Hablamos durante un buen rato. Xavier era un soñador, eso estaba claro. Vivía de las posibilidades que habían esbozado filósofos idealistas que se encontraban muy lejos de la primera línea de fuego y de los campos de batalla. Quería hospitales gratuitos, y colegios, y que no hubiese ninguna guerra. El Partido Revolucionario Urbano era el primer escalón de un plan global más amplio. Gente como el guapo Conrad y el idealista Brawly formaban parte de aquel plan, aunque quizá no comprendieran plenamente los objetivos.
Xavier era el portavoz y el visionario, pero Tina era, desde luego, la más lista de los dos.
– Si no hacemos algo -decía ella-, el mundo dejará a un lado a los negros. Seguiremos yendo en autobús cuando las demás personas vayan en cohetes a la luna.
Su argumento me recordó a Sam Houston hablando de mi automóvil traqueteante.
– Esa Bobbi Anne me dijo que Conrad y Brawly habían llevado las armas a su casa -dije yo-. ¿Creéis que ellos podrían ser tan distintos de vosotros que hubiesen planeado hacerlo con armas en lugar de colegios?
– Otra vez ese rollo de Bobbi Anne -se quejó Xavier-. Brawly no tiene más novia que Clarissa.
– Ni siquiera me deja que le dé un beso para despedirme -añadió Tina-. No hay ninguna otra chica en su mente.
– Una chica grandota -dije yo-. Con el pelo rubio tirando a pelirrojo y pecas en la nariz…
Xavier meneó la cabeza, pero Tina dijo:
– Podría ser la chica que iba rondando a Conrad. ¿Cómo dice que se llamaba?
– Sí. La amiga de Conrad -dijo Xavier-. Venía por aquí hace un par de meses. Bueno, más bien se quedaba sentada en el coche esperándole. No creo que él nos llegara a decir nunca su nombre.
– Yo sé dónde vive -dije.
Eran cerca de las cuatro de la madrugada.
La puerta principal del edificio estaba cerrada por la noche. Llamamos al timbre pensando que Conrad o Bobbi Anne podían abrir al secretario del Partido. Pero no hubo respuesta.
Abrí la puerta con mi truco de la carta y de nuevo subí por la escalera sin aliento. Intenté ocultar mi debilidad ante Xavier, pero no tenía que preocuparme por él. Estaba tan concentrado en las acrobacias de su mente que dudo de que se hubiese dado cuenta si yo me hubiese parado y apoyado las manos en las rodillas.
No hubo respuesta cuando llamamos a la puerta de Bobbi Anne.
Las armas habían desaparecido y los armarios estaban vacíos, pero ella no se había llevado la foto de sí misma con Brawly cuando ambos eran adolescentes.
– ¿Es ésta la chica? -pregunté a los revolucionarios.
– Sí. Sí, es ella -dijo Xavier-. Pero es una foto muy antigua.
– ¿Crees que es una coincidencia que esta chica sea la novia de Conrad ahora y que yo viese una caja llena de armas debajo de su cama?
– Ahora no hay armas -dijo Tina.
– ¿Así que si no las veis, no importan? -pregunté.
Por el rabillo del ojo me pareció ver que se movía el picaporte.
Y entonces se abrió la puerta.
Cuando vi girar el picaporte, una docena de ideas acudieron de golpe a mi mente. La primera era que se trataba de Anton/Conrad con Bobbi Anne y Brawly, todos armados hasta los dientes y preparados para acabar con nuestras vidas. Y entonces pensé en sacar mi pistola, pero no había tiempo. Por entonces, el primer policía uniformado había entrado ya en la habitación y yo me alegré de no haber intentado disparar a través de la puerta. Incluso me alegraba de que el Ratón no estuviese allí, porque ciertamente habría matado a aquel hombre y probablemente a todos sus acompañantes. Entonces recordé que el Ratón estaba muerto y que yo llevaba un arma oculta. Esta última idea acabó con toda mi voluntad de resistencia.
– ¡Policía! -gritó el segundo poli que entró.
