VEINTITRÉS

– Podría ser peor -dice Harry-. Podrían haber encontrado ADN de la saliva de Jonah en la colilla.

No es que yo no tenga fe en las protestas de inocencia de mi cliente, pero la idea se me ha pasado por la cabeza más de una vez. Los dioses de la ciencia forense pueden habernos favorecido al menos un poco. El extremo chupado de la colilla fue contaminado por la sangre de la víctima en la escena del crimen, y no resultó posible hacerle la prueba del ADN.

También consideramos la posibilidad de que uno de los primeros paramédicos que llegaron al lugar de los hechos pisara la colilla antes de que llegaran los técnicos. A Ryan le fue imposible conseguir impresiones dentales, aunque lo intentó. Los del laboratorio criminal las buscaron y no consiguieron nada definitivo. Una de sus teorías es que el asesino pisó la punta del cigarro para apagarlo.

– Es absurdo -dice Harry-. Eso significaría que el asesino pisó la sangre. Nadie hace una cosa así a propósito, y menos por apagar un cigarro.

– Eso supone dar por hecho que la sangre ya estaba allí en aquellos momentos.

Harry me mira.

– Suade pudo estar sangrando. Quizá el charco de sangre no hubiese llegado hasta el cigarro cuando él lo pisó.

– ¿Crees que ella seguía viva?

– Es posible.

Harry dice que el ADN podría haber resultado exculpatorio, al demostrar que era otro quien fumó el cigarro.

– También es posible un choque de trenes -digo. No hay forma de saber cómo interpretará un jurado unas pruebas tan complejas como las del ADN. Si se los machaca durante tres días con los tecnicismos de la hélice, el jurado puede terminar arrojando monedas al aire.

La tensión del juicio comienza a hacer mella en Jonah. En los primeros días, cuando las tesis del estado no parecían encajar, él pareció tranquilo. Luego Ryan volvió a encaminar el caso con las pruebas de los cigarros. A Jonah se le fueron los ánimos como el agua se va de un cubo con un agujero en el fondo. Esta noche, nuestro cliente representa más años de los que tiene.

Hemos llamado al doctor. Jonah nos dice que se encuentra bien, pero de vez en cuando se lleva la mano al pecho y se frota el hombro izquierdo, lo cual no parece un buen indicio.

Harry está preocupado por él. El médico nos ha asegurado que Jonah pasará la noche en observación en la sala de detenidos del hospital del condado, donde pueden monitorizarlo y controlar su medicación.

En estos momentos, Harry y yo tenemos otros problemas. Jason Crow no ha aparecido hoy por el juzgado. Llegadas las siete y media, Harry y yo nos dirigimos hacia la colina en la que se halla el apartamento de Crow. Harry conduce y yo le voy dando las indicaciones.

– Ya había pensado que podía hacer esto. Es lógico, hallándose en libertad condicional -le digo a Harry. Ése es el motivo de que Harry preparase la citación una semana antes de nuestro alegato inicial. Para darnos tiempo de localizarlo si él decidía desaparecer. Ahora, con un poco de suerte, nos dará tiempo de encontrarlo, de meter en su cuerpo el temor de Dios, aunque su principal arcángel, Murphy, no está con nosotros. Traté de localizar a Murph por medio del busca, pero no tuve suerte.

Cuando llegamos al apartamento de Crow, hago que Harry dé un rodeo en torno al edificio. Inspecciono las ventanas laterales y traseras de lo que, según recuerdo, era el apartamento de Crow. Todas parecen oscuras, aunque hay una débil luz en una ventanita situada un poco más arriba que las otras. Supongo que se trata de un cuarto de baño.

– Si ése es su apartamento, parece que el tipo está fuera -dice Harry.

– Si lo está, o ha salido a pie, o va en un coche ajeno.

Harry me mira.

– El Datsun gris sigue ahí atrás, a la izquierda. Es el coche de Crow. Murphy investigó la matrícula para localizarlo.

