DIECIOCHO

En Norteamérica, las salas de audiencia están dispuestas con el ánimo de convertir a los abogados de la defensa en muebles. La mesa de la fiscalía está situada junto a la zona del jurado, de forma que el fiscal pueda dirigirles guiños y sonrisas a los jurados sin miedo a recibir una reprimenda del juez.

Harry y yo, junto a Jonah, situado en el extremo, estamos sentados a la mesa de la defensa, a diez metros de distancia, en el otro lado de la sala. Entre los dos equipos de abogados, un podio, casi de la altura de un hombre, y dos veces más ancho. Erigido entre los dos equipos opuestos de abogados, dicho podio se encuentra alineado con el estrado del juez, de modo que, aunque Jonah quisiera mirar hacia los jurados, le sería imposible hacerlo.

Es como estar sentado bajo la tribuna descubierta en un partido de béisbol, sólo que aquí, como dice Harry, ni siquiera pasan faldas bajo las cuales se pueda mirar.

El panel de doce ya ha tomado asiento, junto con cinco suplentes de los seis que eran. Uno de ellos se excusó alegando motivos de salud dos días después de los alegatos iniciales.

Son nueve mujeres y tres hombres. Dos de ellos trabajan para la compañía telefónica. Ésta parece hallarse desproporcionadamente representada en casi todos los jurados que he visto. Nunca he logrado averiguar si esto se debe al civismo o a que reciben el ciento cincuenta por ciento de su salario cuando tienen que hacer de jurados.

Varios de los jurados son gente de edad. Esto podría ser una ventaja, teniendo en cuenta los hechos. A la fiscalía le será imposible eludir el tema de Amanda, la nieta de Jonah, y la inferencia de que Suade intervino en la desaparición de la niña.

Este hecho es un elemento clave en la teoría de la motivación del asesinato.

En la zona del público, tras la mesa de la fiscalía, directamente detrás de la barandilla de separación, se sienta el viudo Harold Morgan, el marido de Suade. Es alto, delgado, elegante. Tiene el cabello entrecano, peinado con raya a la izquierda, y luce una corbata de lazo. Su aspecto es el de un miembro de la mejor sociedad, sólo que aquí, sentado como está entre un mar de periodistas, posee una capacidad explosiva similar a la de la cordita. Lo he visto en el vestíbulo, plantado ante las cámaras, asegurando con gran parsimonia que lo único que pretende es conseguir que se haga justicia.

Cuando le preguntaron si era partidario de que a Jonah le aplicasen la pena de muerte en caso de ser declarado culpable, Morgan miró al reportero y respondió que no podía opinar sobre el tema hasta que conociese todos los detalles.

Mary Hale se sienta detrás de nosotros, al otro lado de la barandilla, de forma que durante los recesos Jonah pueda volverse y hablar con ella. Mary está preocupada por la salud de su marido. Durante la semana pasada, la salud de Jonah ha empeorado. Ahora el médico lo visita casi a diario, y está pendiente de su hipertensión y de sus medicamentos.

Aunque Jonah está deprimido, tenemos una ventaja que tal vez nos consiga la simpatía del jurado. Se trata del afable carácter de Jonah. Nuestro cliente tiende a sonreír al mundo, a los jurados cuando entran y salen de sus escaños, a las mujeres de edad, a la joven cajera que trabaja en Vons, al vendedor de coches, y a la maestra de South Bay, al igual que al hombre que trabaja de contable en una gran empresa comercial de La Mesa. Algunos de ellos le devuelven la sonrisa.

Este último, el contable, nos preocupa. Ryan se esforzó en mantenerlo en el panel, y para cuando interrogamos al contable nosotros ya habíamos utilizado todas nuestras recusaciones discrecionales y no pudimos hacer nada.

Las personas de mentalidad matemática pueden constituir un problema cuando se trata de sopesar pruebas. Les gustan las cosas que pueden sumarse al final de cada columna. Lamentablemente, los hechos de un juicio penal, como la mayor parte de los auténticos misterios de la vida, rara vez son tan exactos. Cuando se produce el caos, las mentes meticulosas tienden a imponer su propio sentido del orden, rellenando los huecos de las dudas razonables con suposiciones basadas en la ley de las probabilidades. Los científicos, los ingenieros y los matemáticos constituyen graves riesgos para la defensa. Enfrentados a un problema, tienden a solucionarlo a su modo, muchas veces sin atender a las instrucciones que han recibido en su calidad de jurados.