– ¡Manos arriba! -dijo el cuarto.
Nos empujaron contra la pared, nos desarmaron, nos esposaron y nos arrastraron escaleras abajo.
– ¿Qué significa todo esto? -preguntaba Xavier, intentando resistirse-. No tienen derecho… -empezó antes de que le dieran un golpe en la cabeza con una porra.
Christina Montes maldijo a aquellos policías con un lenguaje que yo no imaginaba que pudiera salir de su boca. Me obligaron a ponerme de rodillas. Me quedé quieto, porque sabía muy bien cuándo recoger velas.
Sostuvieron a Xavier entre dos policías y continuamos nuestro viaje hacia abajo.
A Tina la sacaron a rastras del edificio y la metieron en la parte trasera de un coche patrulla. A Xavier y a mí también nos hicieron entrar en el asiento trasero. Él, sin sentido por segunda vez en una sola noche e intentando comprender todas las fuerzas que estaban en juego en aquellos momentos.
Los policías no hablaban demasiado. Xavier era completamente dócil, y yo hacía lo que me decían.
Nos separaron en la comisaría del centro. A mí me llevaron a un despacho y me esposaron a una pesada silla de metal.
A través de las cortinas de listones vi a varios policías de uniforme y detectives de paisano sentados en sus escritorios, tomando café y hablando por teléfono. Nadie me miraba. A nadie le importaba si tenía que ir al baño o no. Veía un reloj a través de las rendijas. Habían pasado dos horas. En alguna parte debía de haber una ventana, porque podía notar que el sol iba saliendo.
Habría pagado una multa de quinientos dólares sólo por un cigarrillo.
Al fin entró un hombre achaparrado. Llevaba un traje color arándano con una placa en la que se leía: «TTE. J. PITALE». No sabía cómo pronunciar aquel nombre, así que no lo intenté. No le pedí ir al lavabo, ni un cigarrillo, ni le pregunté el motivo por el cual estaba encadenado allí sin haberse presentado cargo alguno contra mí.
– Rawlins… -dijo el hombrecillo del traje feo.
– Teniente… -repliqué.
– Posesión de un arma ilegal -dijo, como si yo le hubiese preguntado qué cargos se me imputaban-. Allanamiento de morada. Resistencia a la autoridad. Agresión a un agente…
Supongo que fruncí el ceño al oír la última acusación, porque Pítale dijo:
– El agente Janus se ha hecho un esguince en el pulgar al tratar de dominar a su compañero con la porra.
Dejé escapar una risita.
– ¿Cree usted que esto es divertido, Rawlins?
– No, señor -dije, sencillamente.
– Entonces, ¿de qué se ríe?
– Acusar a un hombre de agresión cuando uno se rompe un dedo golpeándole… -dije-. Usaré esta historia para enseñar a mis hijos a sobrevivir.
– ¿Tiene usted hijos?
No contesté.
– Porque no creo que sus hijos vean a su padre durante mucho tiempo.
Yo suspiraba por un pitillo.
– El oficial Janus todavía puede usar la porra -me advirtió Pitale.
– ¿Qué quiere de mí, teniente?
– ¿Por qué entró en ese apartamento?
– La puerta estaba abierta -dije.
– ¿Qué iba a hacer con el arma?
– Encontré el cuarenta y cinco en la mesa del salón. Me preocupaba mucho que estuviera allí al alcance de cualquiera, de modo que la cogí. Cuando oí que entraba alguien por la puerta me la guardé en los pantalones, porque no sabía qué esperar. Lo que pensaba hacer era llamar a la policía y decirles que vinieran e investigaran dónde estaba Bobbi Anne y por qué había un arma allí. -Dos horas encadenado a una silla le dan a uno la oportunidad de pensar mucho.
Esta vez fue Pitale el que sonrió. Estaba acostumbrado a las historias urdidas por los malhechores.
