UNO

Puedo decir con precisión que la cosa empezó en una de esas sofocantes semanas de agosto, cuando el termómetro se acercaba a los cuarenta grados por décimo día consecutivo. Hasta la humedad era alta, cosa insólita en Capital City. El aire acondicionado de mi coche estaba averiado y, a las seis y cuarto, el tráfico de la interestatal se hallaba detenido tras un camión remolque cargado de tomates que había volcado camino de la fábrica Campbell. Se me haría tarde para recoger a Sarah en casa de la canguro.

Incluso con estos antecedentes, se trató de una decisión impulsiva. A los diez minutos de llegar a casa llamé a un agente inmobiliario al que conocía y le hice la pregunta clave: ¿Cuánto puedo conseguir por la casa? ¿Podría usted venir a hacer una evaluación? El mercado de bienes raíces estaba al rojo vivo, como el clima, así que a este respecto mi sentido de la oportunidad había sido muy acertado.

Sarah estaba en las vacaciones escolares, en ese incómodo ínterin entre quinto grado y la escuela intermedia, y no le apetecía nada el cambio. Sus mejores amigas -unas hermanas gemelas de su misma edad- se encontraban en la parte meridional del estado. Yo había conocido a la madre de ambas durante un seminario legal en el que ambos fuimos oradores, hacía ya casi tres años.

Susan McKay y sus hijas vivían en San Diego. Susan y yo nos habíamos visto con frecuencia, durante los viajes mensuales a San Diego y en otras reuniones en el punto intermedio de Morro Bay. Por algunos de esos motivos que los adultos nunca comprenderemos, las chicas parecieron hacerse amigas desde aquel primer encuentro. En San Diego, el tiempo era fresco y ventoso. Y además, la ciudad encerraba la promesa de una vida familiar de la que nosotros llevábamos casi cuatro años sin disfrutar.

A comienzos de julio nos habíamos pasado dos semanas de viaje, parte de ellas en Ensenada, al sur de la frontera. Yo me había sentido fascinado por el aroma de sal en el aire, y por el resplandor del sol que bailaba sobre la superficie del mar en Coronado. A media tarde, Susan y yo nos sentábamos en la playa mientras las niñas jugaban en el agua. El Pacífico parecía un infinito y ondulante crisol de azogue.

Al cabo de catorce breves días, Sarah y yo nos despedimos y montamos en mi coche. Mirando a mi hija, me fue posible leerle el pensamiento. ¿Por qué volvemos a Capital City? ¿Qué se nos ha perdido allí?

En el coche, Sarah tardó una hora en pronunciar en voz alta tales preguntas, y cuando lo hizo, yo ya tenía dispuesta toda la fría lógica adulta que un padre puede reunir.

Allí está mi trabajo. Tengo que regresar.

Pero podrías encontrar otro trabajo por aquí.

No es tan fácil. Un abogado tarda mucho tiempo en hacerse con una clientela.

Ya lo hiciste una vez. Podrías hacerlo de nuevo. Además, ahora tenemos dinero. Tú mismo lo dijiste.

En eso, mi hija tenía razón. Hacía ocho meses, yo me había forrado con un juicio civil, un caso de muerte por negligencia de terceros que fue visto ante un jurado. Harry Hinds y yo conseguimos un veredicto favorable. Le sacamos ocho millones de dólares a la compañía de seguros. Es lo que ocurre cuando un demandado decide tacañear en un mal caso. Ahora, una viuda con dos hijos había conseguido la seguridad económica, y Harry y yo, incluso después de pagar los impuestos, nos habíamos quedado con unos sabrosos dividendos en concepto de minutas.

Sin embargo, abandonar mi bufete legal era arriesgado.

Lo comprendo. Te sientes sola, le dije a Sarah.

Estoy sola, respondió ella.

Después de eso me quedé mirando a mi hija, con sus paletas de conejo y su largo cabello castaño que, sentada en el asiento del acompañante, me miraba con sus ojos de gacela, esperando una respuesta coherente que yo no tenía.

Cuando Nikki, mi esposa, murió, dejó un hueco en nuestras vidas que yo había sido incapaz de llenar. Mientras proseguíamos el viaje de regreso a Capital City, la insidiosa pregunta siguió resonando en mi cabeza: ¿Qué se nos ha perdido allí?

El corrosivo ambiente político y el achicharrante calor estival de Capital City tenían muy pocos atractivos y encerraban gran cantidad de recuerdos dolorosos. Aún no me había sido posible borrar de mi recuerdo el año que duró la enfermedad de Nikki. Aún había lugares en nuestra casa en los que, al doblar un recodo, seguía viendo el rostro de mi esposa. Las parejas que habían sido amigas nuestras ya no tenían nada en común con un viudo que estaba aproximándose a la mediana edad. Y ahora mi hija deseaba terminar con todo aquello.

