TREINTA Y CUATRO

Esta noche estoy esperando a Susan en Casa Bandini, en Old Town, dando sorbos a un margarita y escuchando la música del mariachi que está dándole una serenata a una joven pareja cuya mesa se encuentra al otro lado del patio, a cosa de quince metros de distancia.

Los médicos han dejado salir a Jonah del hospital. Continúan pendientes de su estado, pero se cree que sólo ha sufrido daños menores en parte de la masa muscular del corazón. Jonah está en su casa con Mary y Amanda, tratando de enrumbar de nuevo la vida de la familia.

La otra noche estuve con ellos durante una hora y les hablé de los últimos momentos de la vida de su hija, un atisbo final de una vida que tan desperdiciada parecía. A Jonah se le saltaron las lágrimas cuando le expliqué que, en último extremo, lo que a su hija le costó la vida fue un acto de amor.

El mundo puede juzgar a Jessica por los miles de errores que cometió en su juventud, pero aquella noche en la discoteca, ella corrió por un motivo más noble que la simple supervivencia: corrió para interponerse entre la muerte y su hija. Quizá Jessica se llevó a la niña por venganza, pero al final actuó como una buena madre y se sacrificó por la pequeña.

Los periódicos locales están saturados de noticias acerca de Ontaveroz. Jonah puede haber quedado libre a causa de un juicio nulo, pero no hay la menor posibilidad de que la fiscalía trate de encausarlo de nuevo. La prensa, a su peculiar e inimitable modo, ha unido todos los puntos, algunos de ellos equivocadamente. La versión aceptada por todos es que el mexicano no sólo mató a Suade, sino también a Murphy y a Jason Crow. El cigarro que hallaron en posesión del pistolero en la discoteca fue el factor decisivo. El cigarro que Susan le metió en el bolsillo antes de salir del local.

Tardé algún tiempo en reunir todas las piezas. Una marca poco frecuente, el mismo cigarro… Era una coincidencia excesiva, hasta que me di cuenta de que la policía nunca había confiscado el cigarro que Jonah le entregó a Susan. Sospecho que permaneció en el fondo de su bolso, metido aún en el pequeño cilindro metálico, tal y como Jonah se lo había dado aquel día en mi oficina.

Con las prisas del momento, la había visto tropezar con el achicharrado cuerpo. Me equivoqué. Susan vio la posibilidad de torpedear a Ryan y sus tesis, y la aprovechó.

Se trata de algo que, aunque yo quisiera hacerlo, no me sería posible probar. Con todos los dedos que a estas alturas ya han tocado el cilindro, los de López, los de sabe Dios cuántos policías mexicanos y los de Peltro, las posibilidades de encontrar en el cilindro algo remotamente parecido a las huellas dactilares de Susan son mínimas.

De lo que no me cabe duda es de que, sin el cigarro, probablemente no me hubiera sido posible convencer a Peltro de que admitiese la prueba, ni abrir la puerta a la posibilidad de un juicio nulo.

El cigarro fue la forma que tuvo Susan de devolverle su vida a Amanda, de apartar la nube de encima de la cabeza de Jonah. Susan jugó a ser Dios. Jonah le había dado el cigarro, y ahora ella se lo había devuelto a su manera. Fue su forma de obtener la redención, porque era Susan la que estaba en el coche con Suade la noche en que ésta murió.

Ha pasado una semana desde que Peltro declaró nulo el juicio. Aquella tarde, Ryan compareció en la escalinata del juzgado y anunció que la fiscalía no iba a emprender un nuevo juicio contra Jonah, que los intereses de la justicia ya habían sido adecuadamente servidos.

Ése es un punto de vista con el cual puedo estar de acuerdo. Tengo la certeza de que la muerte de Suade fue un acto de autopreservación, de legítima defensa.

Yo no reuní todas las piezas hasta esta tarde. Cuando me estaba mudando para venir aquí, metí unas cuantas prendas en el cesto de la ropa sucia, y entonces mis dedos rozaron con algo: la dura y plana superficie de algo que había en el bolsillo de unas bermudas, las que había llevado aquella noche en Cabo, y que aún olían a humo.

En el bolsillo trasero encontré el talonario de cheques que yo había recogido del suelo de la cocina de Jessica, el que ella me había tirado. Con la confusión, me lo eché al bolsillo y me olvidé de él.