Y eso precisamente es lo que espera Ruben Ryan. El caso de la fiscalía es totalmente circunstancial, del tipo que hace que la mayor parte de los acusados acaben vestidos con el uniforme de la prisión, y también del tipo que llena las celdas del corredor de la muerte de San Quintín.

Hoy Ryan se ocupa de las circunstancias de la muerte. El forense es un hombre de ojos saltones que lleva gafas de montura gruesa con cristales tan gruesos como lentes de telescopio. Se llama Howard Morris. Nos está explicando cómo sucedió todo, tratando de cerciorarse de que el jurado se empape bien del hecho de que Suade no murió de vieja.

– ¿Realizó usted la autopsia? -pregunta Ryan, que habla desde el podio.

– En efecto.

– ¿Puede decirnos cuál fue la causa de la muerte?

– Dos heridas de bala, una de las cuales era mortal -dice-. La bala fatal entró en el cuerpo de la víctima por la zona izquierda de la parte media del tórax. Más o menos aquí. -Morris se señala su propio pecho con un dedo, justo por debajo del bolsillo superior izquierdo de su camisa, abriéndose la chaqueta para que el jurado lo vea-. Pasó por entre los músculos intercostales sin dañar las costillas, perforando el pulmón izquierdo y seccionando la aorta.

– ¿Y eso, la sección de la aorta, fue lo que provocó la muerte?

– Sí. Calculo que el fallecimiento se produjo en unos treinta segundos. Desde luego, antes de un minuto después de recibir la herida.

– La otra bala. Dice usted que la herida que produjo no fue mortal.

– En efecto. Pasó a través de la pared pectoral derecha en ángulo oblicuo, y fracturó dos costillas. Salió del pecho y penetró en el brazo derecho, donde quedó alojada alrededor del codo.

– Pero esa herida no habría sido mortal.

– Si hubiese recibido el tratamiento adecuado, no.

– ¿También logró usted recuperar esa bala?

– En efecto.

– ¿Y era igual que la primera, en cuanto a tipo y calibre?

– Lo era. Una bala de pistola de nueve milímetros.

– ¿Qué distancia cree usted que recorrieron las balas antes de alcanzar a la víctima?

Morris recapacita unos segundos y luego dice:

– Muy poca.

– ¿Se trató de heridas de contacto? -pregunta Ryan-. ¿Entiende lo que quiero decir con eso? -Morris asiente-. Quizá pueda usted explicárselo al jurado.

– Una herida de contacto es aquella que se produce si el cañón está pegado al cuerpo de la víctima cuando el arma se dispara.

– ¿Y fue de contacto alguna de esas dos heridas?

– Yo diría que no. Si lo fueron, fueron incompletas.

– ¿Qué entiende usted por incompletas?

– Que el cañón no estaba total y directamente apretado contra el cuerpo de la víctima.

– ¿Y cómo se logra determinar eso?

– En una herida de contacto directo se habrían encontrado restos de hollín y de metal vaporizado procedente del proyectil y de la cápsula, y también residuos de pólvora.

– ¿Y había algún resto de ese tipo en las heridas de la víctima, la señora Suade?

– No, no lo detecté.

– O sea que usted diría que el cañón del arma no estaba apretado directamente contra el cuerpo de la víctima.

– Sí, ésa sería mi conclusión -dice Morris.

Ryan reflexiona unos momentos sobre esto, mirando hacia el techo.

– Le voy a exponer una hipótesis -dice-. Supongamos que el agresor estaba sentado en el asiento del conductor de un vehículo de tamaño medio, y que la víctima ocupaba el asiento del acompañante en ese mismo coche, a una distancia de sesenta o setenta centímetros. Y supongamos que, desde esa distancia, el agresor disparó dos veces contra el cuerpo de la víctima. ¿Serían las heridas del caso que nos ocupa consistentes con tal teoría?

– Sí, yo diría que sí.

Resulta claro por dónde va Ryan. Pretende hacer ver que la cosa fue a sangre fría, con todos los elementos de una ejecución, salvo por el hecho de que los disparos no fueron hechos contra la nuca de la víctima. Recoge sus papeles y se aparta del podio.

– Esto es todo, señoría.

Me levanto, cojo un cuaderno de notas amarillo y unos papeles mecanografiados sujetos con una grapa.

– Doctor, dijo usted que había dos cosas que usted buscaría a la hora de determinar si en el caso que nos ocupa se produjo una herida de contacto. Los residuos en la herida son una de ellas, ¿no?

