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La oficina de Lakeland consistía en un gran espacio con un enorme escritorio en el centro. Repartidas por la habitación, en diferentes posiciones, se encontraban una docena de sillas aproximadamente. Una gran lámpara colgaba más o menos a metro y medio por encima del escritorio, iluminando la zona de trabajo del tamaño de un mostrador y dejando el resto del despacho en la penumbra. Aquella habitación olía mucho a humo de cigarrillo. Entonces noté el primer atisbo real de retraimiento.

Observé que había media docena de diplomas enmarcados en la pared que se encontraba junto a la puerta. Un título de licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de California, un máster de Caltech. No tuve tiempo de ver cuáles eran los demás, pero estaba seguro de que el coronel Lakeland era el titular de todos aquellos diplomas.

– Siéntese -dijo Lakeland, dirigiéndose mientras tanto a una silla giratoria forrada de felpa.

Me senté a la izquierda, porque no quería que pareciese que el tema de nuestra conversación era yo. De ese modo me convertía en uno más, sencillamente, sentado a un lado del asunto.

En la placa que había encima de la mesa ponía TTE. L. LAKELAND. La miré y él dijo:

– Soy coronel del ejército. El ayuntamiento y Sacramento me han nombrado para dirigir esta operación.

– ¿Inteligencia? -pregunté.

Supongo que él notó algo de sarcasmo en mi pregunta, y por eso la pasó por alto.

– ¿Qué está haciendo aquí, señor Rawlins?

– Yo podría hacerle a usted la misma pregunta, coronel.

La cara de Lakeland era estrecha también. Sus labios parecían pertenecer a un cadáver, tan ásperos y finos los tenía. Cuando sonreía la visión era muy desagradable.

– El capitán de la comisaría de la Setenta y Siete piensa que usted podría ser nuestro hombre -dijo.

– ¿Su hombre para qué?

– ¿No se lo dijo Knorr?

– Me dijo algo de una insurrección. Me sonó muy extraño.

– Pues no lo es -me aseguró Lakeland-. Están almacenando armas y siguiendo a la policía de cerca.

– Mientras la policía les sigue a ellos -añadí yo.

– Nuestro trabajo es garantizar la seguridad de la gente, Rawlins. Para eso nos pagan.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Knorr le ofreció un trabajo, ¿no es así?

– No soy ningún chivato, teniente -le dije.

– Coronel.

– Le hablo al policía que quiere que le haga de soplón.

Lakeland se me quedó mirando. Yo representaba un problema para él. Sabía lo que él estaba haciendo y desde dónde lo hacía. Pero yo había acudido a su guarida, sin miedo.

– ¿Qué quiere usted, Rawlins?

– Brawly Brown.

– ¿Otra vez?

– Tengo un amigo que se llama John. Y él tiene una amiga íntima que se llama Alva. Brawly es el hijo de Alva. Es un joven muy cabezota, pero no es malo, por lo que me han dicho y he podido ver hasta ahora. Lo que quiero es sacarlo de cualquier problema en el que ande metido, e intentar llevarlo de vuelta a caso.

– ¿Y qué saco yo a cambio?

– Pues no sé.

Sus labios muertos se abrieron de nuevo en una sonrisa.

– No es un trato demasiado bueno así, ¿verdad?

– Por lo que a mí respecta, Brawly y yo somos transeúntes inocentes -dije-. Sólo dos negros que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Si yo he visto algo que usted necesita saber, se lo contaré. No haré de soplón para usted, pero si tenemos algún interés en común, le dejaré hincar el diente en alguna cosa.

– Necesito algo más convincente -dijo Lakeland.

– Pues de mí no lo va a sacar. Escuche: si yo oyese que se prepara alguna emboscada o una bomba o algo, se lo contaría al momento, especialmente si va a resultar muerta gente negra inocente. Lo único que le pido es lo de Brawly.

Lakeland inclinó la cabeza a un lado y me miró desde otro ángulo.

– Podríamos pagarle…

– Podrían… -afirmé yo, y entonces experimenté un mareo. Me estaba dando cuenta de lo mucho que me había adentrado en la boca del lobo. Había dado una serie de pasos, uno tras otro, sin contemplar de forma clara cuál era mi destino. Estaba hablando con un hombre que podía hacerme matar, un hombre que era mi enemigo y enemigo de mi gente. Pero no había vuelta atrás-. Pero yo estoy aquí por un solo motivo: para devolver a Brawly a su casa.

