Aparqué frente al restaurante hacia las nueve.
Hambones no tenía una salida de emergencia digna de ese nombre. Tenía una puerta de atrás que daba a un agujero que Sam llamaba el callejón. Pero era sólo para cumplir las ordenanzas contra incendios, porque en realidad nadie podía salir por aquella puerta. De modo que me quedé sentado en mi Pontiac verde, que empezaba a traquetear cuando lo ponía a más de ochenta kilómetros por hora, y esperé.
Hambones era un antro en 1964, pero en los viejos tiempos sólo los hombres y mujeres más llamativos acudían allí de noche. Así eran las cosas para los negros. No podíamos frecuentar los clubes de moda en Hollywood y Beverly Hills. Y tampoco teníamos esa clase de tugurios en nuestros barrios obreros. De modo que los hombres se ponían sus trapitos más chillones y las mujeres todas sus joyas y sus pieles y acudían a cualquier local donde hubiese una máquina de discos y unas ciertas pretensiones de lujo. Al cabo de unos cuantos meses de notoriedad, los músicos empezaban a frecuentar el lugar. Sam Houston tenía como clientes habituales en los cincuenta a Roll Morton y Lips McGee. Incluso Louis Armstrong apareció por allí una vez.
Por supuesto, los músicos llevaban también a su propia tropa consigo: hombres que querían tocar como ellos y mujeres que querían que las tocasen. Esos hombres y mujeres eran de todos los colores. Y una vez aparecían por allí unos pocos blancos, empezaban a llegar en manada. Porque por muy moderno que fuera el Brown Derby, nunca te daba el tipo de libertad que ofrece un club negro. Los negros saben ser libres. Una gente a la que se le ha negado la libertad durante tantos siglos como nosotros sabe soltarse el pelo y bailar como si no existiera el día de mañana.
El Ratón fue la primera persona que me llevó a Hambones. No llevaba ni tres meses en L.A. cuando lo descubrió.
– Sí, Ease -me dijo-. Las mujeres que hay allí son tan guapas que te dan ganas de llorar. No tienen licor, pero de todos modos es más barato en una bolsa de papel.
Era a principios de los cincuenta, y yo no tenía pareja. El hecho de que el Ratón fuese tan peligroso tenía algo bueno, y era que a las mujeres les encantaba estar a su alrededor. Uno sabía que si iba con Raymond iba a ocurrir algo inesperado, seguro.
Fuimos allí una vez en busca de una mujer llamada Millie. Millie Perette, de Saint Louis este. Siempre llevaba un collar de perlas rosas auténticas y una pistola con cachas de nácar en un bolso en el que apenas cabía una cajetilla de tabaco.
– Millie te deja tan hecho polvo que cuando te despiertas por la mañana tienes ganas de llorar -me dijo el Ratón-. Porque la noche siguiente está muy lejos todavía.
Fuimos allí a medianoche, más o menos. Cuando todos los clubes de los blancos estaban cerrando, el local de Sam renacía de nuevo. Recuerdo a un trompetista que tocaba en su mesa, rodeado de mujeres. La gente bailaba con la música, bebía y se besaba. Cuando entramos, todo el mundo saludó al Ratón como si fuera el alcalde de Watts en lugar de un recién llegado de Fifth Ward, Houston, Texas.
Llevaba una botella de whisky de centeno en la mano izquierda, y una espantosa pistola del calibre cuarenta y uno bajo la chaqueta de su traje con hombreras. Al Ratón le gustaba aquella pistola mucho más que cualquier mujer. Una vez me dijo que se podía desenroscar el cañón del tambor, y que tenía doce cañones, de modo que si mataba a alguien, podría cambiarlo. Y nunca probarían que su arma se había usado en el crimen.
Millie estaba en el bar con un matón enorme, un hombretón de tez oscura como el bronce, con los dientes forrados de oro, un anillo de diamantes y una pistola metida en el cinturón de sus pantalones de lana. Tenía la mano hundida casi hasta el fondo en la blusa de Millie y ella reía, feliz, bebiendo de un vasito de plata batida.
Cuando Raymond y yo nos dirigimos hacia la pareja, yo no estaba demasiado complacido. Lo máximo que se podía esperar yendo en compañía del Ratón era una noche sin sangre… y nunca se podía contar con ello si el amor o el dinero estaban en juego. La gente que estaba sentada al lado de la pareja se alejó en cuanto nosotros llegamos. La conversación se extinguió, pero es posible que el matón no se diese cuenta porque la trompeta seguía sonando.
