Capítulo 35

Martes, 24 de julio de 2007

Adolf había nacido el 27 de octubre de 1973. Era fácil calcular que fue concebido en algún momento en torno a la erupción de enero. Pero ¿cómo se le había ocurrido a Alda decir que era su madre? Al terminar la reunión con Svala y Adolf, Þóra llamó inmediatamente a Litla-Hraun con la esperanza de que Markús pudiera explicarle algo sobre el origen de Adolf. Cuando le contó la historia, Þóra no logró entender el sentido de su respuesta. Markús negó que existiera la más mínima posibilidad de tal cosa, aunque reconoció que Alda estuvo desaparecida aproximadamente el tiempo que habría correspondido a la gestación, algo más, porque no se la vio durante un año aproximadamente. Se mostró escandalizado por «esos chismorreos» y preguntó a quién se le había ocurrido que Alda se lo habría mantenido en secreto a él. Þóra no estaba igual de convencida, y sabía que por lo menos había una persona que tenía que conocer la verdad del asunto: la madre de Alda. De modo que se apresuró a terminar la llamada con Markús, aunque no sin asegurarle que se verían antes del comienzo de la vista en el tribunal para decidir sobre la prórroga de la prisión provisional. Þóra añadió que pensaba que todo parecía indicar que la decisión sería a favor suyo. Markús estaba claramente nervioso y con ganas de seguir hablando, pero finalmente Þóra consiguió tranquilizarle y terminar la conversación.

Antes de intentar localizar a la madre de Alda, tenía que aclarar algo. ¿Era posible que Alda hubiera tenido un hijo si el informe de la autopsia decía que no había dado a luz? Þóra llamó a Hannes. Mientras marcaba el número, sonrió. Era la segunda llamada telefónica seguida desde el divorcio en la que no iban a hablar de los niños, y eso era todo un récord.

– Hola, Hannes -le dijo cuando, por fin, respondió-. Sé que estás trabajando, así que seré muy breve. ¿Puede haber tenido una mujer un niño si en el informe de la autopsia dice que no ha dado a luz?

Tras una prolongada introducción, Hannes explicó lo que interesaba a Þóra. La autopsia ponía de manifiesto si un niño había venido al mundo por la vía natural, es decir, se analizaban la vagina y otros órganos reproductores de la mujer, sobre todo si la muerte no se había producido por causas naturales. La mujer podía haber tenido un hijo sin que hubieran quedado señales de ello en la vagina, porque el nacimiento podía haberse producido por cesárea. Las huellas de esta se encontrarían en el vientre y el útero.

– No había nada sobre cicatrices de una cesárea -dijo Þóra-. También es verdad que se había sometido a una reducción de abdomen. ¿Es posible que esa operación borre las cicatrices?

Hannes dijo que no era especialista en medicina forense ni en cirugía plástica, pero que creía que las cicatrices de una cesárea sí que podrían haber desaparecido con la intervención. Dijo, por otro lado, que no entendía cómo no habían visto nada en el útero.

– ¿Es posible que, sencillamente, el médico no se hubiera fijado en eso? -preguntó Þóra-. El objetivo de la autopsia no era averiguar si había tenido hijos. Además, había tres cadáveres y una cabeza esperando, de modo que tenía mucho que hacer.

Hannes se negó a pronunciarse sobre este particular, por mucho que le insistió Þóra. Así que se despidió. Pero estaba claro que no se podía excluir del todo que Alda hubiera tenido un hijo, de modo que decidió hacer lo posible por hablar con la madre de Alda. Si Adolf era hijo suyo, se explicaría por qué se tomó tanto interés personal por la violación en la que estaba involucrado, y por qué guardaba una foto suya en la mesa.

Su única esperanza de conseguir hablar de nuevo con la madre de Alda era a través de la hermana de la difunta, Jóhanna. Con toda seguridad, la anciana no estaría dispuesta a hablar con la abogada del sospechoso de matar a su hija, como ya había demostrado. Pero tenía que darse prisa para enterarse de aquella ramificación del caso antes de que empezara la vista sobre la prisión provisional de Markús, a las dos de la tarde.

