VEINTICUATRO

Visiones de Murphy sobre la cama, con una hoja de acero clavada en el pecho, danzan en la negra maraña de inquietos sueños. Me paso la noche en un duermevela, incapaz de conciliar un sueño profundo. Doy vueltas y más vueltas sobre la cama. Finalmente alargo el brazo y aparto el montón de papeles que hay sobre la mesilla de noche, de modo que me sea posible ver el reloj.

Susan respira acompasadamente, con el cuerpo pegado a mi espalda y una mano caída sobre mi cadera.

Con la mayor suavidad posible, le aparto el brazo, saco las piernas de debajo de las sábanas y me siento en el borde de la cama. Son las tres y media.

Tengo puestos los pantalones del pijama. Susan lleva la chaqueta, como si fuera un trofeo.

Al levantarme, la cama cruje. Como Susan tiene el sueño ligero, me vuelvo a mirarla. Ella se rebulle, se acomoda mejor la almohada. Cuando ya creo que va a volver a dormirse, sus soñolientos ojos se abren y me miran.

– Humm… -Estira las largas piernas bajo las sábanas-. ¿Qué ocurre? ¿No puedes dormir? Yo arreglaré eso. -Alarga una mano, me toma por la muñeca y tira de mí suavemente hacia la cama. Cuando vuelvo a caer sobre las sábanas, ella me pone las manos en la nuca y nuestros muslos se entrecruzan, quedando uno de los míos entre los de ella. Sus pezones están duros como puntas de bala, y se aprietan contra mi pecho.

A Susan se le dan bien estos hipnóticos actos de seducción, en los que uno ya no sabe quién es el seductor y quién el seducido. Como les ocurre a los grandes felinos, el territorio de Susan son las sombras, las primeras horas de la mañana. Sus labios están sobre los míos con la lengua entre ellos. A los pocos segundos ya no soy capaz de controlarme y las partes del pijama vuelan por los aires. A Susan le gusta jugar duro, y en más de una ocasión me ha hecho sangre. Ahora, mientras yo la penetro, sus dientes me mordisquean el lóbulo de la oreja. Cierra las piernas en torno a mí. Se aferra a mi cuerpo, alza el suyo, me rodea el cuello con los brazos. De pronto sus manos comienzan a moverse y las uñas me arañan suavemente la espalda. Susan envía una descarga que me recorre la espina dorsal hasta embargarme totalmente, un instante de insuperable liberación.

Susan no ha terminado. Me espolea, apretándome con los talones, que están cerrados sobre la parte inferior de mi espalda, mientras ella vuelve a caer, como una hoja impulsada por el viento, sobre las sábanas. La forma como utiliza los músculos es un misterio para mí. Arquea la espalda hasta levantarla de la cama. Tiene los ojos cerrados, y los dientes superiores le muerden el labio inferior.

Me muevo una vez más dentro de ella hasta que la pasión se extingue. Susan lanza un grito ahogado, y un estremecimiento le recorre todo el cuerpo. Fiel a su palabra, Susan lo ha arreglado. Ya no recuerdo qué fue lo que me despertó.

Por la mañana, los dos estamos grogui, consecuencia de nuestras aventuras de la noche anterior. Yo me hallo de pie, mirándome en el espejo del tocador de Susan, y pasándome las manos por el cabello.

– Parece que no soy el único al que le cuesta dormir -le digo.

– ¿De qué hablas?

Sobre la repisa hay dos frascos de Ambien, un somnífero que sólo se vende con receta. Cojo una de ellas y hago sonar las pequeñas pastillas del interior.

– Ah, eso. Tomo una de vez en cuando. Por los problemas en el trabajo.

– Quizá tus dificultades para dormir se deban a otra cosa.

– ¿A qué te refieres? -De pronto, Susan se incorpora y veo su imagen detrás de mí en el espejo. Hay una nota defensiva en su voz, y el tono soñoliento ha desaparecido, como si yo hubiese tocado un punto sensible.

Me vuelvo a mirarla.

– Quizá no estés acostumbrada a vivir con otra persona. Extraños en tu casa. En tu cama.

– Ah, eso. -Parece tranquilizarse-. No seas tonto.

– ¿A qué pensabas que me refería?

– A nada -dice ella. Tiene la cabeza de nuevo sobre la almohada y palmea la cama para que yo regrese junto a ella.

