DOS

Sábado por la tarde. Todo está en calma, y yo estoy lavando unos platos en el fregadero. A través de la ventana veo a Susan y a las niñas en el patio, junto a la piscina.

Coronado sólo es una isla por el deseo conjunto de sus habitantes de que lo sea. Está unida a la ciudad de San Diego por un inmenso puente al que la gente del lugar se opuso durante años, y que ahora cruza la bahía por el este. Hacia el sur hay una franja de arena de once kilómetros, el Silver Strand, que corre paralela al Pacífico, hasta las comunidades de South Bay y, más allá, hasta la frontera de México.

Sarah y yo nos hemos unido a estos refugiados del siglo XXI.

Nuestra casa no es grande. Se encuentra en la avenida J, no lejos de Alameda, y es una pequeña construcción blanca de un solo piso, con un pintoresco tejado, muros encalados, y pequeñas ventanas por todas partes. Para Susan y para mí es un hogar, algo que estamos intentando reconstruir en una ciudad desconocida y sin ayuda de Nikki.

La casa está un poco apartada de la calle, tras una alta cerca cubierta de hiedra. Hay un mástil blanco con una bandera estadounidense. Esto le gustó a Sarah. A mí me gustó la intimidad que la cerca confería al lugar.

Hacia el sur, las casas son más grandes y costosas. Algunas de ellas podrían recibir el nombre de fincas y, siguiendo hasta Ocean Boulevard, las residencias se convierten en mansiones. Unas cuantas manzanas más adelante está el hotel Del Coronado, un lugar que alcanzó fama porque aparecía en una película de Marilyn Monroe, Con faldas y a lo loco. El hotel sigue abierto y continúa siendo muy exclusivo y costoso.

Compramos el bungalow porque a Sarah le pareció mono, como salido de la Selva Negra, y porque le encantó la pequeña piscina.

Hoy, lo único que es menor que la piscina es el biquini de Susan, en el que apenas hay tela para el parche del ojo de un pirata. Está tendida en una tumbona en el extremo más alejado de la piscina, y da sorbos a su vaso de té helado al tiempo que lee. Susan es una lectora voraz. Durante el almuerzo ha devorado el periódico matutino, y ahora está repasando unos papeles de su oficina. Susan está casada con su trabajo.

Se me cae un vaso en el fregadero. Afortunadamente, el agua evita que se rompa. Tengo la cabeza en otra parte. De momento, mi mirada está fija en Susan. Es una mujer atlética, y tiene el cuerpo bronceado y templado como el acero. Piernas largas y sinuosas, y ni un gramo de grasa. Esto lo consigue machacándose en el gimnasio casi a diario. Aunque Susan McKay es la encarnación de la femineidad, podría ser una culturista profesional. A veces me imagino a mí mismo en la playa, siendo salvado por ella de un matón que me ha arrojado arena a la cara.

Es alta, sólo cinco centímetros más baja que yo, tiene cuello de cisne, pómulos altos, y cabello oscuro muy cortado y con raya a la izquierda, como una modelo de alta costura.

La amarga experiencia me ha demostrado que Susan también posee el feroz carácter de una latina, lo cual contradice el apellido McKay. El apellido es lo único que le queda de sus trece años de matrimonio. Eso, y sus dos hijas. No descartó el apellido de su ex esposo por deferencia hacia las niñas.

Su apellido de soltera es Montoya. Susan nació en San Diego. Su familia ha perdido la cuenta de las generaciones que lleva en la ciudad. Al parecer, un lejano antepasado de los Montoya recibió una encomienda del rey de España.

Susan alza la vista de los papeles y me sorprende mirándola a través de la ventana. Agita un brazo, animándome a salir.

Yo le hago una seña, como diciendo: «Un momentito.»

Ella sonríe, y sus blancos y perfectos dientes brillan al sol.

