TREINTA Y DOS

Consulto mi reloj. Son las siete y cuarto. El sol ha comenzado a ponerse sobre Lover's Beach. La gran bola de fuego color naranja se está ocultando lentamente tras los farallones de Land's End.

Después de buscar un buen rato, finalmente encontramos la calle que asciende por la colina por detrás de los apartamentos. La hemos recorrido dos veces, girando en U en la parte superior y volviendo a descender. Detrás de cada uno de los apartamentos hay una pequeña zona de estacionamiento.

En la de la unidad tres no hay coche alguno, y nosotros nos quedamos preguntándonos si habrá alguien en casa.

– Quizá Jessica no conduzca -dice Susan.

– Quizá nos hayamos equivocado de lugar -digo yo.

– No -dice Susan con total seguridad. Está leyendo las instrucciones del frasco de éter, tratando de cerciorarse de que no nos pasaremos de dosis.

– ¿Sabes cómo se utiliza eso?

– Hay que empapar un trapo y ponérselo a ella sobre la boca y la nariz -dice Susan. Para tal fin, mi compañera ha cogido una toalla de manos de nuestra habitación de hotel-. Lo único que necesitamos es dejarla fuera de combate durante unos segundos. Luego la tumbaremos en el suelo, donde podremos maniatarla y taparle la boca con la cinta adhesiva.

– Procura no respirar cuando le pongas el trapo sobre la cara -le aconsejo.

– Ya lo sé.

– Y si está fumando, olvídalo. El éter ardería como un zepelín.

Estamos sentados en el interior de un coche alquilado, como dos atracadores de pacotilla, leyendo las instrucciones de la etiqueta de un frasco acerca de cómo secuestrar a alguien. He visto a otros que tuvieron ideas igualmente brillantes acabar entre rejas.

– Una pregunta -digo.

– ¿Cuál? -El tono de Susan es de irritación.

– ¿Y si se marea y vomita?

Eso es algo en lo que Susan no ha pensado: la posibilidad de que Jessica, con la boca tapada con cinta adhesiva, se ahogue en sus propios vómitos. Vuelve a guardar el frasco en la gran bolsa de playa que tiene en el suelo, junto a su bolso, escondiéndolo bajo la toalla, junto a la cuerda y a la cinta adhesiva.

– De acuerdo, no utilizaremos el éter. Trataremos de persuadirla con simples palabras -dice.

Pese a su fría determinación, Susan comienza a vacilar.

– Si decide dar la murga, tendremos que cerrarle la boca antes de que haga demasiado ruido.

– Yo la sujetaré. Tú puedes ponerle la cinta adhesiva y arriesgarte a sufrir la mordedura de sus finos y afilados dientes -digo.

Susan me dirige una torcida sonrisa.

– No podemos dejarla en condiciones de llamar a la policía. Nunca llegaríamos al aeropuerto.

– Lo sé.

Hemos estudiado el horario de los vuelos que salen de Los Cabos. No hay ningún avión con destino a San Diego, pero hay un vuelo nocturno a Los Angeles que sale un poco después de las nueve, lo cual no nos da mucho tiempo.

Hemos estudiado las fotos de Jessica y Amanda del expediente, las que Jonah sacó de la cartera y me mostró la primera vez que fue a mi bufete.

Si por hache o por be nos hemos equivocado de lugar, y no se trata de Jessica ni de Amanda, el plan es que nos largaremos cuanto antes, diremos que sólo queríamos ver el apartamento y nos marcharemos, pero sólo después de ver a la niña.

Cada unidad del conjunto residencial tiene una sola entrada, sin puerta trasera. Las unidades son pequeñas, un montón de habitaciones en un espacio compacto. Por la parte posterior, según se sube la empinada falda de la colina, no hay más que roca, arena y matojos del desierto.

A mitad de la cuesta, por la parte posterior, hay un viejo depósito de agua hecho de hormigón. Alguien ha pintado graffiti con spray sobre su parte delantera. Estacionamos junto al camino, a la sombra del depósito. Acciono la palanca que hay en la parte lateral de mi asiento y reclino el respaldo para esperar.