– Quizá Sarah y yo deberíamos buscarnos otro sitio.

– No. -Susan se incorpora sobre un codo-. No después de lo de anoche.

– No me refiero a volver a casa, sino a irnos a un hotel.

– Sarah no se sentirá cómoda en una habitación de hotel.

– Tienes razón. Dejaré a Sarah aquí.

– Tampoco se sentirá feliz si no estás tú.

– Pero puede que se encuentre más segura. No logro sacarme a esa chica de la cabeza.

Susan me mira como si no me comprendiera.

– Me refiero a Amanda, la nieta de Jonah. ¿Crees que serían capaces de hacerle lo mismo que le hicieron a Murphy?

– Ya casi me había olvidado de ella -dice Susan.

– Yo no. Desde anoche, no dejo de pensar en esa niña.

– ¿Por qué no acudes a la policía?

– No necesito hacerlo. La policía acude a mí con bastante regularidad.

– Ya sabes a qué me refiero. Cuéntales lo que está sucediendo. Háblales de Ontaveroz.

– Ryan ya sabe más de lo que debería. Y yo sigo sin disponer de pruebas.

– Tienes dos cadáveres -dice Susan.

– Sí, pero la policía tiene su propia teoría acerca de ellos. No me creerán.

– ¿Cómo puedes saberlo si no lo intentas?

– Si no fuese por el juicio de Jonah, tal vez me hicieran caso y rae dieran protección. Al menos, vigilarían la casa. Pero, debido al juicio, cualquier acción que ellos tomen que dé verosimilitud a la teoría de que el mexicano mató a Crow y a Murphy abre la puerta al argumento de que Ontaveroz también mató a Suade. Y Ryan no permitirá que eso suceda.

Estoy mirando por la ventana hacia el patio trasero, donde el sol se filtra hasta su dura superficie. Las sombras de las hojas de los árboles danzan sobre las junturas de las losas del pavimento.

Susan se levanta, se pone a mi espalda y enlaza los brazos en torno a mi cintura. Noto la calidez de su cuerpo contra el mío. Permanecemos así, una oscilante silueta frente a las puertas ventana.

– Me preocupa hacerte correr riesgos -le digo-. Vi lo que le ocurrió a Murphy por estar en el lugar inadecuado en el momento inoportuno.

– Eso no fue culpa tuya -dice ella.

– No hablo de culpas. Hablo de la dura realidad. De lo que esa gente será capaz de hacer si lo considera necesario para sus fines. En estos momentos piensan que, con Crow muerto, ellos se hallan a salvo. ¿Qué ocurrirá si tengo suerte y descubro algo debajo de otra piedra? Y no me queda más remedio que intentarlo.

– ¿Por qué?

– Porque, de lo contrario, a lo máximo que puedo aspirar es a una sentencia reducida por una acusación menor. Jonah irá a prisión. ¿No lo comprendes? Probablemente morirá allí.

Susan lanza un suspiro al tiempo que se aprieta más contra mí.

– Estoy segura de que, si Jonah lo hizo, fue en defensa propia. Con el arma de Suade.

– Lo malo es que él dice que no estuvo allí.

– Entonces, ¿qué piensas hacer?

– Debo esforzarme al máximo por encontrar a Jessica.

– ¿Crees que ella ayudará a su padre?

– No lo sé. Pero al menos puedo intentar recuperar a la niña. -Me vuelvo para mirar a Susan, cuyos brazos siguen cerrados en torno a mí.

Ella no me mira. Tiene los ojos perdidos y su mirada vaga sobre mis hombros hacia el patio.

– Te ayudaré -me dice.

– No. No quiero que te metas en este asunto. Si te ocupas de cuidar a Sarah…

– Ya estoy metida.

– ¿Te refieres a lo de la pistola de Suade? Eso ya es historia. Con un par de días más en el juzgado, Ryan se olvidará de la cuestión sobre de dónde salió el arma.

Esto no parece afectar demasiado a Susan.

– La niña está en peligro -dice-. Tenemos que encontrarla.

– Yo me ocuparé de ello.

Ella no responde y, haciendo caso omiso de mis palabras, cambia de tema.

– Hay algo que me intriga -dice-. ¿Cómo crees que dieron con ese hombre, con Crow?