Le digo a Harry que estacione el coche enfrente, junto al bordillo, desde donde veremos bien el porche principal y la puerta, así como el coche de Crow en la calle, más abajo. Desde aquí, Harry podrá ver sin ser visto, al menos, no desde el apartamento de Crow.

– Quiero que te quedes aquí.

– ¿Por qué?

– Para vigilar su coche y la puerta principal. Yo llamaré al timbre y me dirigiré a la puerta trasera. Si Crow está en casa, supongo que bajará por ahí. Huyendo. Sobre todo, después de la forma como Murphy lo vapuleó el otro día. Se dirigirá hacia su coche.

No pretendo abalanzarme sobre Crow ni vapulearlo como hizo Murphy. Dejo eso para los alguaciles encargados de entregar las citaciones y para los detectives privados.

– Si él llega a su coche, recógeme en la calle. Ahí. -Señalo el lugar en que me hallaré-. No enciendas los faros. Lo seguiremos para ver adónde va. Una vez llegue a su escondite, conseguiremos que el tribunal extienda una orden de prisión y que la policía lo detenga. -Crow ya ha violado la citación. Estoy casi seguro de que lograré convencer a Peltro de que lo haga detener en espera de su testimonio. Se trata de un testigo clave para la defensa, y tiene unos antecedentes muy considerables.

Harry se queda en el coche. Yo me dirijo a la puerta principal. Subo la escalinata. No tengo que buscar mucho para encontrar el timbre adecuado. Veo la tarjeta nueva con el nombre de Crow en ella y pulso el botón. Arriba suena el zumbador. Llamo otras dos veces, bajo la escalinata y rodeo el edificio, manteniéndome lejos de sus ventanas.

Hay un pasaje que conduce a la parte posterior. El cemento está resquebrajado y en las grietas crecen las malas hierbas. Segundos más tarde me hallo en el patio trasero. Aquí y allá, unos arbustos luchan por sobrevivir entre los matojos, bajo la sombra que arroja un alto aguacate. Me escondo entre las sombras y espero. Puedo ver el apartamento de Crow; al menos, su ventana posterior. Siguen sin verse luces. En este lado de la casa, la escalera es de madera y necesita una reparación. Está ligeramente inclinada y lo que antes era blanco es ahora de un sucio color grisáceo.

Si Crow baja por aquí con prisas, hará mucho ruido. Yo tendré tiempo de sobra para reunirme con Harry en el coche frente a la casa.

Espero, consulto mi reloj. Hace treinta segundos que pulsé el timbre, y nada.

No es posible que él me haya visto. Salgo de entre las sombras, y regreso a la parte delantera por el pasaje. Cuando me ve a través de una angosta puerta, Harry se encoge de hombros y niega con la cabeza. En la parte delantera tampoco ocurre nada.

Sé que la puerta principal está cerrada, así que me dirijo hasta la escalera posterior. Subo por ella silenciosamente, dos peldaños cada vez, apoyándome con ambas manos en la barandilla de madera. Alcanzo el descansillo de la parte alta. Aquí no hay luz, sólo una vieja puerta de madera que tiene en la parte superior un único panel de cristal. Dentro, a través del cristal, veo el corredor escasamente iluminado, una puerta a la derecha, un apartamento que pertenece a otro inquilino en el otro lado.

Pruebo la puerta exterior. No está cerrada. Entro y cierro a mis espaldas. Como nunca he venido por aquí, no estoy seguro de dónde se halla la puerta de la habitación de Crow. Creo que es al fondo del pasillo y a la izquierda. Camino de puntillas, con toda la ligereza que rae es posible, evitando que mis talones pisen la raída alfombra.

De algún lugar distante llega el sonido de un televisor, amortiguado por paredes y puertas cerradas. Sonido de concurso, vítores y aplausos, nada que me sea posible reconocer. No tardo en darme cuenta de que se trata de un canal hispano.