La mujer que respondió al teléfono en el banco dijo que desgraciadamente Jóhanna no se encontraba allí. La voz era juvenil y en consecuencia se comía alguna letra de cada palabra. Þóra le explicó que llamaba por una cuestión muy urgente y preguntó a la joven si sabía dónde podría localizar a Jóhanna. El tono de voz de la empleada del banco sonó más apenado cuando explicó que Jóhanna había ido a Reikiavik al funeral de córpore insepulto por su hermana. Pensaba que seguramente tendría el móvil apagado en tan luctuosa situación. De todos modos, Þóra le pidió el número, se despidió y llamó. Una voz mecánica informó a Þóra de que el teléfono móvil al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura. Eran las diez y media. Þóra solo había asistido a dos funerales, y en ambos casos se celebraron en la capilla de Fosvogur. Probó a llamar allí, pero le dijeron que ni ese día ni los siguientes habría ningún funeral por ninguna Alda Þorgeirsdóttir. El hombre que contestó dijo que por desgracia no tenía forma de saber dónde se iba a realizar la ceremonia, porque existían muchos lugares posibles. También señaló que, casi sin excepción, los funerales de cuerpo presente no se solían anunciar, ya que ese momento sagrado estaba destinado solamente a los más íntimos. Por eso no serviría de nada buscar en los periódicos, que era lo que le había preguntado Þóra.

Intentó imaginarse quién podía estar invitado a asistir al funeral de Alda, pero la única persona que se le ocurrió era Dís, la doctora con la que trabajaba Alda. En realidad, no sabía si los compañeros de trabajo se contaban entre los allegados más íntimos, pero de todos modos probó a llamar a la clínica, a ver qué pasaba. El contestador la informó de que ese día solamente se atendía el teléfono por la tarde, por causa de enfermedad. Þóra no podía esperar, si quería llegar a tiempo al tribunal. La única persona que se le pasó por la cabeza al final, cuando todas las posibilidades parecían haberse esfumado, fue Leifur, de Heimaey. Pasaron solamente siete minutos desde que habló con Leifur hasta que este la volvió a llamar diciendo que el funeral se celebraría en la Fríkirkja a las dos. El lugar no podía ser más conveniente…, a menos que el funeral hubiera tenido lugar en el tribunal mismo, que estaba a la vuelta de la esquina. Þóra dio las gracias a Leifur sin decirle para qué necesitaba la información. Leifur tampoco se lo preguntó, aunque sin duda debió de sentir curiosidad por la extraña consulta de Þóra, quien tuvo la sensación de que Leifur no tenía muchas ganas de hablar con ella por miedo a que hiciera más insinuaciones sobre la participación de su padre en los asesinatos de aquellos lejanos días. En eso no andaba descaminado, y Þóra se alegró de no tener que discutir el asunto con él.

Þóra salió a toda prisa del bufete de Svala bajo el diluvio universal. Las gruesas gotas recordaban más a un chaparrón tropical que a la lluvia islandesa, y corrió como pudo hasta el utilitario que compró cuando se deshizo del enorme todoterreno que no tenía dinero suficiente para mantener, A lo mejor la madre de Alda ya había llegado a la Fríkirkja para preparar la ceremonia…; de no ser así, el cura sabría seguramente dónde encontrarla. Podía estar en la casa de Alda, pero también en cualquier hotel de Reikiavik. Þóra no podía hacerse una idea clara de si unos padres querrían alojarse en medio de los recuerdos de su hija muerta o si preferirían descansar en las sábanas de una impersonal habitación de hotel.

Aparcar en pleno centro no resultó más fácil de lo habitual. Þóra tuvo la buena idea de callejear por las proximidades de la iglesia hasta que finalmente encontró un lugar que se estaba quedando libre. Estuvo observando a una mujer de bastante edad que sacaba poquito a poco su Yaris de la plaza que ocupaba. Por un momento pareció que Þóra tendría que buscar otro sitio, pero finalmente consiguió, con increíble pericia, meter el coche en el reducido espacio. Se concedió unos segundos más en medio del diluvio para admirar su habilidad como conductora. En realidad, el coche estaba demasiado lejos del bordillo pero seguramente volvería enseguida, así que lo dejó como estaba. De todos modos, no estaba nada claro que pudiera hacerlo mejor al segundo intento.

