DIECISÉIS

Es el mayor problema que se nos presenta, y la única defensa posible, aparte de la simple negación de que Jonah lo hizo: la información de fuentes aparentemente fidedignas de que el narcotraficante Ontaveroz había estado buscando a Jessica.

Esta mañana, Harry y yo nos hallamos en el tribunal. Pese a nuestras objeciones, Jonah ha renunciado a una audiencia preliminar. Esto permite al estado ir a juicio por medio de una acta inculpatoria de un gran jurado.

Sin embargo, Jonah no da su brazo a torcer. Insiste en que tiene derecho a un juicio rápido, a asumir los riesgos que sean.

Le hemos advertido que tal vez no le guste el resultado. Lo que lo impulsa es la obsesión de salir de la cárcel, de modo que le sea posible buscar a Amanda. No tiene ni idea de por dónde comenzaría pero, por alguna razón, considera que las cuatro paredes de su celda son lo que le impide recuperar a Mandy. Para más inri, el juez se ha negado a conceder una nueva audiencia para la cuestión de la fianza. Harry y yo comenzamos a sentirnos como dos naranjas en un exprimidor.

El asunto del que debemos ocuparnos es una moción previa al juicio. Jonah no está aquí. Tales mociones no requieren la presencia del acusado.

Murphy es ahora nuestro detective oficial en el caso. Ha conseguido tres artículos aparecidos en periódicos mexicanos, todos ellos en español, que al menos aluden explícitamente a la existencia de Ontaveroz. No hay fotografías, pero los artículos, traducidos al inglés por un especialista y unidos a nuestro expediente, dan detalles acerca de un hombre al que uno no quisiera enfrentarse ni con un océano de por medio en un sueño de dos minutos.

La mayor parte de los textos se refieren a los intentos de la Policía Judicial mexicana de encontrar a Ontaveroz. Hasta el momento se le atribuye la muerte de, como mínimo, tres agentes de tal fuerza policial.

Se cree que Ontaveroz ha participado en el asesinato de varios de sus competidores comerciales. También se supone que ha participado en no menos de dos asesinatos políticos, aunque, según Harry, estos crímenes también fueron asuntos de negocios.

Harry ha preparado cédulas de citación para la DEA, el FBI, y el Departamento de Justicia, exigiendo que tales departamentos faciliten información, notas, archivos y cuanto tengan por escrito acerca de la sentencia acordada de Jessica que hizo que la muchacha fuera a parar a una prisión estatal. Albergamos la esperanza de que tales documentos nos conduzcan a Ontaveroz, o al menos a alguna referencia nominal al narcotraficante mexicano. Parto de la base de que si Ontaveroz sabía de mi existencia, también sabía de la existencia de Suade. El problema es cómo lo demostramos.

– Bueno, ¿trajo usted los donuts, señor Madriani? -Frank Peltro me mira desde el estrado. Su rostro es como el de un barman irlandés. Sonrisa prefabricada, el mejor amigo de todo el mundo. Lo único que lo delata son los ojos de halcón bajo los gruesos y caídos párpados.

– Yo, no, señoría.

– Pues se suponía que iba a traerlos usted -dice-. Tengo un montón de gente furiosa esperando la vista incoatoria. Tendré que enfrentarme a ella dentro de diez minutos. Sin donuts, me va a costar Dios y ayuda. -Todo esto, con una sonrisa en el rostro-. ¿Qué me aconseja que haga?

– Haga que los alguaciles distribuyan tranquilizantes -le digo.

– Eso no es una solución -dice él-. Tranquilizantes ya tienen. Lo que quieren son donuts.

Evidentemente, la taquígrafa del tribunal no está anotando nada de esto, y no comenzará su trabajo hasta que Peltro se lo indique. Tiene la suficiente experiencia en el estrado para saber cómo evitar problemas con los estirados y siempre serios miembros de la Comisión para las Actuaciones Judiciales.

– ¿Puedo decirles que traerá usted los donuts para el almuerzo? -pregunta.

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De lo comprensivo y razonable que se muestre el tribunal en el asunto pendiente.

– A mí me parece un delito mayor -dice Peltro. Mira al fiscal del distrito. Avery se está riendo. Ryan no le hace ningún caso.

– Creo que tiene usted un problema, señor Ryan. Necesito donuts para una chusma furiosa. ¿Qué nos ofrece usted?

– Nada -dice Ryan-. Yo estoy bien. He grabado todo esto.

Peltro lanza una risotada que le sale del estómago. Papá Noel en el estrado.

– Ahora el problema lo tengo yo. Señor alguacil, puede usted meter al señor Ryan entre rejas. Y dígale a esa gente que fue él quien se comió sus donuts.

