NUEVE

El condado es una especie de colcha de retales de departamentos de policía. Las localidades de mayor tamaño tienen sus cuerpos de policía propios. Imperial Beach no es una de ellas. La población tiene un arreglo con el sheriff del condado para que su departamento investigue los delitos de mayor envergadura, incluidos los homicidios.

A las tres de la madrugada me paso una mano por los ojos para librarlos del sueño y luego meto a Lena en uno de los espacios de estacionamiento reservados para los visitantes del departamento del sheriff de Imperial Beach.

En la Facultad de Derecho, yo me hacía la ilusión de que sólo los médicos de las salas de urgencia tenían horarios como éste. Esa ilusión ha sido desbaratada por veinte años de ejercicio como abogado penalista.

Según Jonah, no lo han arrestado, y sólo está retenido. Sin embargo, le permitieron hacer una llamada telefónica, y él contactó con mi busca. A mi vez, yo llamé a Mary y le dije que intentaría llevar a su marido a casa. Ella estaba preocupadísima. Luego llamé a Harry. Decidí no despertar a Susan. Por suerte, Sarah está pasando la noche en casa de Susan.

Durante mi conversación con Jonah, él me pidió dos cosas: asesoría legal y un poco de ropa. Le pregunté el motivo de lo segundo, y él respondió que ya me lo explicaría cuando nos viéramos.

Para ser sábado por la noche, el lugar está tranquilo. De la parte posterior de un coche patrulla están sacando a un borracho para someterlo a la prueba de alcoholemia. Cojo la bolsa de supermercado del asiento contiguo al mío, y cruzo rápidamente el parking. Entro y me encuentro bajo el resplandor de los tubos fluorescentes del vestíbulo. Aquí las paredes son de un aséptico color blanco. El suelo está cubierto de linóleo. Tras los cristales a prueba de balas se hallan los policías.

Una corpulenta mujer negra que lleva un top y unos shorts que se le ciñen como un guante está discutiendo con el sargento de guardia ante un escritorio de dentro. Los veo a través del cristal. La voz de ella me llega amortiguada por el grueso muro acrílico. Sin embargo, logra hacerse oír. Insiste en que sólo quería que la llevaran a casa en coche cuando los policías la detuvieron por prostitución. Pronuncia la palabra «trampa» cada dos por tres. Me mira a través del cristal y dice de nuevo la palabra. La repite otro par de veces y luego se la llevan por una puerta que se abre electrónicamente y que conduce al sótano del edificio, donde se encuentran las celdas de detención.

El policía da una patada en el suelo y hace girar su sillón hacia el mostrador de atención al público, frente al cual yo me hallo.

– ¿En qué puedo servirlo?

Yo introduzco una tarjeta de visita por la rendija que hay en el marco metálico que rodea el cristal, y hablo al pequeño micrófono empotrado en los cinco centímetros de acrílico a prueba de balas:

– Represento al señor Jonah Hale. Está detenido. Quisiera hablar con él.

El policía del otro lado coge mi tarjeta, la mira, y luego me mira a mí.

– ¿Tiene usted acreditación?

Saco mi carnet del colegio de abogados y el sargento lo coge. Mi pasaporte al sanctasanctórum. Luego escribe en el libro de registro que tiene ante sí mi nombre, el número de mi acreditación y la fecha.

– Siéntese -me dice.

– Me gustaría ver al señor Hale cuanto antes.

– De acuerdo -dice él-. Siéntese.

Me siento en el duro banco del otro extremo de la sala, miro la hora y comienzo a contar las baldosas del suelo. Es entonces cuando me doy cuenta de que me he puesto los mocasines sin calcetines: blancos tobillos bajo el dobladillo de los pantalones. Mato el tiempo durante unos minutos preguntándome si lograré dormir algo esta noche.

– Señor Madriani.

Cuando alzo la vista, hay un hombre alto y flaco detenido ante mí. Lleva traje y corbata, y tiene el pelo cortado a cepillo.

Su sonrisa es agradable, aunque la expresión del sombrío rostro indica que desea ir al grano.

– Soy el teniente Avery. -Me entrega una tarjeta de visita.


Floyd Avery

Teniente Detective

División Homicidios/Robos


Cojo la tarjeta y me presento.

– Tengo entendido que viene usted a recoger al señor Hale. Él está en la parte de atrás-me dice.

– ¿Se puede marchar ya?

– ¿Qué tal si hablamos un momento? -dice Avery. La tierra de nunca jamás: no está arrestado, pero tampoco se halla exactamente en libertad.

Avery abre camino. En cuanto su mano toca el tirador de la puerta suena el zumbador, activado por el policía que está tras el cristal, y pasamos. Avery me conduce por un corto pasillo, se detiene ante una puerta y la abre.

En el interior, Jonah está sentado frente a una mesa. En cuanto me ve, se pone en pie y su rostro refleja alivio. Lleva un mono color naranja en cuya parte delantera hay unas grandes letras negras, como si mi cliente fuera propiedad de la cárcel del condado.