Escucho a las niñas, que ríen en la piscina. Me quito el paño de cocina del hombro y lo dejo en la pila, junto a los platos húmedos que he puesto a secar, y me dirijo a la sala y a las puertas ventana que dan al patio. Cuando abro la puerta, me abofetea el estrépito de las risas y los chapoteos.

– Papá, ¿te bañas con nosotras? -Sarah tiene los codos encaramados en el borde de la piscina, el húmedo pelo le reluce, y las gotas de agua le resbalan sobre las pecas de alrededor de la nariz.

– No, va a ponerme bronceador en la espalda -dice Su-san, que está bajando la parte superior de la tumbona para colocarse boca abajo.

– ¿Y luego te vendrás a nadar? Anda, porfa… -Sarah puede ser de lo más insistente.

– Un momentito -le digo-. Vosotras pasadlo bien. En estos momentos tengo que hacerle algo a Susan.

– No lo digas como si fuera una lata. -Susan me dirige una malévola sonrisa, y se suelta la cinta que le sujeta la parte superior del biquini por la espalda. Mantiene éste en su lugar con la mano y el antebrazo mientras se tumba boca abajo.

Su cuerpo tiene un tono dorado que sólo es parcialmente genético. Nos hallamos en cálidas latitudes, muy cerca del trópico y del sol perpetuo.

Tomo asiento en la tumbona, cerca de las rodillas de Susan, me pongo un poco de Australian Gold en las manos y me las froto para calentarlo. Luego comienzo a aplicárselo en los hombros y en la parte superior de la espalda.

– Humm… -Susan se mueve sensualmente, apretando el cuerpo contra los mullidos cojines de la tumbona-. Ya pensaba que no ibas a salir nunca. Vengo para estar contigo, y tú te escondes en la casa.

– Quería fregar los platos.

– Los platos pueden esperar. En estos momentos, tu misión es seguir todo el día haciendo lo que estás haciendo ahora. -Al tiempo que me dice esto, me da un pequeño golpe con la cadera.

Susan y yo nos conocimos a través de un amigo común hace tres años. El colegio de abogados de Capital City me había encargado coordinar un simposio de derecho penal, doscientos sudorosos abogados metidos en el asfixiante salón de actos de un hotel siguiendo un cursillo para mantenerse profesionalmente al día.

Uno de los temas de la agenda del simposio era el de los abusos infantiles, su prevención y detección. Susan era la oradora. Otro abogado, un socio de mi mismo bufete, nos presentó y, como suele decirse, lo demás es historia.

Susan estaba en la capital para testificar ante una comisión, peleando con los legisladores para conseguir más fondos para los niños. Aquella noche cenamos juntos para discutir los temas tratados en el simposio, y en algún punto entre los cócteles y la ensalada, me sentí seducido por la profundidad de su mirada y la melodía de su voz. Me enamoré de ella como un cadete.

Había algo en su atractivo que desafiaba toda definición. Fue como si la luz de las velas y el brillo de aquellos ojos latinos me hubieran hechizado. Hablaba con pasión acerca de su trabajo, de su cruzada por salvar a los niños abandonados y maltratados. Eso era lo que daba propósito y sentido a su vida, y lo que hace que quienes, como yo, nos limitamos a dejarnos llevar por la corriente, a sobrevivir, sintamos envidia.

Susan es, primera y principalmente, una mujer que sabe lo que quiere. Va al grano y en ocasiones puede hasta amedrentar. Mi reacción inicial fue una especie de afecto nacido de la admiración, con un apenas oculto componente de energía sexual.

Me mira sesgadamente, con los ojos entornados, como si se estuviera quedando adormilada. Yo sigo aplicándole bronceador en la espalda.

– Es fantástico. Tus dedos son mágicos.

– ¿Qué lees? -pregunto.

– ¿Qué voy a leer? Documentos acerca del caso Patterson.

En los últimos meses, el trabajo de Susan se ha visto entorpecido por una serie de dificultades que han surgido en su oficina. Los políticos están examinando de cerca algunas de las cosas que hacen y dicen los investigadores de Susan cuando interrogan a niños en casos de presuntos malos tratos.