A oídos de Þóra llegaron unas graves notas de órgano a través de las grandes puertas de madera, pues se encontraba justo delante de la Fríkirkja. Esperaba que aquello no fuera una señal de que la ceremonia ya había comenzado. No le apetecía lo más mínimo irrumpir en plena solemnidad familiar, entre personas desconocidas. Claro que también era una total y absoluta falta de tacto importunar a una madre de luto a la que no conocía, pero al menos tenía unos intereses importantes que defender. Abrió la puerta con mucho cuidado y oyó que el organista se detenía a mitad de la melodía y empezaba a hacer ejercicios de digitación. Þóra se sacudió del chaquetón toda el agua que pudo en el vestíbulo antes de pegar la oreja a la puerta interior, que daba a la nave de la iglesia. Las notas del órgano ahogaban prácticamente todos los demás sonidos, pero pudo darse cuenta de que también se oía a algunas personas hablando en voz baja en el interior. Abrió una rendija la puerta y miró. En la parte delantera de la iglesia había dos mujeres sentadas, mirando un ataúd blanco delante del altar. Una de ellas se levantó y se acercó a la caja, y Þóra pensó que aquella figura de espaldas podía ser la de Jóhanna, la hermana de Alda. El cabello corto y gris indicaba que la mujer sentada a su lado en el primer banco podía ser su madre. Þóra entró sin hacer ruido. Tenía la esperanza de poder acercarse a la madre y su hija antes de que ellas se percataran de su presencia, e intentó que la vieja puerta crujiera lo menos posible.

– Yo habría preferido que el ataúd estuviera abierto -se oyó decir a Jóhanna mientras acariciaba suavemente la reluciente tapa del ataúd-. Pienso que Alda también lo habría querido así.

Þóra se aproximó y oyó refunfuñar a la mujer.

– No lo dirías si supieras lo desfigurado que tenía el rostro, por sus propios arañazos. Nunca habría querido que la viesen otras personas con ese aspecto mientras vivía.

– Le podían haber cubierto las cicatrices con maquillaje -dijo Jóhanna enfadada. Se volvió de nuevo hacia el ataúd y puso ambas manos sobre la tapa-. Habrían podido hacerlo.

– Si quieres verla por última vez, no creo que haya inconveniente en pedirle al sacristán que quite la tapa del ataúd -respondió la anciana sin emoción alguna-. Yo estuve aquí con ella antes y pude verla -dejó caer la cabeza-. No te lo recomiendo. Esa ya no es Alda. Está helada, seguramente la han traído directamente del refrigerador. Ojalá no la hubiera visto así.

Þóra estaba un banco detrás de ellas cuando carraspeó para llamar la atención de las dos mujeres. No quería darles un susto. Tampoco quería dar la impresión de que estaba escuchando a escondidas. Él sonido del órgano le había permitido acercarse a ellas sin que se oyeran los leves crujidos del suelo de tablas. Seguramente, incluso habría podido poner una mano sobre el hombro de la anciana antes de que ninguna de las dos se diera cuenta de su presencia.

Las mujeres la miraron y se quedaron boquiabiertas, con los ojos fijos en Þóra.

– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Jóhanna, atónita.

– ¿Cómo se te ha ocurrido aparecer por aquí? -preguntó la madre, que parecía tener un nudo en la garganta y estar a punto de llorar-. ¿Es que no sabes que vamos a realizar el funeral de córpore insepulto por mi hija? Este no es lugar para la defensora de su asesino.

La ira dominaba ahora a la pena en su voz.

– Markús no la mató -dijo Þóra con tranquilidad, intentando librarse del malestar que le causaba estar importunando a aquellas mujeres en esos momentos-. Tiene una coartada que hace imposible que se encontrara cerca cuando la mataron.

Hasta entonces, Jóhanna estaba como ausente, pero ahora pareció casi alegrarse. Tenía el rostro aún más demacrado de como Þóra lo recordaba; llevaba el pelo sucio y la ropa mostraba las huellas del descuido. En cambio, su madre se había tomado el tiempo necesario para arreglarse, y tenía un aspecto noble y elegante. Pero la diferencia entre el aspecto de una y otra no tenía por qué significar que la madre tuviese más fácil asumir la pérdida. A lo mejor había hallado consuelo entreteniéndose en algo, aunque solo fuera para estar presentable ante el ataúd de su hija. Sus labios pintados de color rosa se inclinaron hacia abajo y formaron una herradura casi perfecta que resaltaba aún más la diferencia entre madre e hija.

