tiempo. Llegó al anochecer y volvió a salir por la mañana temprano, sin que casi nadie se percatara de su presencia.

– Pero tú sí que lo viste, ¿no? -preguntó Þóra.

– Sí, yo estaba siempre con un pie en el puerto -respondió Paddi-. Entonces, y en realidad ahora también. Eso ha cambiado muy poco. Mi mujer andaba siempre con que deberíamos coger un buldózer y llevarnos la casa hasta ahí abajo empujando, así me ahorraría los paseos -miró al cielo-: Bendita sea su memoria -y continuó hablando, para gran alivio de Þóra, que nunca sabía qué decir en esos casos-. Estaba allí sin hacer nada en especial, saliendo de una motora, cuando el yate aquel entró al puerto. Los hombres me soltaron algo en extranjero y aunque no comprendí nada, me pude dar cuenta de que preguntaban por un sitio para amarrar. Les indiqué un sitio vacío, y ya está.

– ¿Sabes cuántos eran, o de dónde eran? -preguntó Þóra.

Paddi «Garfio» sacudió la cabeza.

– Ingleses de mierda, creo -respondió-. Vi a dos de ellos pero podía haber más gente a bordo, porque era un yate de buen porte.

– ¿Y a qué hora les viste salir para que no hubiera nadie más que tú? ¿A media noche? -preguntó Þóra.

– No, cariño -dijo Paddi-. Entraron aquí a capear lo peor del temporal, porque el yate no estaba en demasiado buen estado. Si hubiera podido hablar con ellos en islandés, como con todo el mundo, les habría advertido que aquí podíamos encargarnos de las reparaciones esenciales. Pero no hubo forma, de modo que me levanté de madrugada y por la ventana de la cocina vi que el velero estaba zarpando. Aunque fuera estaba oscuro, no cabía duda alguna de que eran ellos, porque el puerto estaba iluminado. Vi que era su yate el que se marchaba. No hay duda de que se fueron.

– ¿Te acuerdas de cómo se llamaba el yate? -preguntó Þóra.

– No, no lo recuerdo -respondió Paddi evitando la mirada de Þóra-. No leo demasiado bien, tengo que confesarlo. No es que haya tenido mucha importancia en los años de mi vida, me va más trabajar con las manos, y además muchas veces es mejor que lo que se aprende en los libros no te complique la vida.

Þóra le sonrió.

– Pero buena memoria sí que tienes -le dijo-. ¿Cómo puedes recordar todo eso, por ejemplo? Tienen que haber salido del puerto muchísimos barcos, ¿qué había de especial en aquel yate en particular?

– Hombre, de especial no tenía mucho, era precioso y eso, pero en nuestro puerto ha habido barcos mejores y más grandes -volvió a mirar al frente, por encima del timón-. Si recuerdo eso con tanta claridad es por lo que sucedió a la mañana siguiente, cuando Tolli se encontró la sangre en el puerto, justo donde había estado amarrado el yate.

Þóra aparentó tranquilidad, pero aquello le hizo sentirse intrigada.

– Calculo que te refieres al fin de semana de antes de la erupción, ¿no? -preguntó Þóra-. He oído hablar de la sangre, pero entre lo que me contaron no había nada de ningún barco en el lugar donde apareció la sangre -prefirió no decirle cuál era su fuente, pues no tenía la menor gana de explicarle que Bella y ella habían estado espiando los documentos de Guðni.

– Eso es porque solo yo sabía que el yate había estado amarrado allí-respondió Paddi-. Cuando me fui estaba allí, sin ninguna duda, pero por algún motivo lo cambiaron de sitio, hasta un lugar algo más aislado. Les vi zarpar pero nunca he podido entender qué les llevó a cambiarlo de sitio. A lo mejor, el mar estaba más agitado en el sitio que les indiqué yo.

– ¿Le hablaste a alguien del yate ese? -preguntó Þóra, extrañada de que esos detalles no figurasen en el informe de Guðni, si bien era perfectamente posible que su secretaria y ella lo hubieran pasado por alto a causa de las prisas.

– No, realmente no -respondió Paddi-. Sin duda lo habría hecho sin problema alguno, pero entonces llegó la erupción y uno tuvo otras cosas a que atender. Nadie me preguntó, de manera que tuve la sensación de que esa información podría ser perjudicial para alguien. Así que decidí esperar a ver, y la naturaleza me resolvió la papeleta. Claro que debo reconocer que cuando encontraron esos cuerpos en casa de Maggi, la cabeza se me ha ido a la sangre del muelle, y tengo la sensación de que no soy el único.

– ¿Te refieres al guarda del puerto que descubrió el charco de sangre? -preguntó Þóra.