– Quieren atarnos las manos a la espalda -dice Susan.

El uso de muñecas anatómicamente exactas y de preguntas sugerentes a niños de cinco años ha abierto una caja de Pandora de problemas políticos y legales. Algunos de esos interrogatorios han sido grabados en vídeo.

Una docena de tipos acusados de actos criminales, algunos de los cuales se hallan en estos momentos en prisión, han montado una defensa basada en la alegación de que el Servicio de Protección al Menor, SPM, ha emprendido una caza de brujas, de que ha amañado los testimonios de niños para crear un clamor público, y todo ello para justificar aumentos presupuestarios y para conseguir que el público vea al departamento como un organismo encargado de velar por el cumplimiento de las leyes. Butch Patterson, un tipo dos veces convicto por abusos a menores, es el acusado que encabeza la demanda. Susan está lívida.

– Este hijo de puta tiene un historial de antecedentes deltamaño de la Vía Láctea. -Palmea el expediente que tiene sobre la tumbona, al lado de su cabeza-. Daría cualquier cosa por poder enseñártelo -añade.

No puede hacerlo, porque el expediente contiene un historial de antecedentes criminales que está protegido por la ley. El hecho de que un funcionario público revele el contenido de unos documentos que están en su posesión a causa de su cargo es un delito grave. Susan podría perder su empleo en un abrir y cerrar de ojos, y posiblemente se enfrentaría a una condena de cárcel.

– Aunque te cueste creerlo -dice-, en la universidad existen cursillos pagados por los contribuyentes en los que a tipos como Patterson se los llama prisioneros políticos. Hay individuos cargados de diplomas empeñados en decirnos que a esa gente hay que soltarla, ponerla en libertad para que vuelvan a abusar de otros niños.

– Derecho constitucional -digo-. La búsqueda de la felicidad.

– No bromees con esto.

– Perdona.

– Y ahora el fiscal general del estado quiere implicarse en el asunto. Supuestamente nos representa a nosotros, pero en vez de hacerlo, quiere ver documentos y vídeos de mi oficina. No me metí en Protección de Menores para esto.

– Lo hiciste para trabajar con niños -digo.

– Entonces, ¿por qué me paso el tiempo de rodillas ante unos políticos que sólo piensan en lucirse ante el electorado y que aparecen en el escenario de cada una de esas tragedias retorciéndose las manos agónicamente?

– Bueno, eso también es trabajar con niños -comento.

Ella se echa a reír.

– Tienes razón. Sí, ahí, ahí -dice, al tiempo que agita el trasero y la parte inferior de la espalda.

Aprieto los dedos contra la zona deseada y le doy un masaje.

– Por si no lo sabes, hay otros empleos.

– No. -Susan no dice más, pero vuelve la cabeza hacia el otro lado, apartándola de mí, lo cual es indicio de que la conversación acerca de este tema ya ha terminado.

Yo estoy extendiendo Australian Gold en dirección al borde de la parte inferior del biquini, sobre la bronceada piel de Susan, que parece hecha de raso color canela.

– Bonito bañador -le digo.

– ¿Te gusta?

– Ajá.

– Tuve que comprar uno nuevo -dice-. Mis dos bañadores de repuesto desaparecieron cuando el robo. -Susan se refiere al robo de su casa, en el pasado mes de febrero-. Debieron de ser unos chicos -sigue-. ¿Quién si no iba a llevarse prendas de lencería de Frederick's y dos trajes de baño?

– Quizá algún ladrón aficionado al travestismo.

– ¿Uno de tus clientes? -me pregunta.

– Trataré de averiguarlo.

Ella se echa a reír.

A Susan también le desapareció un televisor, un ordenador portátil que utilizaba para su trabajo, otros aparatos electrónicos, y varias tarjetas de crédito. Aún estamos batallando con la compañía de seguros para que pague lo robado, aunque Susan ha insistido en ocuparse ella misma de lo de las tarjetas de crédito, claro indicio de su sentido de la independencia. Le digo que tuvo suerte. Hay tipos que, además de limpiarte la casa, te roban la identidad. Puedes pasarte el resto de tu existencia tratando de zafarte de denuncias por multas de tráfico puestas a alguien que utilizó tu identidad y que luego no compareció por el juzgado.