Llego hasta el recodo y asomo la cabeza. La puerta de Crow se halla a cosa de cinco metros pasillo abajo. Me pregunto si debo llamar o no. No hay escapatoria posible, a no ser que Crow decida descolgarse por una ventana con unas sábanas, o tenga una de esas escaleras de cuerda que se usan para los incendios, cosa que dudo. La última vez que estuve aquí, Crow no estaba preparado para casi nada, y mucho menos para encontrarse con alguien como Murphy.

Si sale por otra parte, Harry lo verá, aunque a mí me llevará unos cuantos segundos llegar hasta la calle.

Avanzo hasta la puerta, me detengo y pego una oreja a la madera. El televisor que suena abajo dificulta la audición.

«¡Fantástico! ¡Excelente!» [3] Aplausos y música ratonera.

Acerco la cabeza un poco más a la puerta y, al hacerlo, mi hombro roza contra ella. Se escucha un clic y la puerta se abre, no una ranura ni un resquicio, sino del todo, lentamente, empujada por la gravedad. De pronto me encuentro plantado en mitad del umbral, silueteado por la luz del pasillo. Ya es demasiado tarde para apartarme. Lo único que puedo hacer es cruzar los dedos y esperar que Crow no esté dentro con una pistola apuntando en mi dirección.

La habitación está sumida en la oscuridad y no se percibe ni un movimiento ni un sonido.

Parece como si Crow hubiera salido a dar un paseo. Probablemente se quedó sin cerveza y no echó el cerrojo al salir.

No puedo ver gran cosa del apartamento. Sólo cuento con la luz que llega del pasillo, y ésta sólo ilumina lo que está directamente frente a la puerta. Entro en la habitación y cierro a mi espalda.

Ahora la única luz es la que se filtra a través de una de las ventanas, la de un farol situado a media travesía de distancia. También se percibe un leve resquicio luminoso procedente de la puerta situada a mi izquierda. Supongo que se trata de la luz de noche del baño, el pequeño resplandor que percibí desde la calle.

No llevo linterna y no me atrevo a encender las luces. Si Crow ha salido y regresa, verá las ventanas iluminadas y desaparecerá.

Me cercioro de que, a mi espalda, la puerta está cerrada. La cerradura es endeble, como las que suele haber en las casas de mala muerte. Tengo que empujar con fuerza el tirador para que el pestillo encaje en su lugar. Tanteando, encima del tirador encuentro un cerrojo por casualidad. Por algún motivo, Crow no lo utilizó. Tengo la sensación de que el tipo no ha ido muy lejos.

Giro ciento ochenta grados y echo a andar alejándome de la puerta, con las manos extendidas, a ciegas. Le doy tiempo a mis ojos a habituarse a la penumbra. Me es posible distinguir parte de la habitación. La mesa plegable bajo la ventana. Golpeo con el pie algo que hay en el suelo y que se desliza sobre la superficie desprovista de alfombra. El pequeño sonido que hace al chocar con una de las patas de la mesa plegable me indica que se trata de un bote vacío de cerveza. Permanezco inmóvil unos momentos, tratando de orientarme.

A mi derecha debe de estar el sofá-cama, abierto y ocupando buena parte de la habitación. Eso no puedo verlo con claridad. Sólo entreveo el borde izquierdo inferior de la cama, lo que entre las sombras parece ser una arrugada manta. Doy un amplio rodeo para evitar tropezar con la cama.

Me dirijo hacia la puerta del baño. Si la abro, la lámpara de noche del interior arrojará luz suficiente para permitirme ver. Avanzo a paso de lobo hacia el resquicio de luz que hay bajo la puerta. Golpeo con un pie el cartón del envoltorio de una hamburguesa. Finalmente llego a la puerta, encuentro el tirador y abro.

En el interior, la luz no es muy intensa, pero me permite ver. Una cortina de ducha está corrida en torno a la bañera. En la parte de los grifos, la cortina sobresale, empujada por algo que hay dentro.

