Feather corrió hacia mí en cuanto aparecí en la puerta.
– ¡Papi, he sacado un notable por mi trabajo sobre Juana de Arco! -gritó.
Se me echó encima y me cogió por la cintura.
– ¿Tienes que saltarme encima? -me quejé.
– He sacado un notable, papi -dijo de nuevo, ignorando mis objeciones.
– Anda, suéltame -dije yo.
Feather retrocedió, con los ojos llenos de dolor.
El perrito amarillo venía tras ella, enseñando los dientes.
– He sacado un notable -dijo, y apareció la primera lágrima.
– Lo siento, cariño, pero he tenido un día muy difícil. Me alegro mucho de tu notable. Es estupendo.
– Es un notable.
– Hola, cariño -dijo Bonnie desde la cocina.
Me sorprendió entonces notar el olor a comida en el aire.
Ella llevaba un vestido amarillo cruzado y un pañuelo de seda rojo y azul atado en el pelo. Llevaba también los pies descalzos.
– Se me había olvidado que venías a casa hoy -dije.
– Lo dices como si quisieras que me fuera…
– No, no, cariño.
Feather fue hacia Bonnie y se apretó a su lado, frunciendo el ceño y mirándome a los zapatos.
– ¿Te ha dicho Feather que ha sacado un notable? -me preguntó Bonnie.
– Sí -dije yo-. Es estupendo. A lo mejor deberíamos tomar un helado especial de postre para celebrar una nota como ésa.
El ceño de Feather se suavizó un poco y me miró ya a la altura de los hombros.
Oí el débil sonido de la sierra que procedía del patio de atrás.
– ¿Qué es eso?
– Jesus, que trabaja en su barco. -Y entonces le tocó a Bonnie el turno de fruncir el ceño.
– Hemos estado hablando -dije.
– Un niño no tiene derecho a decidir si va o no va al colegio -dijo ella.
– Jesus ha sido un hombre siempre, que yo recuerde -le dije-. Si yo me muriese mañana y tú desaparecieses, educaría a Feather completamente solo. Puedes apostar a que sí.
– ¿Estás malo, papi? -preguntó Feather.
– No, cariño, estoy bien.
– Lo único que digo -continuó Bonnie-, es que tiene que acabar su educación. Tiene que comprender lo importante que es.
– ¿Y cómo demonios eres capaz de decirme lo que necesita ese chico, si hace seis meses ni siquiera sabías que existía? -dije-. Tú no sabes nada. No sabes lo que piensa, ni adónde va. Hay montones de personas en esta misma manzana, a un lado y a otro, que tienen muchísima más educación que yo. Pero seguimos viviendo en la misma calle y vamos a trabajar cada día. ¿Cómo le voy a decir a Juice que haga algo que yo nunca he hecho? ¿Cómo puedo creerme yo toda esa mierda?
– Easy…-dijo Bonnie.
Bajó la vista hacia Feather, que estaba paralizada por mi ira.
– Simplemente digo que me dejes llevar esto a mi manera, ¿de acuerdo?
– Voy a servir la cena -dijo Bonnie.
Se dirigió hacia la cocina. Feather la siguió de cerca.
Yo me palpé el bolsillo de la camisa, pero estaba vacío. Había tirado el paquete de Chesterfield aquel mismo día. Quedaba medio cartón en el estante de arriba del armario del vestíbulo, lo sabía. Pero apreté los dientes y me quedé sentado en mi sillón. Nada me iba a afectar. Ni las exigencias de Jesus, ni los designios de Lakeland, ni mucho menos una mierda de cigarrillo.
La tela de la silla olía a humo de tabaco. Lo mismo que las yemas de mis dedos. Durante cinco minutos lo único que pude pensar era si fumar o no fumar.
Cuando finalmente me calmé, en mi mente esperaba Brawly Brown. Grande y torpe, fuerte y fácilmente influenciable. ¿O era acaso más listo de lo que parecía? ¿Era el bufón de los Primeros Hombres, o bien eran John y Alva los que estaban engañados con él? No confiaba demasiado en la opinión de Alva. Y John sólo se preocupaba por su mujer.
Si el hombre fornido que había ido a ver a Tina con Conrad era Aldridge, entonces al menos ya tenía a otra persona que estaba conectada con ambos hombres.