– En efecto.

– ¿Y dice usted que no encontró tales residuos?

– Exacto.

– ¿Examinó usted las ropas de la víctima?

El asiente con la cabeza.

– ¿Es eso un sí?

– Sí.

– ¿Encontró usted un tatuaje de pólvora en las ropas de la víctima? Sabe usted lo que es eso, ¿verdad?

– Sí -responde Morris sin vacilar.

– ¿Le importa explicarle al jurado qué se entiende en este caso por tatuaje?

– Generalmente, lesiones de color rojo pardusco o rojo anaranjado en torno al orificio de entrada de una bala.

– Eso en el caso de que se hallen en la piel de la víctima, ¿no?

– En efecto.

– Pero… ¿no podrían esas huellas quedar enmascaradas por la ropa gruesa en el caso de que la víctima la llevase? Lo que pregunto es si no está demostrado que en una situación así las huellas del tatuaje podrían aparecer sobre las ropas, no sobre la piel.

– He visto casos así.

– En este caso, ¿encontró rastros de tatuaje en las ropas de la víctima?

– Algunos -dice Morris-. Pero eso puede ocurrir aun en el caso de que la distancia sea de cuarenta o cuarenta y cinco centímetros.

– Lo que le pregunto no es eso. Lo que le pregunto es si encontró en las ropas de la víctima indicios de tatuaje, de partículas calientes de pólvora y gas procedentes de la descarga de una arma de fuego en los orificios de entrada o cerca de ellos.

– Sí, algún indicio encontré.

– Gracias. Si no he entendido mal, esto indicaría que el cañón del arma de fuego que disparó las dos balas estaba lo bastante cerca como para dejar esas marcas de pólvora, ¿no?

– Como he dicho, a cuarenta o cuarenta y cinco centímetros.

– ¿Me está diciendo que, cuando se efectuaron los disparos, el cañón del arma estaba a esa distancia?

– Podría haberlo estado -dice Morris. Ahora está mirando a Ryan.

– Eso se aplica a un calibre treinta y ocho, doctor, ¿no es así? ¿No hablamos en este caso de una bala menor? ¿Con menos pólvora en el cartucho?

– No lo sé -dice Morris.

– ¿No es cierto, doctor, que las dos balas en cuestión no eran de nueve milímetros, sino de calibre tres ochenta, lo que se conoce como una bala del nueve corto?

– Tenían un diámetro de nueve milímetros -dice. Morris intenta dejar claro que no ha engañado al jurado, sino que simplemente lo ha despistado un poco.

– Usted sabe lo que es una bala del nueve corto, ¿verdad?

– Sí.

– Y también conoce la diferencia entre una bala así y una del nueve largo.

– Sí: la del nueve corto es más corta -dice Morris alzando un poco la voz, y luego mira al jurado y sonríe. Suenan algunas risas.

– Doctor, ¿no es un procedimiento habitual en las autopsias pesar las balas extraídas de un cadáver para determinar el peso en granos de tales proyectiles?

– Sí.

– ¿Y pesó usted esas balas?

– En efecto.

– ¿Recuerda el peso en grano de las dos balas en cuestión?

– Tendría que consultar mi informe -dice él.

– ¿Puedo acercarme al testigo? -pregunto a Peltro.

El juez asiente con la cabeza. Tengo los papeles grapados en la mano. Se los muestro a Morris.

– Página cinco del informe de la autopsia -digo al tribunal. Ryan pasa varias hojas.

– Parece que fueron noventa y cuatro coma tres granos en una y que la otra estaba fragmentada. Alcanzó el hueso. Ésa pesaba sólo ochenta y dos, con fragmentos.

– Concentrémonos de momento en la bala que pesaba noventa y cuatro coma tres granos. -Me vuelvo y regreso hacia el podio-. ¿Es ése el peso habitual de una bala de nueve milímetros?

– Señoría, esto va más allá del tamaño y el calibre del proyectil -dice Ryan.

– Si el testigo conoce la respuesta, puede darla -dice Peltro.

– No estoy seguro -dice Morris. Trata de encontrar una escapatoria, aprovechando el cable que le ha echado el juez.

– Doctor, ¿no es cierto que el peso normal de una bala de nueve milímetros, de las que se pueden comprar en las armerías, es de ciento quince granos?

– Sí, ciento quince parece una cifra adecuada -dice.

