TREINTA Y UNO

El recorrido desde el aeropuerto de Los Cabos parece durar más tiempo que el vuelo desde San Diego. La carretera es polvorienta y está llena de baches. La vieja furgoneta GMC, que pasa por un taxi por estos contornos, apenas tiene suspensión y carece de aire acondicionado.

Harry se ocupa de Sarah, de llevarla al colegio y de recogerla luego. El ex marido de Susan se ha quedado con las dos niñas.

– ¿Han venido aquí a pescar? -El taxista mantiene una mano sobre el volante al tiempo que se vuelve a mirarnos por encima del respaldo del asiento delantero.

Todas las ventanillas están bajadas para que tengamos un poco de aire. Susan y yo estamos recibiendo en el rostro un chorro de aire caliente que parece proceder de un secador de un millón de vatios.

– No. -Tengo que gritar para que el hombre me escuche sobre el rugido del viento.

– ¿De vacaciones? -pregunta él.

– Más o menos. -El taxista puede hablar lo que quiera, mientras no pierda de vista la carretera y mantenga una mano sobre el volante.

– Nos lleva usted a Cabo San Lucas, ¿verdad? -dice Susan.

– Oh, sí.

– ¿Cuánto falta?

– Ah. Muy poco -dice él-. ¿De dónde son ustedes?

– Del norte -contesta ella.

– Oh. -Capta la indirecta: no estamos de humor para charlas.

Vamos a más de ciento diez, y los neumáticos sin dibujo patinan sobre la arenosa superficie de la carretera. Con la mano libre, el taxista nos señala los puntos en que la carretera fue anegada en el último huracán, como si los enormes baches sobre los que estamos traqueteando no fueran indicación suficiente. De vez en cuando, el hombre toca el claxon y saluda a algún otro necio que se dirige en dirección contraria a la velocidad de la luz, otro taxi con su cargamento de norteamericanos camino del aeropuerto. En Cabo, la velocidad es sinónimo de hombría.

Diez minutos más tarde nos metemos por la carretera que conduce hacia el pueblo de Bonita Blanca, una de las urbanizaciones de la playa orientadas hacia Land's End.

El pueblo en sí está formado por torres de apartamentos de lujo, en régimen de multipropiedad. En el aeropuerto, la estrategia de ventas de estos apartamentos es tan agresiva que los que vienen aquí regularmente lo llaman «aguantar el asedio». Si uno no tiene cuidado al desembarcar de un avión, puede creer que ha cogido un taxi y, en vez de ello, verse arrastrado hasta un conjunto residencial, en el que permanecerá un fin de semana en compañía de un vendedor surgido del averno. Los apartamentos se venden sobre todo a norteamericanos ricos, y son alquilados a otros turistas.

Este centro turístico tiene muros blancos de estuco que se elevan varios pisos, como las murallas de una fortaleza mora, con cúpulas de azulejos colocadas aquí y allá para servir de adorno arquitectónico. El patio interior da a la playa y rodea una piscina de forma irregular más grande que un campo de fútbol. Una escalera desciende a la playa, donde el agua del océano es de un color azul intenso, salvo cerca de la orilla, donde parece cubierta por una cobriza pátina debido a los cristalitos de cuarzo que hay en la arena.

Susan y yo nos instalamos en la habitación y ponemos en funcionamiento el aire acondicionado. Para esto hay que insertar una de las tarjetas-llave de la habitación en la caja eléctrica que hay en la pared junto a la puerta.

En la habitación, el aire es cálido y sofocante. El centro turístico está casi vacío. En la Riviera Mexicana, el verano no es temporada alta.

Dejamos mi llave en la caja eléctrica para que la habitación se refresque, cogemos la llave de Susan y nos dirigimos al restaurante al aire libre situado junto a la piscina.