– Claro que tiene coartada -dijo la anciana, que añadió con ironía-: su hermano Leifur no habrá tenido ningún problema para fabricarla.

– No -dijo Þóra, tan calmada como antes-. No es así -pensó si debía explicar la coartada, pero decidió no hacerlo. O aceptaban sus palabras, o daba igual lo que les dijera. Poco importaba cómo se lo explicara-. Markús comparece ante el juez hoy mismo, porque la policía ha solicitado la prórroga de su prisión preventiva. No es difícil demostrar que no asesinó a Alda, pero es más difícil exculparle de lo que sucedió en las Vestmann -miró a los ojos a la anciana, llenos de furia-. Casi todos los que saben lo que sucedió están demasiado enfermos para ayudarle o simplemente ya no se encuentran entre nosotros.

– ¿Por qué me miras a mí? -preguntó la madre de Alda, poniéndose una mano en el pecho en un gesto dramático-. Yo no he asesinado a nadie, si es eso lo que estás insinuando.

– No es esa mi intención -respondió Þóra-. Pero creo que tú sabes quiénes eran, o que al menos tienes una idea formada. Estoy segura de que se trata de Magnús, el padre de Markús, y de Daði, que en paz descanse. Es posible que hubiera que añadir a tu marido.

La mujer miró fijamente a Þóra sin decir una sola palabra. Jóhanna miraba desconcertada a una y otra.

– ¿Es eso cierto, mamá? ¿Markús está en prisión por un asesinato cometido por papá?

– ¡Vaya estupidez! – exclamó su madre sin mirar a la hija. Aún irritada, se volvió hacia Þóra-. Tengo que rogarte que te marches. Desgraciadamente, no puedo ayudarte. Si Magnús y Daði hicieron algo, es una pena, pero yo no tengo que responder por ello.

– ¿Tuvo Alda un hijo? -preguntó Þóra de pronto. Jóhanna pareció sentirse aliviada con aquella pregunta, pues debió de pensar que eso confirmaba que Alda no iba contra ellas. En cambio su madre pareció quedarse muy alterada.

– ¿Pero con qué tonterías sales? -dijo la mujer, apartando sus ojos de Þóra.

– Esta mañana he tenido una reunión con un joven que me contó que Alda se había puesto en contacto con él repetidas veces y que le había asegurado que era su madre -continuó Þóra. Más valía golpear el hierro cuando estaba aún caliente-. ¿Me estaba mintiendo?

– ¿De qué está hablando, mamá? -preguntó Jóhanna, casi gritando-. ¿Es ese el secreto que iba a contarme Alda? -preguntó, ahora perpleja, mirando a Þóra.

– No lo sé -dijo Þóra con toda sinceridad-. Lo único que sé es que Alda desapareció durante un tiempo. Decían que había estado estudiando en el instituto de Ísafjörður precisamente el mismo tiempo que correspondería al embarazo. Pero allí nadie la conoce. Por eso he pensado que a lo mejor ese joven dice la verdad.

– ¿A qué se dedica ese hombre? -preguntó la anciana, que se apresuró a añadir, a toda prisa-: Quiero decir que si es un tipo raro.

Þóra se encogió de hombros.

– Eso es un rasgo extra que no nos interesa ahora. No diré nada si no es hijo de Alda, como pareces afirmar. En ese caso, no es asunto vuestro.

La anciana se miró las manos. Þóra se preparó para un nuevo ataque de furia, pero en vez de eso, los hombros de la anciana empezaron a temblar, al principio solo un poco, luego con más violencia. Jóhanna se acercó a su madre y se sentó a su lado. La cogió por los hombros, y poco a poco los delgados hombros parecieron cesar su movimiento.

– Oh, Dios mío -dijo, pero los sollozos le impidieron seguir. Tras una breve pausa, continuó-: ¡He cometido tantos errores en la vida! ¡Tantos errores! Era yo la que debería estar en ese ataúd, no Alda -la mujer seguía con la cabeza agachada.

– Todo el mundo da un mal paso alguna vez en su vida -dijo Þóra, recurriendo al tópico-. Lo que importa es lo que se hace después.

La anciana sacudió la cabeza. Un instante después miró con un gesto de rendición el blanco ataúd que reposaba sobre una tarima de poca altura en el suelo.