– Le he estado dando vueltas a eso. Es posible que nos siguieran a Murphy y a mí la noche que fuimos a entregarle la citación. De ser así, probablemente Ontaveroz le apretó las tuercas a Crow para ver si conocía el paradero de Jessica. En ese caso habría visto la citación y la tarjeta de visita de Murphy.

– Dijiste que Crow no sabía dónde estaba Jessica.

– Eso fue lo que él nos dijo. ¿Quién sabe lo que le diría al mexicano? Cualquier cosa con tal de salvar la vida. Si Ontaveroz encontró la citación, comprendió que nos proponíamos hacer testificar a Crow. Eso hubiera colocado a Ontaveroz en el centro del juicio contra Jonah. No creo que a ese tipo le agrade la publicidad.

– ¿Y por eso mató a Crow?

– Creo que sí.

– Pero la cosa sigue siendo absurda -dice ella-. ¿Por qué iba a matar a Murphy?

– Tal vez creyó que Crow le había contado algo.

– Pero no fue así.

– Eso, Ontaveroz no lo sabe.

Estoy pensando que la llamada telefónica a Murph no fue un acto voluntario por parte de Crow.

– Probablemente le inyectaron la droga a Crow después de la llamada, lo metieron en la bañera y luego se sentaron a esperar la aparición de Murphy.

Esta posibilidad hace que el cuerpo de Susan se estremezca contra el mío.

– Pero si creen que Crow le dijo algo a Murphy, y aquella noche os siguieron a vosotros dos hasta el apartamento de Crow, deben de creer que tú también sabes algo. -Susan vuelve la cabeza y me mira a los ojos.

– Por eso no puedo quedarme aquí por más tiempo.


Esta mañana, Ryan vuelve sobre sus pasos, intentando que esta vez le salgan bien las cosas. Su testigo es un experto en armas de fuego y balística del laboratorio criminal del condado, Kevin Sloan.

Rubio y de poco más de treinta años, Sloan tiene más aspecto de policía que de técnico.

Rápidamente detallan el peso en granos de cada uno de los proyectiles, confirmando que las balas que mataron a Suade eran del calibre tres ochenta. Después de los dimes y diretes que hubo con el doctor Morris acerca de este punto, Ryan, por algún motivo, no se siente cómodo con lo del calibre. En vista de lo que sabemos acerca del arma de Suade, Harry y yo no comprendemos a qué viene esto.

Ryan habla sobre las estrías y surcos de los proyectiles, y el testigo le dice al jurado que el arma que mató a Suade era una semiautomática, basándose en las cápsulas sin reborde que se hallaron en la escena del crimen. Según Sloan, el arma no estuvo implicada en ningún otro crimen, al menos según el banco de datos que se utiliza para verificar tales cuestiones.

– ¿Se puede determinar algo más mediante las cápsulas halladas en la escena del crimen o por los proyectiles extraídos del cuerpo de la víctima?

– Había marcas de eyección en la cápsula que indican que ésta sólo se había disparado una vez. Probablemente se trató de balas compradas en una armería. El propietario del arma, quienquiera que fuese, no era lo que llamaríamos un tirador deportivo, alguien lo bastante familiarizado con las armas de fuego como para cargar su propia munición.

– ¿Algo más? -pregunta Ryan.

– Las estrías y surcos, la espiral de esa arma de fuego en particular, mostraban un giro a la derecha. Eso significa que el proyectil, al salir del cañón de la pistola, lo hizo girando en dirección de las manecillas del reloj. Como norma general, las armas de fuego fabricadas en Norteamérica tienen el giro a la izquierda. La bala gira en dirección contraria a las agujas del reloj al recorrer el cañón. Las Colt, las Browning, las High Standard y las Remington, casi todas ellas giran hacia la izquierda. Las armas europeas, por lo general, giran a la derecha. En sentido horario.

– O sea que probablemente la pistola que nos ocupa fue fabricada en Europa.

– Ésa sería mi conclusión. Se trata de un calibre muy usado. Hay bastantes marcas europeas que fabrican pistolas semiautomáticas del calibre tres ochenta.

– ¿Pretende usted decirnos que, a no ser que encontrásemos la propia arma, sería difícil identificar la marca o el modelo de la pistola usada en este caso?

– En efecto.

Ryan trata de dejar sin validez mis argumentos, de minimizar la importancia de la pistola de Suade. Plantea las cosas de modo que, a no ser que yo encuentre el arma del crimen, me resulte imposible probar que las balas salieron de la pistola de

Suade. Esto deja al jurado en el mundo de las conjeturas. Ella tenía una pistola, pero… ¿fue ésta el arma del crimen?