Aquí hay ventiladores de techo, sopla una fresca brisa procedente del mar, y hay un techo para darnos sombra. Frente a la playa hay anclados varios yates, y una gran embarcación naval que parece un destructor. Sin duda, los bares del centro del pueblo están llenos de marineros. De Cabo se ha dicho que es una enorme taberna. Aquí no hay mucho que hacer, aparte de tostarse al sol y beber.

Yo sólo he estado aquí una vez, con Nikki, cuando estábamos recién casados. Es un lugar reservado para el norteamericano típico. Aunque quizá el gobierno mexicano no esté de acuerdo, aquí la moneda de cambio es el dólar estadounidense. Por doquier se ven norteamericanos que rondan los cuarenta tratando de revivir su adolescencia, haciendo las mismas tonterías de cuando eran jóvenes, soltándose el poco pelo que les queda, cogiendo terribles borracheras en Cabo por la noche y regresando tambaleantes a sus apartamentos a las tres de la madrugada, para despertarse luego con dolor de cabeza y resaca, y alardear de la juerga que se corrieron en el pueblo. Una auténtica aventura. Durante el día se quedan alrededor de la piscina, bromeando unos con otros, llevando sus Rolex, y siempre blandiendo la consabida botella de Dos Equis.

Hay mujeres norteamericanas de veintitantos y treinta y tantos años, tomando el sol bañadas en bronceadores y emolientes. Algunas de ellas están acompañadas por niños pequeños. A Jessica Hale no le resultaría difícil perderse en un lugar como éste.

Susan no ha dicho gran cosa desde que nos encontramos en el hospital. Le he preguntado cómo logró dar con Jessica. Ella ha eludido responderme, y dado el vapuleo que ha recibido en el juzgado, no me atrevo a insistir. Si Ryan descubriese que estamos aquí, buscando a Jessica, sin duda trataría de reabrir el caso, de poner de nuevo a Susan en el banquillo de los testigos y de apretarle las tuercas una vez más.

Sospecho que Susan tiene dos motivos para implicarse aún más en este asunto, y el primero de los dos es el más fuerte: si puede hacer algo para sacar a la nieta de Jonah de una mala situación, lo hará. El segundo motivo es que ya no tiene nada que perder. No lo ha dicho con todas las palabras, pero de su actitud deduzco que ha roto con el condado. Ryan y su jefe van a machacar sin clemencia a los miembros del Consejo de Supervisores, aduciendo que Susan trató de hacerse con el cigarro de Brower con el fin de destruir una prueba, y que trató de ocultar las amenazas de muerte proferidas por Jonah. A ojos de Ryan y los suyos, Susan ha demostrado que no forma parte de los que representan la ley, sino del enemigo.

Susan pide tequila, un margarita para calmar los nervios.

– O sea que hoy encontraremos a Amanda, ¿no? -digo.

El camarero quiere saber si yo voy a beber algo. Lo despacho con un ademán. En estos momentos, lo que deseo es obtener respuestas de Susan.

– ¿Está ella aquí, en el pueblo?

Ella asiente con la cabeza.

– Necesitaremos un coche.

– Eso se puede arreglar.

– Tengo una dirección. Habrá que encontrarla.

– ¿Cómo conseguiste la dirección?

– Eso no puedo decírtelo -responde ella.

Parto de la base de que Susan está protegiendo a su personal, de que probablemente ha hecho uso de su autoridad por última vez, para darle instrucciones a uno de sus detectives, meterlo en un avión y mandarlo hacia el sur. O bien el investigador, quienquiera que sea, tuvo suerte, o bien Jessica se ha vuelto descuidada. Esto último no deja de producirme una considerable preocupación.

– Si tú pudiste localizarla, tal vez Ontaveroz también pueda -le digo.

– No podemos apresurarnos -dice ella-. Sólo vamos a tener una oportunidad. Si la desaprovechamos, no volveremos a ver a Jessica jamás.

Susan logra tranquilizarme con su actitud. Para tratarse de alguien cuyo trabajo se está yendo a pique, muestra una notabilísima calma. Extrañamente, pese a lo mal que Ryan se lo hizo pasar en el banquillo de los testigos, ella no parece culparme de nada. Ocurre simplemente que ahora sus acciones son más medidas, menos espontáneas. Creo que se ve a sí misma como la inevitable víctima de todo lo que ha sucedido.