– Aquí se trata de lo que hicieron todos. ¡Todos! -calló y Þóra consideró que lo más oportuno era dejarle que se tomara el tiempo que necesitara. Tenía miedo de que la madre volviera a encerrarse en su caparazón si la atosigaba demasiado-. Todo era absolutamente distinto en aquellos años. Todo lo que a los jóvenes de hoy os parece normal entonces no lo era. Había que tener mucho cuidado con todo.

– ¿Tuvo Alda un hijo? -preguntó Þóra casi enfadada-. ¿A qué viene todo eso? -Þóra clavó sus ojos en ella para hacerle ver que no debía dar más rodeos-. ¿Con quién?

Gruesas lágrimas bajaban por las mejillas de la anciana y caían en el chal azul marino que llevaba en torno al cuello. Formaron una mancha negra que iba creciendo con cada nueva lágrima.

– Fue violada. Por un extranjero -la mujer dirigía sus palabras a Jóhanna. Era como si hubiera olvidado a Þóra por completo-. A duras penas consiguió llegar en pésimo estado hasta el hospital, donde la atendieron. Nos llamaron desde allí. No he visto cosa igual en mi vida.

Þóra no tenía muchas ganas de escuchar la descripción de Alda tras la violación.

– ¿Se quedó embarazada por la violación? -preguntó con el mayor tacto posible.

La mujer miró extrañada a Þóra, pero luego asintió con la cabeza.

– Sí. El destino puede ser tan cruel, y casi siempre con las almas más hermosas. Ella era aún una niña, como mucho habría besado a un chico, quizá ni eso. Era buena y obediente, no como tantos chicos y chicas de su edad. Una sola vez que se sale de la rutina, y el mundo se le viene encima. ¡Una sola vez!

Jóhanna se había quedado muda al lado de su madre, y Þóra vio que la conversación ya estaba encarrilada. Respiró hondo.

– Esa noche bebió, supongo. Como todos.

La anciana asintió.

– Ella no era la que estaba peor. Si hubiera estado más borracha nos habrían llamado para que fuéramos a recogerla. En cambio se marchó a casa caminando -la anciana bajó los ojos hacia el regazo-. Sabía que nos enteraríamos e intentó apañárselas sola. Bajó al puerto pensando que el aire del mar le refrescaría la mente. Allí se encontró con ese hombre repugnante. Estaba borracho e hizo con ella lo que quiso. Ella no consiguió evitarlo, aunque se resistió con todas sus fuerzas. Era tan pequeña, mi pobrecita niña…

– ¿El violador era uno de los hombres del sótano? -preguntó Þóra, esperando que no volviera a cerrarse en banda ante aquella pregunta. La mujer no contestó, de modo que Þóra lo intentó de nuevo-: Yo también tengo una hija y puedo imaginarme perfectamente lo que pasa por la cabeza de unos padres cuando sucede algo así. Lo terrible es que ya no podemos cambiarlo. Pero Markús tiene un hijo que no se merece que su padre esté encarcelado por una acusación falsa. Es por él por quien tiene que salir la verdad a la luz…, aunque no sea más que por eso.

La mujer no levantó los ojos, pero parecía conmovida, porque cuando volvió a hablar su tono era más decidido.

– Cuando Geiri supo por Alda, en el hospital, quién le había hecho aquello, se puso como una fiera -dijo como si estuviera leyendo un texto escrito por otra persona-. Intenté disuadirle, pero no sirvió de nada. Me dejó junto a la cama de Alda en el hospital y fue a buscar a Magnús. Uno para todos y todos para uno. Pillaron a los hombres en el puerto, donde tenían amarrado el yate que Alda le había descrito a su padre. Estaban todos borrachos como cubas, los cuatro, aunque dos estaban dormidos, en realidad. Geiri temblaba, pero Maggi parecía estar algo mejor. Geiri estaba completamente cubierto de sangre cuando llegó a casa.

Þóra calló. Así que los asesinos habían sido Þorgeir, el padre de Alda, y Magnús, el padre de Markús. En consecuencia, Daði ni siquiera estaba cerca.

– ¿Utilizaron una maza para salmones y un cuchillo grande? -preguntó Þóra, segura de cuál sería la respuesta.

– No -dijo la anciana y sacudió la cabeza, abatida-. Subieron a bordo del barco y cogieron un cuchillo de filetear pescado y una porra que había por allí. Luego se deshicieron de ellos tirándolos al agua.