Son casi las siete y media cuando se enciende una luz en la ventana de uno de los apartamentos.

– ¿Es la unidad tres? -pregunta Susan.

– Sí. -Me enderezo en el asiento del conductor.

– Al menos sabemos que hay alguien en casa.

– Tal vez. Podría ser una luz conectada a un temporizador. -Estoy mirando mi reloj.

De pronto, la iluminación cambia y en la ventana aparecen unas sutiles fluctuaciones luminosas. En el interior, alguien está viendo la televisión.

Dejamos el coche donde está. El ruido de los neumáticos sobre la gravilla del estacionamiento de la parte posterior del apartamento sólo serviría para llamar la atención.

Susan coge la bolsa de playa y el bolso y se cuelga una y otro del hombro derecho. Lleva shorts y un calzado muy apropiado: unas Nike especiales para correr.

Echamos a andar camino arriba. Desde el depósito del agua hasta los apartamentos hay unos cien metros. Según avanzamos, observamos en silencio cómo los destellos de luz danzan en la ventana. Cuando llegamos a la pequeña zona de estacionamiento situada detrás de la unidad tres, escuchamos el sonido del televisor de dentro, la melodramática música de una telenovela mexicana, seguida por unas rápidas palabras de un anuncio comercial en castellano. Si la de dentro es Jessica, es evidente que ha aprendido algo de español durante su estancia en México. Trato de atisbar por la ventana. No lo consigo. La cortina está bien echada.

Rodeamos el edificio hacia la entrada de la parte delantera. Desde aquí podemos ver, allá abajo, la piscina, y advertimos que hay luces en otras de las unidades. También están encendidos los puntos de luz que bordean el camino que conduce a los apartamentos.

– Déjame que llame a la puerta -me susurra Susan al oído mientras bajamos por el angosto sendero. Dejo que ella vaya abriendo la marcha.

La puerta está pintada de rojo, y Susan la golpea con los nudillos. Advierto que la llamada es demasiado suave. Quienquiera que esté dentro no la oye. Susan prueba de nuevo, esta vez con más fuerza.

De pronto, el televisor enmudece. Suenan pasos al otro lado de la puerta. Espero que se abra una rendija y que aparezcan unos ojos recelosos detrás de una cadena de seguridad. En vez de ello, la puerta se abre del todo, y antes de que podamos articular ni una palabra, la mujer del umbral da media vuelta y se aleja. Ni siquiera me es posible verla bien.

– Llegáis temprano -comenta-. No os esperaba hasta las ocho -dice al tiempo que camina dándonos la espalda por entre las sombras de la sala, en dirección a una puerta situada en el otro extremo, que da a una bien iluminada habitación.

Nos deja plantados en el porche, con la puerta abierta de par en par.

– Ya he hecho el equipaje. Sólo una maleta. Eso es lo que dijisteis, ¿no? -dice en voz muy alta desde la otra habitación.

– Sí. -Miro a Susan. Ella está tan desconcertada como yo. No obstante, pasamos al interior y cerramos la puerta a nuestra espalda.

Siguiendo los pasos de la mujer, cruzamos la sala. Le hablo a Susan al oído:

– No digas nada.

– Sólo tengo que extender un cheque. Tardaré un minuto -dice la mujer.

Cruzamos el umbral y entramos en la cocina. La mujer está inclinada sobre la repisa, pluma en mano, rellenando un cheque. El pequeño televisor, quizá de trece pulgadas, parecido a uno que le robaron a Susan, está apagado. Se halla situado bajo los armaritos de arriba, en un ángulo de la repisa, para que sea posible verlo desde la mesa de la cocina.

– ¿Dónde habéis aparcado? No he oído vuestro coche.

– Un poco más abajo -contesto.

– Sólo tardo un minuto -dice ella-. La verdad es que realmente os gusta complicar las cosas. Ahora tengo que pagar a los de la mudanza. -Alza la cabeza. La luz fluorescente del techo ilumina sus facciones. Por primera vez logro verla con claridad-. ¿Seguro que no puedo llevarme mis cosas? Sólo tengo el televisor, un ordenador portátil y algunas ropas.