– No tengo más preguntas para el testigo -dice Ryan.

Yo no pierdo el tiempo:

– Señor Sloan, ¿está usted familiarizado con la pistola Walther PPK?

– Lo estoy.

– ¿Se trata de una pistola semiautomática?

– En efecto.

– ¿Y dónde se fabrica esa pistola?

– Originalmente, en Alemania -dice Sloan-. Pero, bajo licencia, algunas se fabrican en este país.

– ¿Sabe usted si la Walther PPK es del calibre tres ochenta?

– Lo es.

– ¿No es cierto que la Walther PPK calibre tres ochenta suele utilizarla la policía como arma de reserva?

– Sé de algunos agentes que la llevan -dice Sloan.

– ¿Se debe eso a su poco peso y a su formato compacto?

– Sí, creo que sí.

– ¿Resultaría exacto describir esta semiautomática, la Walther PPK tres ochenta, como una «arma femenina» debido a su pequeño tamaño?

– Protesto. Está pidiendo la opinión del testigo. Asume que existe alguna arma que sea «femenina» -dice Ryan.

– El testigo es un experto -le digo al tribunal.

– No hay fundamento -añade Ryan.

– Admitida la protesta -dice Peltro.

– ¿Existen armas cortas que sean preferidas por las mujeres?

– No lo sé -dice Sloan.

– ¿No es cierto que, como norma general, las mujeres tienden a comprar y usar armas cortas de pequeño tamaño?

Sloan reflexiona sobre esto unos momentos.

– Sí, como norma general, suele ser así.

– Gracias. ¿Y no es cierto que la Walther PPK tres ochenta es una de esas armas de fuego?

– Supongo que sí.

– O sea que si una mujer quisiera usar pistola, ésa sería perfecta para llevarla en el bolso, ¿no?

– Así es.

Menciono el tema del número de balas que caben en la pequeña Walther, siete, ocho si se mete una en la recámara, y el hecho de que se produce un giro a la derecha, como indican las estrías y surcos de los proyectiles extraídos del cuerpo de Suade. Las cosas me están yendo bastante bien con este testigo de cargo, y por algún motivo, quizá porque esté haciendo comedia en beneficio del jurado, a Ryan no parece preocuparle.

– Pasemos ahora al tipo de pistola del que estamos hablando, la semiautomática. ¿Puede usted explicarle al jurado cómo funciona una pistola semiautomática?

Ryan permanece sentado. De su expresión deduzco que se está preguntando si debe protestar, alegando quizá que la pregunta no es pertinente. Pero al final no lo hace.

– Se trata de algo bastante complicado -dice Sloan.

– Sólo pretendo una explicación sencilla, para legos.

– Generalmente, los proyectiles proceden de un cargador que se halla en el interior de la empuñadura de la pistola. Cuando el cargador está encajado adecuadamente, la parte alta queda justo por detrás de la recámara. Para cargar la primera bala es necesario tirar del cerrojo hacia atrás y dejar que el muelle de retroceso la empuje hacia adelante. Esto atrapa la primera bala del cargador y la coloca en la recámara, al tiempo que cierra herméticamente el orificio de eyección. En armas que disponen de percutor, el cerrojo también amartilla el percutor, colocándolo en posición de disparo. Luego, si el seguro no está puesto, lo único que hay que hacer es apretar el gatillo. Cada disparo activa el cerrojo y lo impulsa hacia atrás, metiendo automáticamente en la recámara el siguiente proyectil y amartillando el percutor.

– O sea que, una vez introducida la primera bala en la recámara, lo único que hay que hacer es apretar el gatillo, ¿no?

– Sí, si el arma no tiene el seguro puesto.

– ¿Y la pistola dispara a la misma velocidad con que uno aprieta el gatillo?

– Exacto.

– ¿Conoce usted el término «resistencia del gatillo»? La cantidad de presión necesaria para disparar cualquier arma.

– Sí.

– Debo protestar -dice Ryan-. La defensa está rebasando el ámbito de lo que yo pregunté.

– Señoría, el señor fiscal sacó a relucir el tema al decir que la pistola era semiautomática. Creo tener derecho a preguntar cómo funciona una arma de ese tipo.

– Admitida la pregunta -dice Peltro.