Aspiré aire con fuerza.
Me faltaba algo.
¿Qué me faltaba?
Un cigarrillo.
– La cena -llamó Bonnie desde la puerta de atrás.
Brawly tenía que estar metido en algo grave. Era la única forma de explicar la emboscada tendida en las casas en construcción, junto a la obra de John. No había otra posibilidad. De todos modos, Strong me dijo que me iba a llevar a ver a Brawly, pero aquello había resultado ser una mentira.
Pero si Brawly intentaba matarme, si había asesinado a Henry Strong, no se podía hacer nada para ayudarle. Al menos, yo no podía hacer nada.
«Claro que lo maté -me dijo una vez el Ratón de un hombre que había sido amigo suyo-. Ese hijo de puta se volvió contra mí. Y ya sabes que en cuanto un perro prueba tu sangre, siempre le apetecerá más.»
¿Cómo podía volver a meter en casa de John a un asesino? ¿Cómo devolverle a la calle, con todos nosotros?
– Easy. -Bonnie estaba de pie a mi lado.
– ¿Sí?
– ¿Es que no me has oído? La cena está lista.
La lasaña de Bonnie era siempre un verdadero lujo. La salsa de tomate era de un rojo oscuro, especiada. Usaba cuatro tipos de queso distinto y ternera cortada a tiritas en lugar de picada. Aliñaba la ensalada con mucho queso parmesano y ajo. La comida estaba deliciosa, pero yo me sentía mucho más débil de lo normal. Ansiaba un cigarrillo. Seguía aspirando aire con fuerza por la nariz, pero aun así, tenía la sensación de que me ahogaba lentamente.
– ¿Te pasa algo, Easy?
– No -dije, enfadado-. ¿Por qué sigues preguntándome eso?
– Porque sigues suspirando -dijo ella.
– Escucha, si uno no puede sentarse tranquilamente a comer y respirar fuerte, entonces es que a lo mejor no debería volver a casa. Me has estado dando la lata desde que he llegado. ¿Qué narices quieres?
La mesa quedó en silencio durante más de un minuto. Habría transcurrido más tiempo aún, pero yo hablé de nuevo.
– Me voy a dar una vuelta -dije, levantándome de la mesa.
– No salgas, papi -rogó Feather.
– ¿Adónde vas, Easy? -me preguntó Bonnie, en un tono desesperantemente razonable.
Aspiré aire de nuevo y lo dejé escapar en un hondo suspiro.
– Al supermercado -dije-. A buscar un helado especial para nuestro notable. ¿Qué prefieres, pistacho o chocolate con trocitos, Feather?
– Los dos -respondió ella.
El pequeño supermercado que había bajando la calle estaba abierto siempre hasta las diez. El señor Tai era un ave nocturna, y todo el mundo en el barrio sabía que aquél era el único sitio, aparte de las muy caras tiendas de licores, donde se podía comprar comida preparada y envasada después de las ocho.
– ¿Está goloso esta noche, señor Rawlins? -me preguntó Tai cuando llevé los dos envases de litro a la caja registradora. También había comprado uno de medio litro de vainilla para mí.
– Buenas notas -dije-. Feather ha sacado un notable.
– Qué bien. Yo tengo una chica que también saca muy buenas notas. Le gustan los libros y el trabajo en casa.
– ¿Y tiene otros hijos? -le pregunté.
Me gustaba Tai. Era un hombre menudo y de disposición amable, pero también tenía una cicatriz muy fea en el lado izquierdo de la cara. Una vez le había visto expulsar a un borracho que medía casi dos metros de una patada en el culo por la puerta de su tienda.
– Dos niñas más. Se casarán y me darán nietos. Y un chico que no hace nada bien. -Tai lanzó una risita-. Nada. Si le hicieran un examen sobre lo que ha comido para desayunar, tampoco lo acertaría.
– ¿Y no le importa?
– No.
– ¿Qué va a hacer?
– Esperar hasta que tenga dieciséis años y luego le traeré aquí para que trabaje conmigo. Abrimos a las ocho de la mañana, y cerramos a las diez de la noche. Si ni así vuelve al colegio, al menos tendré un socio. Tai e hijo.
Y el tendero me dedicó una amplia sonrisa.