CINCO

El idioma está lleno de aforismos acerca de la justicia. «Es una espada sin funda; una arma de doble filo; la otra cara de la justicia es la venganza». Para Zo Suade, esa cara, la de la venganza, es la única que cuenta.

Al salir de la tienda no pierdo el tiempo. El teléfono móvil se halla en la guantera del Leaping Lena. Lo saco, meto el adaptador en el hueco del encendedor y comienzo a marcar números.

Enfilo Palm Avenue. Conduzco con una mano y cambio con la otra y, entre cambio y cambio, pulso las teclas del teléfono.

La voz de Susan me responde:

– Dígame. -Percibo el peculiar zumbido de un teléfono manos libres. Cualquiera que esté cerca de Susan puede escuchar nuestra conversación.

– Susan, soy Paul. ¿Te importa levantar el receptor? -No he llamado a su secretaria, sino a la línea directa que Susan tiene en su despacho.

El zumbido desaparece en cuanto ella levanta él receptor.

– Me coges en un mal momento. -Ahora escucho su voz con claridad -. Me pillas en una reunión de trabajo. Estamos muy ocupados. -Me imagino la escena: ella y media docena de colaboradores reunidos en torno al escritorio de Susan, tomando notas mientras ella lleva la voz cantante. Mi chica es una fanática del control.

– Lo siento, pero no puedo esperar -le digo.

– ¿Qué te pasa? -A Susan se le da bien detectar problemas por el tono de voz-. ¿Dónde estás?

– En el coche. A punto de llegar a la autopista, así que no podremos hablar mucho rato. -A alta velocidad resulta imposible oír el teléfono en el vehículo abierto-. Acabo de hablar con tu amiga Suade.

– Sospecho que no se mostró muy cooperativa.

– Como una víbora dentro de unos calzoncillos.

– Te lo advertí -me dice.

– No me lo recuerdes.

– Escucha, Paul, estoy realmente ocupada. ¿No puedes esperar hasta la noche?

– Lamentablemente, no. Esa mujer se propone clavarle una estaca a Jonah. -Estoy hablando por un teléfono móvil, así que no uso los apellidos.

– ¿Qué ocurre?

– Suade va a hacer unas denuncias absurdas. Va a acusar a Jonah de haber sometido a la niña a abusos deshonestos. De haber tenido relaciones con su propia hija.

– Eso es muy propio de… -Está a punto de mencionar el nombre de Suade, pero recuerda que no está sola en su despacho-. De nuestra amiga -dice-. Por si no lo recuerdas, te aconsejé que no te enredaras en este asunto.

– Ya lo sé; pero ahora ya es demasiado tarde. No puedo dejar a Jonah en la estacada.

– ¿Y qué vas a hacer si no?

No respondo y ella comprende que el silencio es suficiente contestación.

– No sigas en este asunto -me dice-. No puedes pelearte con ella. Esa mujer juega con unas normas muy distintas de las de tu libro. Créeme. No sabes a qué te enfrentas. Ella tiene una máquina que está perfectamente engrasada. -Su voz sube toda una octava, y por el sonido me doy cuenta de que ha puesto una mano sobre el micro para que los que están con ella no la oigan-. Es capaz de llenarlo todo de mentiras, como una máquina asfaltadora lo llena todo de alquitrán. Las reputaciones no significan nada. Ni la de Jonah, ni la tuya. Confía en mí. Si te interpones en su camino, te vas a encontrar tumbado de espaldas, cubierto de alquitrán y preguntándote qué te atropelló. De veras me gustaría ayudarte. -Susan puede ser muy porfiada. De pronto su voz vuelve a subir a pleno volumen-. Pero estoy en mitad de una reunión. Tendremos que hablar esta noche.

– Hay otra cosa -le digo.

– ¿El qué?

– Ella dijo algo acerca de tu departamento. Mencionó tu nombre.

Se produce un silencio en la línea telefónica. Me pregunto si se ha cortado la comunicación o ella ha colgado.

– ¿Estás ahí? -pregunto.

– Sí, estoy aquí. -De nuevo habla en voz baja. Imagino que Susan ha hecho girar su sillón ejecutivo para dar la espalda a sus colaboradores. Intimidad improvisada-. ¿Qué dijo?