– No, ese murió hace muchos años, el pobre viejo -respondió Paddi-. Pensaba, entre otros, en Guðni, el poli, y en toda la gente de la ciudad que bajó a ver aquello con sus propios ojos. Nunca se ve esa cantidad de sangre en un muelle después de un atraque.

Þóra reflexionó un instante y dijo:

– Supongo que sabrás quién era Daði. Se le vio andando por allí esa mañana. ¿Crees que puede haber tenido algo que ver con la sangre?

– Ese cretino -dijo Paddi, sin intentar disimular su opinión sobre aquel hombre-. Puede ser, aunque lo dudo. Daði era un gallina y no le iban las grandes hazañas, y además no creo que fuera capaz de hacerle daño a una mosca. Era una porquería de isleño, y es que su padre no era de ninguna familia de aquí.

– ¿De modo que dijo la verdad cuando contó que no sabía nada sobre la sangre? -preguntó Þóra.

– Yo no he dicho eso. Sin duda sabía más de lo que reconoció -dijo Paddi-. Pero desde luego no era el único al que vieron por ahí. Aunque él fue el único de los que le hablaron a la policía.

– ¿Y eso? -preguntó Þóra extrañada-. ¿Había más gente allí? ¿Y por qué lo mantuvieron en secreto?

– Tendría que dejar claras un par de cosas antes de seguir, para evitar malentendidos -dijo Paddi-. Maggi, el padre de Leifur y Markús, era un tipo estupendo. Era todo un trabajador de la vieja escuela, que no se amilanaba ante nada y que trabajaba como una bestia para los suyos. Se ganó a pulso lo que tenía, y que yo sepa aquí no debe de haber nadie que piense mal de él. Leifur también es un tipo estupendo, pero a Markús solo le conocí de niño y por entonces era de lo mejorcito, bastante reservado y un tanto fresco, pero muy simpático.

– ¿Pero? -preguntó Þóra-. Esas alabanzas siempre van seguidas de algún «pero».

Paddi volvió a sonreírle.

– Pero -dijo sin asomo de burla en la voz- cuando Maggi enfermó y perdió la razón… todos conocen su estado, aunque Leifur intenta mantenerlo en secreto, Leifur se hizo cargo de la dirección de la empresa y la gente está cada vez más preocupada por el futuro. La esposa de Leifur no tiene ningún interés por la empresa y quiere vivir en cualquier sitio antes que en Heimaey. Si se van a vivir fuera, venderán la empresa y los únicos que tienen posibles para comprarla son otros grandes dueños de cuotas de pesca. Y entonces se llevarán las licencias a cualquier sitio con más facilidades para la pesca. Así que, en cierto modo, Leifur tiene la sartén por el mango en la isla, y todos bailan a su alrededor por miedo a molestarle. En realidad hay más personas de las que todos dependemos, pero él es el único que parece casi a punto de marcharse.

– Comprendo -dijo Þóra. Sabía que el temor de los lugareños no carecía de justificación… En una sociedad tan pequeña, hasta el último puesto de trabajo era esencial-. ¿Y tú crees que Leifur se aprovecha de la situación para que no se comenten ciertas cosas? -estaba casi segura de que Magnús era uno de los hombres a los que vieron por el puerto la noche en cuestión.

– No -dijo Paddi-. Estoy seguro de que no hace tal cosa. Leifur es en cierto modo un simple, como yo, y piensa poco en las cosas con las que especulan los demás. Él se limita a ir a lo suyo y le basta con que todo le vaya bien y con no tener mucha oposición a sus proyectos. Pero me temo que si las cosas siguen así, empezará a creerse que es alguien importante -Paddi acercó la embarcación a Heimaey y les señaló la lava reciente; daba una fuerte impresión pensar en el poco tiempo que había pasado desde que salió del volcán-. El problema es que la gente se pondrá a pensar qué será más conveniente para Leifur y su hermano, y qué conviene decir y qué conviene callar. Prácticamente toda la gente de Heimaey dirá única y exclusivamente lo que crea que puede favorecer a los hermanos. Si eso es razonable o no es otro cantar. A lo mejor, callan precisamente lo que sería favorable y parlotean como tontos de cosas que podrían empeorar la situación de los hermanos, sin darse ni cuenta.

– ¿Y tú? -preguntó Þóra-. ¿Tú no formas parte del grupo? Tienes que amar este lugar y querer lo mejor para él.

Paddi chasqueó la lengua.

– Yo es que soy de los que nunca intentan huir de lo inevitable. Es como pretender asustar a un fantasma. La empresa de Maggi cambiará de dueños. Quizá no hoy ni mañana, ni mientras Leifur siga con ganas de trabajar. Pero la tarde misma del día en que sus chicos la hereden, venderán la empresa. Eso está bien claro. Su vocación está en otras partes, y de nada sirve pelear contra eso.