Su cabello es oscuro, y más largo. No es la rubia con aspecto de duende que aparecía en la foto de Jonah, y las ropas son distintas, más refinadas, un traje pantalón negro y tacones altos, pero el rostro, algo en los ojos, es similar. Tiene las delicadas facciones de Jessica, nariz fina, y pómulos altos y marcados. Y la estatura parece la adecuada. Podría ser ella, pero no termino de estar seguro.

– Lo siento. En el coche no hay sitio -le explico. Parece ser lo que ella está esperando oír, y por eso lo digo.

– Sí, ya sé. La misma mierda de siempre -dice ella-. Probablemente, los muy cretinos se quedarán con mis cosas. -No está claro si se refiere a nosotros o a los encargados de la mudanza-. Al salir de la ciudad tendréis que deteneros para que yo pueda echar la carta a un buzón.

No digo nada, y ella me mira de nuevo. Asiento con la cabeza.

– ¿Dónde está la niña? -En cuanto estas palabras salen de mi boca, Susan respinga, como si no esperase que yo fuese tan directo.

La chica del talonario no se inmuta, y sigue escribiendo.

– Cielo, ven aquí. Nos vamos.

Al volverme, veo en el umbral a un chiquillo. Hombros pequeños, pelo castaño oscuro, unas cuantas pecas alrededor de la nariz. Lleva vaqueros y camiseta, y zapatillas de empeine alto, como todos los chiquillos que conozco.

La tensión abandona mi cuerpo como un globo de aire caliente invertido. Miro a Susan, preguntándome qué demonios pasa, y estoy a punto de decirle que ya es hora de que nos marchemos.

Cuando lo hago, no veo a Susan. Ésta se ha arrodillado frente al chiquillo.

– Cariño. ¿Cómo estás?

Al principio, el chiquillo no responde. Luego, con voz fina y forzada, dice:

– Estoy bien.

Miro de nuevo al pequeño y ahora me doy cuenta de que no se trata de un niño, sino de una niña disfrazada de niño. El pelo largo ha desaparecido, y es de un color distinto, pero al concentrarme me doy cuenta de que el rostro es el de Amanda Hale.

En ese momento, todo ocurre a la vez. Susan rodea con los brazos a la pequeña y, pegando los labios a su oído, en un susurro que a un metro de distancia resulta apenas audible, dice:

– Nos envían tus abuelos.

Los ojos de Amanda se iluminan.

– ¿Quiénes sois? ¡Fuera de aquí! -Jessica me tira el talonario, que yo cojo en el aire a escasos centímetros de mi rostro.

La mujer se abalanza hacia Susan y la niña, y sus uñas refulgen, pero yo la atrapo por detrás antes de que pueda llegar, giro sobre mí mismo y la inmovilizo contra la repisa. Ella es flaca y robusta, y tiene mucha fuerza para su tamaño. Echa las manos hacia atrás y trata de arañarme el rostro. Ha levantado los pies del suelo y está pateando y llamándome cosas, epítetos que no reproduciré.

Susan todavía tiene el bolso y la bolsa de playa colgados del hombro. Mete la mano en la bolsa y saca la cinta adhesiva.

– ¡Dejad a mi mamá! -Ahora Amanda está golpeándome en la espalda, pequeños impactos apenas perceptibles. Me siento como un matón desalmado.

Susan da un rodeo y aparece al otro lado de la repisa, con el rollo de cinta en una mano.

– Sujétala bien.

– No, no lo hagas -digo, al tiempo que hago girar entre mis brazos a Jessica con gran rapidez, de modo que ella no pueda soltar las manos.

Ahora Jessica está vuelta hacia mí. Me escupe. Tiene la boca seca. Trata de asestarme un rodillazo en la entrepierna, pero falla. La agarro por los brazos, justo por encima de los codos, y le bloqueo las rodillas con el muslo.

– Le ataré las manos con la cinta -dice Susan.

– No. -Maniatar a Jessica y dejarla aquí ya ha dejado de ser una opción viable.

La miro a los ojos.

– Escúchame. Sólo tengo tiempo para decir esto una vez. La gente a la que esperas viene a matarte. ¿Entiendes lo que digo? Te matarán a ti y a cualquiera que esté contigo.