– Llevo un par de días queriendo hablar contigo -comento.

– ¿De qué?

– Tengo un problema en el que tal vez tú puedas ayudarme.

Hábilmente, sin mirar ni mover el cuerpo, ella desliza la mano por mi muslo, arañándome suavemente la carne y moviéndose hacia la abierta pernera de mi bañador.

– Mi problema no es de ese tipo -le digo.

– Lástima.

– Se trata de un asunto de trabajo.

– ¿Seguro? -Desliza las puntas de sus acariciadores dedos por debajo de la tela de mi bañador, y me rasca suavemente la parte interna del muslo.

– Sí. Aunque si insistes en hacer eso, dentro de nada tendré un nuevo y creciente problema.

Ella retira la mano.

– Aguafiestas.

– De veras me vendría bien que me ayudases.

– Eso trataba de hacer.

– ¿Podemos hablar en serio un momento?

– Me encantaría. -Comienza a darse la vuelta, con los ojos cerrados y los húmedos labios esbozando una sensual sonrisa.

Le aprieto la espalda para que no pueda completar el giro y continúo dándole masaje. Ella desiste de sus intenciones.

– Necesito cierta información para un caso en el que estoy trabajando. Es alguien a quien tal vez conozcas.

– De acuerdo, ¿de quién se trata?

– ¿Has oído hablar de una mujer llamada Zolanda Suade?

Ante la simple mención del nombre, los músculos de su espalda se tensan y la cabeza se levanta del cojín de la tumbona. Ahora me está mirando lo mejor que puede desde su posición. Yo sigo con las manos en la parte inferior de la espalda, extendiendo blanca y aceitosa crema sobre su piel. Saco un poco más de crema de la botella, me la pongo en las manos y la caliento mientras ella me estudia en silencio.

– ¿Se puede saber cómo te has implicado con Suade?

– ¿O sea que la conoces?

– Sí -dice Susan-. Desgraciadamente, la conozco. -Vuelve a posar la cabeza sobre el cojín.

– Se me ocurrió que podías haberte tropezado con ella, dadas sus actividades y tu trabajo.

– ¿Actividades? -Susan trata de disimular su interés-. ¿Qué actividades son ésas?

– Secuestro de menores -le digo.

Se produce una larga pausa. Noto cómo el aire escapa lentamente de sus pulmones.

– Sí, ésa podría ser una de las especialidades de Zolanda.

– La llamas por el nombre de pila. Parece que la conoces más de lo que yo pensaba.

– Ésta es una ciudad muy pequeña -contesta Susan.

– ¿La conoces personalmente?

– Pues sí. Podría decirse que fuimos amigas. Pero eso ocurrió durante otra existencia.

– ¿Amigas?

– Ajá.

– ¿No me lo vas a contar?

– Apenas hay nada que contar. Fue hace mucho tiempo.

Meto los dedos bajo el borde de la parte inferior de su biquini, en dirección a las firmes y redondas nalgas. Ella contiene el aliento.

– Los hombros se te están poniendo un poco colorados -le digo.

– Pues deberías verme la cara. Si sigues haciendo eso, tendremos que decirles a las niñas que se metan en la casa.

– Háblame de Suade.

– Es una mujer con la que más vale no mezclarse. ¿A qué viene tu interés?

– Tengo un cliente, y mi cliente tiene un problema.

– A ver si lo adivino. ¿Su hijo ha desaparecido?

– No. Su nieta.

– Bueno, eso es una novedad. Por lo general, sus víctimas son padres que tienen la custodia conjunta.

– O sea que la cosa ya había ocurrido antes, ¿no?

– Sí, desde luego.

– ¿Cómo conociste a esa mujer? ¿A través de tu departamento?