Cuando entro en la habitación veo a otro individuo en un rincón. Me fijo en que un espejo ocupa el centro de la pared del fondo. Tengo la sensación de que hay otros ojos observándonos. Cristal monorreflexo.

– Éste es el sargento Greely -dice Avery-. Bob, éste es el abogado Madriani.

Le dirijo una inclinación de cabeza. No nos damos la mano. La cordialidad no llega a tanto.

– ¿Se encuentra mi cliente bajo arresto? -pregunto.

– No -dice Avery sin vacilar.

– ¿Se puede saber dónde está su ropa? ¿A qué viene el mono carcelario?

– Su ropa la están examinando en busca de pruebas. -Greely es más directo. El policía agresivo.

Lo miro inquisitivamente.

– Espero que tengan ustedes una orden de registro -digo.

– No la necesitamos para registrar las prendas que llevaba puestas -dice Greely.

– ¿Ah, no? Si las registran en busca de armas o de drogas de contrabando, es posible que no la necesiten -respondo-.

Pero si están utilizando un aspirador con las ropas en busca de cabellos o fibras, en mi opinión, sí la necesitan.

– Su cliente nos dio permiso -acude Avery al rescate de su compañero.

Hasta este momento, no le he prestado demasiada atención a Jonah, que sigue en pie tras la mesa, con las manos apoyadas en el borde de ésta.

– ¿Estás bien? -le pregunto.

– Muy bien.

– ¿Le han tomado declaración?

– Oficialmente, no -responde Greely.

– ¿Qué significa eso?

– Que no hemos tomado nota de nada de lo que ha dicho -dice Avery.

Me vuelvo de nuevo hacia Jonah.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Él se mira la muñeca sin acordarse de que le han quitado el reloj. Se encoge de hombros.

– No estoy seguro.

– ¿También están registrando su reloj?

– Le devolveremos sus objetos personales antes de que se marche -dice Greely.

– Pues vayan preparándolos, porque, a no ser que mi cliente esté arrestado, nos vamos ahora mismo.

– ¿A qué viene tanta prisa? -pregunta Greely-. Sólo tratamos de obtener cierta información.

– ¿Le leyeron a mi cliente sus derechos?

– No nos pareció necesario hacerlo -dice Avery-. No le hemos hecho ninguna pregunta.

– Y supongo que a continuación van a decirme que no lo consideran sospechoso de nada, ¿no?

Avery no contesta, pero su expresión dice que sí.

Jonah sonríe.

– Les dejé que se llevaran mis ropas. Dijeron que me convenía hacerlo. No vi nada malo en ello.

– ¿Por qué le convenía? -le pregunto a Avery. Entrego a Jonah la bolsa de supermercado. En el interior hay un chándal de algodón tamaño grande, una talla que le sirve a todo el mundo; lo cogí del fondo de mi armario.

– Estamos investigando la muerte de Zolanda Suade. No irá a decirme que no sabía usted nada…

Meneo la cabeza, como si no entendiera. Es lo máximo que puedo hacer, dadas las circunstancias.

– Si tienen pruebas contra mi cliente, les ruego que me digan cuáles son.

– Lo único que deseamos es descartar al señor Hale como posible sospechoso y pasar a ocuparnos de otros -dice Avery-. Si él quiere cooperar, desde luego.

– Parece que ya ha cooperado.

– Nos gustaría hacerle algunas preguntas.

– Sí, supongo que sí. Pero no esta noche. -No tengo ni idea de lo que habrá dicho Jonah, ni de dónde ha estado esta noche.

– Encontramos a su cliente en el Strand -dice Avery-. Sentado en la playa, mirando al mar.

El lugar se halla a un tiro de piedra del escenario del crimen. Avery me deja que asimile la información, para ver cómo reacciono. Yo no reacciono de ninguna manera.

– Hacía buena noche -le digo-. Quizá le apeteciese contemplar las estrellas.

– Su coche estaba aparcado en zona prohibida -dice Greely-. Parte de él estaba en la carretera. Tuvo suerte de que nadie chocara con él. En esa zona, el tráfico va muy rápido.

– Estoy seguro de que mi cliente agradece su ayuda. ¿Dónde está su coche?

– El sheriff ordenó que lo llevaran al depósito municipal. Quizá desee usted hablar un rato a solas con su cliente -dice Avery-. Tal vez él quiera efectuar una declaración formal.

– Si hablo con mi cliente, no será aquí. -Miro al cristal monorreflexo y me pregunto si al otro lado habrá algún lector de labios.

– Parece como si su cliente tuviera algo que ocultar, abogado. -Sin duda a Greely le gustaría extenderse sobre ese tema.

Avery se lo impide.

– Bob -dice.

– Bueno, no tendría por qué negarse a que le hiciéramos la prueba de la parafina. -Greely discute esto con Avery, como si la cuestión sólo los afectara a ellos dos.