– Tomó tu nombre en vano -respondo.

– Supongo que no le hablarías de mí.

– No, claro que no. Pero tuve la sensación de que esa mujer tenía telepatía.

– Ya. -Una pausa, durante la cual me pregunto si Susan me cree-. ¿Qué dijo exactamente sobre mí?

– Te llamó «judas». Cree que tu departamento está vendido a la conspiración mundial machista. Parece convencida de que el condado ha estado ocultando delitos en casos de custodia, vendiendo favores. Hace vagas alusiones a escándalos. No quiso darme detalles. Tengo en mi poder el comunicado de prensa, por si quieres verlo.

– ¿Comunicado de prensa?

– Hoy lo va a mandar. Debe de estar haciéndolo en estos momentos.

Se produce un silencio mientras ella piensa. Sospecho que en estos momentos a Susan le gustaría suprimir la libertad de expresión.

– ¿Y qué dice ese comunicado de prensa?

– No puedo leer mientras conduzco -le digo-. Pero hace muchas acusaciones y da muy poca información. Dice que los detalles los reserva para la rueda de prensa que dará pasado mañana.

Una nueva pausa mientras Susan reflexiona. Escucho conversaciones, voces lejanas.

– Tendremos que continuar con esto más tarde. -Pero ahora no me habla a mí-. Cerrad la puerta al salir. Gracias. -Luego vuelve a hablarme con la boca pegada al micro-. Léeme el comunicado de prensa.

– No quiero tener un accidente. Estoy a dos calles de la autopista, en un semáforo.

– ¿Dónde quieres que nos veamos? -Sin más peros, de pronto tengo toda su atención. Las amenazas a su departamento son para ella un acicate insuperable.

– En mi despacho. Dentro de una hora. Trataré de encontrar a Jonah. ¿Te importa llamar a Harry? No sé si seguirá en la oficina. Puedes probar en su apartamento. ¿Tienes el número?

No lo tiene, así que se lo doy.

– Tal vez no estaría de más que fueras con uno de tus detectives -continúo.

– ¿Por qué?

– Porque quizá necesitemos ayuda. No disponemos de mucho tiempo. -Lo que siempre he deseado: una mujer con su propia policía privada.

– Déjame que lo piense -responde.

– A tu gusto. Como te digo, no disponemos de mucho tiempo. Nos vemos en una hora.

Sin esperar respuesta, aprieto la tecla de desconexión. Segundos más tarde, voy a toda velocidad en dirección norte por la I-5, intentando salir del tráfico y llegar a un sitio en el que pueda estacionar.

Supongo que a estas horas Jonah, un hombre que tiene más de ochenta millones de dólares en el banco, sólo puede estar en uno de dos lugares: en su casa en Del Mar, a más de veinte minutos en dirección norte, o en los muelles, en su barco. Espero que no se encuentre en alta mar, persiguiendo a los bonitos o a los peces espada.

Me meto por una de las salidas que conducen al centro de la ciudad, doy con una calle tranquila y estaciono junto al bordillo. Busco el teléfono de Jonah en mi agenda electrónica, lo marco, y obtengo respuesta al segundo timbrazo.

– Dígame.

– ¿Mary?

– Sí.

– Soy Paul Madriani.

– ¿Encontraste a Amanda?

– Todavía no. ¿Está Jonah?

– No, esta mañana no lo he visto. Cuando me levanté, él ya se había ido.

– ¿Sabes adónde?

– ¿Ha sucedido algo?

– Simplemente, tengo que hablar con él. ¿Sabes dónde está?

– Lo más probable es que esté en el barco. -Me da las señas-. ¿Seguro que no ocurre nada malo?

– Nada preocupante -miento-. ¿Hay algún modo de comunicarse con tu marido?

– Por el móvil -dice ella-. Pero creo que esta mañana se lo ha dejado en la mesilla de noche. Un momentito. -Va a mirar y un par de segundos más tarde su voz me informa-: Sí, debe de habérselo olvidado.

– Escucha, Mary, si Jonah regresa y yo no he conseguido localizarlo en el muelle, dile que necesito hablar con él, que llame a mi oficina. Estaré allí dentro de una hora, y me gustaría que nos viéramos. Es importante.

– ¿De qué se trata?