Lo abrí. El cheque, extendido y firmado por Jessica, el que había tenido intención de mandarles a los de la mudanza, seguía dentro, unido al talonario por las perforaciones. El nombre de la firma era el mismo que el impreso en la parte alta de los cheques: Susan McKay.

De pronto, todo adquirió sentido. El televisor de la cocina no sólo parecía el de Susan, sino que era el de Susan. Yo me había preguntado repetidamente cómo pudo Susan encontrar a Jessica y a la niña en Cabo, cuando nadie más había podido hacerlo. La respuesta estaba en el talonario. En México, Jessica había utilizado varias identidades, extendiendo cheques contra cuentas de otras personas, y utilizando tarjetas de crédito robadas. Había extendido un cheque contra la cuenta de Susan. Este cheque estaba fechado una semana antes. La copia al carbón seguía en el talonario. Era un cheque por el alquiler mensual, extendido a favor de Las Ventanas de Cabo.

Sospecho que Jessica se dijo que nadie tendría tiempo de rastrear el cheque. Ella ya tenía una agenda fija, la que Suade y ella habían establecido cuando Jessica se marchó al sur. Iba a desaparecer. Suade la introduciría de nuevo en Estados Unidos, con una nueva identidad y una nueva vida. Eso era lo que ella esperaba. Lo que no sabía era que Suade estaba muerta.

Jessica y Jason Crow habían allanado la casa de Susan, pero no se trató de un robo al azar. Se habían llevado el talonario de cheques, las tarjetas de crédito, el televisor, la pequeña cámara de fotos, y otro objeto más: el ordenador portátil, el que Susan usaba para los asuntos de trabajo. Sospecho que eso era lo que Suade quería, la razón de que enviase a Jessica y a Crow a la casa de Susan. La retribución a cambio de la ayuda de Suade para secuestrar a Amanda.

La información que había en el interior del ordenador, junto con las referencias a un escándalo que figuraban en el comunicado de prensa de Suade, fueron razones más que suficientes para que Susan fuera a ver a Suade a su oficina aquella tarde.

La veo venir cruzando el patio, con una amplia sonrisa en los labios y un precioso vestido de verano. Me levanto. Ella toma mi mano y me ofrece la mejilla desde el otro lado de la mesa. Yo se la beso.

– ¿Llevas mucho rato esperando? -me pregunta, una vez se ha sentado.

– Unos minutos -contesto.

Ella mira mi vaso.

– Tendré que recuperar el tiempo perdido -dice.

Se acerca un camarero y ella le dice:

– Tomaré lo mismo que el señor.

Apenas el camarero se aleja de nuestra mesa, la expresión de Susan se vuelve de pronto más seria, casi sombría. Hay algo de lo que quiere hablarme. Me dice que se trata de algo serio, que nos afecta a los dos.

En este momento advierto que la honestidad brilla en sus ojos, pienso que Susan, a fin de cuentas, va a sincerarse conmigo, va a revelarme el misterio de lo que sucedió la noche en que murió Suade.

Sin embargo, lo que me dice es:

– He aceptado un empleo en otra ciudad.

La miro, sorprendido, desconcertado por primera vez por la mujer a la que tan bien creía conocer.

– Ya sé que te sorprende -dice-. Pero llevo largo tiempo pensando en ello. Aquí mi carrera está acabada. Hay gente importante que nunca me perdonará lo que hice.

– ¿A qué te refieres?

– A cosas que tú ya sabes. A lo de contarte lo de la pistola. A lo de ponerme de tu parte en el juicio. A nuestra excursión a Cabo.

– En los periódicos no dejan de elogiarte. Dicen que fuiste una heroína.

Ella menea la cabeza.

– Públicamente, algunos políticos se ven obligados a decir eso. Pero tienen buena memoria, y no se olvidan de los que no se prestan a ser jugadores de equipo. -La opinión que tiene Susan de la política no puede ser peor.

Llega su bebida, el margarita. Ella se pone la pajita entre los dientes.

Creo que Susan espera que le pregunte dónde ha encontrado su nuevo trabajo, pero no lo hago. En vez de ello, echo mano al bolsillo interior de mi chaqueta, saco algo y lo coloco suavemente en la mesa, entre los dos. Es el talonario de cheques, un talonario como tantísimos otros que los bancos dan a sus clientes todos los años.