Lo estudio unos segundos, una pequeña forma negra, del tamaño de un gato, una sombra oscura vista a través de la cortina traslúcida.

Avanzo un paso y descorro la cortina.

Jason Crow está en el interior de la bañera. Sus vidriados ojos me miran, pero no se mueven cuando yo lo hago. Los pies siguen calzados con las Reebok y están apoyados en el extremo de la bañera en el que se hallan los grifos. Su cabeza reposa en el otro extremo.

La mano derecha de Crow está tendida hacia la parte superior de su cuerpo, tratando de alcanzar algo. Hay una jeringuilla clavada en su antebrazo izquierdo, con el émbolo totalmente apretado. Hay una pequeña banda elástica caída en el fondo de la bañera, justo debajo de su brazo izquierdo.

Me muevo hacia la parte alta de la bañera, le toco el cuello, localizo el bulto de la carótida debajo de la oreja izquierda. Rozo su barbilla, y los escasos pelos que en ella crecen. No percibo pulso y la piel está fría.

Me enderezo lentamente y miro la forma inerte que yace en la bañera. No cabe duda de que Jason Crow pertenecía a los bajos fondos de este mundo. Por todo lo que he visto y leído, el tipo no hizo sino aproximarse a este fin durante gran parte de su vida adulta. En su lamentable existencia, no existió ni rumbo ni guía. Sin embargo, no logro evitar el pasmo que me produce pensar que, hace sólo unas horas, él se levantó de la cama, miró por la ventana para ver cómo se presentaba el día, y en ningún momento sospechó que éste fuera a ser el día de su muerte.

Me aparto de la bañera y veo mi rostro en el espejo de encima del lavabo. Es un rostro fatigado, que parece pertenecer a un desconocido. Mis mejillas están cubiertas por una densa sombra de barba. Cabello revuelto, ojos con bolsas bajo ellos, indicios de estrés y de falta de sueño.

Jonah está en el hospital y yo he vuelto a la casilla de salida. Ya no tengo a un testigo que relacione a Jessica con el narcotraficante mexicano Ontaveroz. Mis planteamientos para la defensa se evaporan como un escupitajo sobre una acera caliente.

Siento el fuerte impulso de echarme agua en la cara mientras estoy inclinado sobre el lavabo, pero lo contengo. El lugar es ahora el escenario de un crimen, y mis huellas dactilares ya están bastante repartidas por todas partes.

Mi primera idea: llamar a Floyd Avery. Quizá él pueda conseguir que el Departamento de Policía de la ciudad actúe conmigo con cierta lasitud. De lo contrario me pasaré toda la noche contestando preguntas, y tengo que estar en el juzgado a las nueve de la mañana.

Aparto la mirada del espejo, y me vuelvo para salir del baño. Es entonces cuando lo veo, iluminado por la débil luz de la lamparita de noche del baño. Está caído sobre la cama plegable, con la mirada de los ciegos ojos clavada en el techo. De su pecho asoma la empuñadura de un cuchillo Bowie del tamaño de la herramienta de un matarife. El muerto es Joaquín Murphy.


En una pelea, Crow jamás habría podido con Murphy, de eso estoy convencido, pero no les digo nada de ello a los policías. Estoy sentado en un pequeño banco de madera del porche delantero.

Unos agentes están tendiendo la cinta amarilla del precinto policial en torno al césped -casi todo matojos- que rodea la casa.

Una unidad móvil del Canal 2 acaba de detenerse junto al bordillo y está desplegando su parabólica.

Avery y Harry se hallan cerca, junto a un detective del Departamento de Homicidios de la ciudad. Forman grupo bajo una de las bombillas que cuelgan del techo del porche. Están lo bastante cerca para conversar conmigo, aunque guardando la distancia.

– ¿Ese tal Murphy era amigo suyo? -pregunta el detective.

– Era un detective que contratamos hace un par de meses -responde Harry.

– ¿Para qué lo contrataron? ¿Cuál era su trabajo?

– Eso es confidencial -interrumpo yo.