Bajo la vista hacia Amanda, que ahora está agarrada al costado de su madre.

– ¿Quiénes sois?

– Eso no importa.

– Trabajáis para mi padre, ¿verdad? -Parcialmente, ha deducido lo que sucede.

– Lo único que necesitas saber es que no trabajo para Esteban Ontaveroz.

– ¿Esteban?

– No hay tiempo para charlas -le digo.

– ¿Por qué voy a creerte? Lo único que queréis es llevaros a mi pequeña.

– De ser eso cierto, ahora estarías en el suelo, maniatada y amordazada -dice Susan.

– ¿Para qué iba a quererme Esteban? Yo no les dije nada. -Se refiere a las autoridades.

– Lo que le preocupa es lo que cree que puedes decirles.

– Si nos quedamos aquí unos minutos más, podremos discutir eso personalmente con Ontaveroz -dice Susan, y no deja de tener razón.

– ¿Cómo me ha encontrado Esteban?

– En estos momentos no tenemos tiempo para hablar de eso.

– No puede ser él -dice Jessica-. La que me llamó fue la gente de Suade.

– Suade ha muerto. -Noto que un escalofrío le recorre el cuerpo. Su rostro se demuda, como si le hubiesen asestado un fortísimo golpe.

– La asesinaron hace casi tres meses -dice Susan-. La noticia ha aparecido en todos los periódicos del norte. ¿Acaso no los lees?

– Aquí no me llega la prensa norteamericana.

Ya ha dejado de debatirse. Aflojo los brazos en torno a los suyos. Me separo unos centímetros. Amanda aprovecha la oportunidad para pegarse más a su madre.

– ¿Y qué me dices de la televisión? -Señalo el receptor que hay sobre la repisa.

– La parabólica está estropeada. Lo único que recibo son las emisiones en español.

– ¿Reconociste la voz del hombre que te llamó? -pregunta Susan.

Jessica niega con la cabeza y mira las paredes de la cocina, como buscando en ellas una respuesta.

– ¿Cuándo llamó? -pregunto.

– Esta mañana a última hora -dice ella.

– ¿Cuándo, exactamente?

– No sé. Quizá a las once. Poco antes del mediodía.

Está claro que no han llamado desde la población, pues de haberlo hecho ya estarían aquí.

– No disponemos de tiempo para hablar. -Agarro a Jessica por un brazo, y la empujo hacia la puerta.

– ¿Quién mató a Suade? -Ella se detiene y se vuelve a mirarme. Quiere hablar sobre el tema.

No le digo que su padre está acusado del crimen.

– ¿Esteban? -pregunta ella.

– Eso es lo que sospecho -digo-. Te buscaba a ti.

– Oh, mierda. -Jessica mira a Amanda-. Tenemos que largarnos cuanto antes. -Al fin comprende. La realidad se impone.

Ausente, recojo el talonario que ha caído al suelo. Trato de entregárselo a Jessica, pero ésta ya se halla en la puerta, empujando a Amanda ante sí.

– El coche está en el camino de atrás -le digo.

Jessica coge el bolso que cuelga del respaldo de una de las sillas de la sala. Susan lleva la bolsa de playa y su bolso. De pronto, se da cuenta de que se ha dejado la cinta adhesiva sobre la repisa. Se vuelve para cogerla.

– Déjala. -La empujo fuera de la cocina, por delante de mí, al tiempo que echo un último vistazo a mi reloj bajo la luz. Si Jessica esperaba en media hora a sus visitantes, éstos se están retrasando.

Cruzamos rápidamente la sala y salimos por la puerta principal, que no nos molestamos en cerrar a nuestra espalda. Seguimos el sendero que conduce a la zona de estacionamiento de detrás del apartamento. Susan abre la marcha. Lleva a la niña de la mano. Amanda corre a todo lo que le dan sus pequeñas piernas. Coloco a Jessica ante mí, de forma que me sea posible vigilarla. Ella está teniendo problemas con los tacones altos.