– ¿Y yo qué tengo que ver con eso?

– Necesito alguna información.

– ¿Qué tipo de información?

– Las direcciones de Christina Montes y Jasper Bodan, presidente y secretaria del Partido Revolucionario Urbano. -Esperé una respuesta, pero no hubo ninguna-. Y lo que sepan de Brawly, más o menos.

– Se lo pregunto una vez más, señor Rawlins. ¿Qué hará usted por mí?

– Ya le he dicho lo que hay, amigo. Y sabe hasta qué punto puedo implicarme en un asunto simplemente viéndome aquí sentado frente a usted. No le hará ningún daño que yo me preocupe de averiguar si hay alguna conflagración. Quiero decir que si el hombre que metió en el caso no está haciendo su trabajo, necesitará alguna fuente alternativa.

– ¿Qué sabe usted de nuestros informantes? -Intentó que sonara amenazador, pero vi la preocupación en sus labios marchitos.

– Sólo es intuición, amigo. La única forma que tienen de saber algo de un negro es a través de otro negro. Esta mierda se remonta a los tiempos de las plantaciones.

– ¿Y lo único que quiere usted es a Brawly Brown? -Había un cierto humor en la pregunta de Lakeland-. ¿Y no quiere que le paguemos?

– Eso es.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no usará lo que le diga en contra nuestra?

– ¿Quiere decir si le cuento a Tina dónde vive Xavier?

– ¿Ha oído hablar usted de Vietnam, señor Rawlins?

– Sí. Está en Asia, ¿verdad? Donde les dieron una patada en el culo a los franceses.

– Ahora mismo hay fervientes hombres americanos allí, luchando por su derecho al voto y a rezar y a ir por la calle sin que nadie le moleste. Esos hombres son negros y blancos. Yo estaba entre ellos hace sólo seis meses. Yo no odio a su gente. Sólo odio a los enemigos de la democracia. Esos radicales, esos revolucionarios negros, están minando los cimientos de nuestra democracia. No me importa que sus quejas estén fundamentadas. Todos tenemos problemas. Pero sean cuales sean esos problemas, no podemos amenazar la tierra que heredarán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.

»Brown es sólo un rehén equivocado. Él no sabe nada. Se limita a seguir al idiota que chille más fuerte. Gente como ese Xavier Bodan y su novia, Tina Montes, tienen un verdadero ejército de jóvenes imbéciles como él. Si usted nos puede ayudar a nosotros, nosotros le ayudaremos a él.

Yo estaba pensando que la América blanca tenía también un ejército de jóvenes imbéciles como Brawly, y que todos los jóvenes de la historia del mundo eran como él. Jóvenes que luchaban y morían por ideas que apenas comprendían, por derechos que nunca habían poseído, por creencias basadas en mentiras.

– Yo estuve en el ejército -dije-. Ya sé lo que es luchar en una guerra. De modo que créame si le aseguro que sé de lo que está hablando.

Sonó un timbre y Lakeland cogió el teléfono. Me pasó por la mente que el coronel estaba hablando conmigo simplemente para hacer tiempo, que había hecho que su gente comprobase algunas cosas sobre mí y que ahora iba a hacerme arrestar. Resistí el súbito impulso de saltar al otro lado de la mesa y estrangular a aquel patriota.

– ¿Sí? ¿Qué? -dijo-. No. -Luego me miró y me preguntó-: ¿Qué sabe usted de Henry Strong?

La habitación se volvió muy fría, cosa que significaba que yo había empezado a sudar.

– Sólo lo que oí decir aquella noche en el mitin -respondí, con toda honradez-. Nunca había oído hablar de él antes de aquella noche.

– ¿Le conocía?

Pensé en las fotos que Knorr me había hecho delante del local de los Primeros Hombres. ¿Habría fotos mías y de Strong en el bar abierto las veinticuatro horas?

– En realidad no.

– ¿Y qué significa eso?

– Significa que no sé nada de Strong.

Lakeland sospechaba de mí. Pero también sospechaba de todo el mundo.

– Tengo que asistir a una reunión urgente, Rawlins. Mona le dará las direcciones que necesita.

Me levanté, un poco sorprendido de ver que había conseguido mantener mi libertad.

– Pero no me joda -añadió Lakeland.

De esto hace mucho, mucho tiempo; fue en 1964, una época en la que los hombres blancos con traje no usaban la jerga del gueto.

– No me joda -repitió-, o le daremos por el culo.

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