El policía se vuelve hacia mí.

– ¿Y qué los trajo a ustedes hasta aquí? -Tiene abierto el cuaderno de notas y no me quita ojo.

Yo no respondo.

– ¿Eso también es confidencial?

Avery le susurra al oído y el tipo se vuelve de nuevo hacia mí.

– ¿Es usted el abogado del caso Suade? Lo vi por la tele -dice-. ¿De eso se trataba?

– Lo único que puedo decirle es que teníamos a Crow bajo citación. Era un posible testigo. Eso es todo.

– ¿Cuándo habló usted por última vez con ese detective, el tal Murphy?

– Hace dos días.

– ¿De qué hablaron?

Me limito a alzar las cejas y a sonreír.

– Hoy mismo traté de llamarlo un par de veces, pero no pude localizarlo.

– Lo sabemos. Vimos su busca. Su número aparecía en él -dice Avery -. Murphy aún llevaba el busca sujeto al cinturón.

Se produce una pausa que yo aprovecho para pensar. ¿Quién más habrá visto el busca?

– Volvamos al motivo que los trajo hasta aquí -dice el de homicidios.

– Ya se lo he dicho tres veces esta mañana, Jason Crow tenía que haber ido al juzgado. Se hallaba bajo citación. No apareció, y vine a averiguar por qué.

– ¿Y se introdujo usted en el apartamento?

– La puerta posterior no estaba cerrada. La del apartamento, sí, pero el pestillo no había encajado bien.

– Muy conveniente.

– Puede, pero es lo que sucedió.

– Lo podría encerrar por allanamiento de morada -dice.

– Y mañana ya estaría en la calle. Y el teniente Avery tendría que comparecer ante el juez Peltro para explicarle por qué no había aparecido yo en el juzgado por la mañana.

Avery mira a su compañero como diciéndole que puedo tener razón.

– Repasémoslo una vez más -dice el detective.

Pongo los ojos en blanco.

– Como ya he dicho, llamé al timbre. No respondió nadie. Probé por la escalera trasera. La puerta no estaba cerrada. El pestillo de la cerradura de Crow no había encajado. Cuando la toqué, la puerta se abrió.

– ¿Cómo la tocó?

– Me hallaba junto a la puerta, escuchando.

– ¿Por qué estaba escuchando?

– Para ver si Crow estaba dentro. Si escuchaba voces. No lo sé. Pensé que tal vez estuviera dormido y no hubiese oído el timbre.

– He escuchado el ruido que hace el zumbador -dice el de homicidios-. Nadie podría dejar de oírlo sin despertarse. A no ser que estuviera muerto.

– ¿Cree usted que yo sabía que estaban allí dentro?

– No lo sé. ¿Lo sabía?

– Así no vamos a ninguna parte.

– Aún no me he enterado de lo que hacía aquí su investigador -dice él-. Dice usted que ya le habían entregado la citación a Crow, ¿no?

– Exacto. Hace dos días.

– Entonces, ¿por qué regresó?

– Porque Crow no apareció por el juzgado.

– ¿Usted sabía eso?

– Exacto.

– Pero su investigador no. ¿Estuvo él hoy en el juzgado?

Harry y yo nos miramos. Avery no nos quita ojo. Él lo sabe.

– No.

– Entonces, ¿cómo se enteró de que el testigo no había comparecido?

– No lo sé.

– O sea que ignora usted qué hacía aquí el tal Murphy.

– En efecto.

– Cuénteme otra vez cómo entró usted en el apartamento.

– Ya se lo he dicho. Tenía la oreja pegada a la puerta. La toqué accidentalmente con el hombro y se abrió.

– ¿Así como así?

– Si no lo cree, haga que sus técnicos lo investiguen.

– Muy bien. Y luego ¿qué?

– Entré. Encontré los cuerpos. Llamé al teniente Avery porque tenía su número. Él lo llamó a usted. Salí de la casa, me metí en el coche y esperé. Luego aparecieron ustedes. Eso es cuanto sé.