Hemos recorrido unos veinticinco metros, un cuarto de la distancia que nos separa del depósito de agua y del Jeep, cuando unos faros aparecen de pronto en la carretera, más abajo. El polvo que levantan nuestros pies flota en el aire como humo atravesado por unos rayos láser. Antes de que nos sea posible hacer nada, los cuatro quedamos iluminados por el doble haz de los faros.

El que va conduciendo, quienquiera que sea, vacila. El coche se detiene en seco. Se queda inmóvil, con el motor al ralentí y los focos iluminándonos. Por un instante, pienso que tal vez lo que intentan es hacer un giro en U.

Luego, de pronto, el coche se abalanza hacia adelante, levantando una nube de polvo y gravilla.

Reaccionamos instintivamente. Susan es la primera; da media vuelta y echa a correr camino arriba, arrastrando a la niña tras de sí. Se detiene, trata de levantar a Amanda, pero la niña pesa demasiado. Yo agarro a Susan por el brazo, la empujo en dirección a los apartamentos, y cojo a la pequeña en brazos.

Corremos de regreso hacia los apartamentos. Jessica se queda atrás. Los tacones altos no son lo más adecuado para correr por un camino de tierra.

Para cuando llegamos a la zona de estacionamiento, el coche, un viejo Cadillac oscuro, ya ha pasado ante la cisterna y avanza a buena velocidad camino arriba. Jessica va a una docena de pasos por detrás de nosotros. Dejo a Amanda en el suelo. Susan la coge de la mano, y sigue por el camino en dirección a los apartamentos. Yo me quedo esperando a Jessica. Ella llega a mi altura. Corremos camino abajo en dirección a los apartamentos. La tengo cogida de la mano. Estamos desandando lo andado. Sin pararse a pensar, Jessica se dirige hacia la puerta de su apartamento.

– No, por ahí no -le digo-. No hay salida.

En vez de entrar en el apartamento, descendemos por la escalera que da a las terrazas, saltando los peldaños de dos en dos y de tres en tres. Jessica se cae delante de mí. Estoy a punto de atropellarla. Se magulla las rodillas, pero apenas se detiene un instante. Saltando primero sobre un pie y luego sobre el otro, se quita los zapatos de tacón alto y los arroja lejos de sí. Ahora, descalza, puede correr más de prisa. Llegamos al nivel de la piscina, bajamos por la escalera hasta los garajes, y allí nos reunimos con Susan y Amanda.

Nos detenemos por un instante, tratando de recuperar el aliento. Por encima de nosotros, en la colina, se oyen cerrarse las portezuelas de un coche. Cuento tres. Luego una más. Son al menos cuatro hombres. Corren cuesta abajo, el sonido de sus pisadas nos llega con toda claridad.

– Vámonos [4].

Están bajando por el sendero.

Echamos a correr, esta vez hacia la calle, hacia el letrero de madera que anuncia «Las Ventanas de Cabo». Corremos hacia la tienda de antigüedades de la esquina, desde donde Susan y yo vimos por primera vez los apartamentos esta mañana. Las luces están apagadas. No hay nada abierto, ningún indicio de vida. La zona turística está a cuatro manzanas de distancia, y el taxi más próximo a casi ocho.

Corremos bajo la galería de la tienda, llegamos a la parte delantera, bajamos tres escalones hasta la calle, y cruzamos en dirección a la plaza.

Amanda está a punto de derrumbarse. La pequeña se halla sin aliento, confusa y asustada. La tomo en brazos, me la echo al hombro y seguimos bajando la cuesta bordeando la plaza. Susan va cerrando la marcha, con la bolsa de playa y el bolso colgándole de un hombro.

Cruzamos la calle por debajo del nivel de la plaza. Sólo faltan otras dos manzanas, y el camino es cuesta abajo. Si logramos llegar, nos perderemos entre la masa de turistas.

Voy corriendo con Amanda en brazos, y su cabeza golpea rítmicamente sobre mi hombro. Trato de concentrarme en la marcada cuesta abajo de la calle, que ahora tuerce hacia la derecha. El suelo es peligroso, pues está salpicado de peldaños que apenas se ven en la oscuridad. Como en una carrera de obstáculos, los peldaños sólo son de tres o cuatro palmos de anchura en una acera que mide casi dos metros. El resto cae a pico. No hay barandilla y muy poca luz. Si uno no se fija por dónde pisa, se expone a una caída de más de un metro.