– Y, sin embargo, ambos proyectiles pesan considerablemente menos.

Él no dice nada y se limita a asentir con la cabeza.

– ¿Conoce usted el peso en granos de un proyectil del tres ochenta o del nueve corto?

Morris hace una mueca y, tras una larga pausa:

– ¿Noventa y cinco granos? -Aunque lo dice como una pregunta, resulta evidente que conoce la respuesta.

– Exacto. O sea que es probable que se tratase de proyectiles de tres ochenta, ¿no?

– Probablemente. Pero el calibre sigue siendo de nueve milímetros. -No está dispuesto a dejar de insistir en este detalle.

– Pero en un cartucho menor, ¿no?

– Probablemente.

– ¿Y con menos pólvora en su interior?

– Supongo que sí.

– O sea que su cálculo de la distancia máxima para el tatuaje no es correcto para una distancia de entre cuarenta y cinco y sesenta centímetros, ¿no?

– Se trata de distancias aproximadas.

– ¿No resulta más probable que la distancia máxima sea de unos treinta centímetros?

– Es posible.

Es todo lo que voy a sacar del testigo: pequeñas victorias hechas de posibilidades.

– Y ésa es la distancia máxima posible, ¿no?

– Quizá.

Lo miro fijamente.

– Sí -concede al fin Morris.

– ¿Estaba chamuscada la ropa de la víctima?

– Sí, un poco.

– ¿No indica eso que la distancia a la que se hizo el disparo fue considerablemente menor de lo que antes ha dicho usted?

– Insisto en que todo son cálculos acerca de la distancia a la que se efectuaron los disparos.

– ¿No es posible que la víctima se hubiese debatido por el arma?

– ¿Qué quiere decir con «debatido»?

– Doctor, ¿encontró usted residuos de pólvora en las manos de la víctima?

– Heridas defensivas -dice él-. Serían de esperar si ella hubiese alzado las manos para defenderse cuando la pistola se disparó.

Comienzo a hojear el informe mientras él me estudia desde el banquillo de los testigos a través de las lentes de sus gafas, gruesas como culos de botella.

– En el lugar del crimen, ¿le puso usted a la víctima bolsas en las manos, doctor?

– No.

– ¿Por qué no?

– No lo consideré necesario.

– ¿Acaso no es el procedimiento habitual en la mayor parte de los homicidios colocar sobre las manos de la víctima bolsas de papel que luego se cierran en torno a las muñecas para proteger las pruebas que pueda haber bajo las uñas?

– A veces se hace -dice Morris-. Depende de cuál sea el crimen.

– Comprendo. ¿Y para qué clase de crímenes envolvería usted las manos de la víctima en bolsas?

Él reflexiona un instante.

– Una violación en la que la víctima hubiera muerto -dice-. Se puede encontrar piel o cabello debajo de las uñas.

– ¿Qué más?

Morris mira a su alrededor, pensando.

– Un apuñalamiento en el que pueda haber habido lucha. Una pelea por el arma.

– ¿Qué más?

Él menea la cabeza, inseguro, ya sin respuestas.

– ¿No es cierto, doctor, que el procedimiento adecuado en prácticamente todos los homicidios es embolsar las manos de la víctima para evitar que las pruebas se contaminen?

– Ciertos profesionales lo hacen. Depende de los criterios de cada cual.

– ¿Ah, sí? ¿En este caso dependió de su criterio hacerlo o no?

Él asiente con la cabeza.

– Y sin embargo, según su informe, se hallaron restos de pólvora en las manos de la víctima, ¿no?

– Como he dicho, se trató de un movimiento defensivo -dice Morris.

– ¿En la parte posterior de la mano derecha de la víctima? -pregunto.

Esto lo deja callado.

– ¿Es habitual que una víctima extienda la mano en movimiento defensivo con la palma vuelta hacia ella?

– Es posible, si sólo inició el ademán.

Golpeo el podio con el informe.

– ¿No es más cierto, doctor, que los residuos de pólvora que encontró en la mano derecha de la víctima tienden a indicar que era ella la que sostenía la pistola? ¿Que, en realidad, también encontró usted residuos en la otra mano, y que ambas manos se encontraban sobre el arma cuando ésta fue disparada?

– Protesto, señoría. No existen pruebas de que la víctima disparase contra ella misma. -Ryan se ha puesto en pie.

– Yo no he dicho eso.

Ryan ha plantado la semilla. Yo trato de aprovecharla al máximo.