– Millie -dijo Raymond.
Ella abrió los labios débilmente, mostrando los dientes y sonriendo, pero con un punto perverso que decía que sabía que estaban subiendo las apuestas.
– Creía que habías dicho que te ibas al norte, Ray querido -dijo ella. Y aunque me estaba temiendo ya que presenciaría un acto de violencia, comprendí el atractivo que podía tener una mujer tan descarada.
– He pensado que sería mejor quedarme por aquí y ver si quieres bailar -dijo Raymond, tranquilamente.
– Delmont Williams -dijo el matón al Ratón, tendiéndole la mano.
Ray miró la mano, pero no la cogió.
Yo luché contra el deseo que me invadió de volverme por donde había venido.
– ¿De dónde eres, Del? -preguntó el Ratón.
– Vivo en Chicago -dijo, orgulloso-. Tres generaciones fuera del Mississippi, pero todavía como morros de cerdo y llamo a mi madre «señora».
– ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad? -preguntó el Ratón.
– ¿Y a ti qué te importa, pequeñajo?
– Ah, nada. Sólo era curiosidad.
Millie empezaba a comprender la seriedad de aquella conversación. Pero estaba más divertida que preocupada. Que los hombres pelearan por sus encantos era para ella como si le regalaran una caja de bombones.
– Pues una semana o dos -dijo Delmont-. Tiempo suficiente para conocer a la mujer más bella de Los Ángeles.
Sobó con su enorme mano el pecho de Millie. Ella ni siquiera lo notó, sin embargo, extasiada como se encontraba por el espectáculo que prometía desarrollarse a continuación.
– Ya lo veo -dijo Raymond, educado-. O sea que Delmont, ¿verdad?
– Sí.
– Delmont, ¿quieres salir afuera conmigo?
– ¿Para qué?
– Porque no quiero salpicar de sangre a mi mujer.
Entonces salió un ruidito de la garganta de Millie. Si era miedo o humor, sorpresa o simplemente un eructo, no lo supe nunca.
Delmont miró a Millie y le preguntó:
– ¿Eres tú esa mujer?
– ¿Y tú qué crees? -fue la respuesta de ella.
Delmont se volvió al Ratón y dijo:
– Vete de aquí antes de que te haga pupa, chico.
– Ven afuera -insistió el Ratón-. Y veremos qué tipo de hombre hizo tu «señora».
Delmont había bebido mucho licor y estaba embriagado por la salvaje y bella Millie Perette, pero creo que en el último momento captó de algún modo el alma de hierro de mi amigo. Sin embargo, eso no le impidió ponerse de pie. Ni tampoco salir por la puerta.
Nadie les siguió afuera, porque nadie quería ser testigo de la ira del Ratón. Menos de un minuto después de que hubiesen salido se oyó un disparo. Dos minutos después, Raymond volvía al restaurante. Por entonces, la trompeta había dejado de sonar.
El Ratón se acercó a Millie y susurró unas palabras a su oído. Ella saltó de su taburete y salió con él. Recuerdo que ella apretaba mucho los muslos al andar, de forma que su trasero se meneaba de la forma más mareante que se pueda imaginar.
El silencio quedó flotando tras ellos como una estela.
Un minuto o dos después, algunos de nosotros fuimos a ver lo que quedaba del hombretón de Chicago. No estaba en la calle, de modo que bajamos dos puertas más allá y nos metimos en el callejón. Bajo la débil luz de un farol vi a Delmont con un pequeño charco de sangre al lado de la cabeza.
Cuando se movió y se quejó, di un salto. Entonces me incliné hacia él y vi que sólo tenía una herida en la oreja.
– No, tío -me dijo el Ratón unos días después, cuando finalmente nos encontramos-. No quería matarle. Era de Chicago, no sabía una mierda. Ni siquiera le habría disparado, pero empezó a insultarme ahí como si yo fuera un crío o algo así. Pero ¿sabes, tío?, a Millie realmente le gustaba ese mierda. Me estuvo dando la lata toda la noche. Nada más tocarla se puso como una loca.
Sentado allí fuera, delante de Hambones, yo sonreía. Ray había tenido una vida corta, pero cada día de ella valía por un año o más de la mayoría de los otros hombres. No lo sentía por él… sólo me sentía culpable por haberle fallado en sus últimos momentos.