El alguacil no se mueve, pero se está riendo, y su tripa se estremece por encima del cinturón de su pistolera.

Ahora que las bromas ya han terminado, Peltro echa un último vistazo al informe de Harry, cuestiones y autoridades. Luego nos mira a Harry y a mí y dice:

– ¿Quién va a hacer la argumentación de este embrollo?

Me levanto y voy hasta el podio. Peltro dirige una inclinación de asentimiento a la taquígrafa.

– He leído su informe -dice-. No hay necesidad de repasar todos los argumentos. Quizá sea mejor que nos centremos en los problemas.

Esto no es un buen comienzo.

– Por lo que veo -dice Peltro-, quiere aportar pruebas, pero carece usted de ellas.

– Eso no es exactamente así, señoría. Tenemos a dos agentes federales.

– ¿Me he perdido algo? -pregunta. El juez está pasando páginas, estudiando la moción, siguiendo las líneas de texto con un dedo-. Pensaba que no podían ustedes identificarlos.

– En estos momentos no podemos. Pero estamos trabajando en ello.

– ¿Podrán ustedes presentarlos?

– Con tiempo, creo que sí podremos.

– Señoría, la defensa ha renunciado a un aplazamiento. El juicio ya tiene asignada fecha de inicio. -Ryan se ha puesto en pie. Comprende lo que pretendo, exigiendo un juicio rápido al tiempo que solicito más tiempo.

– El fiscal está en lo cierto -dice Peltro-. ¿Solicita usted un aplazamiento del comienzo del juicio?

– De momento, no, señoría.

– Eso no me suena nada bien -dice el juez.

– No -le digo.

– Eso está mejor. A no ser que su cliente solicite un aplazamiento, no voy a conceder prórroga alguna. -Mira hacia el cartapacio judicial que tiene ante sí, el que está cubierto por una lámina de acetato del tamaño de una manta militar. Levanta algunas páginas del gigantesco calendario que hay debajo, motivo por el cual dejo de verle el rostro-. Mi fecha libre más próxima… -La voz se pierde tras el muro de papel-. No es hasta finales de setiembre. Y entonces no podrá ser porque voy a viajar a La Paz. Estaré allí pescando en el barco de un amigo. Eso significa que su cliente se pasará entre rejas, pendiente de juicio, no menos de cinco meses. -Baja las hojas del calendario y alza las pobladas cejas. Me mira por encima de las medias gafas de vista cansada, que le dan un aspecto aún más judicial.

– Mi cliente podría reconsiderar lo del aplazamiento -digo- si logramos llegar a un acuerdo sobre el tema de la fianza.

– ¿Por qué? ¿Para que se pueda reunir conmigo en La Paz?

– No, señoría.

Ahora Ryan sonríe de oreja a oreja.

– Todo eso ya lo hemos tratado -dice el juez-. No creo que, habida cuenta de las circunstancias, el tribunal pueda correr el riesgo. Su cliente desea buscar a su nieta, cosa que comprendo, ya que yo tengo dos nietas. No sé lo que haría si alguien se las llevase. Pero usted mismo reconoce que existen muchas posibilidades de que la niña se encuentre en México. Así que ya sabemos dónde irá su cliente si lo dejamos en libertad bajo fianza.

– Podría haber ido allí antes de que lo arrestaran. Y no lo hizo.

– Puede que ahora cambie de idea.

– Garantizaré que mi cliente no saldrá del país.

– ¿Y qué hará? ¿Esposarse a él?

– Podrían retirarle el pasaporte -sugiero.

– Para entrar en México no hace falta pasaporte -apunta Ryan.

– Lo sé perfectamente, señor Ryan. Volvamos a temas más pertinentes -dice Peltro-. Aprecio su bienintencionado esfuerzo de asegurar la comparecencia de su cliente, señor Madriani. Y estoy seguro de que haría usted todo lo posible. Pero existen fuerzas muy poderosas, más fuertes que usted y que yo, y no estoy seguro de que, en este caso, tales fuerzas no terminasen prevaleciendo sobre cualesquiera otras consideraciones. Mi decisión sobre la fianza sigue en pie. ¿Qué más tenemos?

– La lista de testigos, señoría -respondo-. Para hacer acopio de nuestras pruebas necesitaremos una cierta indulgencia por parte del tribunal.

– Si lo que espera es indulgencia para aducir hechos de los que no existen pruebas, olvídelo, porque eso no va a ocurrir.

– No se trata de eso, señoría.

Ryan está retrepado en su sillón, encantado con el espectáculo, paladeando el aroma mientras el juez me fríe y el estado se dispone a hacer una barbacoa con mi cliente.

– Entonces, ¿qué es lo que solicita? -pregunta Peltro.

– Cierta flexibilidad temporal para que la defensa pueda completar su lista de testigos.