– En estos momentos no puedo hablar.

– ¿Tiene él tu número?

– Sí. -Por si acaso, se lo doy de nuevo, junto con el del teléfono móvil del coche.

– ¿Dentro de una hora? -me pregunta.

– Sí. Otra pregunta. Si ha salido en el barco, ¿existe algún modo de hablar con él?

– Una radio. UHF o VHF. Algo así. Pero no sé cómo comunicarme con él por radio. El servicio de Guardia Costera probablemente podría en caso de emergencia. -Espera a que yo responda. Como no lo hago, pregunta- ¿Se trata de una emergencia?

– No. No te preocupes. Simplemente, dale mi recado si lo ves. -Me despido y pulso de nuevo la tecla de desconexión.

En vez de volver a la autopista, atravieso la ciudad, bajando por Market Street, y cruzando luego el Gaslight District. En Broadway giro a la izquierda en dirección al mar. Cruzo los raíles del Santa Fe y enfilo North Harbor Drive. Avanzando con el tráfico, voy cogiendo en verde casi todos los semáforos del paseo marítimo. Paso ante los muelles y dejo atrás la Estación Aérea de la Guardia Costera. Kilómetro y medio más adelante, giro en una rotonda y me meto por Harbor Island Drive.

En las inmediaciones hay un parque frecuentado por los aficionados al jogging. Esta mañana las aceras están más concurridas que el arroyo. Dos mujeres con zapatillas de deporte blancas y shorts son rebasadas por una joven, un cohete sobre patines cubierta sólo con un minúsculo biquini. La chica muestra cierta pericia para patinar y una gran cantidad de piel.

Según cuentan, los galeones de los españoles tocaron tierra de California por primera vez en este punto o en sus proximidades, no en la lengua de tierra, sino en la playa situada frente a ella. Soldados, misioneros jesuítas y unos cuantos caballos. Tengo la sensación de que, si hubieran sabido lo que ocurriría tras cuatro siglos de avance de la civilización occidental, habrían dado media vuelta y regresado a sus barcos. Poca duda cabe de que los indígenas llevaban más ropa y tenían más sentido común que los actuales habitantes.

Kilómetro y medio más adelante se halla el puerto deportivo. Entro en el estacionamiento y detengo a Lena junto al bordillo de hormigón. Mary me ha dado unas señas bastante vagas. Hay varios embarcaderos que forman líneas perpendiculares con la isla. Asomando junto a ellos como dedos están los mástiles de los barcos menores y más maniobrables. Las embarcaciones mayores, como la de Jonah, están ancladas al final de los muelles, en la parte exterior. Al menos, eso es lo que Mary me ha dicho.

Desde el estacionamiento, el puerto deportivo es un bosque de aluminio: los mástiles de los veleros y las antenas de radar en contenedores que parecen sombrereras alzadas sobre pequeños postes. De vez en cuando se ve algún barco faenador, y hay toda una flota de pesqueros deportivos. En los muelles reina una actividad que me resulta sorprendente, para ser un día entre semana. Gente que va y que viene. Algunos empujan carretillas con equipo y provisiones.

Según lo describió Jonah, el Amanda debe de ser una embarcación de buen tamaño: trece metros de eslora y puente voladizo. Me apeo del coche y, usando la mano a modo de visera, oteo los muelles. En menos de un minuto identifico a media docena de barcos que responden a la descripción. Junto a uno de ellos hay una gran actividad: por la parte de popa, una grúa está bajando a tierra un pez del tamaño de un pequeño automóvil. El espectáculo ha atraído a muchos mirones, pero desde la distancia a la que me encuentro no logro distinguir los rostros.

Corriendo el albur, me dirijo en esa dirección, cruzando el puente metálico que une el dique flotante con el estacionamiento. La marea está baja y desciendo más de tres metros por la rampa. Una vez en el muelle, mi radio de visión se reduce, aunque sigo viendo la cola del pez, como un ala delta, colgando del cable de la grúa.

Camino en esa dirección, y paso junto a una canosa pareja que está haciendo realidad sus sueños. Ambos empujan una carretilla con provisiones en dirección a su barco.

Un tipo está limpiando con una manguera el costado de su embarcación.

– Busco a Jonah Hale.

Él me mira y se encoge de hombros.