– Hablando en términos generales, ¿no es cierto que la resistencia del gatillo se mide en libras de presión necesarias para empujar un gatillo hasta el punto de disparo?

– En términos generales, así es.

– Ahora le plantearé una cuestión hipotética. Es usted experto en armas de fuego, ¿verdad?

– Sí.

– Supongamos que esté usted comparando el arma a la que nos referimos con un revólver, con lo que se conoce como revólver de doble acción. Sabe usted lo que es, ¿verdad?

– Sí.

– Explíqueselo al jurado.

– Un revólver de doble acción es aquel en el que no hace falta amartillar el percutor manualmente para dispararlo. Simplemente, se aprieta el gatillo y éste hace girar el cilindro, poniendo una nueva bala ante el percutor y disparando el arma.

– Supongamos que compara usted un revólver de doble acción con una pistola semiautomática. Supongamos también que sólo nos preocupa la cuestión de cuántas libras de presión son necesarias para efectuar un segundo disparo. Supongamos igualmente que, una vez cada una de las armas ha disparado un primer proyectil, tanto el revólver de doble acción como la pistola semiautomática se disparan con sólo apretar el gatillo. ¿Entiende lo que quiero decir?

Él asiente con la cabeza.

– Debe usted hablar para que su respuesta conste en acta.

– Sí.

– Según esa hipótesis, ¿no es cierto que la resistencia del gatillo sería mucho menor en el caso de la semiautomática que en el caso del revólver?

– Señoría, no veo la relación… -protesta Ryan.

– El testigo ha declarado que se hicieron dos disparos, y que se extrajeron dos proyectiles del cuerpo de la víctima. Creo que la defensa tiene derecho a indagar acerca de la fuerza necesaria para apretar el gatillo por segunda vez.

Peltro asiente con la cabeza.

– Desestimada la protesta.

– Puede usted contestar a la pregunta -le digo a Sloan.

– Por lo general, hace falta menos fuerza para disparar una semiautomática que un revólver de doble acción.

– ¿Mucha menos fuerza?

– Sí.

– ¿Diría usted que bastaría una presión muy ligera para disparar la pistola semiautomática?

– Depende del arma de la que hablemos -dice él.

– Supongamos que hay dos personas peleándose por una pistola semiautomática.

Por el rabillo del ojo veo que Ryan se remueve incómodo en su sillón. No le gustan las imágenes mentales que conjuran mis preguntas.

– Supongamos también que una de las personas tiene el dedo sobre el gatillo y que la otra intenta apartar la pistola. Y supongamos igualmente que la pistola tiene un proyectil en la recámara, con el percutor ya amartillado y el seguro quitado. ¿Haría falta mucha fuerza para disparar esa pistola?

– ¿Mucha fuerza, comparada con qué?

– Con la que haría falta para disparar un revólver de doble acción, por ejemplo.

– Haría falta menos fuerza.

– ¿Considerablemente menos?

– Creo que sí.

– O sea que una ligera presión sobre el gatillo podría provocar el disparo.

– Es posible.

– Y el arma quedaría inmediatamente dispuesta para disparar de nuevo, ¿no?

– Si funciona adecuadamente, sí.

– Y la misma cantidad de fuerza, una ligera presión sobre el gatillo, podría hacerla disparar por segunda vez, ¿no?

– Haría falta la misma fuerza, no sé si ligera o fuerte. Dependería del tipo de arma de que se tratase.

Esto es lo máximo que voy a sacar. Habiendo escalado el muro, ahora lo salto.

– Y sigamos suponiendo, sólo por suponer, que al luchar por el arma, ésta se diese la vuelta y la primera bala alcanzase a la víctima.

– No entiendo -dice Sloan.

– Si el arma estaba en manos de la víctima y se daba la vuelta, ¿sería posible que la reacción ante ese primer balazo fuera suficiente para hacer que la pistola se disparase por segunda vez?

– ¡Protesto! -Ahora Ryan se halla en pie.

– ¿Podría el impacto de esa bala haber hecho que la víctima disparase el arma por segunda vez?

– Da por supuestos hechos de los que no hay constancia.

Que están más allá de los conocimientos de este testigo. No es un experto forense -dice Ryan.

– Se admite la protesta. Que el testigo se abstenga de responder -dice Peltro-. El jurado no tendrá en cuenta esta última pregunta.

– No tengo más preguntas para el testigo, señoría.

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