Un lunes por la mañana, en la última semana de agosto, llamé a Harry a mi despacho. En tiempos, Harry Hinds había sido uno de los abogados criminalistas más destacados de la ciudad, que se encargaba principalmente de delitos graves que ocupaban las primeras planas de los periódicos. Quince años atrás perdió un caso de asesinato, y su cliente fue ejecutado en la cámara de gas del estado. Harry no volvió a ser el mismo. Para cuando yo abrí mi bufete en el mismo edificio en el que Harry tenía el suyo, él se dedicaba a defender a conductores borrachos y a compadecerse de sí mismo junto a ellos hasta altas horas de la noche en los bares de la ciudad.

Se unió a mi bufete para echar una mano en el juicio por homicidio de Talia Potter, y desde entonces había seguido conmigo. La especialidad de Harry son las montañas de papeleo que genera cualquier juicio. Con un cerebro que es como un cepo de acero, Harry se refiere a sus trabajos de investigación como «escarbar entre el estiércol hasta encontrar las flores». Es el único hombre que conozco que detesta perder un caso más que yo.

No me sentía con ánimos para decirle que me iba de Capital City, así que le comenté que sólo quería abrir una sucursal del bufete.

Él me sorprendió. Su única pregunta fue dónde.

Cuando se lo dije, se le iluminaron los ojos. Aparentemente, también él tenía ganas de mudarse. Un nuevo trabajo en un nuevo lugar, las mansas olas del Pacífico, tomar copas a la orilla del mar, y quizá conseguir en un proceso civil otros sabrosos honorarios que abrieran el camino para un glorioso semirretiro. En aquel instante, Harry se imaginó a sí mismo dando sorbos a una piña colada y contemplando los yates desde la terraza del hotel Del Coronado. Harry tiene una gran imaginación.

Conseguimos a alguien que se hiciera cargo del bufete de Capital City. Harry y yo no deseábamos quemar nuestros puentes de enlace. Nos turnaríamos para regresar a nuestra oficina central, manteniendo un pie en cada uno de ambos mundos hasta que pudiéramos mudarnos definitivamente al sur.

A lo largo de aquellos meses, Susan desempeñó un papel importantísimo, haciendo de madre suplente de Sarah. Yo podía dejar con ella a mi hija incluso durante una semana seguida. Cuando, durante aquellas ausencias de una semana, yo llamaba a Susan, era todo un triunfo conseguir que mi hija se pusiera al teléfono. Cuando lo hacía, su voz estaba llena de risa y en ella se percibía la brusquedad que le indica a uno que su llamada ha interrumpido algo agradable. Por primera vez en cinco años, desde la muerte de Nikki, mi hija era una niña feliz y despreocupada. Incluso cuando a finales del invierno se produjo un robo en la casa de Susan, yo me sentí seguro de que ella era perfectamente capaz de cuidar y proteger a mi hija.

Susan es siete años más joven que yo. Es una bella mujer de pelo negro. Y está divorciada. Tiene las facciones finas, el inocente aspecto de una chiquilla y el corazón de un guerrero.

Susan lleva ocho años dirigiendo el Servicio de Protección al Menor de San Diego, un departamento que investiga las acusaciones de malos tratos contra niños, y efectúa recomendaciones al fiscal de distrito y a los tribunales en lo referente a la custodia de los hijos. Llamar trabajo a la vocación de Susan es como llamar hobby a las cruzadas cristianas. Se dedica a su tarea con el fervor del auténtico creyente. Los niños son su vida. Su especialidad es la primera infancia, y el lema «Salvad a los niños» se ha convertido en su grito de guerra.

Llevamos viéndonos más de dos años, aunque no vivimos juntos ni siquiera ahora, en San Diego. Yo me mudé al sur para estar con ella, pero, tras algunas discusiones, decidimos que no compartiríamos el mismo techo. Al menos de momento.

Cuando me trasladé al sur, alguna norma no escrita de independencia dictó que mantuviéramos casas separadas. Sin embargo, cada vez pasamos más tiempo juntos, salvo en las ocasiones en que yo regreso a Capital City.

Ese particular nudo gordiano se cortará en cuanto Harry y yo hayamos conseguido una buena clientela en el sur. Ése es el motivo por el que hoy estoy renovando una vieja amistad.