– No lo conozco -dice-. ¿Quiere usted alquilar un barco?

– No, gracias. En otra ocasión.

Sigo adelante y llego al final del muelle, donde éste termina en una larga «T». Las embarcaciones de mayor tamaño están amarradas aquí, en la parte exterior. En cuanto rebaso los pilotes de acero que sirven de sujeción para el muelle, veo el barco. Pintado con letras negras en la popa, el nombre: «Amanda.»

En el muelle, frente a la embarcación, hay reunido un corrillo de mirones. El centro de atención es el pez que pende de la grúa, y el hombre situado junto a él, que está posando para que le tomen fotos. En torno al hombre, los pescadores brindan por el éxito de su amigo con botellas y botes de cerveza. Jonah no me ve. Está de pie junto al pez.

Tratan de pesar la captura, pero no es fácil. Parece que la grúa no es lo bastante grande. Es el mayor pez aguja o pez espada (o quizá uno y otro sean el mismo) que he visto en mi vida. En lo referente a peces, soy el colmo de la ignorancia.

Jonah lleva ropa de pesca, una vieja camisa y pantalones sujetos con tirantes y manchados por los restos del gigantesco pez. Jonah ha comenzado a destriparlo con un cuchillo del tamaño de un machete, mientras quienes lo rodean lo felicitan y le dan palmadas en la espalda. Alguien le entrega una botella de cerveza por cuyo largo gollete asoma la espuma. Todavía es temprano para comenzar a darle a la cerveza, pero lo más probable es que estos tipos lleven en el mar desde el amanecer.

Cuando se vuelve para coger la botella, Jonah me ve. Señala el pez con una sonrisa, y luego se da cuenta de que no estoy aquí por casualidad.

Entrega el cuchillo a alguien y se aparta del pez. Cruza como un político el corrillo de admiradores que lo palmean, estrechando manos, aceptando felicitaciones. Jonah no me quita ojo mientras se abre paso. Trata de descifrar mi expresión. Sin duda se pregunta si habré encontrado a Amanda.

Cuando llega junto a mí, no pierde el tiempo.

– ¿Tienes noticias? -me pregunta-. ¿Encontraste a Amanda?

– No, pero tenemos que hablar.

– ¿Qué sucede? ¿Le ha ocurrido algo malo a mi nieta?

– No. Al menos que yo sepa. Seguimos buscándola. Se trata de otra cosa.

Esto produce en él un audible suspiro de alivio, una especie de carga eléctrica que se desprende de su cuerpo. Da un trago a la botella que lleva en la mano, y luego se da cuenta de que yo no tengo una.

– Charlie, dale una cerveza a mi amigo. -Uno de los tripulantes que están en popa se acerca a la nevera antes de que yo pueda impedírselo.

– No, gracias.

– Olvídalo, Charlie.

– Acabo de tener una charla con Zolanda Suade.

La expresión de mi compañero se ensombrece.

– ¿Qué te dijo? ¿Admitió haber ido a mi casa?

– No lo negó.

– Bueno, eso está bien, ¿no te parece? -Bebe otro trago.

– Esa mujer está decidida a comenzar una guerra. Quiere hacer unas acusaciones sumamente desagradables.

Él mira la botella, el barco, y todo lo que hay en el muelle, excepto a mí.

– Está chiflada. Loca perdida. -No le interesa averiguar lo dicho por Suade-. Me alegro de que hayas venido. ¿Seguro que no quieres beber nada?

– Seguro.

– Tengo de todo. Cerveza sin alcohol.

– No tengo sed.

– ¿Te apetece ver el barco?

– Jonah, tenemos que hablar.

– ¿Habías visto alguna vez un pez tan grande?

Niego con la cabeza.

– Yo tampoco, hasta hoy -dice él-. Es por El Niño. Las aguas cálidas empujan a todos los peces hacia el norte. Qué demonios, el año pasado habría tenido que bajar hasta Cabo para tener la oportunidad de pescar un bicho como ése. Lo haré montar y lo colgaré de una pared. Necesitaré una pared más grande. -Ríe con risa nerviosa, como si supiera lo que me ha traído hasta aquí.

– ¿Por qué no me dijiste que Jessica te había acusado de violarla?