Él consulta sus notas.

– Dice usted que a Crow le entregaron la citación hace dos días.

– Exacto.

– ¿Y quién se encargó de entregársela?

– El señor Murphy.

– ¿Se hallaba usted con él? -Es un tiro a ciegas, pero el tipo tiene suerte.

– Sí.

Los ojos se le iluminan.

– O sea que tuvo usted oportunidad de hablar con Crow, ¿no?

– Sí.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– No lo sé. Quizá diez minutos.

– ¿De qué hablaron?

– Creo que voy a tratar a mi socio como si fuera un cliente -dice Harry-. Voy a aconsejarle que no diga nada más.

– ¿Ah, sí? -dice el policía-. Usted estaba fuera, sentado en el coche. Fue cómplice de cualquier delito que se haya cometido aquí. Supongo que usted también tendrá que estar en el juzgado mañana.

Harry asiente con la cabeza y el detective se vuelve de nuevo hacia mí.

– Bueno, ¿de qué hablaron?

– Murphy le entregó la citación y nosotros le dijimos que tenía que comparecer en el juzgado.

– ¿Y eso les llevó diez minutos?

– Fue una conversación lenta -respondo-. Crow tardó un rato en comprender el documento.

El policía me mira y sonríe. Ya ha escuchado bastantes tonterías por una noche.

– ¿O sea que me está usted diciendo que se dedicaron a darle asesoría legal?

Asiento con la cabeza.

– Pues sí. Crow estaba en libertad condicional. Quería saber cómo afectaba eso a su situación.

– ¿Y qué le dijo usted?

– Le dije que si él no comparecía, yo llamaría al encargado de su libertad condicional.

– ¿Crow iba a comparecer como testigo en el caso Hale?

– Era posible. -Sin duda, ellos ya han encontrado la citación, en la que aparecen todos los pormenores, así que el asunto ya no es ningún secreto.

– ¿Sobre qué iba a testificar?

Avery es todo oídos.

– No esperará usted que responda a eso, ¿verdad? -le digo al policía-. Ha sido un día muy agotador.

– Y es probable que lo sea aún más.

– Lo siento, pero no voy a hablar acerca del testimonio del señor Crow.

– Si hay una investigación formal, tendrá que hacerlo.

– Ya hablaremos cuando eso ocurra.

Él suelta un largo suspiro de exasperación, me mira amenazadoramente, como preguntándose si debe detenerme o no.

– Se trata de información confidencial -continúo-. Está relacionada con las tesis de la defensa. Eso es cuanto usted necesita conocer. Sabe usted tan bien como yo que, si insiste en hacerme hablar, se las tendrá que ver con el juez que lleva el caso.

– Sabemos que Crow conocía a Jessica Hale -dice Avery-. ¿Tuvo su visita algo que ver con la relación entre ambos? ¿No puede usted decirnos eso al menos?

– No, no puedo.

El detective de homicidios se está enfadando. Tiene el rostro congestionado sobre una corbata demasiado apretada. Avery lo coge por el brazo y lo lleva aparte. Hablan en susurros durante unos momentos. Yo no logro oír nada.

El problema radica en que la fiscalía ya se hace una idea bastante clara de hacia dónde encaminamos nuestra defensa. Nuestra argumentación en la moción previa al juicio puso a Ryan sobre aviso de la teoría referente a Ontaveroz. Lo que ahora temo es que, si averigua los detalles, descubrirá que Crow era la principal apoyatura de mi teoría, se dará cuenta de que nuestras tesis penden de un hilo. Ryan se apresurará a concluir sus alegatos iniciales, y me cederá la vez a mí, pobre de mí, un abogado sin nada que decir.

Según veo la situación, existen dos posibilidades. Puedo recurrir a los dos agentes federales, en el caso de que lo fueran realmente. Pero Murphy, el único vínculo que me unía a ellos, ha muerto.

