DIECINUEVE

Esta tarde Murphy nos está esperando, sentado en la parte alta de la escalinata exterior de nuestro bufete cuando Harry y yo regresamos del juzgado. Yo cargo mi portafolios, que está lleno de documentos. Harry va detrás de mí, con un carrito plegable de los que se usan para llevar equipajes en los aeropuertos. Mi socio lleva en él dos grandes cajas llenas de documentos y, sobre ellas, un embalaje de cartón sin tapa con documentos del caso de la fiscalía, junto con anotaciones que tal vez utilicemos nosotros para repreguntar a los testigos periciales.

– ¿Por qué demonios no ha respondido usted a mis mensajes? -pregunta Murphy-. Llevo dos días intentando localizarlo. -Se pone en pie cuando nos ve pasar frente al restaurante Miguel, de cuyo interior salen cálidas notas de música de salsa.

– ¿Encontró usted a Bob y a Jack? -le pregunto.

– No, pero he localizado a Jason Crow, el antiguo novio de Jessica. -El mozo de equipajes del aeropuerto.

Veinte minutos más tarde me hallo en el asiento del acompañante mientras Murphy conduce su baqueteado Chevy Blazer por el Gaslight District y Golden Hill (Colina Dorada) arriba. Pese a su nombre, la zona no tiene nada de dorada. El vecindario se encuentra situado sobre el centro de la ciudad, al sur de Balboa Park. Las grandes y antiguas viviendas unifamiliares de la zona se han transformado en edificios de apartamentos.

Murphy se mete por una de las calles laterales situadas al sur de Market, recorre dos calles, buscando una dirección. Conduce con una mano y en la otra lleva un pedazo de papel.

– Aquí es -dice.

Se detiene junto al bordillo frente a una gran casa de madera de tres pisos. En sus tiempos debió de ser la vivienda de una familia acomodada, pero sus tiempos pasaron hace mucho. El edificio necesita una buena cantidad de reparaciones. Sobre el borde de uno de los desagües del tejado hay una vieja antena, una reliquia de los años cincuenta. De ella cuelga un cable por el que, probablemente, no ha pasado ninguna señal de televisión en los últimos treinta años. A una de las ventanas de la parte delantera le falta el cristal, que ha sido sustituido por un panel de madera que parece llevar ahí no menos de una década.

En la parte delantera y en un costado de la casa hay luces encendidas. Dos bombillas desnudas iluminan el porche.

Ahora Murphy está mirando hacia el otro lado, hacia la izquierda, y lee lo que está escrito en el pedazo de papel.

– El pequeño Datsun de ahí es de Crow. Conseguí la matrícula en el Registro de Vehículos de Motor. Crow compró el coche hace una semana, y pagó en efectivo. Pero el vendedor presentó la documentación en el registro. Supongo que temía que Crow atropellase a alguien y lo demandaran a él. Fue así como obtuve la dirección.

– Parece que Crow ha conseguido dinero -digo.

– Probablemente, dinero ajeno -responde Murph.

Nos apeamos, cerramos lo más silenciosamente posible las portezuelas y subimos la escalinata de madera que conduce a la puerta principal de la casa.

Murphy estudia las tarjetas con nombres que hay junto a la hilera de timbres situada junto a la puerta principal. Advierto que una de las tarjetas, escrita a bolígrafo y con mayúsculas, parece más nueva que las demás.

Murphy se vuelve hacia mí y levanta tres dedos y luego pulsa el botón adecuado. Sin esperar, lo pulsa de nuevo varias veces. En algún lugar de la parte alta de la casa se escucha el sonido de un zumbador.

– ¿Qué quieren? -La voz que nos llega a través de un viejo y chirriante altavoz no es amistosa.

– Unos chicos están maltratando un coche al otro lado de la calle -dice Murphy-. Un Datsun gris. Me han dicho que el coche es suyo.

– ¡Mierda! ¿Quién es usted?

– Un vecino -dice Murphy.

– Un momento.

Quedamos a la espera y al cabo de unos diez segundos oímos el sonido de unas botas en la escalera de madera del interior. El de las botas baja los peldaños de dos en dos. Una sombra en el vidrio de la puerta principal. El propietario de la sombra abre la puerta y luego empuja con fuerza la pantalla de tela metálica, y que se joda el que esté en el umbral.