– Probablemente, ella no querrá volver con nosotros. -Susan está hablando de Jessica Hale-. ¿Estás dispuesto a aceptar eso?

– Me convendría mucho conseguir su testimonio -digo. Jessica podría ser el vínculo vital entre Ontaveroz y Suade. El hecho de que Jessica lo conociera y hubiese vivido con él podría constituir la prueba que necesito para contentar a Peltro e iniciar la defensa.

– Nuestra meta es la niña -dice Susan-. Creo que debemos partir de la base de que Jessica no vendrá. Se encuentra aquí por un motivo: está huyendo.

– ¿Está huyendo a causa de la niña?

– Sí. Y puede seguir haciéndolo si nosotros nos llevamos a Amanda. Pero tratar de conducirlas a las dos al aeropuerto, a través de inmigración y aduanas, sería un gran error. Si Jessica monta una escena, todo habrá sido inútil.

Pese a la poca gracia que me hace, reconozco que Susan tiene razón. A la niña tal vez nos sea posible convencerla y controlarla. Con una adulta, y en especial con alguien tan volátil como Jessica, no hay manera.

– De acuerdo.

– Bien. -Llega la bebida de Susan, y ella comienza a sorberla por la fina paja-. Necesitaremos una identificación para la niña -sigue-. Eso significa un pasaporte, algo que lleve una foto. Es posible que Suade les facilitara identificaciones falsas. Cuando demos con el apartamento, una de las cosas que tendremos que hacer será encontrar esas identificaciones. Registrar su equipaje, mirar en los cajones. Necesitaremos un pasaporte para salir de México.

Asiento con la cabeza. Me asombra lo cuidadosamente que Susan lo ha planeado todo.

– Si sucede lo peor, si todo lo demás fracasa, la llevaremos al consulado norteamericano de la población. He investigado y sé que hay uno. -Susan abre el bolso sobre la mesa. Saca de él un sobre y me lo entrega. Es una copia legalizada de la orden de custodia del tribunal a nombre de Jonah y Mary-. Con esto, y con mis credenciales del condado, al menos conseguiremos demorar el proceso y retener a la niña durante un tiempo, hasta que consigamos arreglar las cosas, y obtener las autorizaciones necesarias para volver con Amanda a Estados Unidos.

«Cuando demos con el lugar, uno de nosotros debería ir por la puerta principal. Quizá deba hacerlo yo. Una mujer resultará menos inquietante.

– ¿Y qué piensas decirle?

– No lo sé. Cualquier cosa para entretenerla. Le contaré algo. Que el casero me envía para echarle un vistazo al apartamento. Que me propongo alquilar uno igual. Cualquier cosa con tal de traspasar esa puerta.

– ¿Y qué haré yo?

– Averiguar si hay una puerta trasera. -Según Susan, esto evitará que Jessica huya y, supuestamente, nos permitirá echarle el guante a la niña.

– ¿Y qué haremos con Jessica?

– Eso corre de mi cuenta.

– ¿Qué piensas hacer?

– Si es necesario, someteremos a Jessica por la fuerza. -Salta a la vista que Susan está dispuesta a llegar hasta el final y a correr el riesgo de terminar en una cárcel mexicana.

– ¿Y qué ocurre si en la casa hay alguien más?

– No lo sé. Por eso no quiero que nos precipitemos. Tendremos que vigilar la casa durante algún tiempo. Lo haremos después del almuerzo.


Nos mudamos. Nos ponemos shorts, ropas más frescas, gafas de sol. Alquilo un pequeño Wrangler, un Jeep, un vehículo que estoy acostumbrado a conducir y que es capaz de transitar por malos caminos y de dar la vuelta en callejones estrechos.