«Vi las llamas desde la ventana, oficial. Y subí por la escalera de incendios para ver si tenía que salvar a alguien. Y… bueno… ya sabe, cuando vi ese televisor nuevo tan bonito, pensé que el propietario seguramente querría que yo lo salvara…»
La historia que yo había tramado era consistente. No creía que ningún juez tuviera que llegar a oírla nunca, pero siempre es mejor asegurarse por si acaso.
– ¿Y qué hacía usted con miembros de una organización comunista? -me preguntó.
– ¿Comunista?
– Ya me ha oído.
– Sí -afirmé-. Ha dicho comunista. Es la primera vez que oigo eso de comunista. Xavier y Christina son amigos de mi hijo adoptivo. No sabía que eran rusos.
– Puede usted morir en esta habitación, Rawlins -me dijo.
La amenaza no me preocupó demasiado, pero cuando sacó un Pall Mall me puse al borde de las lágrimas.
– ¿Puedo hacer mi llamada de rigor, teniente?
Pítale accedió a marcar el número que yo le dijese, y sujetó el auricular junto a mi oído.
Tenía dos cosas a mi favor: la primera es que tengo muy buena memoria, y la segunda que estaba bastante seguro de que la brigada D estaba de servicio las veinticuatro horas. Llamé al número de Vincent Knorr y al responderme un hombre, dije:
– Soy Easy Rawlins, y llamo a Knorr. Dígale que yo mismo, Xavier Bodan y Christina Montes hemos sido arrestados y que nos tienen en la comisaría central. Y dígale que a Lakeland no le gustaría que yo me pudriese aquí. Pudriese. -Repetí la palabra, porque el policía de guardia aquella madrugada parecía no comprenderla bien.
– ¿Knorr es su abogado? -me preguntó Pítale cuando me quitó el receptor del oído.
– Digámoslo así -dije.
– Es muy curioso que un hombre inocente tenga un abogado dispuesto a saltar en su defensa a cualquier hora del día o de la noche.
– ¿Ha sido usted blanco toda su vida, teniente? -le pregunté.
– ¿Qué demonios quiere decir con eso?
– Quiero decir que la señorita Escarlata no necesita ningún abogado. Pero que Mammy debe disponer de uno. Sabría a qué me refiero si alguna vez en su vida hubiese estado encadenado a esta silla de aquí.
Me pareció ver un destello de comprensión en el rostro de Pitale. Creo que me entendió, cosa que no era necesariamente buena. La única ventaja que siempre hemos tenido los negros sobre los blancos es que estos nunca han comprendido de verdad nuestras motivaciones. Pero aunque un hombre te comprenda, eso no significa que sea amigo tuyo.
– No importa lo que yo sienta o lo que sepa -dijo Pitale-. Lo que importa es lo que estaba haciendo usted en ese apartamento y de dónde ha salido el arma.
– Ya he respondido a esa pregunta -dije-. Y no quiero decir nada más hasta que venga mi abogado.
– Para entonces no será capaz de hablar… -respondió Pitale.
No hice la pregunta, pero creo que mis ojos traicionaron mi miedo.
– … porque le faltarán todos los dientes. -Pitale acabó la frase con una sonrisita.
Me preguntaba cuándo llamarían al oficial Janus para que el cargo por agresión fuese doble cuando sonó el teléfono.
Era un teléfono grandote y negro con cinco o seis luces en la parte posterior. Pitale volvió la cabeza esperando el siguiente timbrazo. Cuando éste llegó, una de las luces centrales parpadeó. El teniente refunfuñó y cogió el receptor.
– ¿Sí? -dijo, y luego se quedó callado. Mientras escuchaba, su rostro se iba ablandando, hasta volverse casi sumiso-. Pero capitán, les hemos cogido con las manos en la masa en B y E. Pero… Sí, señor. Inmediatamente, señor.
Colgó el teléfono y me miró.
– ¿A quién acaba de llamar?
– A mi agente de seguros -dije.
– ¿Qué mierda está pasando aquí? ¿En qué están metidos?
– ¿Puedo irme, agente? -pregunté.
No pude evitar sonreír.