Jonah y Mary Hale están sentados frente a mí al otro lado del escritorio. Él ha envejecido desde la última vez que lo vi.

Mary está igual. Su peinado es distinto, pero por lo demás, en diez años apenas ha cambiado. La última vez que nos vimos fue antes de la muerte de Ben y del juicio por asesinato de Talia. Océanos de agua han pasado bajo los puentes desde entonces.

El de Jonah fue uno de mis primeros casos en la práctica legal privada, poco después de abandonar la oficina del fiscal de distrito en la que me había fogueado. La recepcionista lo mandó pasillo abajo, a ver al nuevo abogado que trabajaba en el cubículo del fondo.

Por entonces, Jonah era un simple ganapán, un hombre casado de cincuenta y tantos años con una hija que estaba dejando atrás la adolescencia. Estaba a punto de retirarse… contra su voluntad. Trabajaba para el ferrocarril de Capital City, en los talleres de locomotoras que estaban a punto de cerrar. Jonah tenía una dolencia crónica en la espalda y las rodillas, producto de muchos años de trabajar sobre el duro hormigón levantando pesadas piezas de maquinaria. Por eso, cuando el ferrocarril se planteó una reducción de personal, él fue uno de los primeros candidatos al retiro. Incluso en estos momentos, Jonah camina con ayuda de un bastón, aunque el que usa ahora es bastante más bonito que el sencillo cayado de asa curva que utilizaba por entonces.

– Las piernas no mejoran con la edad -me dice, al tiempo que se remueve en el sillón en busca de la posición menos incómoda.

– Pero la sonrisa sigue siendo la misma -respondo.

– Sólo porque he vuelto a ver a un viejo amigo. Lo único que espero es que puedas ayudarme.

Jonah tiene el atractivo de un añoso Hemingway, con las arrugas en los lugares indicados. Pese a sus dolencias, no ha ganado peso. Su rostro bronceado está enmarcado por una mata de cabello blanco. Tiene la barba corta y los ojos profundos y grises. Es un hombre de facciones duras, bien vestido, con un chaleco oscuro bajo una chaqueta de sport de cachemir, y pantalones claros. En la muñeca lleva un reloj de oro del tamaño de una ostra, un Rolex que jamás podría haberse permitido en los viejos tiempos.

Se lo presento a Harry.

– He oído hablar mucho de usted -dice Harry.

Jonah se limita a sonreír. A estas alturas ya está acostumbrado a que la gente se le acerque, lo palmee en la espalda, y trate de congraciarse con él.

– Es lo que ocurre cuando sale tu número -le dice a Harry-. Todo el mundo supone que tuviste algún mérito.

– Bueno, usted compró el boleto -dice Harry.

– Sí -dice Mary-. Y algunas veces anhelo que no lo hubiera hecho.

– Tener dinero puede ser toda una maldición -comenta Jonah, y es evidente que lo dice en serio.

Jonah ganó el mayor premio de la lotería en la historia del estado: 87 millones de dólares. Compró el boleto cinco años después de que yo le hiciera ganar su pleito, consiguiendo que el ferrocarril le pagara una pensión de incapacidad de 26 000 dólares anuales, más el seguro médico de por vida.

– Cuando vi tu nombre en la guía telefónica, no daba crédito a mis ojos. Le dije a Mary que tenías que ser tú, o un hijo tuyo. ¿Cuántos Paul Madriani puede haber? Y que además sean abogados.

– Es un caso único -dice Harry-. Lo hicieron y rompieron el molde.

– Bueno, ¿qué te trae por aquí? -pregunto.

– Se trata de nuestra hija -dice Jonah-. Me parece que no conoces a Jessica.

– No, creo que no.

– Acudí a la policía, pero ellos me dijeron que no se trataba de ningún delito. ¿Puedes creerlo? Ella ha raptado a mi nieta, y la policía me dice que eso no es ningún delito y que ellos no pueden intervenir.

– ¿Raptado? -pregunto.

– No sé de qué otra forma llamarlo. Desde hace más de tres semanas no hago más que dar vueltas y más vueltas, como una gallina decapitada, acudiendo a la policía, hablando con el abogado cuyos servicios contratamos…

– ¿Hay otro abogado?

– Sí, pero no puede hacer nada. Supuestamente, nadie puede.

– Tranquilo. Cuéntame qué sucedió.

– Mi nieta, Amanda, tiene ocho años. Ha vivido con nosotros, con Mary y conmigo, casi desde el día en que nació.

– ¿Es hija de vuestra hija?