– Sí, y de otras cosas. La conozco desde hace… sí, creo que diez años. Desde que seguí un curso para posgraduados en la universidad. El desarrollo en la temprana niñez. Una noche, Zolanda fue la conferenciante.

Cuando mis manos se detienen, ella comprende que estoy interesado.

– El mundo de la protección a la infancia es muy pequeño. Todos nos movemos en los mismos círculos.

– ¿Qué más sabes sobre ella? -Comienzo de nuevo a mover los dedos sobre su piel.

– Creo que tuvo una mala experiencia matrimonial. En otra vida, antes de venir a la ciudad.

– La mitad de la gente que conozco ha tenido malos matrimonios -comento.

– No, yo me refiero a una experiencia matrimonial realmente mala -dice Susan-. Su marido tenía dinero y era un auténtico hijo de puta. Le pegaba, la torturaba, y estuvo a punto de matarla. El tipo estaba chiflado. Le gustaba el sadismo y la dominación. Esposas y cadenas. Pero no de las que venden en los sex-shops, con almohadillado de algodón y falsas cerraduras. Según cuentan, el tipo la encadenó en un cuarto del sótano de su casa y la tuvo allí casi un mes. La torturó. La violó, la sodomizó, el repertorio completo. Ella sólo salió de allí con vida porque un vecino oyó los gritos y llamó a la policía. La experiencia afectó a su personalidad.

– Es comprensible.

– No le gustan los hombres -añade Susan.

– Algo como lo que le sucedió a ella puede hacer que una mujer lo piense dos veces antes de acercarse a un hombre.

– La realidad es que odia a los hombres.

– ¿A todos?

– Prácticamente, sí.

– Eso es bastante irrazonable. -Con dedos suaves como plumas, ahora le estoy dando masaje en el trasero, esta vez por encima de la tela del bañador.

– Naturalmente, ella no ha sentido el contacto de tus dedos sobre su culo -dice Susan.

– ¿Por qué estás tan segura de eso?

Ella se echa a reír.

– Porque todavía conservas todos los dedos.

– ¿Cómo llegó a implicarse con las madres fugitivas y sus hijos?

– Llámalo venganza -dice Susan-. Su forma de desquitarse de los hombres. Tribunales en los que hay hombres con togas negras. Agentes de la ley que hacen caso omiso de las denuncias de abusos conyugales. Naturalmente, rebasó todos los límites. Durante un tiempo tuvo sus partidarios. Incluso algunas personas de gran influencia, unos cuantos legisladores, un par de concejalas. Pero fue demasiado lejos. Abusó de sus privilegios. Su respuesta no es una solución. Convertir a los niños en fugitivos es como rebanarle el pescuezo a un hombre para conseguir que haga dieta. Un remedio peor que la enfermedad. Ha habido unos cuantos casos, muy pocos, desde luego, en los que madres a las que ella ha ayudado a esconderse han sido detenidas y encarceladas. Lo cual supone una nueva desgracia para los niños. Pero decirle eso a Zo es inútil. Ella no hace el más mínimo caso.

– Mi cliente está seguro de que Suade se halla implicada. Esa mujer fue a su casa con la madre y le dijo que, o entregaba a la nieta por las buenas, o la perdería.

– Sí, eso es típico de ella. Aunque al principio no era así. Zolanda formó un grupo de defensa de la mujer. Se dedicó a cabildear, sobre todo en asuntos locales, hizo apariciones en la televisión. Trató de intervenir en algunos casos prominentes de custodia, pero los tribunales la rechazaron, no la dejaron comparecer. No es abogada. Y como no era parte implicada, carecía por completo de representación.

– Comprendo.

– Los jueces dictaminaron que lo que tuviera que decir era irrelevante. No quisieron saber nada de ella. Eso fue como agitar un trapo rojo ante las narices de Zolanda. Lo mismo podrían haberse pintado dianas en sus propios culos. Lo peor que se puede hacer con Zolanda es desoírla. Llegó el momento en que esa mujer decidió que los tribunales no contaban para nada, y se sacó de la manga sus propios medios para obtener la custodia.