Pero Murphy ya se ha hecho a un lado y se halla entre Crow y yo, de modo que cuando Crow cruza la puerta se encuentra con el puño de Murphy, que lo golpea con violencia en la entrepierna.

Crow suelta un estentóreo gemido, una octava más alto que la voz masculina normal. Crow cae de rodillas sobre el suelo de madera del porche, y trata de protegerse la entrepierna, pero ya es demasiado tarde.

– ¡Jesús! ¿Te has hecho daño? -Ahora Murphy está sobre él. Le agarra un brazo y se lo dobla a la espalda, retorciendo los dedos y la muñeca para maximizar el efecto. El tipo es como un gnomo, un hombrecillo con poderes mágicos. Obliga a Crow a levantarse.

– ¡Mierda! -El rostro de Crow adquiere un tono púrpura que yo jamás he visto en un ser humano.

Murphy empuja al hombre y lo obliga a entrar en la casa y a subir la escalera. La mano y el brazo de Crow deben de dolerle endemoniadamente, y los testículos tampoco estarán precisamente intactos.

Dos minutos más tarde nos hallamos en el interior del apartamento de Crow, con la puerta y los postigos cerrados.

El lugar es una pocilga. Sobre una mesita baja hay parte de una mohosa hamburguesa sobre una arrugada hoja de papel de aluminio. En torno a ella, cuento no menos de seis latas abiertas de cerveza, dos de ellas caídas de costado. Veo más en el suelo. Hay un sofá-cama abierto, sin sábanas, sólo con una manta que no parece haber sido lavada desde el día que la compraron.

Esparcidas por el suelo hay revistas con fotos de mujeres desnudas en las portadas, casi todas ellas en posiciones obscenas, con las partes privadas ennegrecidas. En un rincón hay una desvencijada silla. Murphy se sienta en ella.

– Mierda. -La palabra se está convirtiendo en el mantra de Crow. Está sentado en el borde del colchón del sofá. Tiene una mano en la entrepierna, cerciorándose de que sus preciadísimos órganos siguen allí. Al mismo tiempo, intenta doblar en la dirección adecuada el otro brazo, el que Murphy le ha retorcido.

Su rostro va recuperando el color normal.

– ¿A qué coño viene esto?

– Creo que te has golpeado con la puerta -dice Murphy-. Hay que tener cuidado con los tiradores.

– Mi coche. -Crow está aturdido. Habla de lo último que recuerda.

– No te preocupes por él -dice Murphy-. Espantamos a los chiquillos. ¿Eres Jason Crow?

– ¿Quién lo pregunta?

– ¿El mismo Jason Crow que fue novio de Jessica Hale? -sigue preguntando Murphy.

– Ohhh… -El tipo está demasiado dolorido para responder.

– ¿Eso es un sí? -Murphy se ha levantado de la silla, y va hacia Crow, que sigue en el sofá.

– Sí.

Murphy me mira, como diciéndome «su testigo». Luego va hacia la ventana y se queda mirando al exterior por entre las hojas de los postigos.

– ¿La has visto recientemente? -le pregunto a Crow.

– ¿A quién?

– A Jessica Hale.

– No. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿Cuándo la viste por última vez?

– No lo sé. Hace tiempo.

– Intenta recordar -le digo.

– Quizá yo pueda refrescarte la memoria -dice Murphy desde la ventana.

– No la he visto en los dos últimos años. Desde que me encerraron.

– ¿En prisión? -pregunto.

Él asiente con la cabeza. Lo más probable es que esté mintiendo.

– La muy puta me la jugó. Dio a los policías parte del material.

– ¿Drogas?

– No. Parte del botín que nos llevamos. -Habla de los objetos que sustrajeron durante los robos que lo condujeron a prisión-. Me apuñaló por la espalda cuando la policía la detuvo. -Ahora trata de ponerse de espaldas, intentando estirar una pierna y después la otra.

– Quédate donde estás -le ordena Murphy.

– ¿Conoces a un hombre llamado Esteban Ontaveroz? -pregunto.

Crow me mira. Ojos hundidos en las cuencas, un rostro con ganas de llevar barba, pero que se conforma con unos cuantos pelos descuidados que le brotan de la barbilla. El pelo de la cabeza parece haber sido cortado con un cuchillo de matarife.