– Jessica la trajo al mundo, si es a eso a lo que te refieres -me dice él-. No es precisamente lo que se dice una buena madre. Jessica ha tenido problemas con la droga. Ha estado varias veces en la cárcel. -Hace una pausa para mirarnos a Harry y a mí-. Lo cierto es que pasó dos años en el correccional femenino de Corona.

El lugar no es una cárcel, sino una prisión estatal. Harry enarca una ceja y, antes de que pueda hacer la pregunta, Jonah responde:

– Por drogas. La detuvieron transportando cierta cantidad de cocaína a través de la frontera para un narcotraficante de México. Sabe Dios dónde conoce a esa gente. Le pagamos el abogado. El hombre llegó a un acuerdo con el gobierno federal y consiguió que Jessica cumpliera su sentencia en una instalación estatal en vez de en un presidio federal, supuestamente para que pudiera estar más cerca de Amanda. Lo cierto es que ella nunca ha manifestado demasiado interés por Mandy. Así es como Mary y yo llamamos a la niña.

Echa mano al interior de su chaqueta y saca un pequeño estuche de cuero. Parece diseñado para guardar costosas estilográficas. Lo abre, y veo que dentro hay cigarros.

– ¿Les importa que fume?

Mary lo fulmina con la mirada.

Por lo general, mi despacho es una zona libre de humos, pero hago una excepción. Él me ofrece un cigarro. Yo digo que no, pero Harry lo acepta.

– El médico me dice que no debo fumar. Es mi único vicio, aparte del barco y la pesca. ¿Alguna vez sales a pescar?

Niego con la cabeza. Jonah está andándose por las ramas, tratando de eludir un tema que le resulta doloroso.

– Deberías probarlo alguna vez. Calma el espíritu. Te llevaré en el Amanda. -Por un instante, un nudo en la garganta le impide proseguir-. Le puse al barco el nombre de mi nieta. A ella le encantaba salir a navegar.

– Deja de hablar del barco -dice Mary-. Nuestra hija quería dinero. Siempre lo ha querido. El premio de la lotería fue una maldición. De no ser por él, ella habría dejado a Amanda en paz. Se hubiese olvidado de ella y habría vivido su vida. Pero con todo ese dinero… Para ella era como un nuevo narcótico.

– Vino a casa para pedirnos dinero en cuanto salió de prisión. Dijo que deseaba poner un negocio. Yo le dije que no le daría nada. Sabía que el dinero se lo metería por la vena o por la nariz en forma de drogas. O que se lo quedaría alguno de esos indeseables con los que siempre anda. El gusto de mi hija por los hombres deja mucho que desear. Es demasiado atractiva para su propio bien.

Saca la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y extrae de ella una foto que me tiende.

– Se hizo cortar el cabello como Meg Ryan, la estrella de cine. Todo el mundo le dice que se parece mucho a ella.

Miro la foto. Los amigos de la chica no mentían. Jessica es rubia, bonita y sexy. Su cabello corto parece el de un duendecillo. Lo más atractivo de todo es su sonrisa, la cual, si uno la juzgase únicamente por ella, la haría parecer la vecinita de al lado. Sus vaqueros parecen pintados sobre el cuerpo, y su top deja muy poco a la imaginación. Abrazado a ella por detrás hay un tipo con cazadora de cuero y sin camisa. Veo un tatuaje en uno de sus brazos y, aunque la foto no lo revela, puedo imaginar huellas de aguja en la articulación del codo.

– Jessica parece coleccionar fracasados -dice Jonah-. Llevan tatuajes hasta en el culo. Inútiles que viven a lomos de una moto. Supongo que conoces el tipo. -Me mira a través de un velo de humo y aspira una bocanada. Luego me tiende otra foto-. Ésta es Mandy. -Mandy luce un uniforme escolar. Lleva el cabello recogido en una cola de caballo de la que escapan algunos mechones.

– Ahora Mandy lleva el pelo un poco más largo -dice Mary-. Al menos, eso creo. A no ser que se lo hayan cortado.

– La policía nos comentó que eso es algo que los secuestradores suelen hacer. Y visten a las chicas para que parezcan muchachos. De ese modo, publicar la foto en el periódico o hacer que la pongan en un envase de cartón de leche no sirve para nada -añade Jonah.

Harry estudia detenidamente la foto de Jessica.

– ¿Qué edad tiene?

– Jessica tiene veintiocho años. Si sobrevive hasta los treinta, será un milagro. Por eso tenemos que recuperar a Mandy. Todas las noches ve a su madre con un hombre distinto. Y algunos de ellos son peligrosos.

– ¿Quién es el padre de la niña? -pregunta Harry.