– No le harán ustedes ninguna prueba a no ser que tengan una orden de registro, o deseen detener a mi cliente. -No tienen pruebas suficientes para efectuar un arresto, eso está claro. Si las tuvieran, en estos momentos Jonah estaría en una celda.

– Sólo llevaría un par de minutos -dice Greely-. Le frotaríamos las manos con unos algodones. Sin dolor. Si no nos está ocultando nada, no tiene por qué oponerse.

Jonah pone cara de que por él no hay inconveniente.

– Tiene por qué y se opone -le digo a Greely.

Miro las manos de Jonah. Están manchadas. No sé de qué, ni Greely tampoco. Pero en un caso como éste, acceder a algo que la policía propone va contra la religión de los abogados. La realidad es que en estos momentos yo parto de la misma base que Avery y Greely: Jonah puede haberlo hecho.

Llaman a la puerta y Avery va a abrir. Abre sólo un resquicio. El del otro lado, quienquiera que sea, le pasa una hoja de papel. Él lee rápidamente la nota, la dobla en cuatro y se la mete en un bolsillo.

– ¿Hay algún sitio en el que mi cliente se pueda cambiar?

– Desde luego -dice Avery. Ahora abre la puerta del todo-. El baño está al fondo del pasillo. Puede dejar el mono en la percha que hay detrás de la puerta.

Jonah echa a andar por el pasillo para ir a cambiarse de ropa.

– Denme sus prendas personales. Sus zapatos.

– Los objetos de valor podemos dárselos. Sus zapatos ya están en el laboratorio de pruebas.

– ¿A las tres de la mañana?

– Somos una agencia de servicios completos -dice Avery.

– Muy bien. Pero supongo que no estarán ustedes buscando residuos en su reloj, ¿no?

La expresión del rostro de Avery me indica que esto no se le había ocurrido. Me parece ver girar sus engranajes mentales. Antes de que Avery pueda impedírselo, Greely ya le está susurrando al oído, preguntándole, estoy seguro, si el consentimiento que le sacaron a Jonah vale también para el reloj. Avery menea la cabeza, optando por la cautela. Cuando el abogado está delante, no hay que andarse con bromas. Es una buena forma de conseguir una moción de exclusión de prueba, que yo sin duda presentaré en cualquier caso. Pero el hecho de que a estas tardías alturas se anduvieran con bromas con el reloj sólo serviría para echar más leña al fuego. Avery llama al sargento de guardia y un par de minutos más tarde, cuando Jonah regresa con la bolsa de supermercado vacía y los pies descalzos, un policía de uniforme llega con un sobre de papel de buen tamaño. Avery lo coge y me lo entrega.

Lo abro sobre el escritorio y Jonah hace inventario. Recupera el reloj y el anillo y se los pone.

– ¿Dónde están las llaves de mi coche?

– Las vamos a retener -dice Avery- hasta que hayamos terminado con el vehículo.

– ¿Qué quiere usted decir con eso? -pregunto.

– Tenemos una orden de registro válida para el coche. Acabamos de obtenerla mientras estábamos charlando aquí. -Avery la tiene en la mano. Se la ha entregado el sargento de guardia al tiempo que le daba el sobre. Me la enseña.

– ¿Con qué base?

– ¿Dónde están mis cigarros? -pregunta Jonah.

Antes de que Avery conteste, yo ya conozco la respuesta.

– Los cigarros en cuestión parecen idénticos a uno que encontramos en el lugar de los hechos -dice Avery-. Eso, unido al hecho de que el nombre de su cliente figuraba en un comunicado de prensa que hallamos en la oficina de la víctima, fue suficiente para que el juez nos permitiera registrar el automóvil.

– Te llevaré a casa en mi coche -le digo a Jonah.

– Según me han dicho, esta noche estuvo usted en la escena del crimen. -Avery me está hablando a mí, y dice esto mientras Jonah y yo vamos hacia la puerta-. Con John Brower. John fue muy amable al acompañarlo.

Yo no digo nada.

– ¿Cuál es exactamente la relación entre ustedes?

– Simplemente, somos conocidos -le digo.

– Y supongo que él sabía que, en esos momentos, usted era el representante legal del señor Hale.

– Ignoro si lo sabía o no. -Quiero hacer todo lo posible por no meter a Brower en un lío.

– Brower, además, nos entregó un cigarro -me informa Avery-. Dice que su cliente se lo dio a él. Y también nos informó acerca de ciertas amenazas que hizo el señor Hale contra la víctima durante una reunión que tuvo lugar en su bufete.

La cosa no tiene buen aspecto. Ahora Jonah y yo vamos caminando de prisa por el corredor. A mi espalda, los desnudos pies de Jonah hacen un peculiar sonido sobre el linóleo del suelo.

Cuando alargo la mano hacia el tirador de la puerta que conduce al vestíbulo, Avery lanza su última advertencia:

– Sería preferible que, durante algún tiempo, el señor Hale no hiciera viajes largos.

– Lo tendremos presente -replico.

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