Voy pendiente de los escalones, así que no alzo la vista hasta que llego abajo. Es entonces cuando los veo al otro lado de la calle, a cosa de una manzana más abajo. El que está de este lado acaba de cerrar de golpe la portezuela del conductor y está cruzando la calle. El otro está rodeando la parte delantera del vehículo.

Tratan de parecer turistas y caminan con aire distraído, con trajes oscuros y camisas negras, sólo dos tipos que han salido a dar una vuelta, cuando uno de ellos comete el error de mirarme a los ojos.

Al momento se da cuenta de que lo he visto. Es el conductor, el hombre que iba al volante del Cíclope la noche que me siguieron al salir de la cárcel.

En cuanto advierten que me he dado cuenta de quiénes son, los dos echan a correr, acortando la distancia que nos separa. Uno de ellos mete la mano debajo de su chaqueta. Cuando la saca, la mano empuña una pistola. Yo me detengo en seco. Jessica, y luego Susan, siguen bajando la escalera y casi caen sobre nosotros.

Susan intenta seguir adelante. La agarro por el brazo y por un segundo trato de detenerla, pero luego me doy cuenta de que es nuestra única posibilidad: la intersección con una pequeña calle lateral que hay unos veinte metros más adelante. Corremos cuesta abajo hacia los dos hombres.

Uno de ellos se detiene, empuña la pistola con las dos manos y apunta.

– Agachaos. -Casi dejo caer a Amanda al suelo. Nos acuclillamos tras los coches aparcados junto a la acera y seguimos corriendo.

El pistolero pierde su blanco, no dispara y, al fin, baja el arma y de nuevo echa a correr hacia nosotros.

Llegamos a la intersección antes que ellos. Ahora debemos correr cuesta arriba. Yo llevo a Amanda en brazos, y noto su cabeza sobre mi hombro.

Arriba y frente a mí veo a los turistas que llenan la calle. Luces de neón, un patio cerrado por un muro en el que hay una puerta de hierro que conduce a la terraza de un restaurante. Música, las notas de Kokomo.

Jessica va por delante de mí. Comienza a aflojar el paso, debido a una engañosa sensación de seguridad. A estos hombres los han programado para matar, y van a hacerlo.

– No te pares. -En el momento en que lo digo, una bala pega en el edificio, a un palmo de mi cabeza, seguida una fracción de segundo después por una fuerte detonación, como la de un petardo. Nadie parece darse cuenta. La gente sigue su paseo por la calle, entra y sale de las tiendas.

Cruzamos corriendo la calle hacia el restaurante, el patio y el letrero de neón. Hay un tipo ante la puerta que lleva una de esas tradicionales camisas blancas mexicanas, de las que se ponen en las bodas. El tipo está encargado de recibir a los clientes, y de abrir la puerta del patio desde dentro. Nos mira correr hacia él, supongo que preguntándose por qué tendremos tanta prisa en una cálida noche de verano.

Mientras pienso esto, escucho el restallido del aire cuando la bala que pasa junto a mi oreja rompe la barrera del sonido. En el rostro del hombre de la puerta aparece una expresión vacía. De pronto, sobre su ojo derecho se ha abierto un círculo rojo casi perfecto. Un instante más tarde, un torrente de sangre cae sobre su cara, convirtiéndola en una máscara escarlata. El estampido del disparo llega hasta nosotros en el momento en que al de la puerta se le doblan las rodillas y cae sobre el pavimento como un saco de arena. Su cuerpo inerte bloquea la cerrada puerta.

Una joven sentada a una de las mesas de la terraza que hay en el patio se da cuenta de lo que ha sucedido. Lanza un grito, otros se vuelven. El pánico se extiende por el patio. Varias sillas caen al suelo, la gente tropieza con las mesas. Una gran sombrilla cae de lado y comienza a rodar.