– Eso es un absoluto misterio -dice Jonah-. Nadie se adelantó para hacerse responsable, y Jessica no soltó prenda.

– ¿Quién tiene la custodia legal?-quiero saber.

– Nosotros tuvimos la custodia provisional mientras Jess estuvo en la cárcel. Ahora es definitiva, aunque eso no nos sirve absolutamente de nada.

«Jessica sólo comenzó a mostrar interés por Mandy después de que yo ganase la lotería. Sus intenciones estaban claras. Cuando salió quería dinero, y su arma para conseguirlo era Mandy. A no ser que yo pagase, ella reclamaría a Mandy en cuanto saliese. Yo me ofrecí a comprarle una casa. Naturalmente, no la habría puesto a su nombre, no soy tan estúpido. Ella la hubiese vendido a las primeras de cambio, se habría embolsado el dinero, y luego hubiera ahuecado el ala. Sin embargo, le ofrecí pagarle una buena casa en nuestro mismo vecindario para prestarle nuestro apoyo. Pero ella no quiso ni oír hablar del asunto. Dijo que le pondríamos demasiadas condiciones.

– ¿Y pidieron ustedes la custodia permanente? -pregunta Harry.

– Exacto. Acudimos a los tribunales. Para entonces, Jessica ya nos había mandado varias cartas desde Corona. La chica no fue muy lista. En las cartas nos amenazaba con quitarnos a la niña si no le pagábamos. Eso no la hizo quedar muy bien ante el tribunal. Aunque ella tenía el derecho legal de recuperar a Amanda, el juez comprendió lo que estaba ocurriendo. Mandy se había convertido en una especie de aval. Su madre estaba dispuesta a aceptar dinero a cambio de dejarla con nosotros, y cuando se quedase sin fondos, volvería a por más.

– Supongo que Jessica ya ha salido de prisión -dice Harry.

– La dejaron en libertad hace seis meses -responde Jonah-. El 23 de octubre. Recuerdo el día con exactitud porque Jessica vino a casa. Había cambiado. Parecía distinta.

– A veces la cárcel surte ese efecto -digo.

– No, no era eso. En realidad tenía buen aspecto. Hacía años que yo no la veía tan bien.

– La cárcel debió de probarle -dice Harry.

– Creo que le inculcó algo de disciplina. La ayudó a centrar su vida. Sólo que la centró en el peor de los sentidos -dice Jonah-. Iba bien vestida. No con ropas elegantes, desde luego. Unos pantalones y un suéter. Llevaba unas gafas con montura metálica que le daban aspecto casi de intelectual. Quería ver a Mandy. ¿Qué podíamos hacer nosotros?

– ¿Dejasteis que la viese?

– En el salón de nuestra casa -responde él con un suspiro-. Mandy ha visto tan poco a su madre, que yo no sabía cómo iba a reaccionar. Cuando Jessica entró en el salón, Mandy casi se desmayó. Fue como si la hubiesen dejado sin aire.

»Aquel día, en el salón, fue como si alguien me arrancase el corazón del pecho. Mandy se pasó varios días con dolor de estómago, debido a la tensión que le produjo la visita de su madre, el hecho de que Jessica volviera a formar parte de su vida.

Mary y yo pensamos que tal vez les conviniese pasar algún tiempo juntas a las dos, conocerse, acostumbrarse la una a la otra.

«Pero Jessica volvió a los viejos hábitos. Comenzó a manipular a la niña. Quiso llevársela a su casa, estuviera su casa donde demonios estuviera.

– Quizá en algún hogar de acogida -dice Harry-. Es donde suelen ir las reclusas al salir de prisión.

– Le dijimos que no. En modo alguno podíamos permitirlo. Jessica me clavó la mirada en los ojos. Me dijo que pensaba recuperar a su hija a costa de lo que fuera. Que yo no tenía derecho a quedarme con Mandy. Eso, después de haber dejado abandonada a la pequeña durante casi ocho años. Dijo que estaba dispuesta a dar guerra. Ante los tribunales si era necesario. Y fuera de los tribunales si no le quedaba más remedio.

– ¿Y lo hizo? -pregunto.

– Acudió a los tribunales. Le concedieron permiso para visitar a la niña. Fue entonces cuando comenzaron los problemas.

– ¿Qué problemas? -indaga Harry.

– A Jessica le permitieron pasar con Mandy dos fines de semana al mes. La recogía el viernes por la noche, y nos la devolvía el domingo por la tarde. Durante el primer mes, todo fue bien. Luego, a comienzos de diciembre, no regresaron hasta bien entrada la noche del domingo, cerca de medianoche. Cada fin de semana volvía un poco más tarde que el fin de semana anterior. Como si estuviera poniéndome a prueba.