Þóra no se inmutó, pero aquello fue toda una sorpresa para ella. Estaba tan segura de que la maza y el cuchillo tenían algo que ver con aquello… De modo que debía de existir otra explicación para que estuvieran escondidos entre las ropas infantiles del trastero.

– ¿Y nadie se dio cuenta? -preguntó Þóra-. Algo así no pudo suceder sin que nadie se enterara -apartó de su mente las imágenes de la matanza que estaban plasmándose en su cabeza. Esa era seguramente la explicación del charco de sangre del embarcadero.

– Daði, el marido de Valgerður, fue tras ellos -dijo la mujer-. Valgerður estaba de guardia cuando llegó Alda al hospital. Fue ella quien llamó para decirnos lo que le había sucedido. Yo tuve la sensación de que disfrutaba al darnos la noticia. Llegó hasta donde estaban Magnús y mi Geiri en aquella hora fatal.

– ¿De manera que Daði fue testigo de lo sucedido? -preguntó Þóra. La mujer asintió-. ¿Y no se lo contó a nadie?

La mujer sonrió fríamente.

– No, no habló.

– ¿La policía nunca tuvo noticia alguna de lo sucedido, aparte de lo que les dijeron sobre la mancha de sangre a la mañana siguiente? -preguntó Þóra, extrañada. Había sospechado que Guðni sabía más de lo que había hecho creer en los primeros momentos, pero al parecer se había equivocado. Tal vez, lo único que había hecho era ocultar sus sospechas.

– No se enteraron -respondió la madre de Alda-. Naturalmente sospecharon algo, por toda la sangre que apareció en el muelle, pero no encontraron ninguna prueba de nada y no pudieron hacer mucho. Luego se produjo la erupción, y entonces todo el mundo tuvo otras cosas en las que pensar.

– ¿Y Daði y Valgerður? -preguntó Þóra-. Todo el mundo me ha dicho que ella era una chismosa. ¿Cómo es posible que ni ella ni su marido dijeran nada? Además, Daði tuvo que haber oído algo sobre el charco de sangre. A él le vieron allí mismo esa noche, con Magnús, aunque eso no llegara a oídos de la policía.

– Daði se ofreció a ayudarnos -dijo la mujer, y rió con una risa que era de todo menos alegre-. Dos de los hombres murieron en el yate y los dejaron allí. Geiri y Maggi metieron en el barco a los otros dos, a los que habían matado a golpes en el embarcadero. Lo único que se les ocurrió para ocultar los hechos fue sacar el yate del puerto. Daði les ayudó y luego vino a vernos con Valgerður, que acababa de terminar su guardia en el hospital, y se ofreció a hacer desaparecer el yate y los cuerpos antes de que alguien viera todo aquello en el puerto. Geiri y Magnús estaban confusos después de lo que habían hecho y no se encontraban en situación de tomar decisiones racionales -Þóra estaba boquiabierta-. Geiri llamó a Maggi, que se había ido a su casa. Vino poco después y se pusieron de acuerdo. Daði y Valgerður se encargarían de que nadie sospechara nada. Luego se fueron y no sé más. No quise saber nada. Magnús se marchó con ellos -la mujer tuvo un escalofrío-. Yo estaba desconcertada, sin saber qué hacer. Geiri era el único de la familia que trabajaba, y con dos niñas a nuestro cargo, la situación que se anunciaba era espantosa. Si le enviaban a prisión, todo se vendría abajo.

– ¿Quién decapitó al hombre? -preguntó Þóra. Imaginaba que el que había perdido la cabeza sería el violador de Alda.

La mujer miró a Þóra sin comprender.

– No lo sé -dijo, con aspecto de total sinceridad-. Jamás vi los cuerpos, y nadie me mencionó eso. Cuando los encontraron, para mí fue una sorpresa total. Pero, eso sí, pensé que era lo más apropiado -la última frase la dijo sin amargura ni ansias de venganza, era, más bien, como si las palabras hubieran brotado por sí solas.

De pronto, Þóra tuvo la convicción de que Alda había bajado al puerto al salir del hospital y que le había cortado la cabeza al cadáver del violador. No quiso preguntarle a su madre, pero eso podía explicar cómo terminó la cabeza en manos de la muchacha.

– ¿Es posible que Alda saliera del hospital esa misma noche? -preguntó Þóra sin dar mayores explicaciones.