– Pero ¿por qué nadie menciona la sangre, si hay tantos que ya han sumado dos y dos? No comprendo cómo pueden pensar que esa historia pueda perjudicar a Markús, por no hablar de Leifur -dijo Þóra, porque quería oírle mencionar el nombre de Magnús. Tenía la vaga sospecha de que explicaría la historia de forma bastante imprecisa, pero que le permitiría a ella leer entre líneas.

– Que quede bien claro que a la gente Markús le importa un pito. En este caso ellos y Leifur están en el mismo barco y a él le viene muy bien. Pero si encarcelan a Markús, Leifur irá a visitarle y quizá pase más tiempo en tierra firme. Una cosa llevará a la otra y, al final, Leifur se marchará -Paddi miró a Þóra-. Ya sabes lo que quiero decir -Þóra asintió con la cabeza-. Ni Markús ni Leifur estaban entre las personas que vieron por el puerto, pero su padre sí -Paddi se puso una mano sobre los ojos para protegerse del sol-. Y encima ya no son muchos, porque cada vez desaparecen más de los que podrían recordarlo. Ninguno de nosotros es ya un mozalbete.

– Pero que vieran por allí a Magnús no quiere decir que tuviera nada que ver con la sangre -dijo Þóra, que había perdido el hilo.

Paddi dejó escapar un bufido.

– Puede ser, pero eso era lo que opinaba la gente entonces, y no ha cambiado en absoluto -se encogió de hombros-. El que lanzó la historia era el mismo que le habló de Daði a la policía. Era un vejestorio medio tonto -dijo Paddi y sonrió, dejando ver una dentadura en bastante mal estado-. Igual que yo ahora. Andaba dando un garbeo por allí en plena noche y se encontró con dos tipos, Daði y Magnús, que estaban en animada charla. Cuando se dieron cuenta de su presencia se pusieron la mar de serios y se fueron cada uno por su lado. El vejestorio se extrañó de que ni siquiera le saludaran, pero no fue hasta la madrugada cuando se dio cuenta de la relación. No se había percatado de la presencia de la sangre y solo se enteró cuando vio a la gente apiñada en el puerto para presenciar lo que hacía la policía.

– ¿Y cómo es que ese anciano no dijo nada de Magnús pero informó a la policía de su encuentro con Daði? -preguntó Þóra.

– Eso es más que evidente -dijo Paddi, haciendo que la barca describiera un amplio arco-. Magnús les caía bien a todos, y el vejestorio ese no era ninguna excepción. En cambio, Daði no le caía bien a nadie, de modo que supongo que al buen hombre no le pareció mal hablar de él. Así podía llamar la atención solo sobre Daði, que además ni siquiera era del todo de aquí, y que encima no gozaba del aprecio de la gente de la ciudad.

– De modo que, según me has contado, a la policía le dijo una cosa y al resto de la ciudad, otra -afirmó Þóra-. Esta ciudad es pequeña. Al final, la historia tiene que haber llegado a oídos de las autoridades.

Paddi miró a Þóra como si fuera una niña retrasada.

– En circunstancias normales, habría pasado eso, claro -dijo Paddi enderezando el curso del barco-. Llegó la erupción unos días después y todos los que vivían en Heimaey se desperdigaron por todas partes. Los que se quedaron tenían cosas más importantes de las que ocuparse que de una mancha de sangre en el muelle. Luego, otro hombre salió con que creía haber visto a Daði entrando en el puerto en una barca de goma aquella misma noche, pero todos estuvieron de acuerdo en que esa historia se la había inventado para llamar la atención y jugar a ser policía -miró a Þóra-. Pero ¿sabes lo que nunca he podido entender? -preguntó sin intención de que le respondiera-. Por qué un gilipollas como Daði, que lo era de verdad, no denunció a Magnús cuando la policía habló con él. Si él no había estado cerca de la sangre, habría podido contarles que estuvieron los dos juntos, y explicar además por qué se andaban con tanto disimulo. Y está también la otra posibilidad, que Daði estuviera metido en el asunto, aunque entonces todo el caso resulta incomprensible. Si los dos actuaron juntos, Daði habría denunciado a Magnús a la policía, sin duda. Y Magnús habría confirmado que Daði tenía las manos bien limpias, o habría caído con él. Y como el imbécil de Daði era un canalla, se habría quedado tan contento -Paddi miró a Þóra a los ojos-. De forma que queda la pregunta: ¿por qué no le dijo Daði a la policía que iba con Magnús?

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