– El secuestro.

– Ella lo describe como acción protectora -dice Susan-. Su organización se llama Víctimas Fugitivas. Es una mezcla de organización de autoayuda y de agencia de servicios sociales, sin responsabilidad ante nadie ni posibilidad de apelación. Si alguien comete un error, y Zo los ha cometido a espuertas, no hay posibilidad de reclamación. Por lo que me han contado, Zo se ha vuelto bastante chapucera con los años. Ha ayudado a unas cuantas mujeres que eran culpables a esconderse. Madres que acusaban a sus maridos de malos tratos, pero que eran ellas mismas las que quemaban con cigarrillos a sus hijos y les hacían otras atrocidades.

– ¿Cómo es que los tribunales no han declarado a Suade en desacato?

– Claro que lo han hecho -dice Susan-. Lo malo es que hay que probar que ella está implicada. Zolanda actúa como un padrino de la mafia, como el presidente en el Despacho Oval; siempre hace las cosas de forma que resulte imposible implicarla. Si ella y su organización se han llevado a esa niña, no encontrarás a ningún testigo que sitúe a Zo en el lugar de los hechos. En eso se muestra sumamente cuidadosa.

– ¿Quién realiza las abducciones?

– Gente de su organización. Voluntarios. Tipos que, sin duda, van a la iglesia los domingos y no les provoca el menor remordimiento el hecho de que el lunes vayan a secuestrar a algún niño al salir del colegio, ya que Zo les ha dicho que están cumpliendo una misión divina.

– ¿Pretendes decir que se trata de fanáticos?

– Digamos simplemente que están equivocados.

– ¿Y los fiscales nunca han podido encausarla?

– No. Por lo que me han dicho, los del FBI la han vuelto del revés a ella y a su organización. Zo siempre usa a uno de los progenitores como tapadera, así que nunca se trata de secuestros descarados, y existe un buen motivo para que Suade viva tan cerca de la frontera. México es un buen lugar para que la gente desaparezca.

– ¿Crees que es allí donde está la nieta de mi cliente?

– Apostaría a que sí. Para Zo, Baja California es una especie de hogar de acogida. Durante un tiempo, tiene a sus fugitivos en Ensenada, o quizá en Rosarita, hasta que encuentra un lugar más permanente. Háblame de la madre.

– Estuvo a la sombra, tiene un pasado problemático, sobre todo a causa de las drogas. Los abuelos consiguieron que los tribunales les concedieran la custodia. Cuando la madre salió de la cárcel, se presentó en la casa con Suade y formuló amenazas para conseguir recuperar a la niña. Una semana más tarde, mamá regresó sola a casa de los abuelos, so pretexto de que pasaba por allí. Sólo que en la casa únicamente estaban la nieta y una canguro.

– Muy conveniente -dice Susan.

– La madre y la nieta desaparecieron.

– A ver si lo adivino -dice Susan-. Nadie vio a Zolanda en las proximidades de la casa durante la visita.

Asiento con la cabeza.

– Y a la madre y a la hija no se las ha vuelto a ver -digo.

– Y no conseguirán localizarlas. Al menos, no bajo los mismos nombres ni en esta ciudad. Si Suade pudiera llevárselas a otro planeta, lo haría. Puedes tener la certeza de que, durante el próximo año, el cabello de la madre cambiará de color y de longitud una docena de veces. Lo más probable es que la nieta de tu cliente termine con aspecto de chiquillo. Nadie será capaz de reconocerlas una vez que Zolanda haya obrado su magia.

– Lo lógico sería que Suade hubiese investigado a la madre. Jessica Hale tiene antecedentes penales, y un historial de drogadicción que se remonta a su adolescencia.

Susan permanece en silencio.

– ¿Tu cliente es una persona conocida? -pregunta finalmente-. ¿Una celebridad?