En todos nuestros planes partimos de una base que puede resultar incierta: que la niña vendrá con nosotros voluntariamente, que en cuanto mencionemos el nombre de Jonah o el de Mary, en cuanto le digamos que trabajamos para sus abuelos, Amanda Hale saldrá por la puerta y subirá al coche.

Según Susan, esto sería lo ideal, pero añade que, ocurra lo que ocurra, Amanda vendrá con nosotros, aunque tengamos que hacer uso de la fuerza.

Nos detenemos frente a un supermercado de la calle principal de la población. Yo me quedo en el parking mientras Susan entra en el local. Cinco minutos más tarde, sale cargada con una única bolsa de plástico. Se instala en el asiento del acompañante y cierra la portezuela. En el interior de la bolsa hay un rollo de quince metros de cuerda de la que se usa para tender y un carrete de cinta adhesiva.

– Tenemos que hacer otra parada. Una señora del supermercado me dijo que lo que busco está al final de la calle.

Yo conduzco, y Susan mira por la ventanilla. Al cabo de dos manzanas encuentra lo que busca: la farmacia. Esta vez tarda menos de dos minutos, y cuando sale lleva un recipiente metálico de medio litro con tapón de rosca.

– ¿Qué llevas ahí?

– Éter.

Ahora ya está claro lo que Susan piensa hacer con Jessica: un poco de anestésico en un trapo, maniatarla y cerrarle la boca con cinta adhesiva. Para cuando la encuentren, nosotros ya estaremos en San Diego, o en Los Ángeles, o dondequiera que vaya el primer avión que salga de Los Cabos en dirección a Estados Unidos.

Localizamos el consulado norteamericano en un pequeño mapa turístico. Está cerca de la bahía. Pasamos frente a él varias veces desde distintas direcciones con el fin de orientarnos. El problema es que muchas de las calles no sólo son estrechas, sino también de dirección única.

Antes de que transcurra una hora nos damos cuenta de que nuestro hotel no servirá. Está demasiado lejos del centro de la ciudad. También tiene la desventaja de que la comisaría de policía se halla situada entre nosotros y el consulado en caso de que, por algún motivo, tengamos que cobijarnos en nuestra habitación con la niña.

Invertimos una hora en trasladarnos a otro hotel, un lugar más céntrico. El hotel Plaza las Glorias está situado cerca del puerto deportivo, y se halla a sólo dos manzanas del consulado.

Siguiendo las instrucciones de Susan, que va en el asiento del acompañante con el mapa en el regazo, recorremos la zona turística de Cabo. Nos equivocamos al girar y terminamos frente a nuestro hotel.

Esta parte de la población es sobre todo una sucesión de bares y tiendas de recuerdos, de discotecas y salas de fiesta. Incluso fuera de temporada, el tráfico es una pesadilla. La población aumenta con cada uno de los barcos de crucero que llegan a la bahía. Hoy, dos de ellos están anclados como hoteles flotantes a cosa de un kilómetro de la playa. Lanchas a motor transportan a los turistas hasta el puerto deportivo, donde atestan las calles, regatean con los vendedores ambulantes y entran y salen de las pequeñas tiendas.

Tardamos diez minutos en orientarnos de nuevo.

Susan vuelve a mirar el mapa y me da nuevas instrucciones. Volvemos hacia atrás y esta vez logramos lo que pretendemos: llegar a la calle principal, pero permanecemos a la derecha cuando llegamos al semáforo situado frente al mercado.

Aquí la calle es de una sola dirección, y va estrechándose según la cuesta se hace más empinada. Sólo hay espacio suficiente para que pasen dos coches. Cerca ya de la cima, Susan me dice que busque un sitio para aparcar. Aquí, algunos de los bordillos miden más de un metro de alto, con peldaños para llegar a la acera. Se ven menos tiendas, y las que hay son pequeñas. Encuentro un hueco y estaciono.

Susan estudia el mapa. No es muy detallado; se trata de uno de esos mapas turísticos que regalan las agencias de coches de alquiler. Las calles parecen desaparecer en la zona en la que, según nos dijo el conserje del hotel, está situada la dirección.