– ¿Lo conoces?

Él asiente con la cabeza.

– ¿Qué quieren de él?

– Tengo entendido que, hace algún tiempo, Jessica vivió con Ontaveroz.

– Se conocían.

– ¿Cuándo viste a Ontaveroz por última vez?

Él hace una mueca.

– Fue en México -dice-. Hará… no sé, quizá tres años.

– ¿Estaba él con Jessica por entonces?

– Sí. Vivían en la misma casa. Cerca de La Paz. En las colinas. Jessica me habló de ella. Yo nunca la vi. Viajaban. Pasaron algún tiempo en Mazatlán. Hacían esquí acuático. También recogieron material. Asuntos de negocios.

– ¿Cocaína?

Él asiente con la cabeza.

– Ella hacía de mula y se quedaba con una parte.

– ¿Del dinero?

Crow niega con la cabeza.

– Cobraba en drogas. Nunca tenía un puñetero centavo en el bolsillo. Él tenía que darle los pasajes para regresar. Ella entraba en el país en avión, llevando la mierda en sus maletas. Al menos, eso fue lo que me dijo.

– ¿Tú nunca viste la droga?

Él hace una mueca.

– Un par de veces -dice.

– Pero viste juntos a Jessica y a Ontaveroz, ¿no?

Crow asiente con la cabeza.

– Claro.

– ¿Se te ocurre algún motivo por el que Ontaveroz deseara ver muerta a Jessica?

De pronto, la mirada de Crow va de mí a Murphy y vuelve a posarse en mí, todo ello en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Está muerta?

– ¿Sabes por qué podría querer matarla Ontaveroz? ¿O localizarla?

– Me han contado cosas, pero no lo sé a ciencia cierta.

– ¿Qué cosas te han contado?

– Que ella se quedó con un dinero. Pero puede que fueran simples rumores.

– ¿Quién te contó eso?

– Un tipo que estaba cumpliendo condena en Folsom. Él la conocía. Me dijo que la había visto en México. Pero no sé si me dijo la verdad.

– ¿Cómo se llamaba el tipo?

– Eddie. Eddie algo.

– ¿Sigue encerrado?

– A no ser que hayan comenzado a dar permisos a los que cumplen una perpetua, allí sigue.

– ¿Pero no recuerdas su apellido?

Crow reflexiona unos momentos, y luego menea la cabeza.

– Si pienso en ello, es posible.

– Si lo recuerdas, anótalo.

Él asiente con la cabeza.

– ¿Trabajaste alguna vez para Ontaveroz?

– ¿Yo? No. Ni hablar. Nunca me he metido en drogas -dice, como si su elevada moral se lo impidiese.

– Él te utilizaba para otros fines, ¿no?

– A veces. Hice cosas para él. Pero nunca drogas.

– ¿Qué cosas?

– Ya sabe -dice él.

– No, no sé.

– Le vendía cosas. Baratas. -Mira hacia Murphy, preguntándose cómo es posible que el tipo, que es como un toro sin piernas, lograra sacudirle. No está seguro de que le convenga volver a intentar oponerse a mi compañero.

– ¿Qué cosas?

– De las buenas. Televisores. Cámaras. Sonys de pantalla enorme. Esas cosas le gustaban.

– Y tú, naturalmente, las sacabas de casas ajenas.

Él asiente con la cabeza.

– ¿Cuándo conociste a Jessica?

– Hace unos años. Nos conocimos en Florida. Ella trabajaba en un club.

– ¿Alguna vez delató ella a Ontaveroz? ¿Quizá a los federales?

– Yo de eso no sé nada. -Se frota el dolorido codo con la mano del otro brazo. Sus piernas siguen dobladas sobre el sofá-. Lo único que sé es que Ontaveroz podía ofrecerle más.

Alzo una ceja inquisitivamente.

– Jessica le pegaba fuerte a la coca -dice Crow-. Siempre estaba con la cabeza inclinada sobre un espejo ajeno, con una paja en la nariz. El mexicano tenía más nieve que un puñetero alud. Jessica me dijo que estar con él era como vivir en una ventisca. Siempre que quería una raya de perico, con él la tenía. Nosotros nos veíamos de vez en cuando, pero en cuanto conoció a Ontaveroz y probó su perico, todo terminó entre nosotros.