Empujo la puerta con fuerza, mi hombro contra el hierro forjado. Otro disparo. Esta vez pega en la piedra, por encima de mi cabeza. Empujo con más fuerza, haciendo que el cadáver del hombre se deslice quizá medio metro, hasta que queda bloqueado contra la puerta. Empujo a Amanda por el resquicio.

– Corre -le digo.

En vez de hacerlo, ella se queda plantada, mirándome, paralizada por el pánico.

Susan y Jessica siguen a la niña por la abertura de la puerta. Susan agarra la mano de Amanda y, llevándola casi en vilo, corre con ella en dirección al restaurante. Jessica agarra a la niña por la otra mano.

Paso por el resquicio de la puerta y miro al hombre caído en el suelo. Tiene los ojos abiertos, y en ellos brilla la muerte. No puedo hacer nada por él, así que utilizo su cuerpo. Cierro la puerta y empujo el cadáver contra ella. Otra bala pasa zumbando cerca de mí.

Me adentro en el patio, fuera de la línea de fuego. En estos momentos, el lugar está vacío de gente. Soy el último en retirarse por una amplia escalinata que parece tener unos diez metros de largo, como la boca de una inmensa ballena de cuyas entrañas brota música de salsa. De pronto me hallo en un bar discoteca subterráneo, lleno de parpadeantes luces estroboscópicas.

Junto a la puerta del local reina el pánico. La gente se pelea por salir.

Uno de los gorilas que se ocupan de vigilar el local mira hacia nosotros desde la barra del bar, situada a uno de los costados del local, preguntándose qué demonios sucede. La gente está volcando mesas, corriendo hacia las salidas.

Más hacia dentro, el pánico se extiende lentamente, amortiguado por el estruendo. Las parejas que bailan en la pista no se enteran de nada. Sus cuerpos se mueven al compás de la música y de las polícromas luces estroboscópicas que también marcan el ritmo.

Susan derriba una mesa y se escuda tras ella con Amanda. Jessica se tira al suelo junto a ellas.

Yo vigilo la puerta, esperando. Me uno a ellas y de pronto me doy cuenta de que aquí no hay protección que valga.

Uno de los vigilantes, un gorila que debe de medir más de dos metros y pesar más de ciento cuarenta kilos, se dirige hacia la entrada.

– ¡No! -le grito por encima de la música.

Él me mira como diciendo «¿Y tú quién demonios eres?». Ocurra lo que ocurra, él está decidido a ponerle remedio. Desaparece escaleras arriba y dos segundos más tarde escucho detonaciones, tres o cuatro, fuego rápido, casi inaudible debido al estrépito de la música. El cuerpo del hombre rueda escaleras abajo. La pista de baile se vacía. La gente se esfuma como por ensalmo. Los dos camareros también han desaparecido.

Jessica me mira y dice:

– Me quieren a mí. Coge a Amanda y márchate…

– No. -Amanda está llorando.

– Ocultémonos tras la barra -les digo. La barra, larga y sinuosa, corre paralela a la pared curvilínea. Es el único refugio que queda en todo el local.

Jessica no se mueve, pero Susan agarra a la pequeña. El brazo de Amanda se engancha en la bolsa de playa que cuelga del hombro de Susan. Ésta se detiene un segundo para dejar caer la bolsa. Cuando lo hace, se me ocurre una idea.

– ¡Marchaos! -Apenas presto atención a mis compañeras. Estoy pensando en algo.

Jessica trata de discutir conmigo. Yo la empujo hacia la barra.

Finalmente sigue a Susan y se mueve a gatas por la vacía pista de baile.

Meto la mano en el interior de la bolsa de playa, cojo la pequeña toalla y el frasco de éter. En el suelo hay una cajita de fósforos que se ha caído de uno de los ceniceros cuando las mesas se volcaron. Cojo los fósforos y me los echo al bolsillo.

Trato de hacer girar la tapa del frasco. Como no cede, la tapo con la toalla y lo intento de nuevo. Se afloja. Lo desenrosco sólo una vuelta y luego, manteniendo cuidadosamente la toalla sobre el frasco, aparto el rostro para evitar los vapores y cruzo la sala en dirección a la escalera. Describo un amplio arco para mantenerme a un lado y evitar convertirme en blanco de las balas. Me detengo con la espalda contra la pared a un lado de la amplia escalera.

