– ¡Vamos, Tina! ¡Rápido! -gritó Conrad, el ídolo de la función.
Estaba sentado en el asiento del conductor de un Cadillac color verde lima del sesenta y dos. A su lado iba Xavier y en el asiento trasero Henry Strong agachado junto a la ventanilla. Se oían chillidos que procedían de detrás, sonidos de refriega y ocasionalmente sordos golpes y gruñidos.
Yo empujé a Tina hacia el automóvil.
Conrad chilló:
– ¡No, tú no!
– Me ha sacado de ahí -siseó Tina.
Continué empujando hasta que conseguí entrar en el asiento trasero. Conrad bajó por el callejón a pesar de su pasajero no deseado. Pasó rozando dos vallas de madera y tiró al suelo una familia entera de cubos de basura. Por su forma de conducir, me pareció que Conrad nunca obtendría ningún galón en la vertiente militar de la revolución. Esperaba que Xavier y Strong se dieran cuenta también.
Conrad se metió por calles secundarias. Dio tantas vueltas que me pareció que estábamos trazando un círculo. Pero en un momento dado salió a Central. Fuimos recorriendo ese bulevar hacia Florence.
Nadie habló durante mucho rato.
Los más jóvenes estaban aterrorizados. Quizá fuera su primera degustación de lo que el mundo pensaba de su idealismo y sus verdades.
Strong simplemente estaba asustado. Tenía los ojos aún dilatados y los puños apretados en el dobladillo del vestido de Tina. A ella no parecía importarle. Había apoyado tres dedos en el grueso nudo formado por la mano derecha de él. Había mucha ternura en aquel gesto.
Me quedé callado porque no iba a sacar nada en limpio si hablaba. Para mí una redada policial no significaba nada. Había estado en casas de putas, bares clandestinos, barberías y juegos de dados en callejones en el momento de llegar la policía. A veces conseguía escapar y a veces mentía al dar mi nombre. No había nada espectacular en que me acosaran por el simple hecho de ser negro.
Al cabo de un rato, Conrad aparcó en la acera. Trasteó en la parte delantera de sus pantalones un momento y luego se volvió y me puso una pistola en la cabeza.
– Eh, tío, ¿qué coño te pasa? -gritó Xavier.
– ¡Conrad! -exclamó también Tina.
– ¿Quién eres, tío? -me preguntó Conrad.
Yo le miré a los ojos, preguntándome por qué no sentía ningún miedo. Por un momento pensé que me había vuelto loco, que la muerte del Ratón me había robado el instinto de supervivencia. Pero luego pensé que probablemente era la adrenalina de la huida lo que me hacía sentir así de valiente.
– Easy -dije.
– ¿Cómo?
– Easy. Easy Rawlins.
– Deja la pistola, Conrad -pidió Strong, con una autoritaria voz de barítono.
– No sabemos quién es. A lo mejor es él quien ha traído a la pasma.
– No lo necesitaban, Conrad -dijo Tina-. Nosotros estábamos en nuestro sitio.
– Sí, hombre -se quejó Xavier-. Un poco de sentido común.
– Baja la pistola -dijo otra vez Strong.
Finalmente Conrad hizo lo que le decían. Para mí no suponía ninguna diferencia. Por entonces pensaba en Jesus, que quería dejar el instituto. De pronto me pareció que comprendía el deseo de mi hijo. La vida era demasiado corta y demasiado dulce para pasarla en compañía de unos idiotas.
– ¿Y bien, señor Rawlins? -preguntó Strong.
– Buscaba a Brawly Brown. Su madre quiere que me asegure de que no se ha metido en problemas.
– ¿Y qué narices significa eso? -A Conrad no le habría parecido bien nada de lo que yo hubiese dicho.
– Significa que es una madre, y que está preocupada por su hijo. Ella cree que está con una banda. De modo que le dije que le encontraría y le pediría que la llame.
A veces la verdad sirve tanto como una mentira.
– No es bienvenido entre nosotros, señor Rawlins -dijo Strong al fin-. No es momento para buenos samaritanos y lágrimas maternales mientras la policía insensibiliza nuestras almas y rompe nuestros cuerpos.
– Me parece muy bien. Yo tampoco quiero que me rompan el cuerpo, ¿sabe? Pero ¿podría llevarme de nuevo a Hambones? Mi coche está allí enfrente. -No mentía, pero hablaba de una forma que escondía la verdadera naturaleza de mis pensamientos.
– No -dijo Conrad-. Sal de aquí y ve tú mismo.
Xavier y Tina no me miraban a los ojos.
– Me parece que estoy de acuerdo -dijo Strong.
– Vale. Muy bien. -Abrí la portezuela y salí. En cuanto puse los pies en la acera, el Cadillac color lima arrancó de nuevo.
Allí estaba, al menos a cinco kilómetros de mi coche, pero no me sentía del todo desgraciado. Caminé cuatro manzanas hasta un pequeño restaurante y llamé a la compañía de taxis Ajax. Enseguida enviaron un coche rojo y blanco a recogerme. Un conductor muy simpático llamado Arnold Beard, de Carolina del Norte, me llevó hasta mi coche.
No me preguntó por qué andaba tan lejos de mi coche, y no me pareció oportuno explicárselo.
Estaba ya en casa a las ocho y media. El volumen de la tele estaba muy alto; se oía desde el porche. Sabía lo que encontraría cuando entrase. Feather estaría sentada casi pegada al aparato de televisión, y Jesus dormido detrás de ella, despatarrado en el sofá.
Frenchie, el perrito amarillo, me gruñó desde debajo del televisor. Estaba tan contento de llegar a casa que hasta el gruñido de aquel asqueroso chucho me pareció una bienvenida.