– Debe de estar un par de manzanas más arriba -dice Susan.

Nos apeamos. Subimos primero a la acera y luego por la escalera. A la izquierda y hacia abajo quedan los lugares turísticos y los locales nocturnos: Cabo Wabo, The Giggling Marlin y Squid Row.

Al final de la cuesta por la que vamos debería de estar la plaza. Aquí se ven muy pocos turistas. Atravesamos la calle, lo que parece ser la última intersección concurrida. El tráfico es descendente y va en dirección al centro. Luego subimos por una escalera hasta la plaza de la ciudad, una zona abierta con unos cuantos árboles. Ocupa el espacio de una pequeña manzana.

Susan y yo parecemos dos turistas. Ella lleva un gran sombrero de paja para protegerse la cabeza y los ojos del sol. Ha dejado la cuerda, la cinta y el éter en el coche, debajo de un asiento. De momento, lo único que pretendemos es encontrar la dirección.

Localizamos la misión, la iglesia católica. El Departamento de Aduanas mexicano está al lado, y más abajo hay una tienda de antigüedades, un edificio de dos pisos con una galería corrida sobre la calle.

Susan se encamina en esa dirección, y yo la sigo.

Cruzamos la calle, pasamos frente al escaparate de la Tienda de Antigüedades de Mama Elis, y seguimos andando a la fresca sombra de la galería corrida. Llegamos al final de la manzana. Cuando doblamos la esquina, Susan se detiene. Calle arriba, a cosa de veinticinco o treinta metros hay unas puertas de hierro forjado ante las cuales termina la calle. Las puertas dan a una rampa de acceso, y sobre ella hay un gran letrero de madera: «Las Ventanas de Cabo.»

Susan suelta un prolongado suspiro.

– Aquí es.

Volvemos a la sombra de la galería. Los apartamentos están situados en la aterrazada falda de la colina, y hay una empinada rampa que desaparece tras un recodo. Está claro que desde la calle no nos va a ser posible ver gran cosa. Las viviendas están pegadas a la falda de la colina, por encima de nosotros. Parece como si hubiera diez o doce apartamentos distintos.

– ¿Sabemos en cuál de ellos está Jessica?

Susan niega con la cabeza.

– Sólo tengo el nombre del lugar -dice.

– Esperemos que la información sea correcta -comento-. De lo contrario, habremos hecho un largo viaje para nada.

Comienzo a caminar cuesta arriba.

– ¿Adónde vas? -me pregunta Susan.

– A ver si hay una oficina.

– No puedes entrar así como así.

– ¿Por qué no? Jessica no nos conoce. Al que nos atienda le diremos que queremos alquilar un apartamento.

Susan sale de la sombra de la galería, se sujeta bien el sombrero, ladea la cabeza y mira hacia las viviendas que hay en la falda de la colina. Yo comienzo a subir por la cuesta, seguido por Susan.

Una vez cruzamos las puertas de hierro, tomamos hacia la izquierda y seguimos subiendo hasta encontrarnos frente a varios garajes, y a una serie de viviendas escalonadas y rodeadas por pequeños jardines. No hay ningún cartel que indique dónde se halla la oficina, si es que existe una.

El calor de la tarde es achicharrante, y empieza a hacer mella en nosotros. Mis gafas de sol comienzan a empañarse. Me detengo en la escalera para limpiarlas y para orientarme.

– ¿Qué desean? -pregunta una voz femenina desde un nivel más bajo.

Cuando me vuelvo a mirar me fijo por primera vez en una piscina de buen tamaño situada en una de las terrazas de la colina, sobre los garajes. Hay también un patio rodeado por una galería desde donde se vislumbra una impresionante vista de la población.

– Buscamos la oficina.

– Acaban de encontrarla. Soy la encargada -dice la mujer.

Susan y yo nos encaminamos hacia la piscina.