– La verdad es que no. ¿Por qué?

– Últimamente, Zo muestra una cierta predilección por las celebridades. Parece como si necesitara publicidad, como si de pronto se le hubiera despertado el ansia de ser conocida. Ha actuado contra algunos ciudadanos destacados de San Diego, como por ejemplo el juez que preside el tribunal local.

– Bromeas.

– No. El hijo y la ex esposa del juez llevan un año en paradero desconocido, junto con casi medio millón de dólares de una cuenta conjunta de ahorro e inversión.

– ¿Y el tipo no aplicó a Zolanda todo el peso de la ley?

– Lo hizo -dice Susan-. Pero ella tiene buenos abogados. Y, como ya te he dicho, el juez no consiguió reunir pruebas que implicasen a Zo. Esa mujer parece estar decantándose hacia el dinero y el poder.

– Mi cliente es un trabajador que ganó un montón de dinero.

– ¿Cómo?

– En la lotería del estado.

– Bromeas.

– No, nada de eso.

– ¿Realmente conoces a alguien que haya ganado en la lotería? Pensé que sólo era un paripé del gobierno para mantener feliz a la muchedumbre, el equivalente moderno del circo de los antiguos romanos.

– Lo conocí antes de que le tocase la lotería, pero resulta que él me recordaba con afecto.

– ¿Cuánto dinero ganó?

– Ochenta y siete millones de dólares.

– ¡Santo Dios! -Se echa a reír-. Qué indecencia. Tienes que presentarme a ese hombre. ¿Está casado?

– Desde hace cuarenta años.

– ¿Por qué será que todos los buenos partidos ya están casados?

Yo le pellizco suavemente en un costado, justo por encima de la cadera.

– ¡Ay! Me has hecho daño. -Tras una breve risa, continúa-: ¿Qué pretende tu cliente que hagas?

– Está desesperado. Quiere que le eche a Suade la ley encima. Que la obligue a decirnos dónde está la pequeña. Y que contrate a un detective privado para que localice a su nieta.

Susan se echa a reír. Menea la cabeza.

– No sabe a lo que se enfrenta.

– El hombre tiene muchos recursos. Y está dispuesto a gastar todo su dinero en recuperar a su nieta.

– Lo necesitará. Permíteme que te dé un consejo. -Se gira hasta apoyarse en una cadera para mirarme a los ojos-. No te metas en ese asunto.

– ¿Por qué no?

– Porque vas a pasar por un montón de sinsabores, y terminarás con las manos vacías. Zo tiene fama de salirse siempre con la suya. Nunca han podido echarle el guante, ni los tribunales ni la policía. Varias de las mejores agencias de investigación privadas del país han intentado que su gente localice a los niños que han desaparecido bajo el ala de Zolanda. Y nadie lo ha conseguido aún.

– Gracias por darme ánimos.

– Me preguntaste si conocía a esa mujer, y yo me limito a decirte las cosas tal cual son. A Zo le encanta lo que hace. Le apasiona. Desprecia a los tribunales y odia a los abogados. Su ex marido contrató a uno bueno. El tipo, además, apaleaba el dinero. El abogado consiguió que lo declararan inocente de las acusaciones de agresión, secuestro y homicidio frustrado. El marido salió libre del juzgado, y luego solicitó que le concedieran la custodia conjunta de su pequeño.

– ¿Suade tiene un hijo?

– Lo tenía -me corrige Susan-. Un chiquillo de cuatro años. El tribunal no consideró que hubiera ningún motivo para negarle la custodia conjunta al padre. A fin de cuentas, el tipo no tenía antecedentes penales. Un año más tarde, el pequeño estaba muerto. Se rompió el cuello al caerse de un balcón durante una visita a su padre.

Susan se pone de espaldas, de modo que ahora me mira directamente. Usa una mano a modo de visera para protegerse de los rayos del sol poniente y me dice:

– Eso hace que uno comprenda hasta cierto punto por qué Zo Suade se toma tan en serio lo que hace.

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