– ¿Por qué no volviste a recurrir a los tribunales?

– Porque mi abogado me dijo que a no ser que tuviéramos algo importante, una infracción grave del permiso de visita, lo más probable era que el tribunal se limitase a amonestarla. Me dijo que con eso sólo conseguiríamos empeorar las cosas.

El abogado de Jonah había estado en lo cierto.

– Luego, finalmente, hace de ello tres semanas, un domingo Jessica no regresó con Mandy. Nos alarmamos muchísimo. Llamé al teléfono de la casa en la que supuestamente vivía Jessica. Me dijeron que se había mudado y que no sabían adónde. Llamamos a la policía. Nos dijeron que no podían hacer nada, a no ser que dispusiéramos de pruebas de que se había cometido algún delito. Nosotros les dijimos que los tribunales nos habían concedido la custodia. Ellos respondieron que tendríamos que acudir al juzgado, y solicitar que el juez declarase a Jessica en rebeldía por haber violado las órdenes del tribunal.

– ¿Volvió su hija con la niña? -pregunta Harry.

Jonah asiente con la cabeza.

– El lunes por la mañana, a las diez en punto, Mandy apareció en nuestra puerta con Jessica tras ella, como si no hubiera pasado nada. Y no estaban solas.

– ¿Las acompañaba uno de los novios de Jessica? -pregunta Harry.

Jonah niega con la cabeza.

– No. Una mujer.

– ¿Qué mujer? -pregunto.

Jonah se echa mano a un bolsillo, saca una tarjeta de visita y me la entrega. Sobre la tarjeta, en cursiva, leo estas palabras:


Foro de Defensa de la Mujer


Debajo, en letras mayores que las de la organización, hay un nombre:


ZOLANDA «ZO» SUADE

Directora


– Sin decirme ni siquiera hola, esa otra mujer va y me pone de vuelta y media -dice Jonah-. Me dice que conoce a los tipos como yo. Que porque tengo un montón de dinero que gané en la lotería me creo que puedo hacer lo que me dé la gana, que puedo robarle a su hija a Jessica.

»Le contesto que tengo una orden judicial.

»Ella me dice que esa orden no vale para nada. Que los tribunales están dirigidos por hombres y son para los hombres, que ella no reconoce su autoridad, y que si sé lo que me conviene, lo único que puedo hacer es entregar a Mandy a su madre.

»A esas alturas yo ya estaba a punto de sacudirle a aquella fulana. -Jonah mira a Harry-. Dispense mi lenguaje -dice-. Pero tenía ganas de matarla.

»Le pedí que se largase. Ella se negó. Me dijo que se irían cuando les diese la gana. Al final la amenacé con llamar a la policía, y Mary comenzó a acercarse al teléfono. Y es entonces cuando la tal Zolanda… -Jonah pronuncia el nombre como si fuera una palabrota-. Es entonces cuando decide que ha llegado el momento de marcharse. Pero no sin antes decirme que puedo elegir: o entrego a Mandy por las buenas, o nos la quitarán. De un modo u otro, añade, Jessica recuperará a su hija.

– ¿Y luego se fue?

– Sí. Ella y Jessica. Yo estaba temblando como una hoja. Si en aquellos momentos hubiera tenido esto en la mano -me muestra el bastón-, creo que la habría golpeado. Le hubiese reventado la cabeza como si fuera una nuez. Por suerte, no lo tenía. Amanda estaba llorando. Estaba allí en medio, escuchando todo aquello. A ella no le gustan los gritos ni las discusiones. No los soporta. Le producen retortijones en el estómago. Y yo, gritándole a una desconocida que amenazaba con quitarme a mi nieta.

»Lo primero que hago es llamar a mi abogado. La verdad, Paul, es que el tipo no es tan bueno como tú, ni mucho menos. Pero el caso es que le conté al abogado lo que estaba pasando, y en cuanto menciono el nombre de esa mujer, de la tal Zolanda, él me pregunta dónde está mi nieta. Le contesto que la tengo allí a mi lado. Él no dice nada, pero a través del teléfono escucho su suspiro de alivio, como el de alguien que se hubiese despertado de una pesadilla empapado en sudor. Yo le pregunté quién demonios era ella, ¿el diablo, acaso? «Tal vez no sea el diablo -me contesta-, pero por lo que a usted respecta, ella tiene las llaves del infierno.» Me dice que tenemos que volver inmediatamente a los tribunales, antes del fin de semana. Y, ocurra lo que ocurra, añade, no debo entregar a Amanda a mi hija, ni siquiera en cumplimiento del derecho de visita. Aunque aparezca el sheriff con una orden judicial, me dice. Debo darle largas hasta que pueda sacar a Amanda de la casa.