– Lo que en realidad solicita es un juicio por sorpresa. -Ryan se siente satisfecho y tranquilo, considerando que en el estrado tiene a un colega que librará sus batallas por él.

– No, señoría, no es eso.

– Señor Ryan, ya tendrá usted oportunidad de hablar. -Peltro me hace un ademán con la cabeza, invitándome a continuar.

– La defensa se halla en una clara posición de desventaja -le digo-. Mi cliente tiene derecho a un juicio rápido, pero no dispondrá de la oportunidad de contar con una defensa bien preparada. Tenemos razones para creer que existen una serie de pruebas de las que no dispondremos hasta que se inicie el juicio.

– Eso es problema de la defensa, señoría. Debería pedir un aplazamiento.

– ¡Señor Ryan!

– Dispense, señoría.

El juez comienza a hojear las páginas de nuestra defensa. Cuestiones y autoridades a porrillo. Harry ha hecho uno de sus trabajos estelares.

– ¿Desea usted sacar a colación a este hombre, al tal Ontaveroz? -me pregunta Peltro.

– En efecto, señoría.

– ¿Dónde está el nexo? ¿Qué relación tiene con el caso?

– Mi declaración. Y otra declaración jurada de mi detective. He adjuntado ambas a la moción.

Peltro comienza a leer.

– Señoría, aunque eso sea cierto, se trata del propio abogado del acusado, y de su propio detective, hablando de oídas de lo que les dijo un testigo cuya credibilidad no tenemos medio de confirmar.

El juez alza la mano, indicando a Ryan que cierre la boca.

Ryan pone los ojos en blanco y mira hacia el techo.

– Cuénteme de nuevo cómo encontró a esas personas -dice Peltro-. A esos dos agentes.

– A través de mi detective.

– ¿Ha tenido su detective anteriormente contacto con ellos?

– Lo ha tenido. Y la información que le dieron siempre resultó ser fidedigna.

– ¿Puede su detective testificar con plena seguridad de que se trata de agentes del gobierno federal?

– Señoría…

– Señor Ryan. -Peltro lo fulmina con la mirada.

– ¿Cómo define su señoría «plena seguridad»? -pregunto.,

– ¿Ha visto su detective las credenciales de esos individuos, con sus nombres y fotos?

– No lo sé. Pero ha tratado con ellos anteriormente, y le han facilitado informes que, en mi opinión, sólo pueden proceder de fuentes federales.

– O de alguien con una fértil imaginación -dice Ryan, que ahora está probando hasta dónde puede llegar.

– Me mostraron una foto del hombre al que ellos llaman Ontaveroz.

– ¿Y cómo sabe usted que ésa era su identidad, aparte de porque ellos se lo dijeron? -pregunta Ryan.

No contesto. -¿Tiene usted esa foto? -insiste el fiscal.

Peltro alza la vista, pero no impide a Ryan hacer su trabajo.

Yo hago caso omiso del fiscal.

– No, señoría. Sólo me la enseñaron. No me permitieron quedarme con ella.

– Eso resulta muy conveniente, señoría, pero el defensor elude la cuestión principal. -Ryan se ha puesto en pie y se abrocha el botón central de su chaqueta, aprestándose para el combate forense, o para terminar en el calabozo si no se anda con cuidado-. Señoría, siendo caritativo y dando verosimilitud al hecho de que esas dos figuras míticas, esos dos agentes federales existan realmente, y suponiendo que lo que afirma la moción de la defensa sea cierto, y que ese tal Ontaveroz exista, y que conozca a Jessica Hale…

– Se trata de algo más que de que él la conozca. -No voy a permitir a Ryan que le reste importancia a la poca información que poseemos-. Ella transportó drogas. Ése fue el motivo de que la arrestaran y encarcelaran. Posesión y transporte de drogas. Eso es verificable.

– Muy bien -dice Ryan-. Ella transportó drogas. Supongamos que lo hizo para el tal Ontaveroz. Pero no existen pruebas de que él estuviese relacionado con Suade. Ni siquiera de que supiese de su existencia.

Ryan acaba de cometer un error crítico. Lo advierto por la expresión de Peltro. Si Ontaveroz existe. Si él y Jessica traficaron con drogas… Ya sólo queda un paso muy corto hasta los artículos de prensa acerca del violento pasado del mexicano. Si éste andaba buscando a Jessica, quizá encontró a Suade.

– ¿Intenta usted decir, señor Ryan, que no existen pruebas de que Suade ayudó a Jessica Hale a desaparecer? -pregunta el juez.

– Eso no lo sabemos, señoría. -Ryan advierte ahora, cuando ya es demasiado tarde, el problema que se ha creado a sí mismo. Trata de dar marcha atrás. Si Suade no ayudó a Jessica a desaparecer, ¿qué motivo tuvo Jonah para asesinarla?