– Pero ya que la acusación lo menciona, en este caso hay tantas pruebas de suicidio como de homicidio.

– Protesto. -Ahora Ryan ha descargado el puño sobre su mesa.

– El jurado hará caso omiso del último comentario -dice Peltro-. Señor Madriani, no siga por ese camino.

– Sí, señoría.

– Solicito que la pregunta sea eliminada -dice Ryan.

– ¿Cuál era la pregunta? -dice el juez.

– Pregunté al testigo si los residuos de pólvora encontrados en las manos de la víctima tendían a indicar que era ella la que sostenía la pistola.

– Y yo protesto -dice Ryan-. La pregunta contiene una insinuación que no se halla sustanciada por pruebas.

– ¿A qué insinuación se refiere? -pregunto.

Él me mira, sin querer dar explicaciones frente al jurado, con lo cual sólo conseguiría aumentar sus problemas. Sabe que yo pretendo sacar a colación la pequeña pistola de Suade.

Peltro nos hace seña de que nos acerquemos al estrado y pide al jurado que salga un momento. Los jurados hacen mutis, seguidos por un alguacil.

– ¿A qué viene todo esto? -Peltro mira a Ryan desde lo alto de su estrado. No tiene ni idea de adónde pretendo ir a parar porque hemos aplazado nuestro alegato inicial hasta que nos toque el turno de plantear nuestras tesis. Tuve que hacerlo para poder aludir a Ontaveroz, si es que logro encontrar las pruebas necesarias.

– Intenta conseguir que mi testigo diga que la pistola estaba en manos de la víctima. No hay prueba alguna de que disparase contra sí misma -dice Ryan.

Dos reporteros situados en la primera fila se echan hacia adelante, inclinándose sobre la barandilla, con la esperanza de enterarse de lo que decimos.

Peltro los ve, y los señala con el índice.

– Tal vez les apetezca salir un momento a tomar café -dice. ¿Y perder sus puestos ante la horda que espera conseguir asiento? Retroceden.

Peltro me mira.

– Existen pruebas de que la víctima poseía una arma de fuego -le digo-. Una pistola calibre tres ochenta.

Al oír esto, el juez enarca las cejas. Mira a Ryan.

– No existe ninguna prueba de que la tuviera en su poder en la escena del crimen -dice Ryan.

– Tampoco hay pruebas de que no la tuviera -digo-. No encontraron ustedes el arma -le recuerdo.

– ¿Insinúa usted que ésa fue el arma del crimen? -Peltro me lo pregunta a mí.

– Nos limitamos a decir que cabe esa posibilidad, señoría.

– ¿Niega usted que la víctima poseyera una pistola? -El juez vuelve a dirigirse a Ryan.

– No, señoría.

– ¿Han encontrado ustedes la pistola? ¿La que era propiedad de la víctima?

Ryan niega con la cabeza.

Peltro ya ha oído suficiente. Se retrepa en su sillón.

– Voy a permitir la pregunta -dice, y nos indica por señas que volvamos a nuestros puestos. Vuelven a hacer pasar al jurado, cuyos componentes están haciendo más ejercicio del que esperaban.

– Doctor Morris. Se lo pregunto de nuevo: ¿no es cierto que la existencia de residuos de pólvora en las manos de la víctima es coherente con la posibilidad de que fuera ella la que sostuviese la pistola?

– Es posible -responde Morris-. Pero no está del todo claro.

– Bien. Concentrémonos en la mano derecha. ¿Está usted familiarizado con el concepto del soplo hacia atrás en lo referente a la descarga de una arma de fuego?

– Creo que sí.

– ¿Y cuál es ese concepto, según lo entiende usted?

– Que cuando alguien sostiene una arma y la dispara, parte de los residuos de pólvora caen sobre la mano del que la empuña.

– ¿Y dónde caen esos residuos? ¿Sobre la palma?

– No.

– Porque la palma está cerrada, sosteniendo el arma, ¿no?

– Sí.

– Entonces, ¿dónde se encuentran esos residuos, doctor?

– En el dorso de la mano -dice Morris. Se roza la parte superior de la mano derecha, entre el índice y el pulgar, en un movimiento en dirección a la muñeca.

– ¿Y dónde encontró usted los residuos de pólvora en la mano derecha de la víctima? ¿No fue precisamente en esa zona?

– Parte de ellos, sí.

– Gracias, doctor.

Загрузка...