La segunda alternativa sería mucho más satisfactoria para Jonah. Puedo encontrar a Jessica, y con ella, a la niña, Amanda. Quizá consiga que Jessica testifique acerca de su pasado, que hable persuasivamente al jurado acerca de Ontaveroz, lo cual no es muy probable, a no ser que recurramos a la tortura. Salvo que consigamos hacer lo uno o lo otro, nuestras posibilidades de conseguir un veredicto absolutorio se irán a pique. Quizá en estos momentos lo mejor que podemos conseguir es una sentencia de culpabilidad por una acusación menor.

En el rincón más alejado del porche, el detective de homicidios suelta un ruidoso suspiro y se encoge de hombros. Por lo visto, sea cual sea la discusión, la opinión de Avery ha prevalecido. Vuelven a acercarse a la parte del porche en la que yo me hallo.

– No tratamos de crear problemas -dice el detective-. Lo que yo opino es que su investigador estaba haciendo algo relacionado con el trabajo que ustedes le encargaron. Se presentó en el peor de los momentos. Sorprendió a Crow a punto de pincharse. A Crow le entró el pánico, pelearon por el cuchillo. Crow encontró un lugar en el que clavarlo. Podría usted ayudarnos a atar los cabos sueltos.

– ¿Ésa es su teoría?

– Sí.

– Pues su teoría tiene al menos un fallo -le digo.

– ¿Cuál?

– El hecho de que Crow no tenía antecedentes de consumo de heroína. Cocaína, quizá.

– ¿Cómo lo sabe?

– Mírele los brazos y entre los dedos de los pies. Dudo mucho que encuentre usted marcas de aguja. Además, estaba en libertad condicional. Probablemente, lo sometían a análisis periódicos en busca de drogas. Le apuesto a usted el sueldo de un mes a que nunca se había inyectado heroína.

– Entonces, ¿quién le clavó la aguja en el brazo? ¿Su amigo Murphy?

– No.

– Pero supone usted que Crow mató a Murphy, ¿no?

Me encojo de hombros, como si no me sintiera muy seguro.

– Entonces, ¿cuál es su teoría? -quiere saber Avery.

Miro mi reloj. Bostezo.

– Se está haciendo un poco tarde.

Antes de que ellos puedan decir otra palabra, la puerta de tela metálica se abre y el técnico en pruebas sale al porche. Aspira profundamente, apoya las dos manos en la barandilla, se inclina hacia adelante y vomita sobre el césped. Las cámaras de televisión captan la escena. El tipo debe de ser novato.

El técnico se yergue, sin aliento, se queda jadeando y luego se limpia la barbilla con la manga de la chaqueta.

– Lo último que querría es contaminar el lugar del crimen -dice-. Ahí arriba huele como si alguien hubiese matado a un gato hace un mes.

– Parece que, como amo de casa, el tipo dejaba bastante que desear -dice Harry.

– ¿Bueno, qué habéis encontrado? -pregunta el detective.

El técnico aún está recuperando el aliento.

– Los restos de una china de brea negra.

El término china pertenece al argot de la calle. Significa veinticinco gramos, que en este caso son de heroína brea negra. El precio de compra es de alrededor de mil dólares. En este país, el material casi siempre procede de México.

– Sólo una pregunta -dice Avery mirándome a mí-: ¿Tiene usted alguna idea de lo que Murphy vino a hacer aquí?

Meneo la cabeza, disponiéndome a contestar.

– Bueno, creo que eso ya lo hemos averiguado -dice el técnico-. El otro tipo lo llamó.

– ¿De qué está usted hablando? -pregunto.

– Estamos investigando los registros telefónicos para ver si podemos fijar la hora exacta. Encontramos esto junto al teléfono.

Nos muestra una bolsa de pruebas en cuyo interior hay una tarjeta de visita, la que Murphy le dio a Crow la noche que hicimos entrega de la citación.

– Apretamos la tecla de rellamada -dice el técnico-. El de la tarjeta fue el último número que se marcó desde el teléfono de arriba.

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