– Entonces, ¿qué hacen todas esas acusaciones referentes al señor Hale en el comunicado de prensa de Suade? -pregunta el juez-. ¿Pretende decir que Suade no tuvo arte ni parte en el asunto?

– No -dice Ryan-. Es evidente que alguna conexión sí que tuvo.

– O lo uno o lo otro, señoría, pero no las dos cosas a la vez -interrumpo-. Si Jessica tenía antecedentes por drogas, y los tenía, se nos debe permitir que exploremos esos antecedentes.

Ahora el juez asiente con la cabeza. Está de acuerdo conmigo.

– La defensa pretende hacer turismo por el país de la irrelevancia -dice Ryan-. ¿Dónde están las pruebas?

– Bueno, ¿qué es lo que desea? -Peltro me mira a mí. No hace caso de Ryan.

– Una oportunidad de identificar a los testigos que necesitaremos en el transcurso del juicio -contesto.

– ¡Señoría! -Ryan alza la voz una octava completa-. Lo que desean es conocer el caso de la fiscalía para luego inventarse una defensa que encaje con él.

El comentario me parece bastante exacto, pero no le digo esto a Peltro.

– Lo único que solicitamos es un poco de flexibilidad, señoría.

Peltro me mira y luego mira a Ryan. Reflexiona durante unos instantes.

– ¿Cómo piensa utilizar eso en su alegato inicial? -me pregunta.

– ¿Se refiere a Ontaveroz?

– Sí.

– Me gustaría mencionarlo. -En realidad me gustaría hacer algo más que mencionarlo, dar detalles sobre él, mostrar su foto, hacerlo desfilar delante del jurado. ¿A quién quieren condenar? Tras la puerta número uno, mi cliente, un abuelito con cárdigan y tirantes; tras la puerta número dos, el jefe de un importante cártel de la droga…

– ¿Desea mencionarlo por el nombre?

– Sí, señoría.

– ¿Cómo va a hacer algo así…? -pregunta Ryan, casi tartamudeando.

– No creo que sea posible -dice el juez-. ¿Qué haremos si luego, durante el juicio, no puede usted aducir las pruebas precisas? ¿Cómo borramos el recuerdo de la mente del jurado?

En realidad, eso nos perjudicaría más a nosotros que a la fiscalía. Es arriesgado mencionar a Ontaveroz en el alegato inicial, a no ser que pueda mencionarlo también en el alegato final. Los jurados tienden a recordar tales fallos. Y a castigarlos.

– Creo que no puedo permitirle a usted que lo mencione si no aduce pruebas del nexo -dice Peltro-. Algo que, de algún modo, lo relacione con la víctima.

– ¿Espera que lo sitúe en el escenario del crimen?

– Eso estaría bien -dice Ryan, que ahora sonríe.

– ¿Y también tengo que ponerle la pistola en la mano? -digo mirando al fiscal. Éste hace un ademán, como diciendo «a tu gusto».

– No, yo no pido tanto -dice Peltro-, pero sí deseo que exista una base razonable para creer que ese tal Ontaveroz estaba persiguiendo a Jessica Hale. Quizá alguna prueba de que él sabía, o al menos podía saber, que Suade poseía información. Evidentemente, cuanto más sólida sea la prueba, más persuasiva resultará para el jurado. Pero no le permitiré mencionar a Ontaveroz en sus alegatos a no ser que exista una base factual para ello. ¿Queda entendido?

– ¿Qué me dice de la lista de testigos? -pregunto.

– Actuaré con cierta flexibilidad. Tendrá usted que presentar su lista final de testigos cuando plantee los alegatos de la defensa, pero sólo a este respecto.

– ¡Señoría! -Ryan está recibiendo ahora el castigo por no haber escuchado antes al juez.

– En cuanto a los otros testigos, tendrá usted que identificarlos según las normas -dice Peltro-. ¿Entendido?

– Entendido, señoría. -Esto es lo máximo que, concebiblemente, puedo conseguir.

– Puede usted preparar la orden. Mi secretario le facilitará una transcripción de las actas. ¿Alguna pregunta?

Ryan no está contento.

– Señoría, debería solicitarse de la defensa que al menos nos diese una idea de cuáles serán sus testigos. ¿Llamará a comparecer a Ontaveroz?

– No, a no ser que yo lleve mi revólver bajo la toga -dice Peltro-. Esto que no conste en acta.

Estoy junto a Harry, guardando de nuevo los papeles en mi cartera, tratando de discernir lo que hemos ganado y lo que hemos perdido.

– Señor Madriani -llama el juez.

Me vuelvo hacia él, y Peltro dice:

– Me debe usted unos donuts.

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