»A esas alturas, nosotros ya nos sentíamos realmente preocupados. Mary estaba frenética, te lo puedes imaginar.

– Desde luego -le digo.

– ¿Alguna vez habías oído hablar de esa mujer? -me pregunta.

Niego con la cabeza.

– Pero yo soy nuevo en la ciudad -añado.

– Aparentemente, su reputación es conocida más allá de San Diego -me dice él-. Se ha hablado de ella en todo el país.

– Yo no he oído nada. Pero mi especialidad no son los asuntos de familia.

– Lo que el abogado me dijo resultó ser… ¿cómo se dice? -Jonah trata de encontrar la palabra adecuada, pero no lo consigue.

– ¿Profético? -sugiere Harry.

Jonah chasquea los dedos, con la mano apoyada en el bastón.

– Exacto. Después de eso tomamos todo tipo de precauciones. Llevábamos a Mandy al colegio y luego pasábamos a recogerla, íbamos con ella en coche a todas partes. Les dijimos a sus maestros que la niña no debía salir del recinto del colegio con nadie salvo con Mary o conmigo.

»Lo que nunca sospechamos es que la cosa ocurriría en nuestra propia casa. Hace cuatro días, yo tenía cita con el médico. Mary me llevó hasta allí.

– ¿Dónde estaba Amanda? -pregunta Harry.

– La dejamos en casa con una canguro, una muchacha de poco más de veinte años. Habíamos utilizado sus servicios muchas veces. Yo me dije que no podía ocurrir nada. El viernes teníamos que comparecer de nuevo en el juzgado. El abogado me había dicho que era muy posible que lográsemos modificar el permiso de visita, de modo que Jessica sólo pudiera ver a Amanda en nuestra casa, bajo nuestra supervisión.

»Mi hija debía de haber estado fuera, vigilando. A los diez minutos de marcharnos nosotros, ella aparece en la puerta principal. Está sola y quiere ver a Mandy. La canguro le dice que tiene instrucciones muy estrictas.

»Mi hija es una timadora experta. Le dice a uno que el mediodía es medianoche, sonríe con su bonita sonrisa y, nueve veces de cada diez, uno la cree. Se muestra calmada, razonable, va bien vestida. Le dice a la canguro que ha cruzado toda la ciudad para decirle a Amanda algo referente a un regalo sorpresa para su abuela. Faltan ocho meses para el cumpleaños de Mary. Sin embargo, es un secreto secretísimo entre madre e hija.

»La canguro no sabe qué hacer. Le dice a Jessica que tiene instrucciones. Jessica se muestra razonable y comprensiva. Le suelta un buen rollo. «Lo último que deseo es buscarte un lío. He hecho un gran esfuerzo para venir hasta aquí, pero si quieres que vuelva, vuelvo, no hay problema.»

»Al final, la muchacha la deja entrar. Jessica le pide un café. La canguro se va a la cocina a prepararlo. Estuvo fuera tres minutos. -Jonah levanta tres dedos-. No hizo falta más. Cuando regresó a la sala, Jessica y Amanda habían desaparecido. La chica miró por la ventana justo a tiempo de ver un coche alejarse, con los neumáticos chirriando. Conducía un hombre, y había otro a su lado. En la parte de atrás había dos personas.

– Jessica y Amanda -dice Harry.

Jonah asiente con la cabeza.

– Y desde entonces no hemos vuelto a verlas -añade.

– ¿Se fijó la canguro en la matrícula del coche? -pregunto.

– Sólo tenemos la descripción -responde, negando con la cabeza-. Un sedán de dos puertas último modelo, de color oscuro.

– ¿No describió al conductor?

– No pudo verlo con claridad. Todo ocurrió con demasiada rapidez. Pero sé que esa mujer está en el ajo. La tal Zolanda Suade.

– Pero supongo que la canguro no la vio el día en que su hija y su nieta desaparecieron.

– No, pero… ¿Quién iba a ser si no? Ella prácticamente nos dijo que iba a quitarnos a Mandy. Y hay algo más. Según mi abogado, esa mujer se dedica precisamente a eso. La tal Suade tiene una organización especializada en cosas así.

– ¿En qué? -pregunta Harry-. ¿En secuestrar niños?