La mujer tiene poco más de treinta años, y lleva shorts, top y gafas de sol. Nos estudia con interés, como si por estos alejados contornos no viniera mucha gente.

– Hola, me llamo Paul. Mi esposa, Susan. Hemos visto este sitio desde abajo. Parece muy bonito. Buscamos un lugar discreto y tranquilo. Quizá tenga usted algún apartamento libre.

– En estos momentos está todo completo -dice ella-. Pero puedo quedarme con su nombre y su teléfono.

Me quito las gafas oscuras. Le muestro la mejor de mis sonrisas. Un amigo me comentó en una ocasión que la clave de la conversación no está en la boca, sino en los ojos.

La mujer no me imita, y sigue estudiándome desde detrás de los cristales oscuros.

– ¿Buscan algo para unos días, o para una temporada?

– Algo para todo el verano -dice Susan.

– En realidad, tal vez optemos por un alquiler por todo el año -digo yo.

Al oír esto, la mujer se quita las gafas y sonríe.

– Quizá tenga una vacante para fin de mes.

– ¿Aceptan ustedes niños? -Susan acaba de hacer la pregunta del millón de dólares.

– Generalmente, no. Pero en estos momentos hay una in-quilina que tiene una niña.

Bingo.

– Qué bien -dice Susan-. No estábamos seguros de si debíamos venir aquí con nuestra pequeña. Tiene ocho años.

– La misma edad de la niña de mi inquilina. Son gente muy tranquila. Tanto la madre como la niña. Aunque la verdad es que no estoy muy segura de si es niña o niño. Nunca sale. Han pagado hasta finales del mes que viene. Pero puede que su apartamento quede vacío en cualquier momento. La madre me ha dicho esta misma mañana que se iban.

– ¿Cuándo?

– No me lo dijo con exactitud. Antes de que termine este mes.

Susan sonríe, pero cuando me mira advierto en su rostro algo parecido a la preocupación. Si se trata de Jessica, y desaparece, nunca volveremos a dar con ella.

– Lo que digo: si me dejan su nombre y su teléfono, los podría llamar -dice la mujer.

– ¿Sería posible ver el apartamento? -pregunto.

– Me temo que no. La semana pasada traté de enseñarlo, y la mujer me dijo que no. Los inquilinos son muy celosos de su intimidad.

Asiento, como si comprendiera. Se me están agotando las preguntas.

– ¿Se ve el mar desde el apartamento? -A Susan se le dan bien estas cosas.

– No, lo siento. -La mujer mira hacia arriba por encima de mi hombro. Los ojos de Susan le siguen la mirada. Yo me vuelvo a mirar.

– ¿Es uno de esos de ahí arriba? -pregunta Susan.

– La unidad tres -dice ella-. La de la derecha. -Parece muy bonita -dice Susan-. ¿Está segura de que no podemos echar un vistazo? Seremos muy discretos y no haremos ruido. -Susan puede ser muy dulce. «Déjenos entrar con nuestra cuerda y nuestro éter.»

– No, no me es posible. Lo siento.

– ¿Cuántas habitaciones hay? ¿No tendrá usted un plano de los apartamentos? -A Susan no se le escapa nada.

– Pues no, no tengo planos. Los apartamentos tienen dos dormitorios, una cocina y una sala de estar. Dos baños y medio. Algunos tienen también un pequeño estudio. No recuerdo si ése lo tiene o no.

– Supongo que habrá que bajar la cuesta para llegar al coche, ¿no? -Susan mira por encima de la barandilla hacia la calle de acceso y hacia la interminable escalera.

– En realidad, hay una carretera que va por detrás -dice la mujer-. Se puede llegar en coche hasta los apartamentos, y bajar desde ellos hasta la ciudad.

– Vaya, qué estupendo. -Advierto que, al oír las palabras de la mujer, Susan me mira significativamente. Los dos estamos pensando lo mismo, preguntándonos si esa calle aparece en nuestro mapa.

Загрузка...