La jovialidad desaparece del rostro de Jonah. Suelta un largo suspiró y me mira, avergonzado.

– Es algo de lo que no me gusta hablar con nadie. Además, todo es falso. Una mentira más de mi hija. La policía lo sabe. No se formularon acusaciones contra mí. Qué demonios, ni siquiera lo investigaron.

– Sin embargo, me habría convenido saberlo. Si deseas que te ayude, tienes que contármelo todo.

– Era una mentira. Simplemente, no me pareció que tuviera importancia.

– ¿Abrió un expediente la policía?

Él me mira como si no entendiera.

– ¿Efectuaron algún tipo de investigación?

– ¿Cómo? ¿Investigación? Hablaron conmigo y hablaron con Mary. Y supongo que echaron un vistazo a la ficha policial de Jessica.

– ¿Interrogaron a Amanda?

– No. -Su expresión me indica que encuentra ofensiva la simple idea de que hubieran interrogado a su nieta acerca de algo así.

– ¿Qué le dijiste a la policía?

– La verdad. Que todo era una invención. Jessica presentó la denuncia después de que se falló el caso por la custodia. Saltaba a la vista lo que intentaba hacer. La policía se dio cuenta. No había ni la más mínima prueba.

– Aparte de a Jessica, a Mary y a ti, ¿interrogaron a alguien más?

– No lo sé. ¿Qué importancia tiene todo esto?

– Suade lo utilizará para justificar lo que haga -le digo-. Desea atizar el fuego.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que va a hacer público todo lo que Jessica le dijo. Va a enviar un comunicado de prensa diciéndole al mundo que tú cometiste incesto con tu hija…

– ¿Y…?

– Y que sometiste a Amanda a abusos deshonestos.

Mientras lo digo, él me mira sin inmutarse.

– Es mentira. Te lo juro. -Alza la mano derecha, como prestando juramento-. Que arda en el fuego eterno si lo que digo no es verdad. Mi hija miente. Unas amigas de la cárcel le dijeron que hiciera esto. Lo sé. Supongo que cuando uno está entre rejas dispone de tiempo sobrado para inventarse las mentiras más desagradables. Sin duda, la aconsejaron otras reclusas.

– ¿Tienes pruebas de que tu hija hablase con alguien?

– No. Pero es como si la estuviera viendo, en la celda o en el patio, recibiendo el consejo de alguna otra fracasada acerca de cómo incriminar a su viejo. Bueno, la policía no se lo tragó. Ni el tribunal tampoco.

– ¿Hizo Jessica esa acusación durante el juicio por la custodia?

– A través de su abogado. El tribunal dijo que no había pruebas, y le impidió seguir por ese camino. El juez quiso saber por qué Jessica no había presentado una denuncia formal. Ellos contestaron con los tópicos de siempre. La mayoría de las mujeres violadas no denuncian el hecho. La humillación es excesiva. Ella era joven. El juez no creyó a Jessica, ni tampoco a su abogado.

– Pues Suade sí la cree. O, al menos, eso se dispone a decirle al mundo. Eso es lo que dice el comunicado de prensa.

Él permanece pensativo unos momentos. Su vista va de un lado a otro. Mira hacia todas partes y luego vuelve a mirarme a mí.

– La prensa no la creerá.

Me echo a reír.

– ¡Que no la creerá! Cuando alguien formula esas acusaciones contra una persona que ha ganado ochenta millones de dólares, la noticia es de ámbito nacional. Los reality shows y los programas de coloquio harán su agosto. Que se lo crean o no es lo de menos. ¿Dónde has estado metido durante la última década? Debes de ser el único hombre de Norteamérica que no ha oído hablar de la telebasura.

– Yo no la veo -me dice.

– Pues deberías. No van a parar de hablar de ti: «Ganador de la lotería, acusado de violar a una menor.»

La adusta expresión del rostro de Jonah me indica que nunca, ni en sus peores pesadillas, ha considerado tal posibilidad.

– ¿Por qué habrá hecho una cosa así esa mujer?

– ¿Suade?

– A Jessica la comprendo -dice-. Pero Suade… ¿Qué gana ella con esto? No existen pruebas.