– Sí. Lo ha hecho en otros casos. Ni el FBI ni la policía son capaces de hacer nada contra ella.

– ¿Y eso a qué diablos se debe? -quiere saber Harry.

Yo respondo a la pregunta adelantándome a Jonah.

– Porque utiliza a uno de los progenitores para la abducción.

Jonah me señala con el dedo, como diciendo «exacto».

– Por eso la ley no se implica. Dicen que, técnicamente, no se trata de un secuestro, sino, como máximo, de una violación de la orden de custodia del tribunal.

– Pero eso corresponde al derecho civil -digo.

– Exacto. Y la cosa empeora -sigue Jonah-. Se han llevado a la niña al otro lado de la frontera. Está en algún lugar de México.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

– Porque me lo dijo el abogado. Al parecer, es lo que esa arpía ha hecho otras veces. Debe de estar en algún lugar de Baja California, pero nadie sabe dónde.

– ¿Por qué hace ese tipo de cosas? -quiere saber Harry-. ¿Qué gana con ello?

– Es una feminista chiflada -dice Jonah-. Odia a los hombres. Su organización se dedica a ayudar a las mujeres que se fugan con sus hijos. Ella misma se ha erigido en defensora de los supuestamente débiles. Sólo que esta vez ha mordido más de lo que puede tragar. Acabaré con esa zorra.

Advierto que, al decir esto, se le marca una vena en la sien. Por un momento temo que vaya a sufrir un derrame cerebral y a caer fulminado allí mismo.

– Pero… ¿cómo crees que puedo ayudarte? -pregunto.

– Quiero que averigües el paradero de mi nieta.

– Lo que necesitas es un detective, no un abogado.

– Estupendo. Contrata a uno, pues. Contrata al mejor. Pero quiero que tú te encargues de este asunto. Confío en ti.

– Aunque me pagues, no hay mucho que yo pueda hacer. Lo que necesitas es información, y para conseguírtela lo mejor es un detective. No se contrata a un electricista para arreglar un lavabo.

– Sí se hace si en el agua hay cables de alta tensión -dice Jonah-. Ya he discutido con el otro abogado la posibilidad de contratar a un investigador privado, y él me ha dicho que sería una pérdida de tiempo. Suade se anda con mil ojos. Sabe cubrir su rastro. Llama desde teléfonos públicos. Nunca visita los lugares en que esconde a las madres y a los niños. Utiliza intermediarios. La cosa funciona como una organización clandestina.

– En ese caso, ¿qué crees que puedo hacer yo?

– Necesito a alguien capaz de desmontar la organización de esa mujer. Llevarla a los tribunales. Demandarla si es necesario. Ha creado una serie de organizaciones ficticias. Ésta es una de ellas. -Me muestra la tarjeta de visita de Zolanda-. Tiene otras varias. Acepta donativos de gente que cree en su causa. Ve a visitar a esa gente. Déjala sin fondos. Presiona a la policía y a los tribunales para que la obliguen a hablar. Yo pago. Gasta todo el dinero que haga falta. Eso no es problema. Lo único que deseo es recuperar a mi nieta.

Miro a Harry. En estos momentos, lo que más me preocupa es la posibilidad de aceptar dinero de este hombre de un modo poco ético.

– No puedo comprometerme -le digo-. En realidad, no hay base legal para actuar. Lo único que se ha cometido es una infracción de la orden de custodia del tribunal.

– Entonces, empieza con eso.

– Carecemos de pruebas directas de que la tal Zolanda esté metida en el asunto.

– Tú sabes que lo está. Yo sé que lo está.

– Pero eso no es ninguna prueba -contesto.

– Ella fue a la casa. Los amenazó -dice Harry.

– Sí, eso podría considerarse una prueba -admito-. Sin embargo, es la palabra de Jonah contra la de ella.

– Yo estaba allí -dice Mary.

– Sí, no te olvides de Mary -dice Harry. Ahora todos están contra mí-. Podemos investigar. Hasta ahí sí llegamos.

Jonah está desesperado, y ahora ha encontrado a un cómplice. Cualquiera que no conociese a Harry podría sentir la tentación de decir que lo único que lo mueve es la codicia. Pero yo lo conozco bien. Tiene el corazón blando. Asume como propio el problema de Jonah. Aunque éste no tuviera un céntimo, Harry estaría igualmente ansioso de implicarse, de cargar contra ese peculiar molino de viento. El hecho de que Jonah tenga dinero sólo facilita las cosas.

– Veremos qué podemos hacer -digo finalmente. A mi alrededor, todo son sonrisas y humo de cigarro.

Загрузка...