– Lo dudo -respondió la madre, mirando a Þóra-. Le administraron un sedante. Valgerður dijo que estaba durmiendo cuando terminó su guardia. ¿Por qué lo preguntas?

Þóra no respondió, sino que preguntó cómo habían acabado los cuerpos en el sótano de casa de Magnús.

– ¿Ayudó él a Daði a deshacerse de los cuerpos?

La mujer negó con la cabeza.

– No. Magnús fue al puerto con Daði para rescatar un halcón que habían visto a bordo en una jaula, y para llevarse cuanto pudiera haber de valor en el barco. La situación financiera de la empresa que tenía a medias con Geiri en esa época era de lo más precaria. Tengo entendido que no se atrevió a bajar a la bodega, porque era donde habían dejado los cuerpos. Magnús nunca se habría ofrecido a esconder los cuerpos en su propia casa. Seguían con la idea de hundir el yate con ellos a bordo.

– Eran ladrones de aves, ¿no? -preguntó Þóra. Aquello explicaba lo que decía Magnús sobre los pájaros. Seguía dándole vueltas a si habría vivido el halcón que salvó.

– Eso dijo Geiri -respondió la mujer-. A bordo del yate encontraron un mapa en el que tenían señalados los posibles lugares de anidamiento de águilas y halcones. Nadie sabe si el halcón lo tenían de antes o si se habían apoderado de él en aquella travesía. Magnús lo soltó por la noche allí mismo, con la esperanza de que fuera salvaje.

Jóhanna clavó los ojos en su madre. Þóra no conseguía imaginar lo que podría estar pasando en aquellos momentos por la cabeza de la joven, si estaría demasiado enfadada para hablar o si el asombro la había dejado sin palabras.

– ¿Por qué quisieron ayudaros Daði y Valgerður? -preguntó Þóra-. ¿Es que no eran tan antipáticos como me ha dicho todo el mundo?

Una sonrisa fría se dibujó en el rostro de la anciana.

– Los favores se pagan -dijo-. Aunque no siempre está claro quién es el que tiene que pagar.

Þóra no comprendió aquellas palabras.

– ¿A qué te refieres? -preguntó-. ¿Querían que les pagaseis por callar y por ocultar los cadáveres?

– Sí -fue la respuesta con un hilo de voz-. Magnús tenía que cargar con las culpas del caso en el que estaban investigando a Daði. El contrabando de alcohol en el que llevaba años metido. Magnús estuvo de acuerdo, porque no tenía muchas más opciones. Asesinato y contrabando no son delitos comparables a los ojos de los jueces, y no digamos ya de la gente en general -la mujer calló y respiró hondo-. Valgerður había hecho que Alda le dijera cuando tuvo la última menstruación. Querían quedarse en secreto con el hijo, si se quedaba embarazada -la mujer miró a Þóra a los ojos-. Alda pagó la deuda con aquella gentuza, se mostró de acuerdo cuando conseguimos reunir el valor suficiente para contárselo. En condiciones normales se habría sometido a un aborto. Valgerður manipuló el informe y se encargó de que Alda volviera a casa antes de que llegaran los médicos a la mañana siguiente. Mintió a las enfermeras del turno de noche diciéndoles que Alda había estado allí para dormir la borrachera, que era hija de una amiga suya y Valgerður le había hecho el favor. Por eso no la vio nadie más hasta que llegamos mi marido y yo por la mañana a recoger lo que había quedado de ella. Nunca volvió a ser la misma.

– ¿Jugó Markús algún papel en todo eso? -preguntó Þóra-. ¿Estuvo implicado de alguna forma en las muertes?

– No -respondió la anciana-. Él fue uno de los que más se emborracharon. Se quedó inconsciente en su casa, durmiendo, según dijo Magnús. No se acercó por allí.


Þóra resopló y se estremeció. Estaba delante de la puerta principal de la Fríkirkja, y ahora gozaba de la lluvia que caía sin pausa desde el cielo. Era como si las frías gotas la renovaran y la limpiaran de su conversación con la madre de Alda. Sacó el móvil y llamó a la policía.

– Creo que deberíamos vernos, Stefán -dijo-. Algo me dice que retiraréis la solicitud de prórroga de prisión preventiva cuando hayas oído lo que tengo que contarte.