– ¿Pero la veías cuando ella venía al norte, cuando traía la droga?

Ahora los ojos de Crow son como dos cuchilladas en un tomate.

– No lo sé -responde-. Como le he dicho, la vi un par de veces después de eso. Pero no sé en qué andaba metida.

– Aparentemente andaba metida en el negocio de vaciar casas ajenas contigo -comento.

– Eso era un simple hobby.

– ¿Para ella, o para ti?

– Para ella. Jessica era una chiflada. Sobre todo cuando estaba empericada. Le gustaba el riesgo. Para ella sólo era una distracción, no sé si me entiende.

– ¿Por qué no me lo cuentas?

– Quería vivir nuevas experiencias. Cometer robos a lo rata de hotel, con ropas negras y cuchillos, entrando por la noche en casas con gente dentro. Ésa es una excelente forma de ganarte un tiro. La gente cree que son los espaldas mojadas, que han llegado desde México para matarlos en sus camas.

– Pero en vez de eso, no erais más que tú y una yonqui armados con cuchillos de cocina.

– Sí. A ella le gustaba caminar a oscuras por una casa mientras el puñetero propietario aún estaba roncando en la piltra. Esas cosas la excitaban.

– Pero ella se quedaba con parte del material, ¿no?

Él me mira como si no supiese de qué le estoy hablando.

– Las cosas que robabais.

– Claro. Se quedaba sobre todo con lo que era difícil de colocar. Ropas. Ordenadores. Le gustaban las cosas exóticas. Si encontraba por ejemplo un biquini con lentejuelas, era como si se hubiera muerto e ido al cielo. El subidón le duraba una hora.

– Según me han contado, algunas de las cosas con las que se quedó eran muy valiosas.

– Los polizontes siempre valoran de más esas mierdas. Para luego, cuando te pescan, poder enchironarte para siempre. Ella sólo se quedaba con basura.

– Y luego a ti te encerraron por los robos.

Él asiente con la cabeza.

– ¿Y a ella por drogas?

– Sí.

– ¿Y desde entonces no la has vuelto a ver?

– No, ya se lo he dicho.

– ¿Y a Ontaveroz tampoco?

– ¿Por qué no deja de repetir las mismas preguntas?

– Sólo quiero cerciorarme de que entiendo bien lo que me cuentas -respondo.

Miro a Murphy y asiento con la cabeza.

Murphy mete la mano en el interior de su chaqueta de sport, saca un papel doblado, se acerca a Crow y le toca en el hombro con el papel.

– Acabas de ser citado -dice Murphy.

– ¿Cómo? -Crow se aparta del papel, no quiere ni tocarlo.

– Esto es una citación para que comparezcas ante el tribunal pasado mañana -le explico-. A las nueve de la mañana. Las señas están en la propia citación.

– ¿Para qué me quieren?

– Tú limítate a estar allí -le digo-. Si no lo haces, te denunciaremos al agente responsable de tu libertad condicional. Como no comparezcas, terminarás otra vez entre rejas. ¿Entendido?

Él asiente con la cabeza.

– Se trata de una orden del tribunal -informo-. Si no la cumples, pueden revocarte la libertad condicional. Y créeme, yo me esforzaré al máximo por que así ocurra.

Murphy arroja una tarjeta de visita sobre la cama.

– Si tienes algún problema, llámame a este número -dice.

Crow recoge la tarjeta, la mira, y luego me mira a mí.

– ¿Quién es usted?

– No necesitas saber quién soy. Simplemente, preséntate en el juzgado todos los días, a la misma hora, las nueve en punto, hasta que te llamen a testificar. ¿Entendido?

– No sé nada acerca de la droga -dice él.

– ¿Entendido?

– Sí. -En los ojos de Crow brilla el resentimiento, pero también el miedo.

Puede que el testimonio de Crow, un delincuente convicto, no valga mucho. Tal vez Ryan se lo meriende. Pero el tipo puede ayudarme a conseguir mi propósito, que no es sino relacionar a Jessica con Ontaveroz, lo cual será el primer eslabón en la cadena que necesito para incorporar al mexicano a mi estrategia de defensa.

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