Ella lo mira, desconcertada, con la pajita aún entre los dientes. Hasta que de pronto comprende.

– Vaya por Dios -murmura.

En la expresión de Susan se mezclan el dolor y el temor. No alza la vista inmediatamente, como si no fuera capaz de mirarme a los ojos.

– ¿Desde cuándo lo sabes? -dice en tono opaco, como si estuviera en trance.

– Lo averigüé esta misma tarde.

Ella lanza un suspiro, con súbito desánimo. Me mira en silencio, como si no estuviera segura de lo que yo voy a hacer a continuación.

– Quería decírtelo -dice-. No sabes hasta qué punto estaba deseosa de decírtelo.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Por mis hijas. Me habrían separado de las pequeñas. Habría tenido que hacer frente a un juicio. Me habrían encarcelado. Habría sido más fácil quitarme la vida -dice, como si la idea se le hubiese ocurrido más de una vez-. Sé lo que estás pensando. Dejé que Jonah pagara las consecuencias.

Eso es lo único por lo que no puedo perdonarla. Ella sigue:

– Por eso intenté conducirte en la dirección adecuada. Por eso te hablé de la pistola de Suade.

– ¿Qué hiciste con ella?

– Aquella noche, después de que ocurrió… -Aparta la mirada de mis ojos-. Me sentía asustada, confusa. Ni siquiera me di cuenta de que la pistola seguía en mi coche. Estuve conduciendo. Regresé hacia Imperial Beach. Cuando vi el arma en el suelo, en el lado del acompañante, no supe qué hacer. Así que estacioné en la ciudad y di un paseo hasta el puerto.

Susan arrojó la pistola desde el extremo del muelle de Imperial Beach.

– ¿Cuándo anotaste el número de serie?

– No lo hice. -Ella parece dolida porque a mí ni siquiera se me ocurra que en un momento de tal pánico ella pudiera haber tenido tanta sangre fría-. Evidentemente, yo sabía que ella tenía la pistola. No sabía que arrestarían a Jonah. Más tarde envié a uno de mis investigadores a que indagase en el registro federal de armas. Sabía que él encontraría el número de la pistola.

– ¿Cómo murió Suade?

– Fue un accidente.

– ¿Sacó la pistola y te apuntó con ella?

Susan asiente y me mira, intrigada, sin saber cómo me he enterado de eso. Yo nunca le mencioné lo de que, el día en que fui a visitarla, Suade no dejó de meter la mano en el fondo del bolso.

– Tienes que creerme -dice Susan.

– Te creo. ¿Por qué fuiste a verla?

– Ella tenía información.

– ¿Tu ordenador?

Ella asiente con la cabeza. Los ojos comienzan a llenársele de lágrimas.

– Yo la había ayudado. Le facilité información sobre Davidson.

El férreo marine había estado sometiendo a malos tratos a su hijo, y Susan lo sabía, pero no le era posible hacer nada. Ni siquiera un juez de fuera del condado iba a llamar maltratador a un colega togado, ni a retirarle la custodia conjunta. El único recurso de Susan fue Suade.

Susan facilitó una información crítica, cosas que no eran públicas, acerca del complicado divorcio, de modo que Suade pudo ayudar a la ex esposa de Davidson a vender las acciones y a vaciar las cuentas corrientes del juez, obteniendo recursos financieros suficientes para huir y esconderse.

– Suade creyó que había conseguido a una aliada para toda la vida -dice Susan-. Cuando le dije que no la ayudaría en otros casos, ella envió a Jessica a robar en mi casa. Sabía que yo no guardaría en la oficina información como la referente a los asuntos financieros de Davidson.

– Tu ordenador portátil -no lo pregunto: lo digo.

Ella asiente con la cabeza.

– Bajé información de los bancos de datos del tribunal. Yo tenía acceso a ellos.

Por un momento, permanecemos inmóviles. Ella me mira y, finalmente, pregunta:

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Por primera vez desde que hemos abordado este tema, yo le dirijo una sonrisa.

– Deberías coger tu talonario y guardártelo en el bolso… antes de que alguien te lo robe.

Sus ojos reflejan alivio.

– Mi nuevo trabajo es en Colorado -me dice.

– Es un bonito lugar. Seguro que te gusta. -No digo nada acerca de mí mismo. De algún modo, Susan sabe que no iré a reunirme con ella.

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