Hay más de diez metros de espacio abierto ante la base de la escalera. Sólo hay cuatro peldaños hasta el nivel del patio exterior. Uno de los pistoleros está en el centro de la explanada superior. Lo veo silueteado contra las luces del patio. Por fortuna, él mira hacia una negra caverna en la que sólo brillan los ocasionales relámpagos de las luces estroboscópicas de la pista de baile. La música sigue sonando, atronadora.

Ahora ya no hay marcha atrás para mí. Desenrosco el tapón de la lata y lo tiro, luego me doy la vuelta y echo a correr a través de la abertura, esta vez con la toalla separada del frasco, dejando sobre el suelo, detrás de mí, un humeante reguero de éter.

El pistolero hace un disparo que no alcanza su blanco.

Otro disparo. Su amigo está junto a él. La bala pega en el suelo, donde yo me encontraba hace un instante. Lo que ellos ven es una imagen parpadeante, debido a las luces estroboscópicas de la pista de baile.

Hacen fuego una vez más contra la parpadeante imagen, pero ya es demasiado tarde. Yo he llegado al otro lado, tengo la pared contra el muro, junto al extremo más próximo de la barra.

Ellos tratan de conseguir un ángulo de tiro adecuado. Escucho sus pies sobre los peldaños de piedra que hay arriba. Uno de ellos dispara tres veces y sus proyectiles pegan en la pared, por encima de mi cabeza, haciendo saltar fragmentos de escayola. Es fuego de cobertura, mientras su amigo se pega a la pared y baja otros dos escalones. Escucho su agitada respiración al otro lado del recodo.

Ahora suenan voces en el patio exterior. El segundo pistolero, el que está arriba, habla con quienesquiera que estén llegando. Comprendo que sus compatriotas, los que fueron a los apartamentos, al fin nos han encontrado. Eso significa que ahora son al menos seis. Se están reagrupando para el asalto final.

Meto la mano en el bolsillo donde he guardado los fósforos. Sacudo el frasco, en cuyo fondo aún quedan por lo menos dos dedos y medio de éter. El orificio de la tapa sigue cubierto por la toalla.

Me arrodillo y vierto el contenido restante, formando cuidadosamente un fino reguero. Sacudo las últimas gotas al tiempo que me cobijo tras la barra. Trato de contener la tos, a causa de los efectos del éter. Estoy un poco mareado, y me siento como entre nubes.

Escucho pasos en la escalera. Con la cajita de fósforos en una mano y el frasco en la otra, me alzo de rodillas y arrojo el frasco al otro lado de la sala. Se produce una salva de disparos, los fogonazos se mezclan con las luces estroboscópicas de la pista de baile. Dos de los pistoleros quedan silueteados frente a la abertura.

– Paul -oigo gritar a Susan, y me vuelvo a mirar. Jessica está corriendo a través del espacio abierto. Amanda ha ido tras ella.

Jessica se da cuenta, se vuelve y se detiene.

– ¡No!

Los pistoleros disparan de nuevo.

Lanzo un fósforo prendido al reguero de éter, justo en el momento en que las balas hacen impacto en el cuerpo de Jessica.

Una diabólica llama azul cruza el suelo, inflamándose en una bola de fuego que me chamusca el rostro al tiempo que la explosión me lanza detrás de la barra.

Suenan unos horribles gritos. Uno de los pistoleros se retuerce y va dando traspiés hacia el extremo de la barra. Cuando aparece ante mi vista, el hombre es una antorcha humana. Aún ardiendo, casi cae sobre mí. Yo gateo para apartarme de él, notando cómo el calor me vacía los pulmones de aire.

Me doy la vuelta y, rodeado del oscuro humo, voy a gatas hasta el otro extremo de la barra. Para cuando llego allí, Susan se ha tirado sobre Amanda para protegerla.

En el exterior se oyen detonaciones, algunas de ellas de armas automáticas. Por entre el humo y las llamas no me es posible ver nada. El otro pistolero se ha reunido con su compañero. Su cuerpo yace, humeante, al pie de la escalera.

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