Tinna se despertó con las mejillas empapadas en lágrimas y entre débiles sollozos. No tenía ni idea de por qué lloraba. Seguía en el hospital, pero no reconocía la habitación. No había polvo en la pantalla de la luz del techo y la pintura de las paredes era de un tono diferente. No había mucha diferencia, este era solo un poco más amarillo. Intentó darse la vuelta, pero sintió dolor en el brazo izquierdo y uno de los senos. El dolor no era punzante, seguramente porque le habían dado un sedante y en esos momentos el efecto se le empezaba a pasar. Tinna miró hacia abajo. Parecía tener vendajes debajo del camisón, tanto en el pecho izquierdo como justo debajo del codo. ¿Qué había pasado? ¿Se había herido durmiendo y estaba tan cansada que ni siquiera se despertó cuando le curaron las heridas? Aún estaba cansada, y se sentía mareada. ¿Había tomado pastillas? No se acordaba, y daba igual. Solo había una cosa importante. Tenía que hablar con alguien. Con algún adulto que la escuchara y no se limitara a mirarla aparentando escuchar. Casi podía ver lo que les pasaba por la cabeza mientras fingían escucharla: Está enferma. La pobre. Nosotros lo sabemos todo. Nosotros lo sabemos todo. La dejamos hablar pero nosotros lo sabemos todo.

Tinna apretó el botón rojo y esperó intranquila a que acudiera la enfermera. ¿Por qué tardaba tanto? Los pasillos del hospital eran cortos. No debería llevarle más que un momentito. ¿Quizá no le importaba ya a nadie? «¿Qué voy a hacer contigo, Tinna?». Las palabras de su madre resonaban como un eco en su cabeza. A lo mejor había decidido abandonarla y le había dicho a la gente del hospital que la dejaran sola. La respiración de Tinna se hizo irregular y sintió náuseas. La puerta se abrió y una mujer de bata blanca que Tinna no conocía apareció allí. ¿Y si era extranjera? ¿Y si era sorda?

– ¿Te encuentras mal? -le preguntó la mujer en islandés, acercándose a la cama.

Tinna se tranquilizó un poco.

– Tengo que hablar con mamá -respondió. El tono de su voz sonaba quejoso, aunque no era esa su intención-. Ahora mismo.

– Tu madre vendrá esta tarde -dijo la mujer inclinándose sobre Tinna. Le levantó un párpado y le examinó el ojo-. ¿Cómo te encuentras? -Nosotros lo sabemos todo.

– Quiero hablar con mamá. Tengo que hablarle de ese hombre. Nadie sabe lo de ese hombre, solo yo.

– Sí, sí -dijo la mujer-. Venga, venga -Pobrecita. Nosotros lo sabemos todo-. Creo que ya es hora de que te tomes la medicina, cariño. Luego te sentirás mejor.

La mujer se dio media vuelta y salió de la habitación.

– Tengo que hablar con mamá. Sé el nombre y todo.

La mujer ni siquiera la miró. Al poco regresó e hizo que Tinna se tomara cuatro pastillas blancas. Le levantó la cabeza de la almohada y le puso el vaso de agua en los labios. Hizo pasar el frío líquido entre los labios de Tinna y le sostuvo en alto la barbilla por un momento para asegurarse de que la niña se lo tragaba todo. Tinna tosió débilmente porque algunas gotas se le habían ido por mal sitio.

– Se puede averiguar el nombre entero. Se le cayó un papel.

– Venga, cariño -dijo la mujer con una sonrisa-. Ahora deberías dormir un ratito y cuando te despiertes tu madre ya estará aquí, cariñito.

Su madre llegó poco después pero Tinna estaba aún bajo los efectos de los medicamentos y se pasó dormitando todo el tiempo de la visita. Cada vez que abría los ojos veía lo mismo: a su madre llorando.

– Yo puedo averiguar cómo se llama ese hombre, mamá -su voz estaba tan abotagada como su lengua. Quería agua, pero era mucho más importante explicar aquello. Tenía que hacerlo-. Se llama Hjalti -dijo-. No pude leer el patronímico, estaba muy mal escrito -su madre le pasó la mano por la frente y siguió llorando-. Ese hombre malo. Se llama Hjalti, mamá.

Su madre se secó las lágrimas.

– Chiss, Tinna. Duerme, duerme.

Tinna se rindió y cerró los ojos. Nosotros lo sabemos todo.

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