– Justifica su causa, da validez a lo que hace. Y, además, la mejor defensa es un buen ataque. Suade partió de la base de que te sobraban recursos para darle guerra. De toda la gente que ha jodido en los últimos años, tú eres uno de los que tienen una cuenta corriente más saneada. Supone que te rodearás de buenos abogados. Es lo que hacen los ricos cuando tienen un problema.

– Eso es cierto-dice él.

– Tu mayor fortaleza es también tu mayor debilidad. Ahora ella tiene la iniciativa. Nos obligará a defendernos de las acusaciones. Tendremos que probar que no violaste a nadie y que no sometiste a abusos deshonestos a ninguna menor.

– Yo no tengo que probar nada. No ando metido en ningún juicio.

– Lo estarás si demandas a Suade por difamación.

– Tú eres el único abogado con el que he hablado, aparte del tipo que llevó lo de la custodia. Y él no quiere saber nada de este asunto.

– Porque conoce a Suade. Eso fue lo que me dijiste.

– Exacto.

– Quizá el tipo sea más listo de lo que pensabas. Suade parte de la base de que será capaz de desacreditarte antes de que tú la lleves ante los tribunales, y de que, una vez metidos en pleitos, tú tienes más que perder que ella. Podrá argüir que el único motivo de que la ataques es que ella está diciendo la verdad. No te tiene miedo. Es el tipo de imagen que le gusta a Suade: Juana de Arco combatiendo el pecado.

Una sombra cruza por su rostro. Él nunca ha considerado bajo ese prisma la batalla que está librando. Con su sentido de la justicia, Jonah se imaginaba a unos abogados manejando las leyes y los hechos ante un juez equilibrado e imparcial, no una maquinaria de propaganda lanzando mentiras y veneno a diestro y siniestro.

– Tenemos que hablar en mi despacho.

– De acuerdo -dice él-. ¿Cuándo?

– Ahora mismo.

Él se mira la ropa, manchada por la sangre y otros fluidos corporales del gran pez.

– No te preocupes. En mi oficina no exijo ropa formal.

Jonah mira al grupo que está reunido en el muelle. Botellas de cerveza y cámaras de fotos. Sangre por todas partes y un enorme pez.

– ¿Qué les digo?

– Nada. Simplemente que tienes que acudir a una reunión y que debes marcharte ahora mismo.

– Claro. Ahora mismo -dice. Jonah parece un eco. La viva estampa del aturdimiento.

Uno de sus camaradas, que ha permanecido cerca, aunque sin poder oírnos, aprovecha la oportunidad y se acerca. Le pone a Jonah una mano en el hombro. En su rostro reluce la euforia del alcohol.

– Eh, colega, quiero sacarte otra foto -dice-. Tú y ese pedazo de pez. -El hombre hace tintinear el hielo en el interior de un vaso que contiene algo más fuerte que la cerveza-. Aunque en realidad no es un pez, sino una puñetera ballena. Jonah y la ballena. -Ríe su propia broma. Ésta es la clase de amigos que se le pegan a uno cuando tiene ochenta millones de dólares en el banco.

Agarra a Jonah por el brazo y se lo lleva. Jonah sigue enfrascado en sus pensamientos. Su rostro es como una máscara mortuoria.

– Vamos, colega. Ponte junto al bicho y sonríe. -El hombre del vaso con hielo da instrucciones mientras sus cantaradas tratan de que no se les muevan las cámaras.

Jonah se pone en cuclillas junto al pez y posa para los achispados fotógrafos. Pero no mira a las cámaras, sino hacia mí, mientras la camisa se le empapa de la sangre que chorrea del cuerpo del pez. Él ni siquiera se da cuenta. Sonríe forzadamente. Se escucha el coro de clics de las máquinas.

Cuando trata de incorporarse, Jonah pierde el equilibrio y tiene que agarrarse al ensangrentado cuerpo del pez para evitar caer redondo al suelo.

– Cuidado, hombretón. -El hombre del vaso se separa del grupo para ofrecer su auxilio… con una sola mano, porque la otra la tiene ocupada-. Dadle a este hombre otra cerveza. -Se echa a reír. La pechera de la camisa de Jonah está cubierta de sangre. Se aparta del enorme pez, y se seca las manos en el trasero de los pantalones.

Por un momento miro a Jonah al lado del ensangrentado pez, y me pregunto cuál de los dos parece más muerto.

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