– Sssh, papi, Juice está durmiendo. -Llevaba el pijama azul claro con dibujos de Roy Rogers y Dale Evans estampados por todas partes.
– Hola, vaquera.
– Sssh -insistió, y luego se rió cuando la cogí en brazos.
– ¿Estás haciendo de niñera con Juice?
– Ajá.
Feather pasó sus suaves brazos por detrás de mi cuello y apoyó la cabeza debajo de mi barbilla. Siempre se dormía en mis brazos cuando yo volvía tarde a casa. Hacía todo lo posible para permanecer despierta hasta que yo llegaba, pero en cuanto la cogía en brazos, ya estaba de camino hacia el país de los sueños.
Cuando la metí en la cama, ya estaba profundamente dormida.
Dejé a Jesus en el sofá. Me costaba mucho despertarle, y ya hacía muchos años que no podía cogerle en brazos para llevarlo a la cama. Después de todo, tenía casi diecisiete años. Ya se despertaría en algún momento, iría a ver a Feather y luego a mí y se iría a la cama.
Guardé los platos que Jesus y Feather habían lavado y dejado en el escurreplatos para que se secaran. Luego me fui a la cama.Frenchie me siguió, gruñendo y agazapándose como si estuviera a punto de atacarme. Pero no era mayor que una rata. Sabía que no podía hacerme tanto daño como hubiese querido.
Me quité la camiseta y me quedé mirándole en la puerta.
– ¿Qué quieres?
La confusión reemplazó un momento al odio, y luego volvió a gruñir. Le tiré la camiseta a la cabeza, haciendo que lanzara un gañido y saliera corriendo de la habitación.
Me producía un perverso placer saber que había alguien junto a mí que siempre estaba planeando mi defunción.Frenchie me odiaba, eso era seguro. Me echaba la culpa de la muerte de su ama, y el perdón no formaba parte de su naturaleza. Cada vez que le veía me recordaba que siempre hay alguien que te quiere hacer daño, y que es mejor mantener alta la guardia, porque no existe esa cosa llamada «seguridad».
Me fui a la cama sintiéndome muy solo. Eso era lo que había traído Bonnie a mi vida… soledad. Antes de ella, mi sola compañía era la mejor compañía. Amaba a mis niños, pero eran sólo niños; un día crecerían y se irían, y sentía que sería capaz de dejarles. Pero ahora a mi lecho le faltaba algo cuando Bonnie no estaba. Cuando ella estaba fuera, en sus vuelos a Europa y África, nunca dormía del todo bien. Y cuando ella estaba en casa, aunque me sentía fatal por la muerte de Raymond, encontraba una isla en mis sueños que era lo más cercano al hogar que nunca había conocido.
Nadie había estado conmigo de verdad antes. Nunca hablaba con mi primera mujer. Entonces pensaba que un hombre debía ser fuerte y silencioso; él tenía que hacer que ella se sintiera segura y a gusto, pagar las facturas y engendrar hijos.
Pero Bonnie había cambiado todo aquello. Ella estaba en la misma onda que yo. Y pensaba de forma independiente. Podía emprender actos por su cuenta, sin la aprobación de nadie más. Yo lo sabía porque una vez había matado a un hombre que la atacaba, y luego siguió con su vida. A veces me despertaba por la noche y la miraba, sabiendo que ella había cruzado la misma línea que yo. Pero nunca tenía miedo. Me sentía como un antiguo nómada que podía confiar en que su mujer luchase a su lado, con uñas y dientes, contra las bestias salvajes.
Aquella noche yo estaba con los ojos bien abiertos, pero no sólo echaba de menos a Bonnie. Tampoco se debía mi insomnio a la redada policial, ni a la pistola que me habían puesto en la cara. Todo aquello no era más que una pequeña parte de la carrera de obstáculos que siempre había sido mi vida. Me quedé huérfano a los ocho años de edad, en el sur profundo. Peleaba con hombres mayores cuando ni siquiera tenía vello en los sobacos, y les ganaba.
No, ni el Partido Revolucionario Urbano ni sus enemigos los polis me preocupaban. Pero los muertos eran diferentes.
En la fría oscuridad de mi habitación me preguntaba por el hombre muerto y por el ruego de Alva de que encontrara a su hijo. Habría sido muy fácil para mí ir a ver a John y decirle que un asesinato era demasiado, que yo no me había comprometido a aquello. Ni siquiera tenía que decírselo, porque acabaría por saberse lo del muerto en casa de la prima de Alva. John sabía que yo no podía involucrarme en ese tipo de asuntos. Sabía lo que significaba intentar llevar una vida normal.
Decidí llamarle y decirle que había ido a ver a los Primeros Hombres, que había visto a Brawly y que parecía estar bien. Por entonces ya habría oído hablar del asesinato. Lo comprendería.
Suspiré con fuerza, aliviado al ver que mi locura había sido un ataque pasajero, de doce horas solamente. Pero cuando me adormilé, me encontré en medio de un sueño muy real. Yo entraba en una habitación donde estaba el Ratón, sentado ante una mesa pequeña y redonda. Llevaba un traje oscuro y un sombrero de ala corta. Yo me quedaba de pie y le contaba lo que me había sucedido durante el día. Él miraba hacia abajo mientras yo hablaba, escuchando mis palabras con seriedad. Cuando acababa, levantaba sus ojos grises y brillantes. Y se encogía de hombros como diciendo: «Vamos, tío, ¿qué te preocupa?».
Y yo volvía a notar aquel agarrotamiento en las tripas. Me desperté en mitad de la noche al darme cuenta de que estaba intentando reprimir una carcajada.